Genocidio: entre impunidad y memoria
Durante las pasadas semanas han surgido al menos dos noticias relevantes que versan sobre notorios crímenes internacionales. En primer lugar, el hallazgo de 215 menores indígenas en una fosa común en los predios del entonces centro de internado de Tk’emlúps (Kamloops), en la provincia canadiense de Columbia Británica. Este macabro descubrimiento remite al período colonial en el que Canadá desplazaba forzadamente a menores indígenas a centros de adoctrinamiento cultural gestionados mayormente por congregaciones religiosas. En segundo lugar, la confirmación por parte de la justicia internacional de la cadena perpetua contra el exjefe militar Ratko Mladic, uno de los autores del genocidio y de los crímenes de lesa humanidad ocurridos en la Guerra de Bosnia, particularmente por su participación en la masacre de más de 8,000 musulmanes en la ciudad de Srebrenica. Este último episodio, como muestra sutilmente la reciente película Quo Vadis Aida (2021), de la directora bosnia Jasmila Žbanić, apunta a uno de los fracasos más estrepitosos de las instituciones internacionales y de los Estados europeos en materia de protección de la población civil en tiempo de guerra.
Lo anterior adquiere más relevancia, de hecho, cuando hace pocos meses el presidente estadounidense Joseph Biden reconoció por primera vez en más de un siglo la existencia del genocidio perpetrado por el Imperio Otomano durante los años 1915-16 contra la población armenia. Mediante esta declaración, Estados Unidos se convierte en el trigésimo país de la comunidad internacional en reconocer la matanza de alrededor de 1,5 millones de personas armenias como un genocidio. Este gesto, como ya es tradicional, fue duramente criticado por las autoridades turcas, pese al reciente acercamiento del Gobierno de Ankara para con algunas víctimas de aquellos desplazamientos de principios de siglo XX.
En la correlación de fuerzas de la geopolítica, otros Estados han optado por evitar el término genocidio para referirse a las matanzas allí ocurridas, como Alemania o España; sólo 16 Estados miembros de la Unión Europea reconocen el genocidio, a pesar de que el Parlamento Europeo lo hizo en 1987 y la Comisión Europea en 2001. El Vaticano, por su parte, denominó este episodio en 2015 como el “primer genocidio del siglo XX”. Varios órganos de la Organización de Naciones Unidas (ONU) también han entendido este desplazamiento y matanza como genocidio, así como otras organizaciones tanto ecuménicas como laicas, como el Consejo Nacional de Iglesias o el Centro Internacional para la Justicia Transicional.
¿Representa un acto de habla inconsecuente reconocer un suceso histórico como genocidio? ¿Implica necesariamente una ‘apertura’ de heridas que pueda provocar un retorno hacia la venganza? (argumento muy utilizado para no aprehender de forma más justa lo sucedido durante la Guerra Civil española y el período de la dictadura). O por el contrario, ¿es necesario este reconocimiento para la superación de un trauma (colectivo) y construir las condiciones necesarias para la conciliación social y humana a raíz de un crimen de amplia trascendencia?
Los delitos internacionales, aunque lo parezcan, poco tienen que ver con los delitos tradicionales que se tipifican en las normas estatales. Los primeros pueden encontrar equivalentes en las normativas domésticas, especialmente a raíz de la segunda mitad del siglo XX, pero son criaturas normativas que surgen de fenómenos más complejos que los llamados delitos comunes. Por eso su tratamiento especial, ya sea en la falta de prescripción en el ordenamiento internacional o doméstico, en la jurisdicción universal que posibilita que cualquier Estado pueda procesarlos, en sus formas matizadas de autoría y participación, en el tratamiento particular del principio de legalidad, o en los foros jurisdiccionales ad hoc (Tribunal Penal Internacional para Ruanda o para la exYugoslavia) o permanentes (Tribunal Penal Internacional) a nivel supraestatal o internacional.
