Eleguá en la Plaza de Chueca y Galdós en la Playa de Aguadilla
Cuando vayas a Madrid, chulona mía,
voy a hacerte emperatriz de Lavapiés
Agustín Lara
Es el comienzo del verano de 2001. Me dispongo a disfrutar de unas vacaciones en España, si es que mi estadía aquí se puede llamar así. Pero así la llamo, pues vacaciones son en el fondo, aunque sólo de cierta manera y por suerte. Y es que voy a pasarme mes y medio en Salamanca trabajando, enseñado un curso de literatura caribeña; no voy a España de turista, ni de visitante, ni de residente, pero estaré allí más de mes y medio sea como sea. Trato de olvidarme de la razón por la que vengo allí, el trabajo, y me convenzo de que estar en otro país, aunque sea para trabajar, convertirá mi estadía en vacaciones. En verdad, más allá de las tardes que tendré libres en Salamanca, el resto del tiempo lo dedicaré a la “dictadura de clases”, como llamo a mi “trabajo gustoso”: Marx y Juan Ramón se dan la mano. Eso sí, me atrae sobre todo la idea de ir a España aunque sea a trabajar porque me voy a poder pasar al menos una semana antes de comenzar las clases en Madrid.
Madrid ya se ha convertido para mí en una ciudad que tiene esquinas propias y por propias quiero decir mías: el bar en la calle del Ave María que fue en el siglo XIX una farmacia, la salita de artes gráficas de El Prado, el bar de Juan Oter (q.e.p.d.) en Puente de Vallecas, el Museo de América, la fonda “El Comunista” en Chueca a la que me llevó mi amiga Concha de Sena, el Chicote, donde Agustín Lara le aseguraba a María Félix que le daría “un agasajo postinero con la crema de la intelectualidad” y donde sirven unos magníficos negronis que a Iñaki y a mí nos gustan mucho, quizás demasiado, y que tenemos que probar cada vez que pasamos por ahí, aunque sea sólo uno. Reclamo todos esos lugares y muchos otros más como míos, aunque haya múltiples personas que hagan lo mismo o algo parecido. Es que ya siento que esos espacios madrileños me pertenecen o, al menos, que la ciudad tiene sus rincones que se me abren de cierta manera especial sólo para mí y que me hacen sentir que nadie más los conoce como yo. Por ello me siento muy contento de llegar a Madrid.
Llego a Barajas, me topo con Celia Cruz en el aeropuerto (pero ese es material para otra crónica); tomo un taxi que me lleva al hotelito baratongo y recoleto donde siempre me quedo; me inscribo; subo a la habitación y de inmediato, sin desempacar, me echo a dormir una siesta para reponerme del viaje. Curioso: tengo un placentero y largo sueño. En él me baño en la hermosa playa de mi pueblo, Aguadilla. Me despierto como a las tres de la tarde, aun soñoliento, pero recordando el placer del sueño. ¿Habré soñado con la Playuela porque voy a enseñar un curso de literatura caribeña?, me pregunto. Y mientras me ducho pienso en las tibias aguas de esa bella playa. Salgo a la calle. Sé exactamente a dónde voy porque ya he decidido de antemano, antes de emprender el viaje, lo que voy a hacer tan pronto llegue a Madrid: releer Fortunata y Jacinta y deambular por el Madrid que Galdós describe en la novela. Así que cuando salgo del hotel me encamino directamente a “La Casa del Libro” que queda a unas cuantas cuadras y me compro la edición de Cátedra en dos volúmenes de la novela de don Benito, quien nos perteneces a los boricuas, de alguna forma, porque fue senador cunero por Guayama. Tomo la bolsa con los dos tomos galdosianos y me encamino a Chueca, el vecindario gay y alborotoso de Madrid, donde a las cuatro de la tarde no habrá nadie. Y así es y por eso mismo allí me encamino. Lo hago además porque el vecindario tiene que parecerse al que aparece en la novela de Galdós, el que Fortunata tiene que haber recorrido algunas tardes de su vida, tardes como ésta: calurosa, luminosa, tranquila.
