Éramos muchos y parió la abuela
A los puertorriqueños que viven en la Isla les están machacando las neuronas de sobrevivencia de manera implacable. El que aguanta una, aguanta dos, pero en Puerto Rico los contratiempos están a tres por chavo. En tales condiciones no sorprende que sean 50-y-pico-e-mil al año los puertorriqueños que emigran a Estados Unidos en busca de mejores oportunidades. Tener que buscarse las habichuelas en otra parte puede ser emocionante. Pero todos sabemos que debajo de las cifras y la aventura de conocer un nuevo gallinero yacen también los terrores básicos de la existencia. La tristeza de dejar lo que uno tanto quiere, la ausencia de sentido a lo que sucede, el peso de la responsabilidad y el miedo al fracaso. Quienes están parados justamente en esa encrucijada, con la mano en la manivela a punto de abrir la puerta, saben que no es lo mismo llamar al lobo que verlo venir.
Emigrar es dividirse. Nadie se va del todo. Y prepararse para la existencia a caballo entre la marginalidad y la integración, entre los momentos más desnudos de la soledad y la posibilidad de encontrar calor humano en tierra ajena, no es cáscara de coco.
Sé que nadie sabe lo que hay en la olla, sino la cuchara que la menea. Hay muchas razones para irse, y tantas más para quedarse. Ese no es exactamente el tema de este escrito. Más bien quiero compartir algunas experiencias y una que otra opinión formada a través de los años. Pensar de antemano en las maneras en que somos similares a los estadounidenses (me refiero a los que viven en los 50 estados) y también los modos en que seremos, por siempre, diferentes, puede ayudar al menos un chinchín a quien vaya a brincar el charco, a tener mejor chance de aterrizar parao.
Dicen las malas lenguas que si el puertorriqueño tiene que asistir a una cena que empieza a las ocho, es precisamente a esa hora que le dice a su mujer, Mami, voy a bañarme. Luego se viste con calma, hace un par de tareas caseras, sale a pelear contra el tráfico y, tranquilamente, hace su entrada a las diez menos cuarto. Y no es el último en llegar. En Puerto Rico contratas a un electricista y te dice que viene el miércoles. Ese día puedes felizmente irte a la playa todo el día con tu familia. El tipo posiblemente se aparecerá una semana más tarde y se tomará cuatro veces el tiempo que dijo se tomaría. Es un estereotipo, lo sé, pero es cierto. En Estados Unidos el doctor te atiende a la hora de tu cita, con un margen de error de no más de media hora. Si no llegas a tiempo, te la cobran. Acá el horario de almuerzo no se dilata como en nuestro país, donde la comida del mediodía parece consistir no en un breakecito, sino en un banquete vikingo. Hablo por boca de santo porque me ha costado años llegar a respetar el tiempo ajeno. Curiosamente, la puntualidad acá no es solo asunto de la hora de comienzo. La primera vez que hice una fiestecita de cumpleaños me sorprendí cuando la gente se levantó para irse a las tres horas de haber llegado. ¿Cuál era la prisa? Pues que las fiestas, al menos en mi experiencia, tienen tanto hora de comienzo como hora de fin.
Los puertorriqueños vivimos en público. Sacamos los trapitos al sol, a veces de forma imprudente. Decimos las cosas en voz alta, y cuando pedimos ayuda, nos damos la mano. Aumentamos el volumen de la conversación cuando nos emocionamos, y cuando no, también. Estos atributos nos definen y no vamos a dejar de ser quienes somos por venirnos a vivir al frío. Más claro que eso no canta el gallo. Sin embargo, de igual forma debería entenderse que los estadounidenses tienen sus propias tradiciones y costumbres. Y no creo que exista una diferencia sustantiva entre los grupos. A mi parecer, la diferencia casi siempre está en la forma, no en el fondo.
Salvo un puñado de descerebrados intolerantes de uno y otro signo, la inmensa mayoría de los estadounidenses son personas sensatas y abiertas. No son unos tontos, ni son imperialistas, ni belicistas, como se les hace ver por algunas partes. Que si escuchan country, pues qué importa, esa es su manera de ser cocolos. Que comen pavo, pues qué importa, esa es su versión del lechón en la vara. Que se ponen insoportables al ver fútbol americano, pues qué importa, no dudo que los puertorriqueños seamos unos enemas de brea a la hora del dominó entre panas. Antes de uno tirarse a criticar, es bueno recordar una advertencia sabia de la época de la abuela: no enturbies el agua para después beberla.
Además, las costumbres y las tradiciones de los estadounidenses son una cosa, y otra es su nacionalismo. Si en algún punto es necesario juzgar, es bueno hacerlo sin confundir la yuca con la batata. El nacionalismo puede ser un impulso ciego y primitivo que fomenta los peores instintos y nos retrocede a la tribu, al cacicazgo, quizás a la manada. La mentalidad nacionalista implica cierto tipo de exclusión del otro y crea un tonto sentimiento de superioridad entre los civilizados, si es que esos dos conceptos, nacionalismo y civilización, pueden convivir de algún modo, cosa que dudo.
