Fiasco… ¿Oller?
Cuando supe, hace más o menos un año, que una muestra de Francisco Oller estaba siendo organizada por curadores primermundistas, pensé que habían dispuesto sus cifras millonarias y que habían encontrado unas treinta o cuarenta piezas nuevas del Maestro puertorriqueño en Francia o España, y que dicha exhibición abriría nuevas veredas en el examen histórico de nuestro insigne artista. ¡Qué errado estaba! Fue un pensamiento, quizás guiado por el conocimiento que tengo de primera mano de sus excelentes museos, y el deseo de ver triunfar por fin a uno de nuestros más grandes artistas en centros internacionales de arte. Sin embargo, las expectativas se fueron esfumando a medida que iba llegando la información.
Inicialmente, llegó el libro que anticipaba la muestra, que estrenaría en Texas, luego sería trasladada a Brooklyn, para devolverla a Puerto Rico. From San Juan to Paris and Back: Francisco Oller and the Caribbean Art in the Era of Impressionism de Edward Sullivan, partía en su examen del siglo XVIII en el Caribe hasta los contemporáneos de Oller en el XIX, mayormente en España y Francia. Desde el libro, se nota que una de las intenciones colaterales de la investigación y de la muestra, es tener un pretexto para exhibir la colección de la entidad organizadora, el Museo de Brooklyn, fuera de sus paredes. Eso se nota en el libro, pero en la exhibición adopta un carácter de invasividad que esconde y oscurece la obra de quien se supone le de sentido a la investigación.
A contrapunto, y más alarmante, advertimos bastantes piezas en el libro, y luego exhibidas en la muestra, de dudosa factura olleriana, que requeriría divulgación del proceso curatorial en la presentación de procedencias y verificación de las mismas, así como en la adjudicación de exámenes químicos de caracterización de pigmentos para estar seguros de su originalidad. El Museo de Arte de Puerto Rico, con lo informado que está de la proliferación de obras dudosas de distintos artistas en la Isla, debió haberle advertido al investigador –Sullivan- y al curador del Museo de Brooklyn, Richard Aste, que tomaran las precauciones más severas, pues se trata de Oller, y que publicaran su resultado, dado que son muchos los que laboran en nuestros museos que dudan de algunas piezas, y desearían una corroboración rigurosa. En otra ocasión fuera de lo concerniente a esta exhibición y este museo, por lo menos una pieza dudosa adjudicada a Oller –por pertenecer el original al Museo de Historia, Antropología y Arte de la UPR- y que ha circulado en el pasado, ha llegado hasta la prestigiosa casa de subastas Sothesby’s, de modo, que la situación ya tiene visos de urgencia. Y si hubiera sido al revés, si estos últimos –historiador y curador- dependían del MAPR para su corroboración, este museo debió haber llamado a un equipo de profesionales puertorriqueños, tanto curadores como conservadores, para realizar una prueba consensuada, y no partir del trabajo de Osiris Delgado, que hoy resulta cuestionable porque su libro es de hace treinta y cinco años. Se hacen necesarios nuevos acercamientos. Haciendo esto se podía proteger a investigadores que no son de nuestro entorno. El asunto es delicado para todos. Para los coleccionistas, porque sienten que podrían haber sido defraudados. Para los que laboramos en los museos, porque dudamos de la veracidad de lo que se expone. Y a fin de cuentas, el legado puertorriqueño es lo que más sufre.
La exhibición, por otra parte, es un gran desatino, pero antes de entrar en esto, debo detenerme en las piezas dudosas que entiendo deben ser examinadas por profesores de historia del arte puertorriqueño, por miembros de la Asociación de Críticos de Arte y por conservadores totalmente desvinculados de nuestro mercado. Así se logrará una mayor objetividad.
