En busca del tiempo latino
Vivimos en el momento de la creación de los llamados estudios latinos o latinoestadounidenses. Estos se ocupan de todo lo relacionado con las personas de origen latinoamericano que nacieron en los Estados Unidos o que han vivido en ese país por un tiempo considerable y se identifican como miembros de esa minoría étnica y que han sido marcados por tal identificación. La investigación de su historia y de toda su producción cultural exige e impone acercamientos multidisciplinarios. Es este, además, un campo que ha sido profundamente marcado por corrientes teóricas recientes y de acento académico, especialmente por los llamados estudios poscoloniales.
Como ocurre en todo nuevo campo de estudio de la cultura de un grupo, una de las primeras metas que se trata de alcanzar es delinear o trazar su historia. Así ocurrió, por ejemplo, con el feminismo, con los estudios de la cultura neoafricana y también con los estudios de los gais y las lesbianas. En el caso de los latinoestadounidenses nos enfrentamos al problema de su contemporaneidad. Me explico: los latinos, como entidad coherente y claramente identificable, son una categoría reciente y, al tratar de rastrear sus raíces en la historia –en busca del tiempo latino–, nos enfrentamos al problema del anacronismo ya que buscamos en el pasado algo que no existía entonces. Pongamos como caso ejemplar de esta conflictiva situación el intento de algunos intelectuales chicanos –pienso principalmente en Luis Valdez– de reclamar como parte de su propio grupo al soldado español Alvar Núñez Cabeza de Vaca (1488/1490-1559), quien por ocho años (1528-1536) estuvo perdido entre los indígenas de lo que hoy es el sureste de los Estados Unidos y el norte de México. Cabeza de Vaca quedó profundamente marcado por ese contacto y, por ello, algunos intelectuales e historiadores lo quieren presentar como el primer chicano. Se entiende y se elogia el deseo de buscar raíces de parte de estos intelectuales que van inventándose una historia –imaginándose una comunidad, diríamos hoy– para darle más coherencia y legitimidad a su grupo. Pero, a la vez y sobre todo, este acercamiento puede convertirse en un ejercicio de anacronismo histórico ya que se impone una categoría de nuestros tiempos a una persona de otro momento, alguien que vivió cuando esa categoría no existía. Cabeza de Vaca no es chicano porque en el siglo XVI no había chicanos; Cabeza de Vaca, en el mejor de los casos, puede ser un proto chicano o un ser en quien podemos hallar rasgos que anuncian los que se dará más tarde y que identificaremos como chicano. Así es en este caso dado el impacto que tuvo sobre este conquistador español la cultura de los indígenas. Este empleo del anacronismo histórico es un serio problema en los estudios latinos: la intención política de hallar raíces puede llevar a la tergiversación de la historia.
Este es el problema principal de una nueva colección de estudios de distinguidos investigadores que tratan de encontrar las raíces de los latinoestadounidenses no en el distante siglo XVI, cuando Cabeza de Vaca deambuló perdido entre los indígenas por ocho años, sino en el más cercano siglo XIX. Se trata de The Latino Nineteenth Century (New York, New York University Press, 2016), volumen recopilado por Rodrigo Lazo y Jesse Alemán. En este tomo se recogen quince estudios sobre el tema, con una introducción de Lazo y una conclusión del historiador Ralph Bauer. Los trabajos incluidos en el volumen son de diversos temas. Por ejemplo, se estudia la actividad política de los tabaqueros cubanos en Key West de 1870 a 1900, las memorias de sus años en California durante el hallazgo de minas de oro, el llamado “Gold Rush”, de un chileno, Vicente Pérez Rosales, la fascinante actividad militar en la Guerra Civil en los Estados Unidos y en la Guerra de los Diez Años en Cuba –material para una novela– de los hermanos Fernández Cavada, Frederic y Adolfo, y la relectura de la obra de la californiana María Amparo Ruíz de Burton, entre otros. No cabe duda de que, aunque los estudios son desiguales, en general son de gran interés y mérito.
El problema con el conjunto es que los compiladores no establecieron un control sobre los textos en cuanto a la coherencia ideológica de los mismos. Por esto quiero decir que en un libro donde se explora la presencia de los latinoestadounidenses en el siglo XIX no se adopta una posición unitaria al respecto ya que, parecer ser, que no se establecieron de antemano las categorías para la definición de lo que cabe o no en la categoría de latino. Quizás los compiladores no la quisieron imponer y dejaron en libertad para definirla a los colaboradores. Es por ello que en algunos trabajos y con toda razón, ni se menciona el término sino que se habla de cubanos en Florida a finales de siglo XIX o de puertorriqueños en Nueva York en el mismo momento, por ejemplo. En otros texto, por el contrario, se fuerza esa categoría cultural a escritores, intelectuales y políticos que no fueron ni se consideraron a sí mismo como latinoestadounidenses porque no lo podías ser ya que ese concepto no existían en el siglo XIX. Por ejemplo, Laura Lomas asevera sin titubeo alguno que en su trabajo estudia “three key nineteenth-century Latin@s — Martí (Cuban), Marín (Puerto Rican), and Parsons (Texan)” (302). Así de un plumazo los antillanos José Martí y Pachín Marín se convierte en latinos, al igual que Lucy Parson, aunque en su caso la definición de su identidad es más problemática y ambigua. Esto es un acto, en el mejor de los casos, de anacronismo histórico y, en el peor, de imperialismo cultural. Apropiarse de estas tres figuras históricas, al menos de dos de ellas, los primeros dos, que recalcaron y defendieron en vida los parámetros de su identidad como caribeños y latinoamericanos, y de una afroamericana o de una persona de identidad más compleja –en el caso de Parson, hija de mexicano y afroamericana nacida en Texas– es un craso error y un posicionamiento político que produce dudas y hasta miedo. ¿Cualquier latinoamericano que pase por los Estados Unidos se convertirá en latino/a? La portada del libro parece decir que no hay ni que haber pisado ese país por un solo día para convertirse en latino/a, ya que la misma reproduce “El velorio” de Francisco Oller. ¡Oller latino! ¿Por qué seleccionar la obra de este pintor para la portada de un libro que explora lo latino en el siglo XIX? ¿Anuncia el hecho que el próximo paso será apropiarse de todo lo latinoamericano y convertirlo en latino?