Llego y efectivamente no hay nadie en la Plaza de Chueca. Me siento en lo que los españoles llaman una terraza: un café o bar al aire libre. Las mesas están todas desocupadas. Escojo una cerca de la calle lateral a la plaza, una que desemboca en el viejo mercado de San Antón por donde tuvo que haber pasado Fortunata. Pido una cerveza, una caña, y abro el primer tomo de la novela. Me siento completamente a gusto y justificado, como si leyera a Palés en Guayama o a Borges en Buenos Aires o a Henry James en Beacon Hill (lo que he hecho). Me domina la idea de que para entender un texto hay que olvidar nuestro mundo, el mundo del lector, para meterse de lleno en el del autor. Por eso para entender a Galdós, me digo, tengo que estar en Madrid, en la Plaza de Chueca, como ahora estoy. Me relampaguea por la mente la imagen de la playa de mi pueblo. ¿Podría leer a Galdós en la Playa de Aguadilla? Me hago esa pregunta mientras sorbo el primer buchito de cerveza. La luz de la tarde, el calorcito, la tranquilidad de la plaza, el libro ansiado en las manos, la cerveza fría: el placer es completo.
Leo el primer párrafo de la novela y me tomo otro sorbo de la cerveza que el mozo me ha traído rápidamente porque no hay ningún otro cliente. Miro a mi alrededor buscando a Galdós o, al menos, a su Fortunata. Tengo que aprovechar la calma de la tarde porque este mundo será el reino del desorden y el ruido en unas cuantas horas. Ahora es el ámbito de la paz. Recuerdo, para asegurarme que he hecho lo correcto, que llegué a Chueca por la calle Hortaleza, la mismita por donde deambuló Fortunata, según nos cuenta don Benito. Por eso pienso que Fortunata también tuvo que haber pasado por aquí, por esta calle lateral de la Plaza de Chueca que desemboca en el viejo mercado de San Antón.
De pronto aparecen tres mujeres que se sientan en la mesa de al lado. ¿Por qué demonios tienen que escoger precisamente esta mesa cuando todas las demás están vacías? Decido que su presencia no me va a molestar, que seguiré con la lectura de las primeras páginas del novelón de Galdós sin hacerles caso a esas tres intrusas que rompen el delicioso ámbito de paz propicio para la lectura. Pero me tengo que fijar en ellas, en las intrusas, porque son marcadamente distintas: una, alta y flaca, otra, bajita y gorda y la tercera, de mediana estatura y muy bien formada, voluptuosa ella. Son de dos colores: la alta y la baja son negras, retintas; la mediana es blanca, rubia y de ojos verdes. Es un grupo muy raro si se considera que estoy en Madrid, específicamente en Chueca, a comienzos del verano cuando todavía no se ha dado la invasión de turistas que pueda justificar esta diversidad racial. Pero cuando comienzan a hablar se me hace evidentísimo que las dos mujeres negras son cubanas y que la rubia es madrileña, y de clase obrera las tres.
Me escondo detrás del libro. Para ellas y para todo el que me vea estoy completamente embebido en mi Galdós. Pero ahora el tomo es un mero biombo que bloquea la vista; lo que tengo alerta es el oído. Intento seguir la conversación de la mesa de al lado donde ya han servido tres cervezas, tres cañas, tres Mahou.
“Hoy Obatalá me dio una limpia.” Declara calmada y ceremoniosamente la alta y flaca.
“¿Y cómo fue eso?” Pregunta la bajita y gordita.
“Pues salí a fumarme un cigarro en el descanso y me senté en el banco del patio, el que está detrás de la cocina del restaurante, y vino una paloma blanca y me dio tres vueltas sobre la cabeza.” Aclara muy pausada y confiadamente la flaca.
Ya dejo de esconderme tras el volumen de Galdós y miro directa pero disimuladamente a mis vecinas de la otra mesa. Pienso: ¿Qué hubiera pasado si don Benito hubiese oído esta conversación? Pero inmediatamente dejo de pensar en Galdós y vuelvo a concentrarme en mis vecinas.
Me doy cuenta que la rubia de bonito cuerpo tiene los ojos que se abren y se abren y se abren porque no entiende ni palabra de lo que sus amigas dicen.
“Sí, Obatalá me dio una limpia.” Recalca la flaca con voz de sabia, de iniciada o de sacerdotisa.
Ya en esa expresión me parece detectar que el sincretismo religioso panhispánico ha tenido su efecto porque esa “limpia” me suena a práctica sincrética mexicana más que a santería cubana. En el momento que lo pienso me río sin querer, con una risita que va mucho más allá de la sonrisa, pero que no es de burla sino de solidaridad. Mi reacción delata que no estoy leyendo el libro y las vecinas se dan cuenta de ello. Las tres me miran sospechosamente. Ya no puedo seguir mirando la edición de Fortunata y Jacinta y las miro y me sonrío amablemente.
“¿Y usted sabe de qué hablamos?” Dispara la flaca que parece mayor y de más autoridad porque es la primera que habla siempre y lo hace con voz fuerte y decidida. Al hacer la pregunta pone en su boca lo que la rubia de ojos verdes quisiera preguntar y no lo hace porque no entiende nada.