El pequeño paisaje marino de 1893, tiene una paleta que no se parece a la de Oller, incluso su firma es muy distinta a la que reconocemos como la más utilizada. En cuanto a las firmas, parece que hay varios cuadros, no solo éste, que discrepan con el modo en que Oller hace la “f” y lo suelto del resto de la rúbrica. Con este mismo problema de la firma vemos la próxima pintura, y aparece nada menos que el personaje afrodescendiente de El Velorio, en la mismísima postura de su obra maestra, contemplando un jabalí cornudo muerto, animal que siempre ha sido más bien exótico en Puerto Rico. Además, la pigmentación parece más bien nueva, así como el ángulo de las luces del exterior no se ajusta al personaje. La imagen parece un absurdo simbólico, pero además plástico. ¿Por qué? Porque una de las prácticas utilizadas en piezas encontradas recientemente en Puerto Rico adjudicadas como falsas en foro legal, es la reiteración de partes conocidas de obras previas del mismo artista, y aquí no hace ningún sentido. Aquí hay bandera roja -y fosforescente- por el personaje que incluye. Algunas de las obras que han pasado por foro legal en Puerto Rico, y que han circulado en el mercado, son algo así como un “too good to be true”, a lo cual los coleccionistas incautos caen por lo tentador que resulta. ¿Qué examen ha tenido esta obra? ¿Cuál es la procedencia e historial de la misma?
Otra pintura que nos pone en duda y de la cual me aterra estarlo es La batalla de Treviño de 1879, de la cual aparecen variantes en el libro de Sullivan, y aquí, solo se exhibe la que pertenece a la importantísima colección del Museo de Ponce. A muchos profesionales de arte en el País nos gustaría saber por qué el investigador parece dar por hecho que todas son originales. Tener las evidencias a mano, clarificaría muchas cosas. La que se encuentra en España tiene un tamaño menor y la ejecución de las figuras es más viva y acertada. Es la que más rasgos claros tiene de la mano de Oller. ¿Por qué un trabajo de mayor escala –el de Ponce- parece menos trabajado que el otro –el de España? Usualmente, el artista se esmeraba porque la obra de mayor tamaño fuera la más impactante. Aquí tampoco hace sentido pensar en un boceto, puesto que todas estas imágenes se presentan como cuadros acabados. ¿Qué dicen los estudios químicos que le pudieron haber hecho en el mismo Museo de Ponce? ¿Se le hicieron? ¿Concluyen algo con toda seguridad? Son preguntas que se haría todo curador, sobre todo, si tiene dudas. A muchos estudiosos les gustaría que se presentara la evidencia museológica detrás de esta pieza, así como de todas las que mencionaremos, por el bien del legado puertorriqueño.
Oller había retornado de Europa dos o tres de años antes de 1885. Está en un momento álgido después de exhibir en Madrid hacia 1882. Los dos paisajes, Hacienda Fortuna y Hacienda Serrano, que pertenecieron, según se señala, a José Gallart, me parecen trabajos pobres. ¿Se verificó con rigor la procedencia? Oller no suele tener problemas de perspectiva, y aquí hay desajustes incómodos, como el tamaño diminuto de un caballo. Nuevamente, las firmas que aparecen me son conflictivas. Finalmente, tanto Bodegón con cocos, como Bodegón con plátanos y guineos, ambos de 1893, tienen unas zonas tan lavadas, tan puliditas, que uno no sabría si se le pueden o no adjudicar a Oller, o si son producto simplemente de un trabajo de restauración mal hecho. Las imágenes de estos dos bodegones estuvieron en una casa internacional de subastas hace un par de años por sumas harto risibles, aproximadamente $2,500 por uno, y $1,900 por el otro. ¿Son las mismas pinturas o hay reproducciones tratando de pasar por originales en subastas? Evidentemente, esto pone a dudar a cualquier curador o historiador de nuestro arte. En la de los cocos hay hasta una turbulencia notable por la zona de la firma. Tienen una firma parecida al paisaje marino antes aludido y también la misma fecha. ¿Casualidad? ¿Ha habido exámenes químicos de estas obras? ¿Quién los ha hecho? ¿Cuán confiables son? ¿Quién o quiénes han traído todas estas obras a Puerto Rico? ¿Cuál es el historial detrás para que tengamos siete obras dudosas? (Ocho… la pieza de Campeche que figura en la muestra, no parece del puertorriqueño, sino de cuño español. Sería magnífico que se examinara también.) Repito, se trata de dudas con respecto a ciertas obras, y que, reitero, sería beneficioso para el legado puertorriqueño, y para el conocimiento de los historiadores de arte, el que se le hagan las pruebas de pigmentación para saber lo que de ellas salga.
