foto por Doel Vazquez Perez
Le tenía mucho cariño a Elizardo y sé que nunca se lo dije; no éramos cercanos. Sencillamente me alegraba encontrarme con él y me sorprendía su memoria para retomar breves conversaciones largamente espaciadas en el tiempo como si nos hubiéramos encontrado antes de ayer. Pero más que cariño, sentía por él una profunda admiración que me llegaba casi por osmosis a través de tantos amigos en común que tenían tantas cosas buenas que decir de él. Su muerte, definitivamente, es una pérdida para el país, para el mundo de los libros y para el futuro que queremos.
A modo de tributo, a continuación 80grados recopila los mensajes de algunos de sus más entrañables amigos, autores que publicó y colegas editoras, para que nos cuenten por qué estamos tan tristes. No les di mucho tiempo, apenas unas horas; pero todos respondieron, ¡cómo no!
Si es cierto el dicho de “dime con quién andas y te diré quién eres”, esta lista parcial nos debe dar una idea de quién y cuan grande era Elizardo, como profesional y como ser humano. Mercedes López Baralt, Arcadio Díaz Quiñones, Neeltje Van Marissing, Mayra Santos Febres, Jorge Duany, Ana Teresa Toro, Emilio Pantojas, Rafael Acevedo, Mario Cancel, Juan Duchesne Winter, Carlos Pabón, Monchy Almodóvar, Silvia Álvarez Curbelo, Alfredo Torres, Rubén Ríos Ávila, Edgardo Rodríguez Juliá, Lowell Fiet, Julio Ramos, Juan Otero Garabís y Sonya Canetti: gracias por compartir sus recuerdos.
–Rígel Lugo
*La ceremonia para Elizardo Martínez será este domingo, 22 de abril, de 2:00-7:00 pm, en el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe en el Viejo San Juan.
Mercedes López Baralt, escritora
Tengo el corazón partido
Y mi universo cruelmente disminuido. Qué difícil aceptar esta pérdida. Del editor que hizo tanto por Puerto Rico, que me mimó mi Visita a Macondo en dos ediciones. Pero sobre todo, del alumno convertido en colega y amigo entrañable, al que bauticé hace años como mi Marcello Mastroianni cubano. Eli: me llevo grabado a fuego tu último abrazo en el Ateneo. Con nuestra Maritza, cuya bufanda azul le alabé tanto, porque rimaba con sus ojos. La miraste con tanto amor, y me dijiste mientras me abrazabas: “es que últimamente está coquetilla”. De la mano de Vallejo te susurro que no te has ido: “Porque te quiero dos a dos Elizardo, y casi lo podría decir eternamente”.
Arcadio Díaz Quiñones
El nombre de Elizardo Martínez queda ya indisolublemente ligado a uno de los principales proyectos editoriales puertorriqueños del siglo XXI. Ante su muerte, pienso que su gran pasión fue promover un espacio para la renovación crítica y literaria, para la constitución de nuevos lectores, y para el desarrollo del mercado editorial. Recuerdo ahora la primera vez que nos vimos, y la última. La primera fue en los días en que nacía Callejón, y la alegría de publicar un libro con ellos. La última fue durante la presentación del libro de Luis Fernando Coss. Aquella noche me regaló un ejemplar de La contrarrevolución cubana y el caso de Carlos Muñiz Varela, publicado por Callejón. Elizardo sabía que el asesinato de Muñiz Varela me había marcado profundamente. Ese libro es un descenso a los infiernos de la historia de la represión, y también a la represión de la historia cubana y puertorriqueña. El consuelo es que los muertos no desaparecen.
Neeltje Van Marissing, editora
Conocí a Elizardo Martínez a través de las cajas de Merino y Sánchez que llegaban a la librería Casa Papyrus. Sus libros llegaron a mi vida antes que él. No sé si llegué a contarle que para mí, durante esos años (yo tendría unos 20), él era una especie de Rey Mago. Eli llegaba a Papyrus antes que yo y dejaba unas cajas cerradas que me tocaba abrir cuando comenzaba mi turno. La ilusión que sentía cuando arrancaba los tapes de las cajas para descubrir los nuevos tesoros que tendríamos a la venta en la librería era lo más parecido que he sentido en la adultez a esas mañanas de los 6 de enero bajo el árbol de Navidad de mi casa.