A nivel muy personal, y espero no caer en la página de Cheo por esto, pienso que hace falta ser necio para sentir orgullo personal y envanecimiento por haber nacido a este lado o al otro de una linde geográfica. Como si haber nacido en Canadá o México, por poner ejemplos, fuera un mérito propio logrado con esfuerzo sobrehumano. Por esto, como árbol que crece doblado, nunca su tronco endereza, si te chocas con un nacionalista, es mejor pensar que de igual forma nuestro nacionalismo puede serle a ellos petulante y presuntuoso A los puertorriqueños se nos ve como muy nacionalistas, sobre todo con relación al tamaño de nuestra islita y a nuestra crisis de identidad. El día que me dí cuenta de lo mucho que me irritaba la obsesión con la bandera de Texas, entendí mucho mejor las maneras en que mi propio afán con la monoestrellada me estaba marginalizando. Con menos batir de puños contra el pecho se llega más lejos.
Hay cosas de vivir en Estados Unidos que me desagradan: el frío debajo de los 55 grados F, que me llega a los huesos por más “layers” que me ponga; lo duro que pueden ser con los más débiles; la costumbre de hacer citas para ver a los amigos; la cultura de la supuesta eficiencia y el empeño con excavar los temas hasta llegar a la “verdad”, que muchas veces no es más que un espejismo. Pienso que estas son alergias que se superan pero no deben olvidarse, porque ayudan a que uno se mantenga vigilante de ese filo crítico que distingue lo que no nos gusta de lo que hacemos para aclimatarnos.
Están también, por supuesto, las cosas que me gustan. Entre ellas la meritocracia, que es la antítesis al amiguismo isleño. Me gusta que para salir del hoyo hay que estar muy claro y meterle el diente con ganas a lo que se quiere. Hay que coger al toro por los cuernos. Reina el concepto de que tanto está la gota en la piedra hasta que le hace un boquete. Al comienzo, hay que dar del ala para comer de la pechuga. Pero de ahí en adelante basta con andar con pocos pelos, pero bien puestos. Claro que no hay atajo sin trabajo. Cuando el puertorriqueño llega a estos lares, no debe asumir, creo yo, que tendrá el mismo sistema de apoyo que antes. Aún no he escuchado de alguien que haya sacado los pies del plato recostándose en la queja y el Ay bendito. De manera que cuando se haya recurrido a las oportunidades que están al alcance sin lograr lo que se desea, cuando no se sabe qué más hacer y, acorralado en una esquina en posición fetal se quiera apostar a lo único que queda, con la única esperanza que el mundo no podrá desoír ese grito de carne, es bueno recordar que del árbol caído todos hacen leña. Acá es mejor hacerle caso a las Escrituras: levántate y anda. Como dicen en inglés: “When the going gets tough, the tough get going”.
Irse de Puerto Rico significa tener que cuidarse de la neurosis que puede producir la diáspora en algunos de nosotros. Porque de las cosas más atrofiantes es ver cómo algunos que se fueron se piensan superiores a los que se quedaron. Estas personas toman por verdades absolutas lo que descubren afuera, y piensan que solo ahora conocen realmente cuán mal están los que se quedaron en la isla. Como si en Estados Unidos todo fuera color de rosa, no hubiesen calles peligrosas, cosas que te sublevan, pobreza y mal gusto.
A mi parecer, es ese complejo de superioridad lo que crea personas que viven en un mundo propio y cerrado de gritos y susurros, de rencillas y luchas, un territorio artificial que encona y agudiza los enojos. Estas personas actúan como si estuviesen al tanto de todo lo que ocurre en la Isla, y hasta insisten en hacer mal a los que adquirieron éxitos en el patio, porque el mero hecho de no haberse ido pone en tela de juicio su capacidad de decidir no ser parte de un rebaño cansado.
La neurosis tiene también una versión criolla. Porque están las personas que se quedan en Puerto Rico y creen que el mundo está pendiente a ellos y que todos los que vienen de fuera detestan el frío, se dieron por vencidos, y viven arrepentidos. O sea, es un show del más que mea, en donde los de afuera creen que saben lo que los de adentro piensan, y los de adentro creen que saben cómo funcionan las cosas afuera. Ambas facciones se meten a monos y pierden el rabo.
En fin, pienso que mantenerse distanciado de todas esas majaderías es tarea personal. Se hace lo que se puede. Y si después de intentar vivir en Estados Unidos todavía uno se siente como cucaracha en baile de gallina, no hay necesidad de seguir torturándose. Siempre existe la posibilidad de regresar a la Isla. No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista.
(Le dedico este escrito a mi mamá, Josefina Ramírez de Arellano. Publicado también en COA LA MACACOA, www.coalamacacoa.tumblr.com, el blog de la autora.)