Me imagino que la profesora Lomas o algún otro de los colaboradores de The Latino Nineteenth Century de inmediato responderán que parto de una visión esencialista e inamovible de la identidad y que, por ello, para mí Martí es cubano y nada más que cubano, que Marín es puertorriqueño y eso es todo. Aclaro de antemano que entiendo perfectamente bien el sentido situacional y fluctuante de las identidades, individuales y colectivas; sé que alguien puede ser algo en un momento y puede cambiar en otro, que las identidades no son fijas. Pero respondo que, aunque apoyo la apropiación de una figura por un grupo por razones políticas, defiendo el sentido histórico de las identidades y que, por ello y en este caso en particular, aunque en otro pueda ser distinto, asigno definiciones más precisas o más fijas a los actuantes de nuestra historia y que creo que hay que respetar la historia, aunque sepamos que esta es fluctuante y que se puede manejar y se maneja por razones políticas. Veo y apoyo la necesidad de crear una historia latinoaestadounidense y en ella Martí y Marín pueden desempeñar y desempeñan una función, pero creo que hay problemas más serios que subyacen a esta apropiación, a esta posible identificación fluctuante. Hago esta aclaración aunque creo que Lomas y otros investigadores incluidos en el volumen creen en una identidad esencialistas de estas figuras, pero su esencialismo apunta a lo latino.
¿Por qué este problema? Es que en este volumen los compiladores no establecieron desde principio una definición clara, homogénea y coherente de lo latino ya que, como he señalado, algunos trabajos, muy correctamente, hablan meramente de hispanoamericanos en los Estados Unidos mientras que otros convierten erróneamente a los estudiados en latinos, aún cuando el término y, sobre todo, el concepto como se entiende hoy no existía. Solo uno de los autores incluidos en este volumen ve clara y efectivamente el problema. Se trata de Robert McKee Irwin quien en su excelente ensayo encara el problema del anacronismo histórico y trata de aclarar o definir los conceptos que emplea. Irwin, muy agudamente, ve también, como lo hacen otros de los estudiosos que contribuyen al libro, especialmente Bauer en las conclusiones, que el estudio de esas figuras decimonónicas pueden servir para “to think beyond rigid categories in order to better understand the history of race and racialization, migration and citizenship, and national and transnational identity in the United States”. (110). La posición de Irwin es sensata y muy inteligente: no hay que caer en el anacronismo histórico para abrir las perspectivas a los estudios de la presencia de hispanoamericanos en los Estados Unidos en el siglo XIX, pero ese estudio puede y tiene que romper con las normas tradicionales para adoptar amplias perspectivas trasnacionales.
En su trabajo Irwin establece que el paso de un latinoamericano por este país no lo convierte necesariamente en latinoestadounidense:
A Latin American who visits the United States does not become a Latino by her mere fleeting presence in U.S. territory, whereas an individual who was born in Latin America but comes to the United States as an infant and lives the rest of his life in the United States may not identify as Latin American at all, but only as Latino. (112)
Por ello Irwin propone tres categorías para estudiar a esos hispanoamericanos del siglo XIX y los del presente también: latino, proto latino y casi latino. Por ello, de todos los trabajos incluidos en el libro es el de Irwin el que más acertadamente se acerca al problema de la definición de lo latinoestadounidense y de su presencia en el siglo XIX, aunque hay otros que también lo hacen de manera indirecta al ignorar por completo el término.
No cabe duda de que The Latino Nineteenth Century incluye trabajos reveladores y de importancia que nos hacen repensar el impacto de la presencia hispanoamericana en los Estados Unidos en ese momento. Este es un tema relevante y que se presta para iniciar una necesaria discusión sobre los acercamientos que debemos adoptar para estudiar efectivamente el tema. Pero debemos ser precavidos y no podemos dejarnos cegar por el interés político y hasta la necesidad de imaginarnos una comunidad o de inventarnos una historia de los latinoestadounidenses. La búsqueda de esas raíces no nos puede llevar a hacer latinos a figuras que no lo fueron. Podemos y debemos rastrear la obra de todos los intelectuales y artistas nuestros que pasaron o vivieron en los Estados Unidos, pero no podemos convertirlos automáticamente en latinos. Por ello las categorías que emplea Irwin serán más útiles y válidas que el anacronismo histórico de otros estudiosos de este volumen.
Vayamos en busca del tiempo latino sin deformar la realidad, sin convertir a José Martí, a Pachín Marín, a Vicente Pérez Rosales y hasta a Francisco Oller en latinoestadounidenses. Hacemos mucho daño al imponer anacrónicamente esa categoría.