Fernando Picó: a un año de su partida
Mi primer recuerdo del tío es una visita a nuestro hogar durante uno de sus viajes mientras vivía fuera de Puerto Rico. Tenía siete u ocho años y recuerdo la pavera que me dio cuando lo saludé, obligada por mis padres, para luego salir corriendo mientras él observaba divertido. Cuando nos visitaba, nuestra casa se revestía de solemnidad por la llegada de alguien que sabíamos era muy admirado por su vocación religiosa y estudios universitarios en prestigiosas universidades estadounidenses. Además, ya se dejaba sentir en nuestra Isla gracias a las columnas que escribía para The San Juan Star, medio para el cual eventualmente trabajé. En esas visitas, los más pequeños de la prole de diez hermanos nos limitábamos a saludarlo y a escucharlo hablar con los adultos. Aún atesoro las cartas suyas que recibía cuando le escribía a insistencias de mi madre. Nunca falló en contestarme. El tío también ofició mi misa de graduación de octavo grado. Cometí el grave error de pedirle que no se extendiera en la homilía. Para mi gran horror, cuando comenzó a predicar anunció que sería breve para complacer a su sobrina (dijo mi nombre completo, por supuesto), lo cual me valió el regaño maternal.
Cuando me mudé fuera de la Isla, sentía orgullo escuchando a mi mamá decirme lo contento que el tío reaccionaba a las noticias sobre mis nuevos rumbos, que incluyeron mis viajes como mochilera por Latinoamérica y mi trabajo con los Cuerpos de Paz en Costa Rica durante la década de los 80, una época en que de Centroamérica solo se escuchaban noticias negativas. Y aunque siempre fue defensor de nuestra Universidad de Puerto Rico, celebró las oportunidades que tuve de estudiar con generosas becas en Estados Unidos. Para él era importante salir del 100 por 35 con el propósito de ver el mundo desde otra perspectiva y luego venir a aportar a nuestro país, tal y como ambos hicimos.
Imborrables son también las excursiones en Cayey lideradas por él en la finca de mis bisabuelos, el Alemán y Mamá del Campo, y las interminables y escabrosas travesías con los resbalones y las espinas para llegar a dos de sus sitios preferidos: la Catedral y el Prágedes. La recompensa era llegar a la casa de nuestros tíos abuelos Jorge y Laura para disfrutar del chocolate caliente, los mantecaditos (almacenados en una lata grande de galletas de soda), y las mallorcas caseras.
Esas visitas a Cayey nos encantaban, no solo por las aventuras, sino porque el tío ofrecía su misa exprés, de no más de quince minutos, en la sala de la vieja casona de madera. Estas nos libraban de las de dos horas en la iglesia de nuestra comunidad en Carolina.
Nuestra relación tío-sobrina comenzó a estrecharse hace dieciocho años cuando mi esposo y yo compramos una casita en Cayey, no muy lejos de donde mi familia materna, por el lado de los Bauermeister, echó raíces. Le encantaba escaparse con nosotros, pues en Villa Reciclada podía desconectarse (no hay Internet, televisión y teléfono) y dedicarse a la escritura y la lectura. Se sentaba en uno de los sillones y siempre fue evidente lo mucho que disfrutaba estar rodeado del silencio de la naturaleza. Tenía las llaves de la casa para disfrutar ese espacio mágico a sus anchas cuando lo deseaba. Y fueron muchas las veces que lo complacimos no alertando a las visitas de su presencia para que pudiera seguir escribiendo o leyendo en su cuarto, oficialmente conocido con el cuarto VIP del tío Nene.
En San Juan, cada Navidad, ya era tradición invitarlo para que nos ayudara a poner nuestro árbol (su paciencia para colocar cada adorno y las luces era infinita). Cuando se percató de que yo guardaba los adornos sin protección en un enorme baúl plástico, insistió en venir a quitar el árbol para envolver en papel estraza los adornos más frágiles, muchos antiguos heredados de mi mamá y abuelos maternos o comprados por él en Ebay. Su presencia siempre fue importante en fechas como Nochebuena, Viernes Santo, Acción de Gracias, celebraciones familiares, al igual que partidos importantes de balompié. Además de disfrutar su compañía, cumplía la promesa hecha a mi madre –su hermana Alvilda– de nunca olvidarnos del tío.