No es para menos. El delito de genocidio se reconoció como fenómeno delictivo de gran trascendencia en la Convención para la prevención y la sanción del delito de genocidio, que es un instrumento internacional aprobado por la ONU en 1948, y cuyo principal ideólogo fue el jurista Raphael Lemkin. En particular, fue una reacción directa a los desplazamientos forzados y a las matanzas colectivas del Régimen Nacionalsocialista del Tercer Reich alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Más en específico, este pacto internacional se nutrió de los notorios juicios de Núremberg y de Tokio. Estos comenzaron en 1946 como reproche internacional por varias modalidades de crímenes contra la humanidad protagonizadas por dirigentes de Alemania y Japón durante la primera mitad de esa década.
El Holocausto, o Shoá, ha sido el paradigma de genocidio del siglo XX, por muchas razones. Su trascendencia ha salpicado a la comunidad internacional como pocos sucesos lo han hecho. La reflexión en torno a sí, a su vez, ha desvelado importantes trazos de la condición humana, de su vulnerabilidad y de su latente peligrosidad. Las cifras de personas asesinadas en los campos de exterminio o en los pogromos no diluyen la magnitud cualitativa del macabro suceso. Por el contrario, acentúan su desvalor, como se sintetiza en la tesis sobre la ‘imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz’ que Theodor W. Adorno sentenció en 1949.
La memoria ha ocupado un papel imprescindible en el entendimiento y la comprensión del genocidio nazi. Contra la pretenciosa idea –muy moderna– de apostar por el olvido con el fin, entre otros, de no remover potenciales vientos de discordia (la máxima quieta non movere), la memoria ha representado una manera revolucionaria de teorizar en el presente aquello no ha quedado anclado en un determinado pasado. En particular, la memoria colectiva tiende a comprender de manera más vasta la construcción de la realidad, otorgándole un contexto o fondo que le sirve de marco epistemológico. Esta es una de las ideas centrales de Maurice Halbwachs al expresar que ‘la historia no es todo el pasado, pero tampoco es todo lo que queda del pasado”.
Bajo esta premisa, la memoria nutre el trabajo de la historiografía al complementar el análisis del tiempo progresivo (pasado, presente, futuro) con una noción temporal que se concentra de forma vasta en el presente. A su vez, posibilita que se pueda contrastar lo fáctico con lo mnémico, ya que la memoria trae a colación aquello que no llegó a ser parte del factum, aquello que pudo haber sido. El antecedente más notorio de esta valoración o resignificación de la memoria se encuentra en las Tesis sobre el concepto de historia de Walter Benjamin. En contraposición con el historicismo, así como con su pretensión de cientificidad en la historiografía, la visión de Benjamin convierte a la memoria en una forma de hermenéutica, una manera de conocer el pasado, más que un mero sentimiento humano.
Contrario a la objetividad pretendida por la historiografía decimonónica, se propone la creación de puentes de empatía entre los/as historiadores/as y ese pasado que es interpelado. La historia no es una simple concatenación de hechos fácticos, sino que estos últimos son una forma visible de la realidad que subyace. Tampoco es un continuum de ‘progreso’ como se pensó desde ideas ilustradas y eurocentristas que sobreviven en algunos ámbitos de nuestra contemporaneidad. La figura simbólica del ‘ángel de la historia’, contenida en la tesis número 9 de Benjamin, describe esta complejidad con la imagen de un ángel halado por el viento del ‘progreso’ mientras observa perplejo hacia atrás las ruinas que va dejando consigno. En palabras más toscas, el ángel es testigo de cómo ese presunto progreso, que surge de cierta forma limitada de entender y hacer historia, se edifica sobre los escombros y cadáveres que deja tras de sí en el olvido. Una mirada desde las víctimas de nuestras formas de violencias.