A la hora de adquirir obra, los museos debieran informar a los coleccionistas o comerciantes interesados en vender, que antes de comprar, investigarán a cabalidad la procedencia y composición química de la pieza. Incluso, es necesario que los vendedores no puedan encubrir la trayectoria de la misma bajo ningún pretexto. Hacer esto desincentivaría a los posibles estafadores.
El museo está llamado a proteger el patrimonio, y se supone que en casos de piezas que no se hayan visto antes, asuma todo un protocolo aún más riguroso para asegurar que la pieza es verídica. Rastrear la procedencia desde el dueño actual hasta el más remoto, dentro de lo posible, debe ser el paso inicial. Esto es importante, porque conocer el historial de una obra, permite corroborar si es falso o verdadero. Luego, hacer un análisis estilístico. Pero no solo esto, sino que hay que realizar exámenes sobre la química de una pintura. Llevar a cabo, a su vez, una caracterización de pigmentos, y así lograr establecer, en la medida de lo posible, el perfil de la paleta del artista, pues ayuda a esclarecer aún más su autenticidad. El acercamiento historiográfico junto al perfil químico de la paleta debiera ser regla absoluta, sobre todo, con los grandes Maestros de la plástica puertorriqueña como Campeche y Oller. Cada uno de estos procedimientos los tiene que realizar un profesional del campo de la conservación, y que esté desvinculado del mercado, para prevenir fraudes que quieran validarse. No creo ser el único historiador de arte puertorriqueño que tenga las dudas consignadas aquí. De ahí que sea necesario divulgar el proceso, o tener un centro de acopio para los especialistas que tengan dudas. Por eso es que debe salir del museo mismo. Para que sea un proceso transparente.
Con lo dicho hasta ahora, es suficiente como para desalentar a todo el que ha amado y se ha identificado con la obra de Francisco Oller. Pero el montaje de la exhibición es peor, pues ahoga a Oller en un mar de otros artistas disgregando su visión particular. Todo el preludio de obras tanto del Caribe como de Francia, parece que tiene más prioridad que el puertorriqueño, pues sus pinturas se pierden tanto en una parte del montaje como en la otra. Las piezas del siglo XVIII hasta el XIX en Puerto Rico están de frente a la entrada, después del Autorretrato de Oller, perdido en el entorno, de modo que se rompe de inmediato el interés por él. Al voltearnos, tenemos varios paisajes de Oller, dos de los cuales son de dudosa factura. Luego, nos insertamos en un siglo XIX muy inclinado a mostrar trabajos en las islas sajonas o francófonas, pero que no entroncan verdaderamente con Oller, salvo dos pinturas de Pissarro, y cuando aún no se conocían. Esto es una perspectiva crítica que parte de Estados Unidos, y borra, o pone en menor dimensión, a los países grandes de las Antillas mayores -los hispanoparlantes-, y que sí estaban en contacto. Además de que siempre han tenido mayor protagonismo, y han sido más o menos autónomos del resto. Aunque aparece una pintura del español residente en Cuba, Víctor Patricio de Landaluze, y otra del cubano, Esteban Chartrand, debieron figurar también Augusto García Menocal y Leopoldo Romañach, así como los dominicanos, Alejandro Bonilla, Luis Desangles, Arturo Grullón y Abelardo Rodríguez Urdaneta. La comunicación entre los países caribeños hispanoparlantes era mayor por sus vínculos no sólo lingüísticos, sino pictóricos, políticos, literarios, musicales y culturales en general. También brillan por su ausencia, tres contemporáneos puertorriqueños de Oller, que a estas alturas ya son imprescindibles: Ramón Frade, José Cuchy y Arnau y Adolfo Marín Molinas. Los dos últimos terminaron viviendo en Europa, y un examen de estas dos figuras junto a Oller, revelarían mucho del tránsito entre nuestro Caribe, y España y Francia, pero desde nosotros. El que no se incluya nada de esto, me empuja nuevamente a considerar que la exposición es una promoción de la colección del Museo de Brooklyn, y no un examen adecuado de los hilos antillanos entre Oller y sus contrapartidas.
