Escrito sobre piedra
Dibujos que se escurren, mensajes líquidos sobre la piedra, grabados como lluvia. Sin intención y sin prisa, como huella del tiempo. Como marca de la existencia. Huellas desapegadas de palabras que no han sido propiedad de nadie. Memorias de un encuentro.
Por alguna razón, pienso, me ha tocado regresar a contemplar la Piedra Escrita, en un momento como éste, de crisis de los discursos. Por algo he tenido que regresar a trazarla con mis dedos en este momento de agotamiento, no sólo de las grandes ideologías y las grandes utopías, sino verdaderamente, de nuestras formas de significar; de nuestras maneras de hacer y compartir sentido. A inicios del siglo 21, habiendo vivido ya la cúspide de la arrogancia humana, cuando depositamos toda nuestra fe en nuestro intelecto y en nuestras técnicas para culminar en dos guerras mundiales e innumerables guerras paralelas y extendidas que se replican a través del mundo, llegamos a tiempos de profunda duda y timidez existencial.
En el año 2012 de la era cristiana y 520 de la era de las colonizaciones, algunos han decidido creer en el fin del mundo. Otros ven una verdadera apertura de esperanza, el comienzo del regreso de los tiempos de los círculos abiertos, donde la sabiduría y la sana convivencia se comparten a través del tiempo y del espacio. Pero a muchos más, quizás la mayoría de nosotros, le seduce la posibilidad de creer en un futuro más sano, pero en el fondo, vive con miedo a la esperanza. Es de este miedo a la esperanza, y de este punto medio, que me interesa, por un momento, escribir.
Venimos de un largo tiempo de confiar en las palabras; especialmente, en las palabras escritas, como nuestra mayor tecnología. Somos hijas e hijos de revoluciones y constituciones que se ¨hicieron de palabra¨ para responder a los órdenes simbólicos de los tiempos que heredaban, escribiendo sus deseos sobre papel. Y esto fue, efectivamente, muy revolucionario. La palabra escrita, popularizada, presentada como propiedad y derecho de todos, fue la tecnología que sustituyó el poder de los símbolos como misterios. Lo que para ese tiempo, en muchos casos, se había convertido en la dictadura de los misterios impenetrables del símbolo (escuchar misas en latín, aunque viviéramos en el Caribe; o asumir los poderes incuestionables y hereditarios de un monarca; o incluso el misterio mismo de la escritura para mayorías analfabetas), se transformó en el imperio de las luces, donde todo misterio podía y debía ser descifrado. Todo se sometió al escrutinio de la palabra pública o publicable. Cada palabra, cada idea, debía presentarse en tribunal abierto; exponerse, desvestirse ante todos y mostrarse al mundo en todos sus detalles. Las palabras, las ideas, los símbolos, debían perder su intimidad: ésta fue la forma de hacer justicia. Así se fundamentó la ética epistemológica que conduce aún nuestros juicios intelectuales y cotidianos.
Significativo es que en este tiempo justo el término ¨discurso¨ se haya convertido en la metáfora explicativa de los órdenes de significado, en referente de nuestras formas de compartir e intercambiar sentidos. Ese acto de exponer ideas y palabras ante una multitud, comenzó a metaforizar nuestras expectativas de la comunicación. Público, unidireccional y monológico, a la vez que se abre a todos, ese discurso reduce la dimensionalidad de lo que pronuncia: sin misterios, los significados se confinan a la llaneza del papel, a la claridad translúcida de todo lo que se puede explicar en sus causas últimas.
Ahora, tantas décadas después de haber adoptado ampliamente esta metáfora para explicar nuestra relación existencial con la comunicación, el papel bidimensional no es el único, quizás ni siquiera el principal, portador de nuestras palabras. Tampoco el principal referente de esa metáfora de las relaciones entre el saber y el poder. Pero aún se preserva la metáfora de palabras como claridad y luz reveladora, esta vez, realizada materialmente en los pixeles radiantes de las pantallas digitales. Tan comprometidos estamos aún con la tecnología de las palabras comprobables, con la claridad última de toda causa y todo fin, que el misterio de nuestros pronunciamientos pasó de ser uno existencial, a ser uno técnico: la magia de la palabra bidimensional, impresa, circulando masivamente alrededor del mundo; o de la palabra unidimensional en los circuitos de fibra óptica. Todo esto vive, como memoria genética, dentro de ese denso concepto que ha caracterizado el análisis político, humanístico y socio-cultural de las últimas décadas.