Conforme con lo anterior, Reyes Mate arguye atinadamente que la memoria es justicia, que son conceptos indisociables, ya que sin memoria de la injusticia no puede haber justicia posible. Esta es una vuelta de tuerca a cierta idea de la justicia que entronca con versiones platónicas del término. Es decir, la injusticia no se deriva necesariamente de la justicia como concepto previo, sino que esta última surge de la constatación de la primera. Las teorías de la justicia contemporáneas, como las de Rawls o incluso la de Habermas, tienden a presuponer lo contrario, a abstraer las experiencias humanas en aras de crear condiciones que propendan a la justicia entre las partes. Dicho en otros términos, una justicia procedimental mediante la cual se ignoran –recordemos el ‘velo de la ignorancia’– las circunstancias de la vivencia (inter)subjetiva.
Interesantemente, Reyes Mate recoge de Primo Levi la respuesta que le da a una joven alumna que le preguntó “¿qué podemos hacer?” al final de su libro Si esto es un hombre: “los jueces sois vosotros”. De inmediato, Reyes Mate sentencia los siguiente: “Extraña respuesta porque ¿qué justicia puede impartir un lector? La siguiente: sin memoria de las injusticias no hay justicia posible. Es lo que han tratado de hacer ellos, los supervivientes convertidos en testigos, pero ellos están a punto de desaparecer, por eso piden que alguien les releve, coja al testigo”[1]. La transmisión del testimonio de la experiencia, eso que paradójicamente le hizo escoger a Jorge Semprún entre La escritura o la vida, es condición necesaria para que los/as lectores/as se conviertan también en testigos, ya que de esa manera empática mantienen viva la conciencia de la injusticia pasada y pueden reaccionar justamente contra esta.
Esta traditio del testimonio, a modo de catena aureae de la violencia perpetrada, representa la posibilidad de ser conscientes del dolor y sufrimiento del pasado. No como ejercicio sádico o morboso, sino como remembranza (Benjamin utilizó el término alemán Eingedenken, que básicamente denota remembranza o rememoración) de aquello que continúa presente como experiencia humana existente. Esta apertura empática de conciencia sobre lo sucedido a personas concretas pretende legar en la realidad el recuerdo de aquello que constituyó un trauma. Un legado que muestra la potencia (aniquiladora) –entendida en términos amplios, no como la concebía Spinoza– que puede volver a repetirse de manera real. Realidad que llevó a muchos de esos testigos, como Celan, Amery, Borowski o Levi, a suicidarse luego de legar su testimonio al eterno presente.
Para Paul Ricoeur la memoria es la materia prima del pasado, que posibilita la continuidad temporal y el reconocimiento de lo sucedido. Pero más importante, y que de forma matizada entronca con el concepto de memoria colectiva, es que también le atribuye a la memoria la función de autodesignación del propio sujeto. Una designación, sin embargo, que no recae solo en el individuo; la asignación de cualquier recuerdo no se realiza en primera persona, sino que por simpatía es intersubjetiva. Esto es lo que denomina como ‘atribución múltiple’, lo que significa que estamos facultados a atribuir como propia la memoria de otros/as. Por eso las memorias pueden entretejerse y, a su vez, construir relatos entrecruzados.
El reconocimiento de un suceso como genocidio debe encontrar reverberación en esa atribución múltiple que posibilita la memoria colectiva. No sólo reverberación, sino que dicho reconocimiento debe surgir precisamente de la memoria que constata la presencia de lo ocurrido en el presente. Lamentablemente, en crímenes como los genocidios la mayoría de los testigos del hecho han muerto o se encuentran en condiciones su suma fragilidad. Por eso la importancia del legado del testimonio de quienes pudieron apalabrar la barbarie de la que fueron testigos.
Aunque para este proceso el sistema penal (internacional) es extremadamente deficiente, si no contraproducente, es importante el reconocimiento de este tipo de fenómeno delictivo como de gran trascendencia para la humanidad. La tipificación de los crímenes contra la humanidad, como el genocidio, el crimen de lesa humanidad, el crimen de guerra o el crimen de agresión, nos ayuda a reconocer la memoria del genocidio como tal. Es decir, sirve de acto de habla que encuentra resonancia en la memoria de los testigos y, a su vez, por su trascendencia colectiva, en la memoria colectiva. Por lo tanto, no es baladí la denominación de un suceso como genocidio, ya no sólo para sus víctimas (probablemente la mayoría de ellas asesinadas) y personas perjudicadas, sino para la sociedad implicada.