Pero no sólo está desenfocado lo que corresponde al Caribe olleriano, sino lo que corresponde a la selección de obras de Oller, frente a las seleccionadas de Thomas Couture, Gustave Courbet, Camille Pissarro, Alfred Sisley, Claude Monet y Paul Cézanne, entre otros. En esta zona de la muestra, el montaje es muy abigarrado, pese a que hay buenas obras. La cacofonía formal y de color es atroz en la secuencia de ciertas paredes. La práctica de tratar de romper con la cronología no siempre funciona, como advirtió el Dr. Nelson Rivera en un escrito reciente sobre esta muestra, pues las epistemes pueden cambiar radicalmente. Sobre todo, en un momento en el que un lustro de diferencia hace que se registren nuevas rupturas y audacias en los acercamientos.
Para hacer justicia a Oller, había que escoger pinturas de sus contemporáneos cuya filiación fuera más pertinente a la selección del puertorriqueño. Esto no fue así. Por otra parte, la mayor cantidad de las obras de Oller están perdidas, por lo cual hacer puntos de comparación puede resultar poco fructífero. Por ejemplo, sacando de este contexto a El velorio, buena cantidad de las piezas mejor ejecutadas por Oller que tenemos, son de pequeño formato, que si se contrastan con otras de un formato mediano realizadas por sus colegas, podrían ser vistas como trabajos menores. Eso sería el resultado de malabarismos equivocados.
La obra de Oller tiene que buscarse, pero ante un Puerto Rico que no tiene plan de país por su condición colonial, esto resulta una quimera que muchos hemos soñado. Formar parte de una batería de historiadores que se lancen en España, Francia, Italia e Inglaterra a buscar la obra del puertorriqueño. ¿Qué piezas de Oller tenía Pissarro? ¿Qué tenía Cézanne, quien había convivido con él? Más aún, un Emile Zola, que visitaba a Cézanne cuando vivía con Oller… ¿Qué tenían otros como Armand Guillaumin, quien se había ganado la lotería y podía comprar los cuadros de sus amigos, o Antoine Guillemet, Alfred Sisley o Pierre Renoir, quienes visitaban el taller Glyere y se aglutinaban alrededor del faro de Pissarro? ¿Qué tenía el Dr. Betances en París? ¿Cuántas listas de subastas para viudas, con cuadros de Oller consignados, esperan por esa batería de estudiosos? ¿Cuántos documentos en el Hotel Drouot nos pueden decir de los paraderos iniciales de sus obras? ¡Cuántos hilos cogiendo polvo!
Oller tuvo un acercamiento no dogmático de los preceptos del impresionismo, de un modo semejante a Edgar Degas. En Chicago, se hizo una muestra del francés titulada Degas: Beyond Impressionism, refiriéndose a que las ideas estaban, pero de un modo flexible. No digo que Oller se parezca, pero sus ideas son libres y se reflejan en que hay cuadros románticos, como realistas e impresionistas. También es fundamental, dentro de nuestra América Latina, el hecho de estar tratando de construir una pintura puertorriqueña, y por consiguiente, hispanoamericana, tal como intentaron hacerlo con la literatura José Mármol, Jorge Isaacs, y más cerca, Manuel de Jesús Galván, Cirilo Villaverde o Eugenio María de Hostos. Se intentaba lograr una pintura análoga en espíritu nacional a las de un José María Velasco, Antonio Herrera Toro, Juan Manuel Blanes o Martín Malharro, salvando las diferencias de lugar y acercamiento plástico, y con la ventaja para Oller de haber participado de la efervescencia impresionista directamente y antes que el resto de los hispanoamericanos, que eran de filiación más romántica, salvo el último de los mencionados. Esto podía verse como una misión de los artistas hispanoamericanos, desde el momento en que ganan sus independencias nacionales, con el agravante para Cuba y Puerto Rico, de que estaban atrapadas en situaciones coloniales en ese siglo.
