Guadloup
El escritor grita sin perder la voz, pero no llego a comprender ninguna de sus palabras. Acaso no haga falta conocer inglés, francés o créole. Probablemente el grito baste. Un grito que por su intensidad aspira a llegar a todo el mundo.
Paso cinco días aquí entre escritores guadalupeños, martiniqueses, haitianos, trinitarios, entre hombres y mujeres de Santa Lucía, Jamaica, Dominica, de las dos Guyanas. También hay dos dominicanas, dos puertorriqueños y un cubano. En las sesiones se da una pequeña Babel. Los intérpretes traducen simultáneamente a dos idiomas las alocuciones de los participantes. Si alguien lee en francés se traduce al inglés y el español por dos canales de un pequeño aparato conectado a unos audífonos. Nunca lo uso, pero en ocasiones miembros del público se dirigen a los presentes en créole. Para ellos no hay traducción, no obstante esta lengua ser la única originaria del Caribe moderno. Descifro palabras aisladas que el créole se apropia de las lenguas de la Conquista y me maravillo con los sonidos restantes. Son vocablos preoccidentales de África o del Caribe amerindio. Al escucharlos sin entender comprendo por qué en este Caribe se habla con tanta naturalidad de los ancestros. En esta lengua se llevan vivas sus palabras. Ni el genocidio ni la esclavitud ni el colonialismo ni la modernización ni la globalización han podido silenciarlas.
Me entero que en Haití el 85% de la población no habla francés. ¿Qué hace un escritor entonces? Si decide, como parecería natural, usar el créole tendría una población mayoritariamente iletrada o tan empobrecida que sería incapaz de comprar sus libros. Si lo hace en francés, escribirá para una pequeña minoría, para la diáspora o para lectores extranjeros. Me entero que existen casi innumerables créoles con bases lexicales francesa, inglesa, holandesa, española, con contribuciones de lenguas africanas, indígenas y de idiomas del subcontinente indio. En esta lengua del Caribe se sintetizan al menos cuatro continentes. En su melodía y su aspereza se encuentra el sonido en vivo de los condenados de la tierra.
En Puerto Rico es común escuchar referirse a este Caribe, el que queda al este de nuestro país, como ¨las islitas¨. Resulta curioso ver cómo un país acomplejado por su enanismo, por la desmedida preocupación por su tamaño, le dirige la violencia y la incomprensión de su autopercepción a otros. Hace unos años, en un censo notorio, más del 80% de los puertorriqueños se definieron como blancos. Hace un par de décadas, cuando un estudio de ADN mitocondrial arrojó que el 19% de la muestra verificaba herencia indígena incuestionable, muchos se escandalizaron y lo dudaron. Así de fuerte, contrario a las apariencias, es cierto deseo puertorriqueño de ser pequeño: se pretende que la gran diversidad y riqueza de lo que nos compone no exista. Se quiere hacer como la Virgen María una ¨inmaculada concepción¨ desprovista de sangres, olores, colores, lenguas, rabias. En el créole de ¨las islitas¨ viven cuatro continentes, multitud de culturas, razas y musicalidades. ¿Cuál, entonces, es ¨la islita¨?
En esta reflexión la dimensión física del espacio no tiene importancia. En las poblaciones más reducidas, en las geografías más nimias, se encuentra también toda la humanidad. La preocupación por el tamaño esconde apenas un machismo nacionalista, una estupidez eréctil. Demasiados hombres y mujeres de todo el mundo justifican esta concepción, pero los números (o las longitudes) no devienen a fuerza de extensión, verdades.
¿Es posible concebir algo o alguien que no sea mestizo? Ni el blanco o el negro o el indio o el asiático más blanco, negro, indio, o asiático está exento de encuentros. Si somos humanos, si somos seres históricos, somos mulatos, cruces, apareaciones, rupturas, pérdidas, síntesis. El insularismo es la negación del mar y éste no se limita a las islas. La formulación real, la expresión áurea del insularismo es Occidente y, por añadido, sus epígonos actuales: Europa, EE.UU. y sus franquicias en todas las naciones y colonias del mundo. Así un puertorriqueño de bien en una escuela (¨bilingüe¨) de bien aprenderá a despreciar a cuatro continentes que lleva en su lengua y en su cuerpo, forzando la reducción de su perspectiva a la adquisición de bienes de consumo y de ¨bienes¨ de definición personal que desea que le lleven lo más lejos posible de las realidades inherentes a su medio.
