Fugacidad de un instante
Sus sujetos susurran apenas un sonido, una sílaba acaso. No hay una fotografía en esta muestra que no tenga su propio signo, que no insinúe su propia huella sonora atrapada paradójicamente en el silencio. Para eso hay que dominar el oficio porque la fuerza deviene tenue y la suavidad, estruendosa. Cada nota en su sitio, cada gesto colocado en la justa medida donde nada sobra.
La suya es una mirada atenta, cuidada, que tras el lente procura con tino asombroso ese preciso instante que ya no es, donde la luz ofrece, por una fracción de segundo, la esencia de un momento desaparecido. Un instante que regresa apenas para mirarlo y admirarlo. Como un poema lumínico que atenaza los sentidos.
Refiriéndose al acontecimiento poético, el filósofo Francisco José Ramos nos dice que:
Si la forma de un poema es la de un sentido que se abre infinitamente a la significación, entonces la ficción es el hábito de una verdad que jamás se agota o culmina con su escritura. La verdad poética es una verdad sin principio, sin fundamento, y sin otra finalidad que darle forma a la inasible vacuidad de lo real. Más que costumbre, su ‘hábito’ es la morada del velo, mejor aún, el velamen de una incorporación por el que la cosa mental se hace con el cuerpo amoroso del poema. Si se habla del juego mortal de la ficción es porque quien escribe ha de traspasar la subjetividad y objetividad para construir una ecuación libre tanto de la sujeción personal como de la absolución objetiva. De lo que se trata en todo momento es de afirmar, con su indispensable fidelidad, la verdad de la experiencia singular de la poesía: nuestro fugaz destino de un solo instante.
Cierro remitiéndome a un poema de Jorge Luis Borges titulado Casi Juicio Final que tiene todo que ver con esta particular forma de Ricardo de aprehender los más fugaces momentos y atraparnos en las más hermosas formas. Me quedo visitando ese litoral playero y aquella escena de calle y vellonera. Escucho a Lolita y contemplo a Zenón. El poema dice así:
Mi callejero no hacer nada vive y se suelta por la variedad de la noche.
La noche es una fiesta larga y sola.
En mi secreto corazón yo me justifico y ensalzo.
He atestiguado el mundo; he confesado la rareza del mundo.
He cantado lo eterno: la clara luna volvedora y las mejillas que apetece el amor.
He conmemorado con versos la ciudad que me ciñe
y los arrabales que se desgarran.
He dicho asombro donde otros solo dicen costumbre.
Frente a la canción de los tibios, encendí mi voz en ponientes.
A los antepasados de mi sangre y a los antepasados de mis sueños he exaltado y cantado.
He sido y soy.
He trabajado en firmes palabras mi sentimiento
Que pudo haberse disipado en ternura.
El recuerdo de una antigua vileza vuelve a mi corazón. Como el caballo muerto que la marea inflige a la playa, vuelve a mi corazón.
Aún están a mi lado, sin embargo las calles y la luna.
El agua sigue siendo grata en mi boca y el verso no me niega su música.
Siento el pavor de la belleza:
¿quién se atreverá a condenarme si esta gran luna de mi soledad me perdona?