Entre La Bicha y la pared
Paréntesis: Originalmente escribí no “mala” sino “bicha”. Pero pensé que la palabreja podría ofender. Pasa que en mis años de adolescencia, mis amigas y yo usábamos la palabra todo el tiempo y no la limitábamos al sexo femenino. Decir “bicha” no tenía entonces la carga patriarcal y misógina que tiene su aparente cognado en inglés, “bitch”, conocido también como “the B-word.” Con tu permiso, lectora, diré entonces “bicha”. Espero que me comprendas, si tienes más o menos mi edad, o que me perdones, si eres más joven o más viejo que yo.
De modo que allí tuve que meterme, allí en el breve espacio entre La Bicha y la pared.
El tema de esta historia no es La Bicha, por cierto. El tema es el lugar más hermoso del mundo. Ya mismo llego a él.
La B—- es quizá algunos años mayor que yo. Lleva puesta ropa especializada que puedo reconocer como carísima porque la he visto en los catálogos que de vez en cuando ojeo con consumidora codicia, y la combina en impecables conjuntos que son siempre distintos, semana tras semana. Tiene un bolso de yoga con logo de yoga donde lleva su estera de yoga, su botella de yoga, sus calcetines de yoga1, su toalla de yoga y su bloque de yoga. Con su tinte de pelo perfecto, sus múltiples pares de –siempre nuevos– zapatos, y su expresión altiva, la B—- se ve un tanto fuera de lugar en nuestro humilde “estudio”. Creo que su hábitat usual es un gimnasio de lujo a algunas millas de distancia, pero que, no sé si por aburrimiento u obsesión, sigue a nuestra instructora, Laura, a todas partes, incluso a nuestro centro comunal. Me ha inspirado una suerte de miedito desde el primer día: yo soy una de esas personas que al hacer contacto visual con un desconocido, inevitable y bobaliconamente se sonríe. A ella no la he visto sonreír, nunca.
Si se hubiera movido un poco a la izquierda, hubiéramos podido acomodarnos bastante bien. Pero la B––– se limitó a fulminarme con la mirada, y yo opté por acomodarme lo más cerca posible de la pared, limitando así seriamente el movimiento de mi brazo y pierna derechos, para no arriesgarme a tocarla e incurrir en su ira. Estuve así algunos minutos, haciendo yoga solo en el lado izquierdo de mi cuerpo y sintiéndome un poco ridícula, hasta que la instructora, que sí es de esa gente que sonríe por default, se acercó a mí y me cambió de lugar, trasladándome a su propia estera.
Todo esto–la bichería de La Bicha, la compasión de Laura– es solo contexto, realmente. Contexto para explicar la aparición de mi lugar favorito y de mi llanto.
Porque la clase de yoga culmina con un ratito de meditación asistida por la voz suave de Laura, que nos induce a relajarnos, poco a poco, a dejar los pensamientos pasarnos por encima, como nubes. Así estaba yo, mirando nubes, cuando la escuché invitarnos a disfrutar la primavera que parece haber (¡al fin!) llegado.
Spring is a time for rebirth and renewal, dijo. La primavera es para renacer y renovarse. Think of your favorite place, the place you go to replenish your soul, let your mind drift to that place where you feel whole and at peace…
Así invocado, mi lugar favorito, el lugar donde mi alma se repone y alimenta, se apareció en mi mente, no como un recuerdo gentil sino como un holograma violento.
Mi lugar favorito es azul, verde, turquesa. Tiene destellos plateados o amarillos, según el día, según el clima, según la hora.
Mi lugar favorito es un cayito en la Parguera, dos matas de mangle que enmarcan un canal mágico que te sostiene y conecta con el mundo, con el universo todo.
Mi lugar favorito no es mío. No es de nadie. Es compartido, es nuestro. Es nuestro no solo porque lo frecuentan mi familia y amigos sino porque por lo general, hasta los desconocidos que lo visitan entran en tiempo al llegar: sonríen, conversan, comparten el espacio a la vez que lo toman, a la vez que lo dan. Muy de vez en cuando, algún bestia no entiende al cayo, lo maltrata amarrando su bote al mangle, haciendo ruido, matando una estrella o pepino de mar, dejando basura. Pero los que amamos el lugar favorito somos más, nos reconocemos, sabemos compartirlo, sabemos que es de todos y de nadie.