Tuve el privilegio de crecer en el mundo del libro gracias a la generosidad de muchos. Pero Elizardo era esa persona a la que quieres parecerte cuando “seas grande”. No solo por su olfato de editor y su entrega a ese oficio incomprendido por muchos, si no por su manera de entablar relaciones, por el valor que le da a la amistad, por su hermoso romance con Maritza, porque siempre estaba de punta en blanco, por su militancia política, su solidaridad, porque era culto sin ser arrogante, por su linda cubanía boricua.
Yo solo sé que se fue muy pronto y que voy a extrañarlo un mundo. Que extrañaré sus llamadas para hablar sobre cómo vemos y nos van las cosas con las librerías, las editoriales, los escritores. Que extrañaré sus chistes sobre sus amigos cubanos, mis suegros postizos, y esa sonrisa maliciosa cada vez que pasaba algo de lo que podíamos burlarnos. Sé también que el mundo del libro no será el mismo sin él y que el de sus amigos y familiares tampoco.
Mayra Santos Febres, escritora
Librero bueno y buena persona, conozco a Elizardo Martínez desde la temprana adultez. Fue mi distribuidor cuando me firmó Planeta, mi editor de Boat People (poesía) y del libro de ensayos Sobre piel y papel. Con él revisé pruebas de galera, manuscritos, diseñé presentaciones. Me apoyó trayendo escritores de Planeta al Festival de la Palabra.
Su amor por los libros era real, quizás más real que el mío porque él los hacía, los movía, vivía de ellos.
Sosteníamos improvisadas tertulias playeras acerca del país y su clima cultural. Sucede que a los dos nos encantaba caminar a orillas del mar temprano en la mañana. También hablábamos de la familia y los afectos. Esos eran mis temas favoritos; esos y los juegos con las palabras.
Era fácil querer a Elizardo, un lujo casi.
Todavía no entiendo muy bien por qué se murió Elizardo. Debí haber sospechado de esas largas caminatas.
Últimamente, está lloviendo mucho frente al mar.
Ian Carpenter y Elizardo Martínez, en Barcelona 1976.
Jorge Duany, escritor
Desde la fundación de Ediciones Callejón en la década de 1990, Elizardo Martínez se convirtió en una de las figuras clave de la cultura puertorriqueña y caribeña. Al igual que Ediciones Huracán dio a conocer a toda una generación de intelectuales a partir de la década de 1970, Callejón sirvió como la principal forma de divulgación de los debates académicos y culturales más relevantes en la Isla a fines del siglo XX y principios del XXI. Allí publicó gran parte de los escritores contemporáneos de ficción y los estudiosos de las humanidades y las ciencias sociales en Puerto Rico de los últimos tiempos.
Los estantes de mi biblioteca están llenos de destacados autores editados por Callejón (entre ellos Luis Rafael Sánchez, Rosario Ferré, Mayra Montero, Edgardo Rodríguez Juliá, Magali García Ramis, Mayra Santos-Febres, Leonardo Padura y Antonio Benítez Rojo); muchos de ellos son amigos y colegas (tales como Myrna García Calderón, Emilio Pantojas García, Yolanda Martínez-San Miguel, Silvia Álvarez Curbelo, Efraín Barradas, Cristóbal Díaz Ayala y José Lee-Borges). Yo mismo publiqué una selección de artículos periodísticos, La nación en vaivén: identidad, migración y cultura popular en Puerto Rico, en el 2010, con Callejón. Mi experiencia de trabajo editorial con Elizardo fue insuperable: el libro se diagramó y publicó en tiempo récord, el diseño gráfico fue impecable y la obra circuló ampliamente, incluso reimprimiéndose dos veces.
Elizardo fue un promotor incansable de las ideas más avanzadas y los aportes de distintas corrientes intelectuales y políticas. Extrañaré su ojo crítico y gusto ecuménico, su entusiasmo contagioso por el mundo de los libros, su generosidad al tratar con autores renombrados y menos conocidos, y su olfato para convertir proyectos académicos en obras publicadas que tuvieran salida en el reducido mercado editorial de la Isla. Me siento especialmente orgulloso del trasfondo cubano y puertorriqueño de Elizardo, un “Cuba-Rican” como yo. Descanse en paz.
Ana Teresa Toro, escritora
El callejón que sí tenía salida
Amanecimos la mañana del lunes con la noticia terrible de tu partida. Elizardo, ¿cómo es eso de que te has ido? ¿Cómo será ahora hacernos de la idea de que no estarás ahí para pavimentar las calles de nuestra historia con esos caminos de ideas y libertad que son los libros que nos regalaste? El tuyo fue el único callejón que sí tuvo salida. Le apostaste a libros que nadie le hubiese apostado.