El colonialismo es una negación múltiple, continua e indefinida. Su contacto produce una reducción en la expresión que no ocurre principalmente por la reducción de un caudal, sino por la turbidez de su flujo. Para decirlo de alguna manera, el colonizado habla (o piensa) sucio. Apenas posee claridad y rigor, porque resulta imposible hablar negando, voluntariamente dejando de ver herencias y así, intenta meter el mocho, armar el embuste de lo simple y desfigurado.
Recuerdo a personajes políticos que han influido poderosamente en sociedades caribeñas. Luis Muñoz Marín, Luis A. Ferré y Aimé Césaire fueron contemporáneos. Nacieron en 1898, 1904 y 1908. Murieron en 1980, 2003 y 2008. Los primeros fueron gobernadores de Puerto Rico y líderes de los dos partidos principales de la modernidad puertorriqueña. Césaire fue alcalde de Fort-au-France y diputado de la Asamblea Nacional en París. Muñoz y Ferré optaron por un discurso autorreferencial y sui generis, plagado de palabras e interpretaciones de conceptos que voluntariamente se enturbiaban para ocultar su vacío. El Puerto Rico de hoy demuestra tristemente sus indecisiones, sus amilanamientos, sus oportunismos. Fueron políticos que entendían que dar un paso al frente significaba correr hacia atrás. Toda la vida habrán tenido que intentar justificar a sí mismos la pequeñez de su comprensión y de su acción. Después de su siglo ¨glorioso¨, nos encontramos en el mismo punto que conocieron en su juventud y que intentaron, cada cual a su manera, de trascender. Sabemos hoy que luego de la Ley Jones de 1917 todo lo que ha venido después es palabrería. La turbidez retórica que mete el mocho, que institucionaliza el embuste, que debilita las consciencias y la realidad habiendo enseñado a generaciones de puertorriqueños a repetir las tristes tonterías de sus próceres sobre nuestros vecinos: las ¨republiquetas¨, los países ¨bananeros¨, las ¨islitas¨ y a enzarzar una ¨prosperidad¨ que era hija de la geopolítica de la Guerra Fría y no de su genio.
Aimé Césaire no logró la independencia de Martinica. Siguió en ciertos aspectos un periplo similar al de Muñoz Marín e, incluso, aunque en menor medida, al de Luis A. Ferré. Fue comunista e independentista y acabó respaldando en 1946 la integración política de Martinica, Guadalupe y Guyana a Francia. Justificó, al igual que ciertos líderes puertorriqueños, este cambio de rumbo por las limitaciones de una economía dependiente y la necesidad de arrebatarle el poder a los békés, a los colonos. Pero antes había sido fundador junto a Léopold Sédar Senghor y Léon Damas del movimiento de la negritud y contribuyó con su pensamiento y su obra poética a la descolonización de muchos países a partir de 1960.
En Césaire se da un fenómeno casi desconocido en la política puertorriqueña: fue un anticolonialista radical que a partir de este posicionamiento político y cultural acepta ser parte del Estado francés sin meter el mocho, sin armar el embuste, buscando y logrando en la integración el reconocimiento en la metrópoli de su diferencia, de su antillanía, de su alterfrancesidad. En gran medida se debe a su obra el que los departamentos franceses del Caribe (la llamada Unión Europea ultra territorial) hayan logrado una integración política sin asimilación, es decir, sin autodestrucción cultural. El estadoísmo puertorriqueño debería mirar hacia ¨las islitas¨ en lugar de hacia Orlando si es que pretende verdaderamente lo que su retórica y sus sueños enuncian. Lo mismo, pero por otras razones y con otros matices, podría decirse de los soberanistas del Partido Popular y del MUS.
