Eras de piedra y temporadas de huracanes
…y otros materiales para el pensamiento
Escucha más a menudo a las cosas que a los seres.–Birago Diop1
Hace poco me encontré sacando el piso de madera de una casa de 150 años de edad. Sacamos la madera del piso y encontramos una cama de arena tan vieja como la casa misma, arena del Mar del Este. Fue un hallazgo inesperado, una playa entre paredes. Respirando por primera vez después de siglos, la arena nos regaló su aliento polvoriento, su olor a pecho comprimido. Nosotros, con las palas, quedamos como parados en el medio del mar. La arena estaba repleta de pedazos de pedernal, las mismas piedras con que nuestros antepasados aprendieron a hacer fuego.
Después desmontamos una pared, capa por capa. Cada pedazo de empapelado rasgado liberaba el suspiro de los ojos que los escogieron y de las manos que, generación tras generación, se deslizaron sobre él. Así, la primera capa, y la segunda, y la tercera. Atravesando el tiempo en umbrales de papel, encontramos al fin la pared húmeda, la primera piel de la casa donde, allá para 1863, se pintaron patrones a mano con azul, violeta, ocre y cardenal. Nos tocó desmoronar también este empañetado vivo y llegamos a los ladrillos de la pared. Uno a uno, los desprendimos. Los pasamos uno a uno en fila hasta recomponerlos en una pila, destinada a darle vida a una nueva pared, o a un remiendo. Los ladrillos que se rompieron en el proceso pasaron a otra pila: la pila de escombros que se llevarían al bosque de donde se saca la leña para hacer un camino en el suelo anegadizo. La madera que todavía podría usarse nuevamente para formar pisos, se guardó según su tamaño. El resto, junto con los papeles de tapiz, encendió las fogatas de tardes de verano, con las que se despide la memoria de las cosas que fueron. Fuegos rojos como el atardecer, como llegan desde hace miles de años a este mismo lugar.
En el fondo de la casa, bajo la pared desaparecida y desnuda como arrecife al sol, aparecieron los fundamentos de la casa: ¨encontradillas¨, piedras desprendidas de glaciares escandinavos tras la última era de hielo. Piedras que todavía nacen del suelo cada primavera y otoño, y que hay que recoger antes de poder sembrar. Sobre las grandes se escribe allí el nombre de los pueblos. Arriba, el elegante techo de paja que cubre la casa según la tradición, es una herencia de tiempos neolíticos.
Abajo, me encontré yo batiendo, pala a pala, un tiempo mucho más espeso del que normalmente respiro. Alimenté el aire con el aliento de años sedimentados en las tablas, en la arena, en el fango, en las piedras. Se me saturó el estómago de materiales mucho más antiguos y pesados que los que escriben la historia allá, en el país de donde yo vengo. Me indigesté. No pude digerir tanta edad acumulada. Mi piel todavía no estaba preparada para absorber historias de edades de piedra.
En la semana que siguió, todavía sin ritmo, perdí noción del tiempo. Mi cuerpo se fue de caminata a otra parte. Como si se hubiera despedido para, de una buena vez, conversar cara a cara con las llanuras interminables de campos desenrollados que marcan allí el ritmo de la existencia. Para ver si podría brindar con el fango milenario para que le prestara un poco de vida.
Se habla mucho de la rigidez germánica, de su estricto sentido del tiempo y del deber y de la minuciosa monumentalidad de sus obras. Es un estereotipo, pero tampoco es falso. Son formas de ser tan plásticas como los materiales que esta parte del mundo ha ofrecido para la existencia. La monumentalidad de los inviernos. La precisión del frío cortante. Ciclos de estaciones que les han convertido en maestros artesanos del reloj. Madera abundante para fabricarlos que no se quiebra con el frío ni se descompone con la humedad, aire seco. Una naturaleza con ritmo propio que perdona pocos errores de cálculo en las siembras y cosechas. Piedras grandes que sobreviven el embate de miles de inviernos. Inviernos, primaveras, veranos y otoños que obligan a pensar con conciencia de la muerte y del paso de las generaciones.
Como si las preguntas esenciales de la existencia nacieran de otras sustancias, en el país de donde vengo, el tiempo, por ejemplo, sale a la superficie, siempre nuevo, desde manantiales profundos al tope de la cordillera. Tiene peso ligero y ligero también se escurre montaña abajo apenas le guiña al sol. Y su camino no se detiene hasta llegar al mar, donde se disuelve todo. El poco tiempo que se empoza, se evapora rápido bajo el sol o regresa sigilosamente a los acuíferos subterráneos para salir en otro momento. Una gran parte de esa sustancia líquida se recoge en las tuberías que llevan agua a nuestras casas: tiempo útil, disponible y flexible. Allá la memoria, más que piedra o arena, se parece a la humedad. Nos llena el aire y digiere los archivos y las paredes de las casas. Se mueve con el aire, pero con él también se puede respirar. Y a veces el aire se pone tan denso que nos ahoga.