Recuerdo cuando llena de nervios te invité a un café en La Mallorca. Yo llegué a la hora acordada. Tú llevabas rato allí, ya habías hasta desayunado. Eras madrugador de verdad. Me escuchaste con entusiasmo y me dijiste que sí, sin muchas preguntas. —Yo creo en tu trabajo Anaté. Ahora hay que ver si tenemos un libro.
Siempre tenías un balance perfecto entre el rigor y la fe. Y eso fue todo. Leíste la muestra que te entregué y a los pocos meses me llamaste y comentamos el contenido. Debatimos el título y tenías razón, “Las narices de los perros” era mejor título que el que yo tenía en mente. Me cuidaste, incluso de mi terquedad. Cuidaste la limpieza del libro, contratando a la brillante Beatriz Cruz para las lecturas de prueba.
Cambiamos el título, trabajamos los detalles y antes de lo que imaginé, llegó a mis manos un correo electrónico con la portada del libro. Brinqué y lloré de la emoción ese día, como pasa con las emociones intensas, que el cuerpo canaliza de manera contradictoria, llanto y risa en igual proporción. Poco tiempo después, llegó a mis manos, todavía caliente, un libro blanco, con un diseño típico de Callejón. Me emocionó mucho. Recuerdo el respeto que sentí por la editorial cuando la conocí al llegar desde Aibonito a Río Piedras. Ahora yo formaba parte de esa familia, y no lo podía creer. Mandaste a imprimir pósters y cargaste con cajas a donde quiera que lo fuimos a presentar. De Gurabo a Ponce, de Aibonito a San Juan o ahora a Nueva York.
Una vez incluso hasta fungiste de presentador, junto a Edgardo Rodríguez Juliá, quien también me había apadrinado con el prólogo del libro. Yo no llegué con padrinos en el mundo literario y tú me demostraste que bastaría con mi trabajo para tener un espacio en la mesa, para participar de la conversación.
Te recuerdo en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, engabanado a las ocho de la mañana, buscando negocios, moviendo los libros, estableciendo contactos. Yo me sentía — y me siento — tan orgullosa de decir “ese es mi editor”. Siempre elegante, siempre preciso, con el humor necesario y la seriedad suficiente.
No exagero al decir que nadie habría publicado lo que tú te atreviste a publicar. Y gracias a ti, nuestro acervo cultural es más rico, más completo, y más complejo. No quiero imaginar pasar por el Viejo San Juan y no encontrarte en alguna de las calles, junto a Maritza, con tu sombrero. No quiero aceptar que esta carta no la vas a leer. Porque la muerte también es eso, el sinsentido final de la palabra. Se termina la carne y ya no hay hogar para el verbo. Pero tu historia será distinta, estarás en todos los callejones que habitamos, los callejones de palabras, los que sí tienen salida y nos llevan a todas partes. Descansa en paz. Ya te extraño. Gracias.
foto por Doel Vazquez Perez
Emilio Pantojas, escritor
Se ausenta de la mesa del diálogo nacional su más importante moderador. Una vez le dije a Elizardo que un libro era una conversación con múltiples interlocutores a quienes no interpelas cara a cara, sino a través del tiempo y el espacio. Estuvo de acuerdo conmigo; eso Emilio, un libro es una conversación. Por ello pienso en Elizardo como el moderador de una gran conversación a la que entraban y salían en tiempos distintos, y por aristas también distintas, escritores y escritoras, científicos sociales, historiadores, políticos, periodistas y artistas. La mesa era grande, el moderador generoso y sabio. Para publicar en Callejón había que tener un tema y una opinión; la gente interesante siempre tiene una opinión, una visión particular, nos guste o no. La vocación de Elizardo era poner a conversar a mucha gente interesante en una gran mesa de diálogo llamada Editorial Callejón. Elizardo, como los grandes guerreros, no muere, solo se ausenta de la mesa, dejándonos las memorias y registros de un diálogo inteligente y abarcador, a la vez nacional y translocal. También nos deja en la memoria su siempre presente sonrisa y sencillez de espíritu.
Cuando me enteré de la noticia de su deceso por las redes sociales en la madrugada del lunes quedé sobrecogido. Vino de inmediato a mi mente la primera estrofa del poema de Jorge Manrique de Figueroa, Coplas a la muerte del Maese Don Rodrigo (su padre).
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando,
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.
¡Hasta siempre amigo!
Rafael Acevedo, escritor y editor
Siempre voy a recordar a Elizardo Martínez como un productor de energía. Siempre dispuesto a reírse o a hacer reír. Aún en los desacuerdos, estaba claro que era un amigo. De esa energía hablo.