Muchas cosas han cambiado desde que se adoptara ampliamente esta metáfora para explicar nuestros intercambios de significado. De ella hemos aprendido, sin duda, mucho. Ha sido valiosa herramienta de análisis para la revelación de redes nocivas de relaciones entre formas específicas de vivir y entender el mundo y correlativas distribuciones desiguales del poder y la supervivencia. Ha ayudado a exponer y a entender las dudas y temores existenciales de nuestros tiempos, así como grandes y pequeños vicios en la comunicación y el encuentro con otros. El análisis de discurso se ha adoptado como bandera de batalla de las más distintas causas, procuradoras de justicia. Y han aportado grandes transformaciones. Pero quizás ya es tiempo de revisar nuestras metáforas. Antes de esclavizarlas para nuestras causas, debemos estar preparados para darles la libertad.
Las metáforas, aunque expansivas, tienen sus límites. Tienen también su tiempo de vida entre nosotros. Cambia, además, la materialidad vivida de nuestras experiencias cotidianas de pronunciar. Y cambian, importantemente, nuestras necesidades. En tanto tiempo de pensar y hacer, hemos desvestido los secretos que nos oprimen; hemos expuesto tantos tabúes; nos hemos enfrentado a la oscuridad del control dentro de nuestras formas mismas de saber, conocer y nombrar; nos hemos hecho a todos partícipes del orden de los significados. Ahora nos queda recuperar la confianza en la posibilidad de vínculos profundos; recordar un poco del misterio primordial de pronunciar. Tanta fe en las palabras claras y certeras, por un lado, o desvestidas y puntiagudas, por otro, termina no sólo con la dictadura de conocimientos exclusivos y opresivos, sino también con la voluminosidad de la comunicación. La metáfora del ¨discurso¨ guarda en su matriz la bidimensionalidad del papel y la unidireccionalidad de un pronunciamiento ante un podio.
Esa timidez temerosa ante la esperanza de vivir a plenitud los significados compartidos es un asomo de esta evolución. Sin llegar al cinismo, desconfía de las superficialidades del imperio de las luces y de las causas claras que emprende batalla contra todo misterio. A la vez, intuye que la abundancia comunicativa es posible, más allá de las desilusiones de la vida cotidiana. Pero se siente tímida porque aún le faltan metáforas para describir la voluptuosidad comunicativa que percibe como posible. La crisis de los discursos no es sólo la crisis de la relación entre el saber y el poder, entre los significados y el control. La crisis de los discursos es también la transformación de nuestro entendimiento de lo que es la comunicación, y de su relación con nuestras existencias. Sentimos con urgencia que ¨tomar la palabra¨ no sólo puede ser arrebatarla, ni es el mismo gesto que ¨tomar el poder¨. Intuimos (porque lo vivimos) que ¨tomar la palabra¨ también significa recibirla de otro como ofrenda. Y que como tal, cada palabra también guarda el misterio de su propósito y de su ofrecimiento. Que este misterio es el que contiene la generosidad de la comunicación profunda: que la comunicabilidad, que la posibilidad de participar de significados compartidos depende del regalo, de la voluntad de entregar un ¨excedente¨ de significado, una gota de misterio que no toca ser descifrada por nadie. Que comunicar no es desvestir los significados y que la claridad del hablar contiene una intimidad sagrada que es el punto de contacto, el lugar del verdadero encuentro con el otro.
Los papeles a los cuales hemos confiado nuestros deseos de futuros más sanos (constituciones, leyes, manifiestos, innumerables artículos y llamados de tantos tipos; novelas, cuentos, poemas, guiones y libretos de discursos), tienen un tiempo de vida efímero. Pero en este año 2012 de la era cristiana y 520 de la era de las colonizaciones, en el viaje de regreso de tantas esperanzas y tantas desilusiones, no hay ni que quemar libros, ni que condenar ideas. En este viaje de regreso de las dictaduras del poder contenido en símbolos y prácticas herméticas o exclusivas, y de los imperios de la palabra racional, iluminada, popular y desvestida de sus misterios, lo que hace falta es observar lo que queda cuando se disuelve el papel. La fuerza que aún nos mueve, que nos continúa moviendo a pronunciar. El encuentro con el sentido que se entrega a todos, sin dejar de comunicarse, íntimamente, con cada uno de nosotros. El grabado sobre la piedra, como marca de un encuentro. La fuerza sin tiempo y sin urgencia que nos llama a continuar la vida con y a través del otro, humano o piedra. La huella que nos conduce al salto al agua. Petroglifos.