Entonces lloré. Lloré quedito, sin drama, un llanto gentil que no era de tristeza exactamente, sino de una emoción sin nombre que no es ni buena ni mala, una que sencillamente es.
Pero, casi inmediatamente, me acordé de Los Otros, y mi llanto cambió.
Los Otros son como La Bicha. Tienen riquezas y hermosos espacios, pero no les basta, siguen inquietos, buscan más. No les gusta compartir: prefieren tomar, plantar bandera, construir verjas. Al encontrar lugares como nuestro lugar favorito, su primera reacción no es sonreír, o compartir, sino comprar. ¿Cómo lo obtengo, cómo lo hago mío, como hago para sacar toda esta gente de aquí?
Los Otros no son turistas. Los turistas son otra cosa. Irritantes, tal vez, un poco pesados, a veces hasta invasores, pero otras veces simpáticos y siempre, por definición, pasajeros. Lo que define a Los Otros es que vienen no solamente para quedarse sino para desplazarnos.
Los Otros tienen dinero, y lo usan para sobornar. Sobornan políticos para que los eximan de impuestos, les faciliten los negocios y les saquen del medio los pruritos morales, nacionales y ambientales que nos queden. Sobornan a la gente winstrol precio mexico de a pie para que les vendan sus casitas costeras a cambio de poco, porque cuando se trata de dinero, su “poco” es nuestro “mucho”.
Los Otros hablan de ayudarnos pero no lo hacen, a no ser que les sirva para evadir aún más impuestos como premio por ejercer “la caridad”. Los Otros comparten de vez en cuando, pero solo si les place y solo con otros Otros. Le dicen “oportunidad” a nuestra tragedia.
Los Otros tienen ideas sobre nosotros. Nos miran como todo colonizador mira al nativo, con una mezcla de desprecio, curiosidad, ignorancia, deseo y codicia. Piensan que somos ingratos, ilusos, incompetentes. Piensan, increíblemente, que nos hacen un favor.
Entonces lloré de nuevo. Un llanto más feo, uno de esos llantos que por decoro evita hacer ruido pero no que puede evitar arrugarte la cara en un gesto de desespero, o de desesperanza, que en estos días vienen siendo lo mismo.
Llevo ya casi ocho años aquí. Una vez al año regreso a mi lugar favorito, a ese cayo en La Parguera, a conectarme con mi país, que es de algún modo lo mismo que conectarse con el universo todo.
No sé si Los Otros ya lo han visto. Sé que si lo miran lo harán con codicia. No podrán comprarlo, al menos no literalmente, porque aunque se estén quedando con la costa aún no logran comprar ese mar-adentro que es tal vez el último baluarte de un socialismo que no es del estado sino del corazón: pero hay muchas formas de comprar, hay muchas maneras de excluir. Bloquearán la entrada al canal con un gran yate. Colgarán sus hamacas de las ramas delicadas del mangle. Borrarán los destellos dorados o plateados con la fuerza de sus motores. Cuando lleguemos, si es que llegamos, nos mirarán sin sonreír y protegerán “su” espacio.
Pero sí, es cierto lo que dice Laura: aquí está, por fin, la primavera. Es uno de esos días infrecuentes, días de brisa y sol. Frente a casa hay unas flores pequeñas, color violeta. Cuando termine de escribir esto saldré a mirarlas de cerca, porque creo que al pasar, de prisa, camino a mi casa y a mi libreta después del yoga, las miré con el rabillo del ojo y las reconocí como un posible portal al universo todo.
- Nota para los no-iniciados en los misterios del consumismo capitalista yogui: son calcetines sin deditos y con tracción extra que te permiten sentirte y moverte como si estuvieras descalzo pero sin descalzarte. [↩]