Puedo decir que, cuando éramos más jóvenes, lo vi lanzarse de cabeza en busca de una pelota de softball y dar la vuelta de carnero más peligrosa que jamás haya visto. Salió de ahí con una sonrisa. Del mismo modo lo vi trabajando duro por su editorial, siempre moviéndose a donde fuese necesario un libro y en ese trance, una sonrisa franca, un abrazo.
Le debemos a Elizardo Martínez certámenes y colecciones de poesía; poesía joven, poesía clásica, cuentos, novelas (publicó mi primera novela y es un personaje de la segunda). Además, lo vi allí donde hubo danza, teatro, o gente organizada para exigir un país y un mundo más justo.
Pero hay tantas cosas que podría decir de este amigo, que quisiera resumir. Elizardo era un ser humano amoroso. ¿Ya lo había dicho? Siempre, siempre, en un momento u otro de alguna conversación, el Guajiro me preguntaba, con genuino interés, la mano en el hombro, mirándome a los ojos ¿Rafa, cómo están tus hijas? Porque él sabía que mencionarlas me hacía feliz. Por cosas como esta voy a extrañar mucho a este tipo. Gracias, Elizardo.
foto suministrada por Alfredo Torres.
Mario Cancel, historiador
El Elizardo que yo recuerdo se me ocurre como el producto de un ejercicio retrospectivo que en este momento no podría organizar, aunque me lo propusiera. Entre el editor y el ser humano, me quedo con el segundo. Me quedo con la figura amable y sonriente de la que hablé intensamente con mi compañera hace unos días en mi casa porque había dejado de verlo y no entendía por qué.
Me quedo con el amigo con el cual me encontraba, de manera casual, los sábados bajo la sombra de las trinitarias del patio del viejo Seminario Conciliar de San Yldefonso, hoy Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe. Me quedo con aquel ser tocado de sombrero que encajaba tan bien sobre el escenario de un fondo de mesas repletas de libros, con el que cruzaba un puñado de palabras en el ajetreo sabatino y luego perdía de vista en medio del bullicio.
Me quedo con el que me preguntaba con la transparencia de un niño en qué andaba, qué cosas estaba haciendo. Con el que compartía mi entusiasmo cada vez que le decía que estaba dictando un seminario de Betances, de Albizu, del 1898. Me quedo con el que me reiteraba que un día se iba a meter en uno de mis salones para escucharme y con el que, aunque nunca tuvo tiempo para hacerlo, siempre parecía estar allí.
Me quedo con el que me encontré hace años en la calle Norzagaray, me hizo entrar en su casa para conversar, mirar el mar y las murallas, hablar de la cultura y el país grande que compartíamos. Con el que conocía mi pasión por los gatos porque esa vez la hablamos largamente. Me quedo, por último, con el que conocí en un escenario enrarecido por el tiempo hace unos 20 años en un almacén rodeado de libros durante la negociación de un volumen olvidado por el tiempo.
A Elizardo, esa sombra enrarecida que no cesa, solamente le digo que nos veremos luego, si es posible, en la memoria de otros.
Juan Duchesne Winter, escritor
Conocí a Elizardo Martínez en la Librería La Tertulia a finales de los años 70, cuando hojeaba libros interesantísimos publicados en Madrid y Barcelona. Recuerdo que estos libros contenían ensayos muy atractivos de psicoanálisis y marxismo. Se me acercó y me dijo que él era el distribuidor de esas joyas. Le comenté que debía ser durísimo dedicarse a distribuir libros de contenidos tan novedosos y exigentes en un mercado tan pequeño y conservador como Puerto Rico. Recuerdo que me explicó que esto no era fácil pero que pese a todo se lograba interesar a gente suficiente como para sostener una actividad continua, aunque mínima. Y añadió, con un fervor y convicción muy genuinos, que él amaba los libros y que se dedicaba a distribuirlos porque le apasionaba darlos a conocer, dado su compromiso con las reivindicaciones que estos expresan y los cambios que promueven. Y concluyó: “Prefiero distribuir unos pocos libros buenos a gente culta, chévere e inteligente, con la cual es un gusto relacionarse y compartir, que andar por ahí vendiendo masivamente porquerías tan solo por el dinero que pueda ganar”. Desde ahí supe que Elizardo era una persona auténtica, de confianza absoluta. Cuando años más tarde me enteré que él había iniciado Ediciones Callejón junto a ese otro bibliófilo auténtico que es Alfredo Torres, me interesé mucho y eventualmente, tan pronto mostraron interés en publicar mi Ciudadano insano y otros ensayos bestiales sobre literatura y cultura, accedí, con toda la confianza y la ilusión que inspiraban ellos. Ediciones Callejón, ya bajo la dirección única de Elizardo Martínez, publicó otros dos libros míos. Y ya en estos días estaba pensando someterle otro manuscrito de libro a Elizardo este año o el siguiente. Creo que puedo decir, con orgullo, que él fue mi editor. Siempre que conversé con Elizardo, él comunicó entusiasmo, atención, inteligencia y generosidad. Transmitió pasiones alegres, nunca tristes, relativas a sus dos temas favoritos: los libros y la política profunda y radical de transformación. Mi editor ha muerto. Qué triste es saber esto, pero inspirado en la autenticidad de Elizardo Martínez, creo poder centrarme en la alegría de publicar y leer que él siempre inspiró a tantos compañeros y colegas comprometidos con el libro puertorriqueño.