Vuelvo a sonreír solidariamente y declaro: “Por supuesto que sé de qué hablan y lo sé porque soy hijo de Eleguá y usted – digo mirando a la flaca – es obviamente hija de Nuestra Señora de las Mercedes.” (No digo Obatalá para que quede bien claro que sé de lo que hablo.) “Y usted”, digo mirando a la gorda, “es hija de Ochún.”
Ambas se sorprenden. Creo que la pegué. Mientras tanto la rubia quiere preguntar “y yo, y yo, y yo ¿de quién soy hija?”, pero eso era mucho de esperar de ella porque obviamente se siente perdida y sólo se limitaba a mirarnos con ojos cada vez más grandes.
La flaca, que descubro luego que se llama Mercedes, baja la guardia y me sonríe también solidariamente. Pero de inmediato dispara, antes que lo haga la bajita, que luego descubro se llama Caridad: “Pero tú no eres cubano, ¿no?” El cambio del usted al tú me abre ya todas las puertas y Caridad lo sabe también y por ello me sonríe. La rubia, que descubro luego se llama Rosa, pero quiere que la llamen Yeni y así mismo escribe su nombre adoptado, sigue lela porque aunque entiende casi todas las palabras de este rápido juego verbal – más rápido que un partido de Rafa Nadal – en verdad no entiende ni papa. Rosa se queda muda porque toda su energía se le va en abrir más aún los ojos.
“Bueno, no soy cubano, pero como si lo fuera”, le respondo.
“¿Cómo así?”, dice Caridad, quien por primera vez le toma la delantera a Mercedes y verbaliza la duda de las tres.
“Pues así como lo oye.” Recalco y de inmediato aclaro: “Porque soy puertorriqueño.”
Y, de inmediato, Caridad, Mercedes y yo, como si lo hubiéramos ensayado por horas antes de este encuentro fortuito, rezamos o cantamos a coro los versos de doña Lola Rodríguez de Tió sobre Cuba y Puerto Rico y sobre el pájaro y sus dos alas. Y nos reímos a carcajadas limpia y la pobre Yeni, que en verdad es Rosa, cierra un poco los ojos pero abre más la boca.
Yeni no aguanta más y antes que terminen nuestras carcajadas me pregunta casi a gritos por su madre o por su padre: “¿Y de quién soy yo hija? Dime.”
Caridad, Mercedes y yo nos miramos y dejamos de reírnos. Pero antes de responder a la profunda y urgente pregunta de Yeni, propongo que nos unamos en una sola mesa y que le hagamos a Yeni una lectura de caracoles, pero sin caracoles, porque no los hay y no creo que ninguno de los tres los supiera leer. Al menos yo no lo sé hacer. Por ello, no sabemos qué responder a la pregunta de la española los tres antillanos una vez estamos los cuatro juntos en la mesa que antes ocupaban sólo ellas.
“De Changó tú no eres hija.” Salomónicamente se adelanta a decir Mercedes, la hija de Obatalá, que parece que al hablar está leyendo una página de El Monte o que fue una de las informantes de Lydia Cabrera para ese mismo libro.
“Eso está claro, bien claro, clarito, claritito”, afirmo reiterativamente para hacer el punto evidentemente concreto, pero sin querer ofender a Yeni, aunque ella no se ofendería por nada, porque nada entiende. Yeni sólo quiere saber de quién es hija para que le demos ingreso a este nuevo club exótico que acaba de nacer ante sus ojos. Académico que soy, me pasa como un relámpago por la mente el sugerirle que lea uno de los magníficos libros que Natalia Bolívar ha escrito sobre santería. Pero este rayo, diferente al de Miguel, cesa instantáneamente porque dudo que Yeni sepa leer y de saber hacerlo no creo que sepa dónde queda la Biblioteca Nacional. Tonta no es Yeni, aclaro y recalco, pero su sabiduría es de otra índole, no libresca.
Caridad aclara lo que ya está clarísimo: Rosa, la rubia que tiene que ser de Puente de Valleca, por lo menos, no puede ser hija de ningún oricha. Creemos que ninguno la reclamaría. Es y está huérfana, la pobrecita. Así que Caridad exclama salomónicamente: “Niña, ni te preocupes por eso. Lo que importa, como eres española, es que te bauticemos y aquí, en esta mesa, eso lo hacemos con cerveza. Así que pídele al camarero tres más o, mejor, cuatro para invitar al caballero, hijo de Eleguá, que ya no lee su librote y tiene la copa vacía.”