Cuando inició esa nueva etapa en nuestra relación, confieso que me sentí intimidada por su intelectualidad, su religiosidad, la gran brecha generacional, y por ser consciente de su sitial en nuestro pueblo. Poco a poco, me fui dando cuenta de que el tío no era tan complicado, que éramos más afines de lo anticipado y que, a pesar de la ocasional objeción, disfrutaba mi espontaneidad, y mi apasionamiento por mis proyectos literarios, mi trabajo periodístico, mis viajes, las clases y mis aportaciones (tras bastidores) a nuestra comunidad. Los dos detestábamos los convencionalismos y las ceremonias, y optamos por estilos de vida sencillos; yo también tengo mi uniforme y soy una asidua recicladora. Nos unía también la pasión por el buen cine y la literatura, y disfrutar la lectura de periódicos extranjeros cuando los conseguíamos.
En honor a la verdad, no siempre aprobaba mis gustos eclécticos. Cuando lo recogía para darle pon, debía asegurarme de no estar escuchando la estación radial de salsa o, si era temprano en la tarde, el programa de mecánica automotriz. Al igual que yo, detestaba los programas de análisis político, así que con eso nunca hubo conflicto. No siempre seguía mis recomendaciones sobre películas, pero dos semanas antes de morir, me complació y fue a ver Their Finest, que le gustó. Una semana después de su muerte, disfruté la película argentina El ciudadano ilustre, que había insistido debía ver. Sabía que me iba a gustar tanto como a él porque ambos lamentábamos la escasez de buenas películas humorísticas. Pero no hubo forma de convencerlo de ir a ver algunas películas locales, algunas de ellas excelentes producciones. Rechazaba mi argumento respecto a que el apoyo a las producciones boricuas era esencial para eventualmente conseguir presupuesto con el fin de filmar mejores películas. Para él no había excusa: si otros países lograban producir buenas películas con presupuestos limitados no había razón para que nuestra isla fuera la excepción.
Una de nuestras discusiones más agitadas ocurrió una noche en Cayey mientras leíamos en la sala. Interrumpí su lectura para comentarle entusiasmada un artículo de Vanity Fair sobre las apasionadas cartas de amor que intercambiaron Richard Burton y Elizabeth Taylor. Leí algunos fragmentos y él me respondió firme y airado citando del libro de historia medieval. Luego del intenso careo, dijo que no podía entender cómo su sobrina, periodista-escritora-educadora, voraz lectora, con dos maestrías, le dedicaba tiempo al “faranduleo”. Le argumenté la importancia de leer también para relajarnos, no solo para instruirnos, y que algunas de esas lecturas que él consideraba “frívolas” daban pie a lecturas sobre historia. Cité como ejemplo las novelas de Dan Brown que dieron pie a la lectura de libros de historia religiosa recomendados por él. Durante esas estadías, desistí de jugar Scrabble con el tío, en español y en inglés, pues siempre me ganaba y, peor aún, disfrutaba y celebraba su victoria. Eso sí: le gané la apuesta de que Snape, mi personaje favorito en la serie de Harry Potter, que él devoró al igual que mis hijos y yo, terminaría siendo uno bueno y clave para proteger a Harry.
Un recuerdo imborrable aconteció durante el verano del 2016 cuando lo recogí a él y a mi hija Ana Carolina en el Archivo General una tarde que hubo un tapón monumental en el área metropolitana, cortesía de inundaciones. Después de una hora varados en la congestión vehicular, decidimos esperar a que bajara el tráfico comiendo en una fonda en Santurce. Al inicio del tapón, ya habíamos discutido, pues no entendía mi necesidad de monitorear la emergencia por la radio. (Muchas veces tuve que recordarle que soy periodista). Cuando salimos de la fonda, Google Maps advertía que el tapón duraría al menos dos horas más, así que hicimos un pacto: apagaría la radio y cada uno contaría con lujo de detalles el libro que leía en ese momento. Él habló respecto al libro que leía sobre la revolución francesa y una novela detectivesca británica. El mío era The Lost Museum: The Nazi Conspiracy to Steal the World’s Greatest Works of Art», del periodista boricua Hector Feliciano. No se le escapó detalle de mi recuento, y al igual que con otros resúmenes que le daba de lo que leía en ese momento por placer o para asignarle a mis estudiantes, o las miniseries históricas televisadas que seguía, me sorprendió con datos históricos; incluso, sobre algunas de las familias judías poco conocidas víctimas de robo. Esa noche lo dejé en su casa a las 8:45, los dos satisfechos por haber sobrevivido el episodio de forma amena.