Carlos Pabón, historiador
La muerte de Elizardo Martínez en el plano personal es la muerte de un amigo de décadas que se caracterizó por ser una persona jovial y generosa, siempre en la mejor disposición de apoyar proyectos intelectuales y académicos. En estos tiempos tan difíciles, la amistad es un bien supremo. Desde el punto de vista de sus funciones como editor de Ediciones Callejón, está todo el plano de lo que significa su muerte como una pérdida para el mundo, cada vez más precario, del libro y de las ideas en Puerto Rico. Su editorial jugó un papel crucial en las últimas décadas como un espacio de diálogo, discusión y debate. Lamentablemente, su pérdida en este momento en particular es aún de mayor impacto pues todo lo que tiene que ver con el mundo intelectual y académico está asediado, bajo ataque. Vivimos en un momento y en una cultura de un profundo anti-intelectualismo y eso, junto a la ausencia de librerías y la debilidad y precariedad de las editoriales independientes que publican ensayos, agudizan esta crisis. Elizardo deja un vacío muy difícil de llenar.
De Elizardo siempre agradeceré que me publicó dos libros, Nación Postmortem (2002) y Polémicas (2014). Me consta que la publicación de Nación Postmortem, le trajo a Elizardo críticas y enconos por la controversia que generó, y sin embargo, lo publicó y siempre lo impulsó, aun cuando apenas comenzaba su editorial. Elizardo siempre defendió la autonomía de contar con un espacio de producción intelectual incluso con reacciones adversas y eso es algo que vamos a echar mucho de menos, sobre todo en este momento.
Monchy Almodóvar, cineasta
Eli, mi amigo y hermano
Cuarenta y siete años de amistad me permitieron conocer a un ser humano extraordinario. Son muchas las cosas positivas que puedo destacar de Elizardo: sus convicciones políticas, su compromiso con la justicia social, el amor a la literatura y el arte en general, su fidelidad con sus amigos y familiares, su sentido de humor, su facilidad para hacer sentir bien a los que tenía cerca, etc. Pero después de tantos años de compartir aventuras y vivencias, siempre me sorprendió la habilidad que tenía Eli para distinguir, en momentos incómodos y en ocasiones peligrosas, la manera de llevar a cabo, verbal o físicamente (tenía un recto de zurda impresionante) la acción precisa y certera que hacía la diferencia. Eli le daba la vuelta a las situaciones difíciles y les buscaba los elementos que suavizaban el malestar. ¡Qué mucha falta me vas a hacer!
Elizardo Martínez y Ramón (Monchy) Almodóvar.
Silvia Álvarez Curbelo, escritora
El callejón de los milagros
Dos memorias breves sacadas de un álbum salpicado de letras nuevas. Alboreaba el siglo cuando empezaron a salir de un callejón luminoso los libros iniciáticos de una editorial. Primero vino Armindo Núñez detrás de la mirada; por la puerta de Alcalá desfiló Leonardo Padura; bregó con arte Arcadio Díaz Quiñones; inscribió una ciudadanía insana Juan Duchesne Winter; la nación bailó con Juan Otero Garabís; yo encontré un país del porvenir y la raza se rió con Rubén Ríos Ávila. De los siete autores, yo era la única mujer. El libro de Carlos Pabón, el octavo, ya pudo tener solapas.
La segunda memoria tiene que ver con un extraño accidente que sufrí hace ocho años. Inmovilizada con lo que parecía ser un arnés medieval, las visitas de Elizardo al lugar donde recuperaba, eran farmacopea adictiva. Como si fuese un suplidor de lo prohibido, Elizardo me traía semanalmente una dosis de libros. Me leí entonces todo Padura y todo Henning Mankell. Sobreviví al arnés gracias a un amoroso enfermero.
