Escuela
La nieve que cayó en mi entorno norteño esta mañana es azúcar sobre el cereal de las hojas secas, y la imagen me transporta a otro paisaje, el de las cuatro escuelas públicas (en Luquillo, Ciales y Mayagüez) a las cuales asistí del primero al cuarto grado en Puerto Rico.
Sospecho que los puertorriqueños (al menos los de cierta edad) compartimos una experiencia estética de la escuela pública. Después de todo y según las estadísticas, la mayoría de nosotras asistió y asiste a la escuela pública. Conocemos de cerca el look and feel particular que tenían esos edificios. Tomemos los colores, por ejemplo, tomados en casi todos los casos, y por algún motivo misterioso, de una paleta de tonos marrones y mostazas, un espectro que iba desde mierda oscura hasta mierda de bebé, y que se manifestaba en Luquillo, por ejemplo, en paredes color calabaza con acentos color ladrillo. O consideremos las texturas: las paredes nunca eran del todo lisas, tenían siempre pequeñas o grandes arrugas, burbujas y verrugas, producto de, no sé, ¿múltiples capas de pintura? ¿empañetado deficiente? ¿humedad? ¿todas las anteriores? En cualquier caso, la pintura estaba permanentemente descascarándose, y nosotras, en momentos de aburrimiento, ayudábamos a acelerar el proceso con nuestras uñas y dedos. Eran comunes también las grietas en las paredes, los techos y los pisos, los jardines abandonados o inexistentes, y el suelo frente a los salones, donde en la estación seca se acumulaba el polvo y, en la de lluvia,el fango.
Luego estaban las rutinas. En algunas de mis escuelas, como esa de Luquillo cuya imagen me ha traído la nieve hoy, operaba una medida infame, el “interlocking”, diseñada para poder atender dos tandas de niños en un mismo edificio. Así, nuestro día escolar duraba solo 4 horas, suficientes para tomar inglés, español, matemáticas, estudios sociales y quizás ciencias, pero ni arte ni música. En algunas había, dos veces en semana, un periodo llamado “educación física”, durante el cual jugábamos juegos de mesa dentro del salón hogar. En otras no había tal periodo, punto.
La materia prima con la que las “señoras del comedor” confeccionaban nuestra comida llegaba a la escuela en gigantescas cajas, sacos y latones con muchas libras de arroz blanco, habichuelas, vegetales, salchichas, leche y huevos en polvo, “jugos” rojos o anaranjados, tajadas de carne gris, corned beef, hot dogs, frutas en almíbar… Con una redecilla en la cabeza, un delantal en la cintura, y un cucharón en la mano, las señoras nos servían la comida en bandejas de metal con cinco espacios, como las de los presos y los soldados. Recuerdo sobre todo que en el almuerzo, toda la comida me olía igual: la carne olía a habichuelas tiernas, el arroz olía a habichuelas tiernas, la leche olía a habichuelas tiernas.
En principio, teníamos que comernos toda la comida (años más tarde, esa regla cambió a tres alimentos de cinco), pero algunas teníamos nuestras estrategias: yo, por ejemplo, metía las habichuelas tiernas dentro de la leche, me comía el arroz con habichuelas aguantando la respiración, y regalaba la carne gris o el hot dog sonrosado. Se me hacía fácil encontrar clientes: había niños allí que pasaban (pasan) realmente hambre y para quienes el almuerzo del comedor resultaba (resulta) esencial. Después aprovechaba cualquier distracción de las señoras, y botaba la leche con habichuelas tiernas en el zafacón.
El desayuno era mucho más sabroso. De hecho, tanto me acostumbré a algunos platos (huevos de embuste, jugos artificiales, farina y cereal azucarados) que años más tarde, cuando tuve acceso a versiones más sanas o reales de esos alimentos, tardé mucho tiempo en aceptarlas.