Muchas cosas me separan del Césaire político, pero no dejan de saltar a mi vista las diferencias que lo demarcan del campo compartido por Muñoz y Ferré y tantos de sus seguidores que se ocupan hasta el día de hoy de la política puertorriqueña. En lugar de la timidez, del temor del colonizado a demandar su puesto, a exigir que se le escuche y que algo cambie en la historia, que nos es tan familiar, Césaire optó por la reivindicación de derechos fundamentales. Los departamentos franceses del Caribe no se disolvieron en el mar francés hasta hacerse imperceptibles. Los martiniqueses, los guadalupanos, los guyaneses no son franceses. Césaire hizo que la integración no significara un crimen contra sí mismos.
Entre nosotros la obstinada metáfora de Pedreira pervive. El insularismo es, en el fondo, una insatisfacción con el destino propio, de ahí su fascinación con las incertidumbres del presente y del futuro. ¿Qué se es? ¿Qué se será?, como si el pasado y la isla que tenemos pudieran cambiarse por otros. Cabría dirigirle una única pregunta al insularismo: ¿se puede ser otra cosa? Es decir, ¿se puede ser otra cosa que todo lo que somos? En el insularismo repta la fantasía de que tenemos de dónde elegir: decir esto sí, pero esto no, sí a la hispanofilia, no a África; sí a las obras maestras de una literatura y un pensamiento en los que no se nos menciona ni siquiera en una ocasión, no al enfrentamiento epifánico con estas obras. El insularismo acude a otros a pedir crédito, a endeudarse con sus palabras, conceptos e imágenes. No apuesta por sí mismo, no cree en lo que puede producir, en lo que puede encontrar en sí mismo, en todo lo que lo compone. El monumental endeudamiento actual de nuestro país es el resultado insospechado de la política del insularismo de Pedreira.
Si algo demuestra Guadalupe y el Caribe, que siguiendo el ejemplo de algunos de nuestros prohombres tenemos la osadía de llamar ¨islitas¨, es el enorme tiempo perdido del siglo XX puertorriqueño, la aceleración del tiempo desperdiciado en las mitologías del Estado Libre Asociado y la estadidad federada. La gigantesca historia desaprovechada por las versiones del insularismo de Luis Muñoz Marín, Luis A. Ferré y sus epígonos. Un buen país no puede hacerse desde la insuficiencia intelectual, desde la timidez, desde la cobardía, desde el oportunismo, desde la pequeñez asumida y justificada. No hemos tenido políticos, sino ilusionistas y depredadores.
Una isla, la nuestra como cualquier otra, es todo lo que la forma. No hay elección. En el momento en que esta consciencia se adquiere como un don liberador, el insularismo se termina para siempre. En cualquier cultura isleña está toda la cultura humana y todo el potencial de la humanidad. A las islas no les hace falta tomar créditos, sino reunir sus pedazos, interpretarlos, honrarlos, crear con ellos, trabajar con ellos.
Un hombre grita su texto en la noche de Le Gosier. No entiendo una palabra, pero a la vez las comprendo todas. Todos los caribeños lo sepamos o no hablamos créole: esa lengua hecha de pedazos y silencios, de lo robado y lo recobrado. Una lengua que canibaliza, que en lugar de tomar prestado, se apropia en libertad. En ella se halla el dolor y las desfiguraciones de muchos siglos y también las contradicciones y soluciones parciales del presente. El créole no es solamente un aparato lingüístico sino un posicionamiento ante la historia. Fue lo que Pedreira ni nuestros políticos han visto nunca. Es lo que la miopía del mal llamado bilingüismo no ha entendido.
Un hombre grita en la noche de Le Gosier, en Guadalupe, porque sabe que el silencio es imposible. Su propio cuerpo es un texto. El cuerpo de los hombres y las mujeres que reconocen su lugar en el mundo y naturalmente usan su voz en una fila de palabras incontenibles. Saben que no tienen nada que elegir. Que con apreciar la voz, las voces, su práctica, sus prácticas, da y sobra. A todo se enfrentan y a todo sobreviven. Con todo son.
Entonces se descubre que no existen zil piti, ¨islitas¨, y que el insularismo perdura porque no se ha podido ver ni comprender ni querer a los archipiélagos. Porque todo, hasta la más pequeña isla, es un archipiélago. Mési Gwadloup. Gracias Guadalupe.