En un país donde hemos naturalizado las pérdidas, ésta no me la esperaba. Cuando lo llamé hace dos semanas me contestó Ita. Me preguntó si podía esperar para que Elizardo me llamara o si quería enviarle un mensaje con ella. Le respondí: Yo espero. Así queda impreso en mi corazón.
Alfredo Torres, librero
A Elizardo, a quien tanto quería…
Hoy martes en la mañana me escribió un gran amigo para pedirme el teléfono de Mayra Montero a solicitud de Leonardo Padura. Conocí a Padura, al igual que a muchos grandes editores, a través de Elizardo. Como no lo tenía a la mano, automáticamente marqué el número telefónico de Elizardo, como de costumbre, para que me lo diera. ¡Ño, asere, no me avisaste que preparabas tu inesperada partida! De esa jodida manera comprendimos lo profundo que calaste en todos nosotros. Atesoro una enorme cantidad de gratos recuerdos, que superan mil a uno los desencuentros que tuvimos. Por más de dos décadas fuimos cómplices en el mundo del libro, aquí en Puerto Rico, pero también visitando las ferias internacionales, especialmente en México y España, montando proyectos conjuntos con otras editoriales fuera del país para dar a conocer nuestras letras, una meta que siempre fue prioridad en tu agenda. El certamen de poesía del Farolito Azul, que desarrollamos conjuntamente entre Callejón y La Tertulia, pero que fue parido pujo a pujo y celosamente cuidado por ti, tal como hiciste con Callejón, abrió otra puerta más a esa apuesta permanente que tenías por el talento de los jóvenes. Elizardo, en el mundo del libro y la cultura te debemos mucho. Pero sobre todo, te debo mucho por tu sincera y genuina amistad.
foto suministrada por Alfredo Torres.
Rubén Ríos Ávila, escritor
Estábamos Javier y yo paseando a Teodora en el pedazo de grama que hay frente a la muralla que separa la Norzagaray de La Perla, cuando sentimos el silbido. Nos tomó un tiempo localizar la procedencia, pero cuando nos viramos hacia la calle lo vimos arriba en la azotea, sonreído, diciéndonos que subiéramos. Era Elizardo. No sabía que esa era su casa y que vivía frente al océano, que no es lo mismo que decir frente a la playa. “Es que estamos con la perra”, le dijo Javier, y yo asentí. ‘’No importa, coño, suban” y quién le iba decir que no.
Era difícil resistirse a la sonrisa de Elizardo. Hoy he estado buscándola en mi memoria para ver si me la encuentro en La Tertulia, él sentado dando cháchara con Alfredo, seguramente tramando juntos la salida del próximo libro de Callejón. O cuando me paraba frente al mostrador de la Casa de los tornillos preguntando que dónde estaba Eli y Jorge Merino me decía que siguiera derecho por ahí, que estaba en la oficina, o cuando de repente me tropezaba con él en la Plaza de Armas, o en La Mallorca un sábado en la mañana, desayunando con Maritza. Era esa sonrisa que te mejora el día cuando te encuentras con ella.
Recuerdo aquella tarde, hace ya casi veinte años, cuando sonó el teléfono y era él que me decía “baja, que estoy frente a tu casa”. No me dijo nada más, pero tenía la corazonada. Bajé más rápido que ligero y cuando salí a la calle Hernández, frente al condominio donde vivía, allí estaba dentro del carro, esperándome con un ejemplar de La raza cómica en la mano. Prácticamente no cruzamos palabra. “Solo quería que lo tuvieras antes que nadie, mano”, me dijo, regalándome esa sonrisa.
Y ahora la veíamos de nuevo Javier y yo, unos años después, desde la grama del frente del San Cristóbal, llamando para que subiéramos a su casa del Viejo San Juan. Cuando entramos, Maritza nos dijo que el techo de la casa se acababa de venir abajo, pero que no nos preocupáramos. Era cierto, no era una broma. Subimos por una escalera estrecha al lado de la cocina, o de lo que quedaba de ella y no miramos mucho la habitación en el entrepiso, o lo poco que quedaba de él, porque Eli insistía en que subiéramos cuanto antes a la azotea. Nos explicaron lo del techo, que ya tenían a alguien hablado para que viniera a repararlo, en fin, que ese no era el tema de la breve visita. Una vez arriba Javier, Teodora y yo caminamos sin detenernos los tres hacia la verja de la azotea y allí estaba, en el esplendor de las cinco de la tarde, dando cara, el mar. Nos quedamos un rato en silencio los cuatro mientras Teodora olía las matas de la azotea y le dije “esto esta cabrón, Eli”, con toda la elocuencia de que puedo ser capaz. ‘’Ahora entiendes porqué estamos aquí Maritza y yo, aunque se caiga el techo”.