Lo peor de todo eran los baños. El agua parecía irse constantemente, los inodoros parecían estar siempre tapados, los cerrojos siempre rotos. Nunca había papel de baño. No exagero al decir “nunca”: Nunca– había –papel-en el baño. Me pregunto si pensaban que los niños no nos limpiábamos, o si el papel sencillamente se acababa antes de que yo llegara al baño. Pronto aprendí a aguantar la sed para evitar tener que usar el baño de la escuela, lugar donde, después de todo, pululaban los bullies en busca de víctimas. Era fácil resignarse a la sed porque, por lo general, las fuentes de agua tampoco funcionaban.
Algunas de las pistas para conocer el estado de las vacas de la metáfora (vacas flacas, vacas gordas), tanto el de la escuela como el de los hogares de otras estudiantes, eran pistas de papel: Según el presupuesto, forrábamos libros con el (más caro) papel pegajoso que llamábamos “contact paper”; con forros individuales “de tienda”; o con el papel de “estraza” que venía en rollo o podíamos obtener reciclando bolsas de colmado. Tomábamos dictados o quizzes (casi nadie, ni siquiera la maestra de español, los llamaba “pruebas cortas”) en blanquísimo papel “de argolla” con tres agujeritos; en “papel de libreta” arrancado con más o menos cuidado y cuya calidad dependía de la libreta del dueño; o, con mayor frecuencia, en el grisáceo papel rayado que se rompía cuando lo frotábamos con la goma de borrar, cuyas dimensiones lo hacían casi cuadrado, y que llamaban “papel escolar”.
Había momentos de belleza, o quizá más bien de poesía. El sol entrando por la ventana de un salón luminoso. El perfume de mi maestra de primer grado, Rosa, que acercaba mi pupitre a su escritorio y que me dejaba leer todo lo que yo quisiera. La farina mañanera, blanca y azucarada, que en casa no se compraba y que fue probablemente la comida más deliciosa que probé en esos grados primarios. La limpieza –tanta, tan reluciente, tan eficiente– del comedor después de nuestro hambriento y desordenado ataque, gracias a las señoras–enérgicas, decididas, imperturbables–que lavaban bandejas, trapeaban pisos, vaciaban zafacones y frotaban mesas. La alegría de algún maestro entusiasta. Las trenzas negras de la compañera de mesa que se sentaba a mi izquierda, las pecas rojas del compañero a mi derecha.
En el 2009 visité la escuela de uno de mis hijos, una típica escuela superior pública de pueblo. Los colores y estado de las paredes parecían haber cambiado para bien: ahora vi blanco, crema y verde. Pero los baños estaban tan tapados y tan desprovistos de papel como los que yo recordaba, y las fuentes de agua no funcionaban. La escuela tenía lo que ninguna de las mías: ¡una cancha! No tenía, por otra parte, maestra de educación física. O tal vez sí había uno, pero nunca llevaba a los estudiantes a la cancha. En cualquier caso, la ausencia frecuente de cosas como arte y educación física no parecía haber cambiado demasiado.
Tampoco ha cambiado otro misterio, cuya respuesta me evade y atormenta desde la infancia: el enigma de los “olores objetables.” Entonces y ahora, cada tanto, rompían y rompen la rutina escolar cotidiana las asmas (“fatigas”), los vahídos y los desmayos causados por esos olores. Los síntomas se multiplicaban –nunca supe si por la expansión de la peste o el contagio social– y eventualmente redundaban en el desalojo urgente del plantel. El olor desaparecía al cabo de un día o dos. ¿De dónde salían los olores, concretamente? Algunas personas decían que de las paredes, otras que del suelo, otras que del pozo, aún otras que de las tuberías.
Han pasado un par de horas, y acá la nieve ya no es azúcar. Más tarde la ennegrecerán las pisadas, los automóviles, la tierra y la brea. Se ha derretido en algunas partes y allí, en esos pedazos, las hojas secas (húmedas ahora, deshechas) que nunca recogimos (puertorriqueños ignorantes, dirán los vecinos que en otoño rastrillaron su patio todos los sábados) me invitan a reconciliarme con estos y otros misterios, con esta y otras memorias.