Antes que en sólidas eras de piedra, en la isla la vida se construye en un pulseo entre lo persistente y lo efímero. Materiales insistentes y testarudos como el sol y el mar, que hacen rendirse a la piedra, la madera, la pintura y el cemento. Yerbas y enredaderas inmortales que se tragan ruinas en pocos meses. Años sin estaciones que nos hacen parecer que todo es vida. Y lloviznas recurrentes que limpian el tiempo y el recuerdo regularmente, antes de que se acumulen en polvo y se conviertan en generaciones.
En cambio, nos convertimos nosotros mismos en materiales porosos y fronterizos como el mangle y la arena, y nuestra piel nace ya con una cualidad anfibia y políglota, mediadora entre la tierra y el agua, el sol y la lluvia. Esta piel húmeda es distinta de las pieles de madera o cera que respiran el aire seco acá en el norte. De eso me di cuenta allí en la casa, tan pronto respiré las memorias de polvo y me tragué el recuerdo de existencias que prefieren alojarse en materiales sólidos: las tablas de un piso, el fango milenario del jardín o el empañetado de las paredes.
Y sin embargo, como herederos ultramarinos de largas y grandes tradiciones filosóficas e históricas, hemos aprendido a convencernos de que las preguntas fundamentales de la existencia humana son iguales para todos. Como si las cualidades específicas de nuestras existencias corporales, tan inmediatas como las vivimos, fueran prescindibles o superficiales. Como si la capacidad misma de nuestros cuerpos de entender lo “universal”, de hacerse de un concepto de humanidad, no adoptara la forma y temperatura de nuestros modos particulares de “hacer, ver, escuchar, saborear, sentir y tocar”.2Como si nuestras neuronas no se calibraran también a nuestros horizontes: montañosos, marinos o continentales. O como si estos horizontes no generaran también en nosotros formas profundas de ¨hacer, saber y ser¨ que se manifiestan, por ejemplo, en la mirada de largo plazo, acomodada a llanuras interminables, o en la intuición fronteriza y mediadora que nace de haber crecido entre el mar y las montañas.3Horizontes y tiempos que nos enseñan distintas formas de vivir y pensar las dimensiones de nuestra experiencia. Lugares que nos acercan a distintos paisajes de lo que somos. Paisajes de quienes heredamos las preguntas profundas de nuestra existencia.
Si vivimos en el Caribe, estas preguntas no nos asaltarán durante largas meditaciones nevadas, ni nos llegarán como piedras mensajeras de un glaciar antiguo. Pero quizás tengan la cualidad vaporosa e impredecible de un puñado de nubes que se desprende del costado de África y comienza a jugar con sus propios reflejos sobre el océano. Quizás su sabiduría se encuentre en permitirse tomar formas escurridizas y múltiples antes de hacerse de un ojo que lo movilice su centro de agua y viento. O en su facilidad para descomponerse y recomponerse de súbito. Serían preguntas con fuerza de espiral, brazos mojados y largas estelas de lluvia.
Tales preguntas tendrían que ocuparse con un tiempo líquido y una historia atmosférica. Tendrían que ocuparse, por ejemplo, de la simultaneidad del estar y el ir como una forma de presencia en quienes vivimos entre mar y tierra quedándonos, pero queriendo irnos, o viceversa. Serían preguntas que no se escriben en piedra, pero que se filtran por los manglares.
Entonces tendríamos por delante un proyecto histórico y filosófico propio que excede en contenido las expectativas prestadas frente a las cuales hemos querido medirnos. Un proyecto ético y estético que destile las formas en que hemos aprendido a ser humanos en el mundo. Un proyecto, además, de profundo rigor espiritual, consciente de la sensualidad y la sensibilidad con que los mundos vividos, olidos y sentidos estiran nuestras capacidades de experimentar, pensar y articular lo sutil de la existencia. Sería además una empresa de profundo respeto por el mundo a través y por virtud del cual, pensamos.
- (Escritor senegalés (1906-1989). Este poema, “Le souffle des ancêtres”, que se ha traducido al inglés como “Spirits” o como “Breaths”, da el texto a una hermosa canción grabada en inglés con este último título por el grupo coral femenino Sweet Honey in the Rock (1982). [↩]
- Así explica Achille Mbembe la constitución de los africanos como sujetos reflexivos de la experiencia, que no es solamente lingüística y discursiva, sino que abarca los modos concretos en que “ejercitamos” la existencia y nos relacionamos con las posibilidades de nuestra propia muerte (On the Postcolony, Berkeley: University of California Press, (2001). [↩]
- La cita completa, del intelectual y clérigo camerunés Jean-Marc Éla, es de por sí muy interesante. En ella sostiene que: “Los saberes endógenos, que son sistemas de significados, deben ser vistos a la misma vez como artes de vivir de acuerdo a una lógica interna que unifica estrictamente, en una especie de trinidad, saber, hacer y ser.” Se considera a Éla una de las figuras más prominentes de la teología de la liberación africana. [↩]