Antes de que pueda yo decir algo, Yeni aclara que ella no tiene ni para una cerveza más. De ser antillana hubiera dicho que está más pelá que la rodilla de un chivo o el culo de un mono. Mercedes y Caridad se miran y su inteligente mirada me advierte que sus sendas billeteras también están limpias, como su conciencia.
“Mi padre Eleguá, que es el que abre camino y fue el que abrió éste que nos llevó a nuestro fortuito encuentro, me dice, me pide, me ruega, me suplica, me ordena y me impone que las invite porque fui yo el que abrió la puerta de toda esta conversación. Y yo lo hago con mucho gusto, hasta con gran placer. Así que más cerveza para los cuatro.”
Yeni no entiende bien lo que pasa pero acepta la invitación a otra Mahou.
Por fin guardo mi libro en la bolsa y me olvido de Galdós, que en el momento molesta, aunque estoy seguro que don Benito se hubiera sentado gustosamente con nosotros a charlar o, al menos, a oír nuestra conversación para incluir algo de ella en una de sus novelas. ¿Llegaron los orichas a Canarias en el siglo XIX?
Y entonces todos hablamos a la vez y sin orden y comienzan las preguntas y las respuestas y las risas. Entonces fue cuando me enteré que la flaca se llama Mercedes y la gorda, Caridad y la de la linda figura se llama Rosa y también se llama Yeni “porque le gusta y porque le da la gana”. Ahora que dejamos de hablar de Changó y de Eleguá y de Obatalá y de Ochún, Rosa participa algo más en el diálogo, aunque no me cabe la menor duda de que la verdaderamente inteligente del grupo es Mercedes. Más que inteligente, es lista.
Dos cervezas más tardes mis nuevas amigas declaran que tienen que irse; tienen que regresar al trabajo, tienen que volver al restaurante donde las tres cocinan, limpian, friegan y recogen las mesas y la basura. Nos despedimos con besos y abrazos y promesas de volvernos a encontrar en el mismo lugar a la misma hora el próximo día. Digo que sí, que allí estaré. Yeni dice que mañana pagará ella las cervezas.
Se van mis nuevas amigas y yo me encamino al hotel. Pero ya sé que mañana no regresaré a la Plaza de Chueca a la misma hora, que no cumpliré con la promesa del nuevo encuentro porque mi padre Eleguá me hace ver muy claramente que este cruce de cuatro caminos no tendrá sentido si se planifica, que la gracia de todo este encuentro fue lo fortuito del mismo.
Vuelvo al hotel y duermo un ratito más antes de salir a cenar. Vuelvo a soñar con la Playa de Aguadilla. El sueño me asegura que hago bien en no ir a la cita, de no cumplir con el compromiso con mis tres nuevas amigas; el sueño me confirma que es mejor el recuerdo que me quedará para siempre de ellas, el recuerdo que ahora intento conservar en estas páginas para compartir con los posibles lectores de las mismas. El recuerdo es mejor que aventurarme al fracaso del otro encuentro planificado. ¿Pensarán ellas lo mismo? Estoy seguro que Mercedes piensa igual que yo; estoy seguro.
Es que sé que por esa conversación con Caridad, Yeni y Mercedes, por ese rato que pasé en la Plaza de Chueca con ellas que, paradójicamente, hallé de repente y sin proponérmelo mi Caribe allí mismo, en el corazón de Madrid. Y sé que intentar repetir la experiencia destruiría la magia que me regaló mi padre Eleguá, como Obatalá le regaló una limpia a Mercedes en el patio detrás de la cocina del restaurante donde trabaja con sus amigas. Además ya sé que Rosa es pariente lejana de Fortunata y que el Caribe está donde quiera que yo esté, hasta en la Plaza de Chueca de Madrid.
Por ello ese verano de 2001 leí la novela de Galdós desde la Playa de Aguadilla, aunque en verdad la leía en la mismísima Plaza de Chueca.
Esta crónica está dedicada a Marisol Palés y Myrna Rivera, nuevas emperatrices de Lavapiés, merecedoras de este título tanto o más que La Doña. Emperatrices y señoras absolutas de Lavapiés son por mi voluntad y sin el voto de apoyo de don Agustín, el Divino Flaco, el de Veracruz, otro lugar mágico del cual tengo gratos recuerdos. Declaro, pues, a Myrna y Marisol noveles emperatirices de ese barrio castizo. Sé que las dos compartirán la dedicatoria con varias caña y mucha risa. ¡Salud, amigas!