¿Es posible democratizar la policía? Parte I
La etimología del término, pese a que es insuficiente para entenderlo a cabalidad en la actualidad, nos abre un horizonte hermenéutico desde el cual podemos empezar a comprender su desarrollo histórico. La clara demarcación que se le suele atribuir a la polis y al oikos, o a lo público y lo privado en la antigua Grecia, sirve para contrastar su desarrollo durante el Medioevo y la Modernidad. Como señaló Arendt en el segundo capítulo de La condición humana, la polis se distinguía por ser el espacio en el cual los hombres libres –de sus necesidades y contingencias– utilizaban la palabra y la persuasión para discutir y decidir entre iguales aquellos temas comunes que eran públicos, o propios de la esfera de la polis. Para efectos de esta diferenciación, que no está libre de críticas por su reduccionismo, en la polis no existía violencia o coerción de ordinario, sino la comunicación entre hombres que se reconocían recíprocamente como pares.
Este espacio de publicidad y de acción, cuyo escenario tradicional es el ágora griega, contrasta diametralmente con la concepción del oikos, el cual, sin embargo, es condición necesaria para que el hombre libre hubiese podido participar en la polis. El oikodéspota es aquel sujeto propietario que domina el espacio de lo privado, la actividad de los esclavos y los niños, la reproducción de la vida, la subyugación de la mujer y la decisión sobre la vida y la muerte. En la esfera privada, bajo esta premisa, la interacción intersubjetiva se basa en la coerción y en la violencia, en el sometimiento y en la exigencia de obediencia. Según Arendt, esta diferenciación de la vita activa se diluye posteriormente en el concepto moderno de la esfera social, ya sea mediante la transformación del interés privado por la propiedad privada en un interés público, como por la conversión de lo público en una función de los procesos de creación de riqueza.
Una de las consecuencias de este ‘único interés común’ es que no genera espacios de vida compartida entre los seres humanos; se pierde el poder auténtico de agrupar, relacionar y separar a las personas en la sociedad de masas. Se aliena al individuo de su mundo de interdependencias y reciprocidades. Se desvanece, a grandes rasgos, la capacidad de actuar organizadamente, que en el caso de Arendt contrasta diametralmente con la violencia habitual ejercida en la esfera privada concebida tradicionalmente.
Aunque Habermas es crítico con esta concepción del poder que se contrapone a la obediencia que distingue la relación de subordinación entre gobernado/gobernante, o como mencionaría Rancière, al sistema policial, coincide grosso modo con la reflexión política de Arendt sobre esta imbricación entre las esferas pública y privada en la Modernidad. No obstante, para este autor la creación de opinión pública, o la posibilidad de producir discursivamente convicciones compartidas a raíz de una red de comunicación efectiva, ejerce influencia en el aparato estatal en tanto que puede convertir una voluntad común en norma legal dentro de los confines de un Estado de derecho. En efecto, trascender del poder comunicativo al poder político/administrativo. De esta forma, la idea de Estado de derecho debe exigir ligar el poder administrativo al poder comunicativo creador de derecho, manteniéndolo libre de las interferencias del poder social, es decir, de la capacidad de imponerse que tienen los intereses privilegiados. Bajo esta premisa, el derecho es un medio por el cual el poder comunicativo se transforma en poder administrativo, y este último obtiene su autorización o legitimidad del primero.
Esta continua creación de opinión pública, que en la propuesta de Habermas surge de un modelo de democracia deliberativa basada en la ética discursiva, sirve de motor político-democrático a las instituciones del Estado de derecho. Contrario a su interpretación del poder en Arendt, Habermas postula que ese poder político trasciende el espacio público e impregna las instituciones del Estado mediante su transformación en norma legal. Sin entrar en profundidad en un tema tan complejo como ampliamente comentado, resulta interesante notar el carácter negativo que prima facie tiene la coerción y la violencia en ambas concepciones del poder. Aunque en la obra de Habermas existe un proyecto prospectivo de modelo democrático de Estado de derecho, en las reflexiones e Arendt se puede percibir más crudamente la existencia de violencias institucionales incompatibles con el poder de organización colectiva que distingue a la política y, por ende, al espacio público.