Sin embargo, no basta con la tipificación a nivel supraestatal o estatal de un delito de esta envergadura, ni tampoco con el proceso penal que de esta se sigue. Nuestros procesos penales, incluyendo los internacionales, suelen ser mecanismos rústicos de atribución de culpa individual, no de responsabilidad colectiva sobre un suceso. En gran medida por eso son insuficientes para crear las condiciones para la trascendencia del trauma que provocó una experiencia humana e intersubjetiva como la de un genocidio. La culpa segrega diáfanamente a los individuos en un horizonte puramente adversativo, mientras que la responsabilidad ensancha el abanico de posibilidades de vinculación al suceso en cuestión. La primera se agota en la imposición de un castigo al culpable, mientras que la segunda comienza a satisfacerse con la toma de consciencia sobre el hecho.
Luego de la Segunda Guerra Mundial se suscitó un debate impostergable sobre la procedencia de atribuir culpa a un colectivo de personas, o reservarla para individuos en específico. Karl Jaspers abordó el tema justo después de terminada la guerra en Alemania, y creó un esquema de cuatro modalidades de culpa –indisociables al término más amplio de responsabilidad para reflexionar sobre lo sucedido durante la guerra. Estas formas de culpabilidad fueron descritas en El problema de la culpa como la culpa criminal, la moral, la metafísica y la política.
La primera es lo que en los ordenamientos jurídicos equivale a la imputación personal por un hecho jurídico-penalmente relevante (la infracción a una norma penal). La segunda implica el remordimiento por haberse comportado de forma incorrecta (aunque no se hubiese infringido ninguna norma legal), y la tercera es la toma de conciencia sobre el incumplimiento del deber universal de realizar todo lo posible para no se hubiesen cometido los crímenes. La cuarta, sin embargo, se asocia más a la responsabilidad por la pertenencia al colectivo, y su consecuencia es la reparación.
Hannah Arendt, quien también dialogó con Jaspers sobre el tema, fue más allá de la equivalencia de culpa y responsabilidad. En efecto, diferenció la una como la otra y restringió la culpa a aquella imputación que siempre es selectiva; le corresponde a un solo sujeto por el comportamiento realizado u omitido. No puede atribuírsele culpa a quien no tuvo el libre albedrío o la capacidad de realizar el acto dañino, por lo que no cabe hablar de culpa colectiva. Es culpable aquel autor al que puede atribuírsele el hecho como propio, lo que justifica que no se reconozcan a los colectivos políticos o los Estados como sujetos activos en la comisión de crímenes de esta u otra envergadura. Si existiera culpa colectiva, uno de sus efectos sería que en realidad se exculpa a quien es verdaderamente culpable, porque la culpabilidad se diluiría.
La responsabilidad, por el contrario, puede atribuírsele a una persona aunque no haya participado o realizado el hecho imputado. Esto sucede, sin embargo, por la pertenencia de ese individuo a un colectivo. No cualquier pertenencia, como podría ser a la de una asociación privada o mercantil, sino una política. En gran medida por esto, aunque necesario, el proceso penal de crímenes contra la humanidad es claramente insuficiente para abordar la magnitud del suceso y del trauma. Es importante que el crimen no quede impune, porque de lo contrario, entre otros efectos, la repetición de este sería una posibilidad constante. Pero tampoco es plausible que la posibilidad de trascendencia del crimen quede dilapidada por la mera imposición de penas a algunos de sus autores.