Nuestra última travesía juntos ocurrió la tarde antes de su fallecimiento. Había estado con él todo el día en el recinto de Río Piedras de la UPR tratando de convencerlo de ir a una sala de emergencias. No me hizo caso, como también ignoró las súplicas de otros familiares, en particular de su inseparable hermana Carmen Adela, el personal del Centro de Investigaciones Históricas, los paramédicos del recinto y sus estudiantes. Insistió en que la inmovilidad parcial de su cuerpo que le impedía caminar se debía a un resurgimiento del chikungunya. No quería irse sin impartir sus tres clases, cumplir con un trámite burocrático para asegurar el pago de la beca de sus estudiantes, y continuar una investigación del Censo de Puerto Rico para el libro que escribía sobre Guaynabo.
Lo vimos dar su última clase lúcido, a pesar de que a veces cerraba los ojos o cabeceaba, posiblemente debido a la neuralgia que lo afectaba en sitios con aire acondicionado y que le impedía guiar su carro. Cuando terminó su última clase, me lo llevé en mi carro. Rompí la promesa hecha, tras su primera crisis médica, de no hablarle de temas médicos, y le argumenté que un hombre tan brillante debía ser capaz de razonar que algo fallaba en su cuerpo. Su respuesta, con los ojos cerrados y esa expresión facial que siempre irradiaba serenidad fue: “Tere, déjate de vainas y no sigas con los sermones, que bastantes he oído hoy. Llévame a la casa”. (Vaina fue la palabra más soez que escuché de su boca).
Insistió también en que lo buscara, como acordado, a las 6:30 de la mañana del día siguiente para llevarlo a una cirugía ambulatoria del ojo.
Durante ese último trayecto, para desviar mi atención preguntó sobre el estatus de uno de mis proyectos, el cual lo tenía tan entusiasmado que cada vez que nos veíamos me traía un nuevo dato histórico que me sugería investigar. Esa tarde, prometí comprarle la serie de libros que le había comentado no podía soltar: Dos amigas, de la escritora italiana Elena Ferrante. Quería leerla alentado por críticas literarias halagadoras, pero su presupuesto de libros de esa quincena estaba agotado; gran parte de este era para comprarle las lecturas asignadas a sus estudiantes confinados.
Lo cierto es que, a pesar de los malabares que tenía que hacer en ocasiones por mis compromisos profesionales y la frustración por rehusarse a usar un celular, disfrutaba mucho mi rol de chofera y acompañante en algunas actividades. No solo me sentía privilegiada, sino que admiraba su empeño en seguir trabajando y socializando, aunque el cuerpo no respondiera con la misma energía.
Así que dejé de protestar cuando me indicaba qué ruta tomar, qué no escuchar en la radio o cuando me daba instrucciones de cómo guiar a pesar de que llevaba más años que él conduciendo. (Comenzó a conducir en su cuarta década cuando el sistema de transportación pública dejó de ser eficiente). Sabía que el tío, que siempre fue independiente y saludable, podía controlar muy pocas cosas en su vida desde el infarto, así que lo dejaba.
Una de sus preocupaciones desde que comenzaron sus problemas de salud era ser echado al olvido. Por eso celebraba cada entrevista, homenaje e invitación a ser orador o ensayista. Para él era importante que no perdieran vigencia su investigación histórica y su mensaje de atajar de raíz el problema de la violencia mediante programas educativos y comunitarios dirigidos a las poblaciones marginadas. También le preocupaba que su memoria prodigiosa pudiera comenzar a fallarle. Me relató que lo primero que hizo cuando se despertó de la primera cirugía a la que se había sometido en su vida fue repasar mentalmente los nombres de las decenas de parroquias católicas en París, dato que conocía por su investigación para su tesis doctoral.
A un año de su muerte, sigo echando de menos su sabiduría tácita, nuestras discusiones, las negociaciones, su asesoramiento (fue clave en ayudarme a dar con el título de mi primer libro), y los intercambios de impresiones sobre la familia, el cine los muchos retos que enfrenta nuestra Isla, y nuestras respectivas experiencias como escritores y educadores.
Tomó tiempo, y mucho llanto e introspección, pero he encontrado mi paz con su partida. Ha sido clave enfocarme en los muchos buenos momentos que compartimos, y la relectura de las palabras en su despedida de duelo de su exestudiante Fernando Guzmán, las cuales seguiré reviviendo como su última lección de vida cada martes cuando suene la alarma a las 3: “Algunos eligen cómo vivir, pocos viven como eligieron; pero solo una ínfima parte puede elegir cómo vivir y cómo morir. Nuestro Fernando fue de los últimos, Picó lo logro”.
* Publicado originalmente en El Nuevo Día, revisado y reproducido aquí con el permiso de la autora.