El caso de la policía, particular pero no exclusivamente en el contexto estadounidense y puertorriqueño, suele ser un ejemplo de esas instituciones de violencia que se contraponen a la política misma. Como se advirtió en el principio, la polis que le sirve de raíz al término se ha transformado gradualmente en una herramienta institucional de coerción y de violencia, de oikos a las órdenes de un oikodéspota; tanto como la simbiosis y dilución del espacio público y privado se han concretizado en la Modernidad. No por casualidad Rancière contrapuso a su concepción de política lo que denominó como poder policial. Poder no sólo como la institución de seguridad/represión del Estado, sino como orden de los cuerpos que dictamina las divisiones entre los modos del hacer, los modos del ser y los modos del decir; que asigna a esos cuerpos un nombre, un lugar y una tarea. Una concepción del poder institucional/estatal muy cercana al poder disciplinario o panóptico elaborado por Foucault y a la idea de sociedad unidimensional de Marcuse.
La policía como institución disciplinaria moderna surge como herramienta coercitiva de las monarquías para salvaguardar sus intereses privados. De ordinario, el monarca disponía de un territorio bajo su dominio como si fuera una extensión de su oikos o espacio privado. Ya a mediados del siglo XVIII, William Blackstone, específicamente en sus Comentarios sobre las leyes de Inglaterra, mencionaba que el monarca era una pater-familias de la nación que dirigía la policía como medio por el cual “the individuals of the state, like members of a well-governed family, are bound to conform their general behavior to the rules of propriety, good neighbourhood, and good manners; and to de decent, industrious, and inoffensive in their respective stations.” Este aspecto patrimonialista del gobierno monárquico, que Weber describió como proyección del patriarcado, no se redujo a la potestas del monarca. En la baja Edad Media, en efecto, aquellos sectores económicamente privilegiados utilizaron a miembros de los sectores empobrecidos para que sirvieran como guardianes de sus dominios privados.
Esta práctica de contratar vigilancia privada se adoptó rápidamente en las colonias británicas, lo que repercutió en la posterior creación de grupos de vigilantes por varias ciudades de las trece colonias. Originalmente, y contrario a la figura de la milicia, las ciudades coloniales establecieron ese cuerpo de vigilantes como medio de control monárquico sobre los súbditos del reino. Los esclavos provenientes de la trata eran parte del patrimonio del propietario blanco y económicamente solvente, por lo que eventualmente esa forma disciplinaria de canalizar la dominación se convirtió en la manera más útil de preservar la cultura esclavista que se instauró en las colonias británicas desde el siglo XVII. De ahí surgen las patrullas de esclavos (slave patrols) que, como las hermandades en las colonias españolas, se establecieron en las colonias como fuerzas disciplinarias contra la desobediencia de los esclavos. El término police, que todavía se asociaba al régimen absolutista francés, y que fue utilizado en la ciudad de Nueva Orleáns por razones históricas, fue resignificándose hasta cobrar un sentido menos monárquico, pero igualmente coercitivo.
A finales del siglo XVIII y principios del XIX ya la palabra se había instaurado en el mundo angloparlante, y la institución que significaba se desarrollaba con fuerza institucional, particularmente en relación al sistema esclavista y sus presuntos peligros. El interés de la policía como institución de control social ya no se asoció con los intereses de la monarquía, sino con los de la ley. Una ley que permitía y protegía la esclavitud como pilar del mercado económico de la naciente república fundada por hombres esclavistas –un grupo notable de estos–, propietarios y blancos. Las oficinas de policía que se fueron fundando durante el siglo XIX se distinguieron por la utilización de armas de fuego en el uso de la fuerza. El hábito de portar armas, que se consagró en su momento como segunda enmienda de la Constitución, se tradujo en una amplia utilización de la fuerza letal autorizada por las policías que se iban institucionalizando y complementando con grupos de vigilantes y bandas de mercenarios.
Durante el siglo XIX, la policía tuvo un papel preponderante en el control de la esclavitud y de la inmigración. Luego de ser efectiva la declaración de emancipación, le correspondió canalizar la disciplina y la violencia que se desprendían del periodo de la reconstrucción y de la larga era Jim Crow. Se concretizó como un vehículo de ejecución de normas que adolecían de importantes componentes democráticos. Si antes su propósito análogo era salvaguardar la disciplina de los súbditos del monarca, ahora era proteger un sistema legal basado en la discriminación infundada y en la exclusión de amplios sectores de la población, como fueron, por ejemplo, las personas afroestadounidenses, nativoamericanas, inmigrantes y mujeres. ¿Acaso esto nos parece muy lejano en el tiempo?