Este espíritu de crear un arte nacional no se consigna adecuadamente en la exhibición, e incluso, se tergiversa, pues se pone en una pared más jerarquizada, un retrato de un militar estadounidense con mapa de botín de guerra en mano, que es de un periodo en el que Oller tiene que hacer de tripas corazones, si no se muere de hambre, y se le da la espalda a un cuadro de Gautier Benítez, cuyo lirismo es fundamental dentro del corpus de retratos nacionalistas del Maestro, y cuya iluminación fatal le arroja unas seis pulgadas de sombra en la parte superior. Es casi como si se quisiera decir que Oller estaba de acuerdo con la llegada de los estadounidenses y de la violencia ejercida. Nada más distante. Aquí hacen una falta gigantesca, los retratos de Manuel Elzaburu, Eugenio María de Hostos y Gualberto Padilla, entre otros, que junto al Gautier y el Maestro Cordero, permitirían entender a cabalidad el sentido de construcción nacional que se buscaba en Hispanoamérica, y que Puerto Rico estaba luchando por eslabonarse a ese contexto político y cultural. La presentación del Gautier y del Maestro Cordero en paredes separadas impide o esconde la lectura puertorriqueñista. Se presentan, en cambio, a los militares estadounidenses en pared más amplia, como para cimentar hoy lo que nos ha mantenido en cautiverio durante 118 años: un régimen colonial que ya es insostenible. Y la ausencia abismal dentro del contexto de la exhibición, de la pintura del puertorriqueño Manuel Jordán, presentando el barco de guerra timoneado por Miles que entró a la Isla bombardeando, es totalmente revelador por lo que encubre. Darle énfasis al poder estadounidense, por una parte, y eliminar del contexto la violencia ejercida, es un intento ideológico de tratar de pacificar un periodo que fue, como poco, difícil, y proyectar desatinadamente a un Oller celebrando la intervención estadounidense en Puerto Rico. Eso es una falacia colosal.
Por otra parte, hubiera sido estupendo ver otra vez otros paisajes como: Casa con árbol; Paisaje con bohío; Erial madrileño, y al dorso, La caballeriza; Vista con molino; La hacienda Carmelita y la progresión junta de todos los paisajes franceses. Por supuesto, ver El estudiante permite el acercamiento saludable con sus contrapartidas parisinas, incluso constata lo señalado con respecto a las ideas flexibles del impresionismo que vemos en él como en Degas. La inclusión de Daubigny y Pissarro es importante en la muestra, porque Oller está más cerca de ellos, y del Sisley de paisajes más pequeños –aquí se presentó uno más grande-, puesto que el Maestro puertorriqueño se despegó del entorno europeo, y su énfasis se dio en la búsqueda de una pintura nacional. Eso no se ve adecuadamente en la pared en la que se disponen desarmónicamente cuatro bodegones, uno de los cuales pertenece a otro artista y que desentona cabalmente. El puertorriqueño expuso en Madrid, entre otros cuadros, una buena cantidad de bodegones con frutos asociados al Caribe y al trópico. Esos bodegones dicen Puerto Rico y lo decían en Europa con mucho orgullo. Tema y forma que surgen de nuestro entorno. Aquí se desvirtúan con un montaje en el que parecen mera decoración. Aplica el título del clásico de Norman Bryson: Looking at the Overlooked. Pero en vez de lograr que el espectador se detenga y reflexione sobre lo ontológico –somos lo que comemos, para decirlo con palabras del historiador de la alimentación, el Dr. Cruz Ortiz Cuadra-, en vez vislumbrar sociológicamente la labor y el ser humano implicados en esos frutos, y por otra parte, calibrar adecuadamente la secuencia