Envidia de la mala
Los que sólo juzgan de los hechos humanos por los números, los recursos y la fuerza, libres son de creer que una potencia fuerte es capaz de manosear a su arbitrio a un pueblo débil; pero los que aprendemos en la lucha contra la iniquidad a detestar tanto más a la injusticia cuanto más fuertes son los que la auxilien, sabemos que podrán poseernos destruidos; pero no enteros.
–Eugenio María de Hostos
¡Verso, nos hablan de un Dios / Adonde van los difuntos:
Verso, o nos condenan juntos, / O nos salvamos los dos!
–José Martí
Un pomposo empresario opina que es justo y razonable que se aumente el costo de la matrícula a los estudiantes de la Universidad de Puerto Rico, porque si tuvieran que pagar por una educación similar en Estados Unidos (su único referente) les costaría muchísimo más. Seguramente estaba pensando en el dinero que tuvo que gastar en la educación de su hijo, graduado de una de las principales escuelas de negocios de Estados Unidos. Olvida que fue capaz de pagar por esa costosa educación universitaria gracias a la fortuna que heredó de su padre, hombre de origen humilde que trabajó toda su vida, y quien consiguió construir su imperio comercial gracias a que pudo hacerse de una excelente formación como administrador de empresas, en la Universidad de Puerto Rico. Pero el problema son los estudiantes que no quieren pagar por la educación que reciben, mientras él tuvo que pagar por la de su hijo.
Sobre la mesa del exclusivo restaurant, la abogada argumenta apasionadamente que la reforma laboral es necesaria para hacer a Puerto Rico más competitivo y así poder atraer mas inversión extranjera a la isla, pues en este país ya no se pueden pagar “los sueldazos que tienen los trabajadores de la UTIER”. Está conciente de que esa inversión extranjera es la que paga por sus honorarios legales a razón de $225 por hora, en consideración a los cuales les gestiona jugosas exenciones contributivas. Olvida que su hermano fue hace poco despedido de una empresa extranjera objeto de una orden de reducir toda la plantilla laboral en un 10%, independientemente de sus ganacias en Puerto Rico. Porque el problema son los obreros que quieren cobrar demasiado por su trabajo, poniendo en riesgo el de ella.
La cooperativista está convencida de que no hay razón para que por culpa de los “parásitos” que mantienen subsidios federales para el pago de sus rentas a la cooperativa de vivienda bajo el programa de asistencia de sección 8; el resto de los residentes no tengan la oportunidad de convertirse en dueños de las unidades individuales que se encuentran usufructuando y las que recibirían a un precio nominal (capitalizando hasta por sobre 10 veces el valor de su equidad en la cooperativa). Pensaba que ella tuvo que pagar por muchos años la renta máxima o “renta de mercado” por su unidad. Olvida que esas cooperativas fueron construidas y resultaron capaces de operar y pagar sus hipotecas, gracias a los subsidios gubernamentales recibidos en función de esa población de personas pobres que residían en las mismas. Olvida también que la llamada renta de mercado que pagaron quienes no necesitaban los subsidios, era a su vez una renta subsidiada, muy por debajo de los verdaderos precios que dicta el mercado de rentas para unidades comparables. Ahora que se ha saldado la hipoteca de su cooperativa de viviendas, esa población necesitada se ha convertido en un enemigo que hay que expulsar para que el resto pueda capitalizar sobre unos activos propiedad de la cooperativa, que en principio son irrepartibles. Porque el problema son los pobres que mantienen sus techos gracias a los subsidios gubernamentales, mientras ella pagó por su propia renta.
Ese es nuestro país. Uno, donde el presente estado de crisis socio-económica y política nos empuja irracionalmente y con extrema violencia a abrazar la ideología del sálvese el que pueda. Y claro está que no podemos decir que sea un fenómeno exclusivo de nuestro “aquí y ahora” el mediatizar la problemática circundante a través del lente de los intereses personales, pues tenemos que reconocer que se trata de un fenómeno general. No obstante, resulta particularmente inquietante respecto de lo que estamos viviendo en el Puerto Rico de hoy, el que ese sálvese quien pueda, se encuentra tan claramente impregnado de sentimientos de odio y recriminación hacia los más jodidos. Se trata de un mozaico surrealista dibujado con múltiples tipos de manifestaciones del más absurdo sentimiento de egoismo envidioso que pueda existir: aquel dirigido hacia quienes objetivamente se encuentran en situaciones de desventaja y vulnerabilidad frente a quienes se pretenden a sí mismos como sus víctimas.
La envidia es el sentimiento de tristeza o pesar que nos genera el bienestar ajeno como consecuencia del deseo que nos consume de obtener algo que entendemos que posee esa otra persona y nosotros carecemos. La carencia de ese algo nos genera un malestar o incomodidad, que nos aboca a resentir el disfrute ajeno respecto de ello. Por eso, cuando nos invade la envidia, poco o nada nos importa si es justo o meritorio que ese otro tenga lo que tiene y no nosotros, pues solo se satisface nuestro sentir si el otro pierde aquello que pensamos nos falta. La percepción sobre nuestra propia carencia o situación de privación cultiva una antipatía hacia el sujeto de nuestra envidia que solo se satisface albergando el anhelo de que aquel quede privado del ansiado objeto de nuestro infortunio.
Por eso, la envidia únicamente puede ser fuente de desdicha. Ello así, pues no se trata de una fuerza positiva que nos mueva a superarnos; sino que consiste de pura energía negativa dirigida a dañar al otro. El envidioso es un infeliz que se consume en su propia angustia y negatividad. Pero una cosa es albergar sentimientos de envidia en torno a aquellos que incuestionablemente disfrutan de condiciones más favorables que las nuestras, y otra cosa mucho más enfermiza y patética es envidiar a quienes sin duda alguna están mucho peor. Hay que ser bien infeliz, por canalla y miserable, como para que nos cause placer la desgracia de los más necesitados, por lo que me cuesta mucho creer que nuestra nación se esté desgraciando de esa manera. Por eso, pienso que los discursitos, explicaciones y cuentos de camino en cuestión, no son precisamente tan ruines en cuanto a su ánimo envidioso, como resultan serlo por cobardes. Y es que siempre es más fácil desentendernos culpando de nuestras desgracias a los más indefensos y vulnerables, que el tener que asumir las consecuencias de enfrentar a quienes utilizan el poder usurpado para oprimirnos a todos. Preferimos no mirar hacia la fuente de nuestras verdaderas desgracias, porque la gesta de enfrentarla sencillamente nos aterroriza. Por eso nos justificamos procurando que la opresión se dirija contra esos otros más vulnerables; pues todo en cuanto se les castigue a ellos, quizás se nos perdona a nosotros. Seguimos la ruta que nos trazan los acomodados que nunca han tenido el coraje de luchar, pues parten siempre de la premisa de que toda lucha está perdida. Hasta que llegue el día inevitable en que nos castigarán a todos, como producto de nuestra autodestructiva insolidaridad. Será entonces cuando terminen de destruirnos, para acabar de poseernos.
La única posible tabla de salvación frente a ese remolino que nos hunde y nos ahoga, es gestionar una verdadera unión de pueblo sobre bases altruistas de sincera empatía y solidaridad. Esa construcción de país necesariamente tiene que estar sustentada sobre la protección de los más débiles de nuestra sociedad, a quienes el presente sistema colonial capitalista condena a una existencia absolutamente precaria. Parafraseando a Martí; “o nos salvamos los dos, o nos condenan juntos.”