Desde ese ese día han pasado por lo menos otros diez años más. La última vez que lo vi fue hace apenas unos meses, aquí en Nueva York. Javier y yo estábamos caminando apresurados por la Broadway cuando casi nos tropezamos. Nada menos que Maritza y Eli, “de paseo”, nos dijeron, con cara de día de fiesta. El encuentro no duró un minuto completo. Lo suficiente para la cortesía de rigor, y cada pareja siguió para donde iba. Tan pronto siguieron algo me dijo que virara la cara allí en la acera, en la esquina frente a Crate and Barrel, y él había hecho lo mismo. Me parece que la veo, pero su rostro se desvanece. Me he pasado un tiempo hoy buscando sus fotos en Facebook para volverla a ver, y ahí sí que me la encuentro una y otra vez, monda y lironda junto a tanta gente querida, por tantos lugares entrañables de su San Juan adorado, dibujando en su rostro la forma del bien mismo, de la bondad hecha carne y aire.
foto por Doel Vazquez Perez
Edgardo Rodríguez Juliá, escritor
Lo recuerdo desde nuestra antillanía compartida, ese sentido del humor que admitía el vacilón irónico y también el epíteto cariñoso. Es un sentido de la amistad que pienso va desapareciendo. Compartíamos la afición por el béisbol, siempre que le advertía de mi afición por los Dodgers me decía que los odiaba, que él era de los Gigantes. Recuerdo una larga conversación sobre el talento del cubano Yasiel Puig y los peloteros de nuestra infancia. Llegó a rescatar, con sus ediciones Callejón, nuestra tradición editorial. Cuando los esfuerzos de Carmen Rivera Izcoa y Francisco Vázquez desfallecieron, ahí estuvo Elizardo, junto a Alfredo Torres, para tomar el batón de relevo y ofrecerle al escritor puertorriqueño la posibilidad de publicación. Impresiona la cantidad de libros que publicó y la gama de intereses como editor. Fue un editor que leía, no solo un impresor. Para muchos de nosotros será insustituible, nuestro siempre recordado Elizardo.
Lowell Fiet, teatrero
El mundo del libro en Puerto Rico es más pobre hoy. Elizardo Martínez y Ediciones Callejón no solamente llenaron el espacio dejado vacío por la decadencia y eventual caída de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico, pero también encabezaron un resurgimiento de publicación por editoriales independientes. Elizardo mantuvo Callejón al frente del campo intelectual-cultural durante los últimos quince años y un sinnúmero de estudios mayores probablemente no hubieran llegado a lectores sin su intervención y gestión activa. Gracias Eli.
Julio Ramos, escritor
Se nos fue un gran amigo, uno de los editores principales de la literatura puertorriqueña. Quedan imborrables los recuerdos de sus conversaciones, los cuentos que no escribió: su llegada al Condominio Santa Bárbara, los días en el Colegio Eugenio María de Hostos y en Saint Just, sus reclutas para las huelgas de la UPR, la rambla catalana y la frontera vasca, la ruta de Claridad con Antonio, los meses del silencio duro en Miami, la Brigada Antonio Maceo, la literatura boricua como mundo-de-vida donde se forjan caminos alternativos. Los giros de cada una de esas historias me enseñaron que cada callejón es de salida.
Juan Otero Garabís, escritor
Antes de final de siglo regresé a Puerto Rico y tuve la dicha de contar con unas cuantas coincidencias, de esas cosas que te salen bien, como los golpes de suerte que los cristianos llaman bendiciones. Elizardo fue una de esas. Sabio, simpático, gracioso, astuto y esquivo, Elizardo debió haber sido espécimen de otra época más dorada que la nuestra. Desde el primer día me trató como si me conociera de toda la vida, campechano y humilde; tenía el ojo agudo del Conde de Padura. Librero erudito como Borges debió ser, pero astuto como un juguete rabioso de Arlt. Con Callejón abrió una avenida para el debate social en Puerto Rico y se nos va en tiempos que lo necesitamos mucho. Le deberé la oportunidad de figurar en su catálogo y haberme invitado a trabajar en el Bugalú de Juan Flores, pero más aún, exponerme a la sabiduría de sus ediciones.
foto por Doel Vazquez Perez
Sonya Canetti, editora
Conocí a Elizardo a finales de los 90, cuando dos de los amigos que la vida me regaló al regresar a Puerto Rico, Peri y Laura, me acercaron a un círculo maravilloso de afectos, fácil de querer y difícil de describir. Difícil, no porque falten las palabras, sino precisamente porque, por lo diverso e intenso, al pensarlos y sentirlos se apretujan en mi boca decenas de palabras precisas, perfectas, poderosas.