A principios de siglo XX, sin embargo, sucedió otra transformación importante para entender el trasfondo de la función actual de la policía en Estados Unidos y en Puerto Rico. Usualmente se le suele atribuir a August Vollmer, entonces jefe de la policía de California, reformar el cuerpo policíaco con el fin de adaptarlo a las tácticas bélicas que fueron utilizadas durante la Guerra hispano-estadounidense en las postrimerías del siglo XIX. En definitiva, aquellas tácticas y armas experimentadas contra las poblaciones de personas nativoamericanas y contra la población colonizada de Cuba, Filipinas y Puerto Rico. Fue esa misma militarización de la policía –evidenciada también por la cantidad de veteranos en las fuerzas de “seguridad y orden”– la que caracterizó la ejecución o puesta en vigor de las ilegítimas leyes Jim Crow, que por décadas fueron avaladas por el sistema judicial estadounidense.
Esta militarización de la policía, por ende, no es una invención a raíz de los ataques de las Torres Gemelas en el año 2001. Sin duda ha habido momentos en los que se han intensificado los aspectos más castrenses de la policía, que en teoría se supone que es un cuerpo de servicio público, no bélico. Sin embargo, la idea de policía militarizada tiene una larga trayectoria de desarrollo. Ya sean las reformas de Vollmer y seguidores para la aplicación de las leyes segregacionistas, o la creación de cuerpos de seguridad como el U.S. Border Patrol contra las personas inmigrantes, el desarrollo posterior de la institución de la policía se ha distinguido por un belicismo constante que encontró en la “guerra contra el crimen” del presidente Johnson un terreno muy fértil de hegemonía del que no hemos salido.
El largo periodo de la “guerra contra el crimen” de la segunda mitad de siglo XX fue precedido por una aplicación de tácticas bélicas contra la disidencia política durante la llamada era del macartismo y la represión política de quienes las autoridades institucionales entendían que eran una amenaza para los intereses del sector hegemónico. Incluyendo, por supuesto, la larga y cruenta represión del independentismo y del nacionalismo en Puerto Rico, tanto por las fuerzas policíacas federales como territoriales. Una represión mediante la violencia bélica que se trasladó rápidamente a escenarios como el universitario, el conflicto obrero-patronal o la protesta antibelicista y el activismo político.
En Estados Unidos, asimismo, la policía ha sido el principal medio de represión de la comunidad afroestadounidense durante y luego de la era Jim Crow. Pero no es algo realmente anómalo, pese a ser evidentemente ilegítimo. La policía es una canalización de las normas legales que se aprueban en sistemas institucionales cuyos déficits democráticos son todavía muy importantes. Mientras más crisis de representatividad e inclusión exista en los órganos legislativos de cada estado o territorio, más probabilidad de que surjan normas legales ilegítimas. Esas normas son, en gran medida, las que ejecutan y posibilitan las fuerzas policíacas mediante la amenaza de violencia. Por supuesto que en la ejecución de las normas existe un margen muy notable de abuso de discreción en la ejecución de las mismas, pero la ilegitimidad de estas no puede ser obviada por algunos de sus efectos prácticos más comunes, como es el abuso de poder por parte de la policía.
Luego de derogadas formalmente las leyes segregacionistas a raíz del éxito momentáneo del movimiento de derechos civiles durante la década de 1960, las políticas criminales hegemónicas han tendido a ser altamente selectivas en la clasificación de fenómenos delictivos y en la categorización de sus autores o destinatarios. Nada novel, aunque mediante otras formas menos explícitas. Las políticas criminales no son inocentes ante los intereses hegemónicos que profesan los órganos de poder institucional. Por el contrario, son una transmutación institucional y práctica de aquellas líneas ideológicas que les sirven de fundamentos, tanto las visibles como las que se quedan tras bambalinas. Los sucedáneos de la “guerra contra el crimen”, como son la “guerra contra las drogas” o la “teoría de las ventanas rotas”, han contribuido de manera muy efectiva a ensanchar el llamado “complejo industrial de prisiones” en un país cuya tasa de personas encarceladas asciende hasta casi 3 millones (alrededor de un cuarto de toda la población privada de libertad en el mundo). No es casualidad que una persona afroestadounidense tenga más de cinco veces la probabilidad de ser confinada respecto a una persona blanca en Estados Unidos.
