Femme Fatale
Fragmento de la novela «Los Desajustados», por Rojo Robles

Portada por: Félix & Adriana Adorno
Marcia piensa en mujeres fatales, en los personajes que ha leído y visto. Piensa en el noir. Le gustaría vivir para siempre en el universo noir. Ella sería una mujer fatal. No lo dudaría un instante. La realidad tiene muchos huecos rellenos de aburrimiento y desesperanza. Hay mucho tiempo muerto en la realidad. En el noir no hay tiempo muerto. A veces la gente espera en la oscuridad pero esta espera está alimentada de grandes posibilidades de acción. Cada suceso tiene repercusiones. Cada pistola apuntada tiene su peligro a cuestas. Grandes emociones. No hay tiempo para pensar el amor aunque sí para hacerlo. En teoría la idea de secuestrar al Sr. Galíndez parece sacada de un noir. Esto le encanta a Marcia. Gracias a su propia iniciativa vengativa su vida estaba tomando los tonos grises oscuros del noir. Con una corbata amarrarían la boca del Sr. Galíndez, una corbata azul celeste que le haga contraste a la sombra de la barba naciente. Le amarrarían las manos a la espalda con una soga áspera. En caso de improperios, Paliedemes podría descojonarle la quijada con un puño. Ella puede darle en la nuca con la culata de un revolver (el Sr. Galíndez tiene una cara perfecta para ser machacada por los otros).
Marcia no tiene revolver. No tiene licencia para portar ni comprar armas, no conoce el mercado negro. Sólo tiene una navaja filosa de afeitar. Las mujeres fatales están borrachas. Los hombres duros están borrachos. Beben licor fuerte porque eso alimenta sus entrañas. Manejan las borracheras con destreza de gatos. Están sueltos y desprovistos de inseguridades, pero no hacen el payaso. Ni ellos, ni ellas. ¿Y si el señor Galíndez se defiende? ¿Quién le aseguraba que él sería un rehén dócil, una buena víctima? Las mujeres fatales actúan sin enredarse en esas consideraciones. El universo noir está poblado por gentes que defienden el gesto preciso, que se afirman en todo momento. No pueden ser escamoteados y si lo son, sus enemigos pagan las afrentas. Existe la reflexión pero es una reflexión rápida y concisa. Existe la pena pero con el próximo trago se cura. Existe la soledad pero ella es como un gimnasio, hace fuerte a aquel que lo visita.
Marcia no quiso llamar a Paliedemes. Decidió que lo mejor era que se dijeran lo justo y necesario. Se sobreentenderían en cada silencio de la noche. Prenderían muy pocas luces. Se besarían en la oscuridad con un leve gusto a sangre en los labios. Observarían los movimientos de la ciudad sonámbula.
Marcia tendrá que ir a la ferretería para comprar la soga. Ella irá a una tienda de caballeros para comprar esa corbata color azul cielo. Marcia tendrá que conformarse con un cuchillo de la cocina, con un solo traje de noche, con el whisky más barato del supermercado. De repente se sintió mal en su tren de pensamiento noir. De repente la realidad se volvió pesada y se dobló sobre sí misma. Mostró sus colmillos, unas garras sucias. El plan carecía de esa facilidad ostentosa de las películas. La corbata, la soga, el whisky todo había que comprarlo. Sospechaba que Paliedemes no entendía su plan, que no estaba en los pantalones de Humphrey Bogart, de James Dean o Harvey Keitel. Paliedemes era un escritor pobretón, algo atormentado y perdido, un flaco loco que sufría de jaquecas y que tenía un hermano en coma. Nada que ver con el Marlowe de Chandler o los vericuetos de Hammett. La realidad se dobló. El secuestro podía terminar fácilmente en desastre. Marcia es muy nerviosa, piensa mucho las cosas antes de hacerlas. No corre rápido, no es sigilosa. A veces sin quererlo sentía que todo se le salía de sus manos, que sus dedos no lograban asir los contornos de las cosas más crueles. Se daba cuenta que su acto tendría que ser el símbolo de unos tiempos llenos de medidas extremas y pobreza moral. Había que hacerlo. Secuestrarlo aunque produjera algo de asco. Aunque por el resto de las mañanas el sentimiento que prevaleciera fuera la desidia. A esta situación había que torcerle los cuernos.
Marcia sabe que a las mujeres fatales les gusta la poesía aunque jamás se lo confesarían a nadie.
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