Entre esas palabras, una que nunca podría estar, que nunca podría describir a esa gente con la que he seguido acompañada por ya veinte años, es la que da nombre a una de las peores cosas de esta vida: la indiferencia. No, yo hablo de gente amorosa y con voluntad de alegría; intensa en el modo de vivir sus ideas, opiniones, búsquedas, proyectos y hasta sus desamparos. De gente entregá con igual fuerza a los suyos, que al tiempo propio, a ese tiempo necesario de la soledad que acuna y cuaja las ideas que nos rondan; que impone calma y que suaviza; que resguarda los placeres “aislados” como es, cómo no, la lectura.
Una de esas personas es Elizardo. Alguien que lo mismo podías encontrarte cualquier día en una esquina del viejo San Juan, en las Rivera o en la Mallorca, con Maritza, con cualquiera de sus amigos de toda una vida… Pero también ese que sabía proteger los tiempos del lector insaciable, que se había leído cuanto libro se te pueda ocurrir: los clásicos, la literatura moderna, las novedades literarias y el trabajo de nuevos escritores y escritoras. El ojo, el gusto, la formación y los intereses de ese lector son los que informan al editor que ha sido. Ese con el que me reuní tantas veces en la calle Las Palmas en las oficinas de Merino, donde me descubrió tantos títulos de editoriales majestuosas, donde nació Callejón y donde hablamos con el tiempo de muchos de esos primeros libros que inauguraron a partir del 2000 un fondo que no ha parado de crecer y de juntar maravillas. Podría hablar aquí de libros en los que colaboramos; del entusiasmo en aquellos días tempranos de la editorial por los nuevos títulos y los diseños de Sammy, que desde el principio dieron, justo como se quería, una fuerte identidad gráfica a Callejón. Podría hablar de ese deseo de hacer libros de calidad y alto vuelo, bien hechos y planificados para que tuvieran salida, para que llegaran a las manos de quienes querrían leerlos. Sé que otros lo harán y que podrán hacerlo mejor que yo.
Yo, de todas las cosas que para mí es Elizardo, me quedo con el recuerdo de
algo que para mí caracteriza como ninguna otra la belleza y altura de quien era. Cuando repaso las últimas veces que hablamos, me doy cuenta de que el tiempo de las conversaciones, mucho más allá de los libros, lo ocuparon alegrías muy suyas que se le salían del pecho… el trabajo de Yara, la alegría del festejo de su boda; la publicación de los libros de Ita, y sus preciosos Marcos y Camilo; la constante presencia de los amigos, y siempre Maritza.
Pero lo que quiero compartir es que, además, siempre tenía tiempo también para preguntar por la vida y milagros de Emilio, mi hijo. Quería saber de sus intereses, si seguía en deportes, cómo llevaba lo de la actuación, si le gustaba la escuela… Cuando veía a Emi, lo que era bastante frecuente, charlaba con él en una manera no tan común en los adultos al hablar con los niños y los jóvenes.
Compartía con Maritza esa impresionante naturalidad, ese interés verdadero, algo como una camaradería, con la que se comunicaba con él.
Era lo opuesto a la indiferencia: una cercanía en la que, no sé bien cómo decirlo, esto es lo que me sale: le reconocía al otro ser persona. Eso es mucho, muchísimo.
Así fue, una vez más, el último día que nos vimos, el 10 de marzo.
Nos juntamos un rato a celebrar, precisamente a uno de los chicos de nuestro entorno, a Matías, que había ganado el Poetry Out Loud. Me cuesta no ponerme a llorar al recordar lo felices que estábamos ese día, sin saber… Elizardo se sentó junto a los más jóvenes, charló con ellos con interés, humor, gusto y ganas. Al rato se despidió, de lo más normal, un poco antes de que todos nos fuéramos. Esa es la última imagen de Eli que me acompaña: nada rimbombante, ni fuera de lo común en él. Eso sí, singular en la extraordinaria constancia de su simple belleza: el recuerdo de ese conversador generoso, nada pomposo y muy real, que conectaba contigo, y te hacía sentir acompañada y que la vida, ¡coño! es buena.