La policía es un elemento fundamental y necesario en la labor de implementación de estas políticas criminales que tienden a llevar en su propio origen el lastre del discrimen, normativizado mediante la selectividad en su constitución y aplicación. Quienes suelen recibir el reproche de la aplicación de la norma no necesariamente se hallan en igualdad de condiciones respecto a sus conciudadanos y conciudadanas. La selectividad implícita en normas aparentemente neutrales –y por tanto presuntamente legales– es más compleja que el resultado de una evaluación meramente dogmática de la norma penal o procesal. Para desvelar su propósito institucional último se necesita un análisis político-criminal y criminológico sobre la función social de la norma en cuestión. En una segunda parte de este escrito se elaborará más detenidamente este aspecto más vinculado a la dogmática de lege ferenda o Política criminal.
Por ahora, sin embargo, es pertinente notar que no es muy plausible entender la institución de la policía como democrática si existen déficits sistémicos importantes en la estructura organizativa que le sirve de fuente normativa y de legitimación política. Con el término déficit democrático importante se denota aquella deficiencia notoria en la inclusión de sectores sociales potencialmente afectados por las normas o en las dinámicas de creación de opinión pública que les sirven de legitimación. Una norma legal que perpetúe importantes deficiencias democráticas –incluyendo las provenientes de adjudicaciones erróneas por parte de los órganos judiciales– va a ser un agente catalítico para una utilización pervertida de la violencia que se le autoriza a la policía.
A diferencia de la violencia fundadora de la norma legal, utilizando un lenguaje propio de Benjamin y de Arendt, la violencia que mantiene o perpetúa la ley acarrea unos efectos fácticos extremadamente graves para sectores sociales sistémica y gradualmente excluidos de los órganos de poder institucional; aquellos que son los sin parte, según Rancière. La policía es la principal institución de violencia autorizada que se encarga de cumplir esta función conservadora y reaccionaria de la norma legal. Además, no debemos olvidar que la ideología y las categorías culturales no son ajenas a la ejecución de labores tan riesgosas como las que se le encomiendan a la policía de ordinario. En un contexto cultural donde el racismo es un hábito social muy arraigado, por más solapado o anodino que sea, no es de extrañar que los abusos de discreción de la policía tiendan a reproducir esa violencia cíclica del racismo sistémico. Lo mismo con otro tipo de discrimen como la xenofobia, la misoginia, la aporofobia, la homofobia o la transfobia. También con la disidencia política en contextos de importante pobreza democrática.
Por supuesto que hay excepciones importantes en las fuerzas de la policía, pero lo anecdótico no puede obviar lo sistémico. Claro que un policía es un obrero en condiciones precarias al servicio del Estado (o de quien ostente la soberanía política), cuya contradicción intrínseca se evidencia cada vez que deben reprimir aquellos que abogan por el interés común. Pero eso no desplaza el problema estructural de la institución como tal. En este escrito no se está tomando en consideración lo anecdótico o meramente subjetivo, sino lo sistémico.
Dicho lo anterior, ante los reclamos propiamente abolicionistas de la policía no es muy plausible pensar en reformas que sólo atiendan aspectos tangenciales de la dinámica de la institución. Seguramente convendría orientar y educar más en aspectos propios de derechos humanos y derechos civiles, pero eso no atiende la raíz política del fenómeno. Mientras más crisis de representatividad exista en un modelo democrático, más aspectos antidemocráticos se reproducirán en la ejecución de una norma que de por sí puede acarrear importantes déficits de legitimación. Por lo tanto, ¿es plausible que la policía sea realmente democrática en un sistema que perpetúe esos déficits constitutivos de la norma legal? La respuesta parece ser que no, que son aspectos políticos que deben ser atendidos de forma conjunta. Las reformas de la policía no han sido sino esfuerzos más estéticos que estructurales, menos cuando han sido para militarizarla y resignificar su presunta función social en una propiamente de guerra. Habrá excepciones, pero no suelen ser la norma.