Asumir responsabilidad por un hecho como constitutivo de genocidio es aprehender conscientemente su desvalor como crimen sistémico. A diferencia de un asesinato u homicidio ‘común’, el genocidio implica un fenómeno sistémico que impregna inevitablemente los imaginarios y dinámicas de un colectivo. El abanico de corresponsabilidades por la experiencia del crimen es mucho más amplio que las categorías de participación e imputación personal de cualquier ordenamiento penal. El genocidio no es un hecho aislado ni tampoco deriva de un comportamiento aleatorio o simplemente contingente. Es un crimen, al igual que el de lesa humanidad, que parte de una concepción de estar en el mundo que implica la destrucción parcial o total de un grupo humano por razones infundadas.
La herida abierta que se transmite mediante el testimonio que nutre la memoria colectiva no es suturada con el simple paso del tiempo, con el olvido. Por el contrario, sólo aprehendiéndola conscientemente, escuchándola atentamente es que podemos transformar el crimen en nuestro, como perteneciente a la comunidad, incluyendo la comunidad internacional. Los tribunales internacionales tienen una responsabilidad tan importante como limitada. Las comunidades políticas, sin embargo, tienen una responsabilidad y un deber aún mayor en la trascendencia del crimen, en su (re)significación en el presente. El olvido puede ser el mejor acicate para que la herida supure, para que el trauma se reviva, para que el daño no se redima.
En gran medida, esta es la labor de las comisiones de la verdad que han sido relativamente efectivas a raíz de conflictos civiles de gran trascendencia. Uno de los ejemplos más notorios es la Comisión para la Verdad y la Reconciliación en Sudáfrica, cuyo objetivo principal era contribuir a la justicia restaurativa y transicional luego del largo período del apartheid. También las ha habido, entre otros, en Argentina, Bolivia, Chile, Colombia y la ex Yugoslavia, con diversos resultados. En Canadá existe una de estas comisiones desde 2008 con el propósito de investigar lo ocurrido en las residencias escolares para niños/as aborígenes, como la de Kamloops.
En 2015, este organismo emitió un informe en el que denominó lo ocurrido en esos centros como genocidio cultural, luego de haber escuchado y analizado alrededor de 7,000 testimonios de sobrevivientes. Sus hallazgos se pueden dividir en dos renglones: el legado del presunto sistema escolar investigado, y las condiciones para una potencial reconciliación social. Sospecho, sin embargo, que las condiciones propuestas para la reconciliación deben partir del reconocimiento del hecho como genocidio cultural. No es un mero asunto nominal, según lo dicho anteriormente, sino el reconocimiento de un crimen sistémico del cual la comunidad se pueda sentir implicada como corresponsable y asumir las acciones reparadoras que propicien la verdadera conciliación entre las víctimas y demás sujetos pertenecientes a la comunidad política.
En un mundo donde todavía pervive el peligro real de genocidio u otros crímenes contra la humanidad en casos como el de los rohingya en el Sudeste Asiático, la matanza sistemática de miembros de la etnia Darfuri en Sudán o la agresión constante y beligerante contra la población civil de la franja de Gaza por parte de fuerzas armadas israelíes, se hace aún más relevante el reconocimiento del crimen como posibilidad de trascenderlo de forma saludable. Ignorar por condicionamientos geopolíticos, proselitistas o ideológicos un crimen de carácter internacional, disimulando o devaluando su magnitud, no contribuye a la reparación de las víctimas ni tampoco, por tanto, a la conciliación que debe servir de aspiración democrática y básicamente humana.
Referencias
- Arendt, Judgment and Responsibility, NY, Schocken Books, 2003.
- Jaspers, La cuestión de la culpa. Madrid, Paidós, 1998.
- Halbwachs, On Collective Memory, Chicago, Chicago Uni. Press, 1992.
- Ricoeur, Memory, History, Forgetting, Chicago, Chicago Uni. Press, 2006.
- Reyes Mate, La herencia del olvido, Madrid, Errata Naturae, 2009
- Benjamin, Tesis sobre el concepto de historia y otros ensayos sobre historia y política, Madrid, Alianza, 2021.
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[1] Reyes Mate, La herencia del olvido, Madrid, Errata Naturae, 2009 p. 169.