de las manchas y pigmentos como un proceso de liberación plástica, por el contrario, lo sobrevisto se ha quedado en eso. El montaje desanima a la mirada. Sobre todo, con dos bodegones que nuevamente nos parecen dudosos al final de la muestra, ya sea por retoques inadecuados o porque puede haber una posibilidad de que no pertenezcan a la mano del Maestro. El que el MAPR acabe la exhibición con esos cocos y el ponerlos en la portada del breve opúsculo, después de haber enfatizado los militares aludidos, parecería ser una forma de hacer propaganda estadista, olvidando que los estadounidenses entraron a nuestro País con puro olor a pólvora. Parece una afrenta contra todos los puertorriqueños. Parece hacerle un velorio a Francisco Oller, quien cimentó el arte nacional puertorriqueño, y que ayer y hoy se erige como un tronco distinto del estadounidense con un rico caudal de artistas, pese a la intervención yanki que nos ha mantenido en un limbo internacional durante más de un siglo. La historia del arte puertorriqueño niega las manipulaciones coloniales presentadas en el montaje de esta muestra, de ahí que no ha claudicado a ser arte de resistencia. Lo que ha hecho es multiplicar sus estrategias. Muy grave es que muchos piensen que el MAPR presente exhibiciones neutrales ideológicamente. Aquí, por supuesto, se hace demasiado obvio lo contrario.
Por otra parte, si bien, cuando uno examina el libro de Sullivan, hay señalamientos valiosos sobre Oller y su vínculo con los impresionistas, en cambio, los desaciertos mayores son enteramente notables en la selección de las obras, así como en la cantidad apabullante de éstas en el contexto, pues disgrega enormemente la muestra, como hemos señalado. La exhibición debió haber sido, quizás, más reducida, para poder escoger lo que realmente estaba en juego con la obra de Oller. Esa mirada desde el norte eliminó artistas más cercanos, más conflictivos, pero más definitorios de la zona para el Caribe hispano. Eso es uno de los problemas de trabajar con el Caribe, pues es un mosaico enorme. Configurarlo desde Puerto Rico, República Dominicana y Cuba, hubiera sido más coherente y significativo. Esa lectura fue casi silenciada. Por otra parte, buscar la documentación inédita de los amigotes de Oller en Francia hubiera sido el sueño de todo curador puertorriqueño, y esto… sigue siendo un sueño. Por otra parte, el montaje de la muestra proyectó un entreguismo político y una falta de sistema estético, que es terriblemente lamentable que se diera con la obra de Francisco Oller.
Con la apertura de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, se cierra para los cubanos el círculo iniciado en el 1898. Ganó la valentía de ser. ¿Acaso nos quedamos encerrados los puertorriqueños en ese círculo, no siendo? El fiasco no es de Oller, es nuestro, por permitir un museo que embota el filo de resistencia de las mismas obras que tiene, por permitir un siglo más de excoriaciones coloniales. La mirada de esta exhibición es desde afuera, tal como se pretendía. Pero ese afuera, no solo no nos reconoce, sino que piensa que somos parte de ellos. Oller no lo fue. Jamás lo seremos. Esta exhibición es sintomática de todo lo que ha atravesado la Isla hasta llegar a la crisis en la que estamos. Como dijo un amigo de Oller que se fue a triunfar a Francia, porque fue perseguido en su País, ese Puerto Rico que se entregaría a las garras de un imperio, después de haber estado cuatrocientos años en las garras de otro: “No quiero colonia ni con España ni con Estados Unidos, qué hacen los puertorriqueños que no se rebelan.”