La terea es mucho más compleja que atender un asunto técnico sobre la intervención policíaca con la ciudadanía. Pasa por deconstruir y resignificar instituciones que son básicas en la convivencia humana (y no solo humana). El concepto de política no debe ser utilizado como un significante vacío para reproducir la imposición de determinada ideología sin importar el proceso por el cual se crean normas de carácter legal. Política no debe ser un término para encubrir dinámicas contrarias a la política misma. El derecho, a su vez, no debe interpretarse como una entelequia que deba idolatrarse y obedecerse sin ambages. Como advertía Balibar, en diálogo con los conceptos de política y derecho en Arendt, el dinamismo intrínseco del derecho, y su tensión continua con la acción, obliga a que se reconozca la capacidad de desobedecerlo y retarlo como condición de posibilidad –y validez– de la norma. La desobediencia convierte la relación de obediencia jerarquizada en una relación horizontal entre miembros de una colectividad. No es la obediencia automática a la norma la que la legitima, sino su capacidad de desobedecerla, de generar polis en sistemas complejos que pretenden gestionarse bajo los parámetros de un oikos extendido.
La policía, tradicionalmente entendida, es la institución que se encarga de reprimir la desobediencia. Es aquella entidad que tiene como fin neutralizar las aspiraciones democráticas que surgen del reto político –que no es lo mismo que una desobediencia criminal; de carácter privado– que debe servirle de condición de legitimidad a la norma, particularmente a las normas más fundamentales. Como advirtió atinadamente Fontánez Torres, una teoría del derecho arendtiana tiene la importante tarea de construir un derecho desde la capacidad de acción. Una capacidad de acción en tensión con el propio derecho. Por eso la potencialidad de disentir es condición necesaria para la política, o dicho de otro modo, para posibilitar la condición humana de sujetos que son alienados del mundo que comparten fácticamente con otros y otras. Un derecho que posibilite la acción vinculada a la condición humana misma. Un derecho que no solo sirva como medio, sino como condición de posibilitad de la capacidad de disentir del sujeto político.
Un derecho que más que potenciar dinámicas de competencia lo que nutra son ámbitos de cooperación y comunicación con fines de entendimiento entre pares, pese y gracias a las inevitables divergencias que existirán en la política. Un sistema legal que adopte el cuidado colectivo, de eso que el propio Heidegger advirtió que era una puerta hacia el Ser, en vez de la pretensión coercitiva de imponer una norma mediante la mera obediencia pasiva. En estos entendidos sobre política, sobre polis, se encuentran las bases para comenzar a reconstruir una idea de policía más cercana a la política y menos vinculada al autoritarismo coercitivo del oikodéspota, o a la institución al servicio del monarca, del propietario o de quien sea agente dominante en una colectividad. En el caso de Estados Unidos y de Puerto Rico, una reforma policíaca sin una reforma política que desvele y atienda el racismo –aporofobia, misoginia, homofobia, transfobia y xenofobia– estructural es, sin más, seguir obviando las raíces podridas de un sistema que se reproduce vertiginosa y hegemónicamente por todas las instituciones sociales. Sería privatizar un tema que debe ser de discusión pública, en el amplio sentido del término.
En un próximo escrito se atenderán aspectos relacionados a la Política criminal y la reproducción de la violencia por parte de la institución de la policía, así como argumentos a favor y en contra de su abolición.
__________
Referencias
Arendt H., La condición humana, Paidós (2016)
Balibar E., Equaliberty: Political Essays, Duke Uni. Press (2014)
Fontánez Torres E., Derecho, acción y política en Hannah Arendt, Siglo del Hombre Ed. (2020)
Habermas J., Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública, Ed. Gustavo Gili (2009)
- Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso, Trotta (2010)
Hinton E., From the War on Poverty to the War on Crime. The Making of Mass Incarceration in America, Harvard Uni. Press (2016)
Lepore, J., The Invention of the Police, The New Yorker, https://www.newyorker.com/magazine/2020/07/20/the-invention-of-the-police.
Racière J., El desacuerdo. Política y filosofía, Nueva Visión (1996)
Weber M., Economía y Sociedad, Fondo de Cultura Económica (1993)