¿Habrá tomado el capitalismo los seminarios de Lacan?
Desde hace ya varios años he venido desarrollando una investigación en torno a las maneras en que las transformaciones del mundo contemporáneo, en particular aquellas vinculadas con el desarrollo de las biotecnologías, nos fuerzan a interrogar el estatuto de lo humano. En el marco de estas investigaciones, y sobre la base de observaciones provenientes de diversas disciplinas, he estado explorando la tesis de un desinflamiento de lo simbólico. Con el privilegio que ha alcanzado el cálculo del riesgo y la especulación en la toma de decisiones, asistimos a una realidad que ya no se construye discursivamente. El modo de existencia de lo humano ha comenzado su marcha fuera del campo discursivo y cada vez más se abre paso en una modalidad tecnocrática de la existencia. Del cyborg al zombie o del parlêtre al parloteo constituyen algunas maneras de expresar el pasaje por el que entramos a un nuevo estadio en el que el sujeto, el pensar, el analizar y la elección; es decir, los ingredientes para una dimensión ética y estética de la existencia, parecen haber entrado en la lista de artículos que hay que depositar en consigna. Avanzar las ideas que apoyan la tesis de una inoperancia del lenguaje significante no resulta sencillo por al menos dos razones. La primera es que lo que ha entrado en crisis es algo vinculado a aquello mismo que nos permitía dar cuenta de las transformaciones, tanto en lo social como en el pensar; esto es, el lenguaje; específicamente: nuestro modo de ser y operar en él. Que al llamado giro lingüístico le haya tomado tanto tiempo llegar a formar parte de los asuntos que se discuten en los currículos de los programas académicos – y aún así muchos se quejan de que no se discute lo suficiente, que predomina una visión positivista de las cosas, que se privilegian los métodos empíricos y las explicaciones causales; en fin, que no se ha entendido nada de nuestra inscripción en lo simbólico a través del lenguaje – pues bien, el que esta discusión aún tenga obstáculos en la academia no nos ha permitido tomar nota a tiempo de las transformaciones que han hecho que incluso esta concepción del sujeto haya perdido hoy pertinencia y sobre todo, valor descriptivo y explicativo, más aún cuando se trata de dar cuenta de las nuevas generaciones.
Obstinados en convencer a «los modernos» de la primacía del lenguaje y lo simbólico para entender lo humano y su mundo, nuestros «posmodernos» le perdieron el rastro a la biología, a los objetos técnicos y hasta al arte. Mientras tanto, el desarrollo de las biotecnologías y las controversias éticas que estas suscitaron convocaron a otros a reflexiones que forzaban a repensar el proceso de hominización y a rebuscar en la filosofía de la técnica los elementos que sin duda habían quedado descuidados al momento de dar cuenta del devenir humano. Una de las aportaciones más sobresalientes nos viene del filósofo Peter Sloterdijk. Su acercamiento ontoantropotécnico aportó una relectura del proceso de hominización en la que lo humano no solo aparece como un acontecimiento en el plano del lenguaje, sino que también y de forma simétrica, en el plano de la técnica. La existencia en esferas que están tecnológicamente diseñadas y simbólicamente climatizadas cambiaba un poco el escenario bucólico con el que Heidegger nos había enseñado a pensar nuestro ser-en-el-mundo como un ser-en-el-lenguaje. Con Heidegger, el venir-a-ser de lo humano es un venir al ser y aparece representado con la metáfora de una entrada en el claro del bosque; un estar situado en ese lugar privilegiado que es el lenguaje. El lenguaje es la casa del ser; y el humano, el pastor de la casa del ser. Sin embargo, al tomar en cuenta la técnica y no solo el lenguaje, Sloterdijk nos recuerda que el hombre no entra en el claro del bosque con las manos vacías; entra con una piedra en mano cuyo lanzamiento constituye la primera tecnología de telecomunicación; es decir, la primera tecnología de comunicación a distancia. Esta especie de remodelación de la casa del ser que Sloterdijk opera al introducir la técnica en el proceso de hominización equivale a decir que el Dasein es design. Evidentemente, el habitante de las esferas de Sloterdijk luce más como un cyborg en una estación espacial que como un pastor en el claro del bosque.
Decir que el Dasein es design es hablar antropotécnica. Es el reconocimiento de que el devenir humano es un proceso de artificialización creciente y que lo humano no solo se produce en su operar-en-el-lenguaje, sino que se da con el operar-técnicamente-sobre-sí-
Que el lector me permita extenderme un poco más por este excurso con el que espero descender en el tema: ¿Habrá tomado el capitalismo los seminarios de Lacan? Al impaciente le puedo adelantar que parece que sí, que los tomó casi todos. Casi todos, porque se sabe que al de la ética se ausentó – tengo entendido que hasta se excusó con antelación. Así de claro tendría que con esas notas no contaba hacer nada. Y luego, en todo este excurso el psicoanálisis no ha estado ausente. Si por giro lingüístico convenimos entender el conjunto de consideraciones teóricas que llevaron a privilegiar al lenguaje como agente estructurante, tanto del sujeto como de la realidad y el orden social, no cabe duda que el psicoanálisis constituyó uno de sus muchos vectores.
De regreso entonces a las razones por las que la tesis de una inoperancia del lenguaje significante no se deja escuchar lo suficiente – si no es ya suficiente razón decir que del parlêtre al parloteo lo que se ha intensificado es el ruido; que con tanto ruido de fondo nada puede ser distinguido – quisiera abordar la segunda razón. Esta tiene que ver con el derrumbe que asumir esta tesis implica para todo el aparataje conceptual con el que los ilustrados en el lenguaje habían recompuesto las ruinas en las que dejaron al modelo positivista. Una resistencia a abandonar las categorías de análisis que provienen de una concepción discursiva del sujeto y la vida social. Resistencia que me es perfectamente inteligible pues para todos los que estamos movidos por el pensar y el analizar, de lo que se trata es de producir sentido sobre el fondo de un posicionamiento ético. ¿Cómo salir del impasse en el que nos encontramos donde toda denuncia u oposición resulta irrelevante para lo que adviene como realidad? No puedo evitar pensar en la suerte que corrió el No tan claramente enunciado del referéndum griego. Cuando creíamos haber superado las dos grandes fatalidades en la historia de la humanidad: la de los dioses y la de la naturaleza; cuando creíamos tener al fin las herramientas políticas y epistemológicas para denunciar unas construcciones de la realidad y proponer otras, ¿cómo dar cuenta de esta nueva modalidad de la fatalidad que es el avance de la tecnocracia en la que el sujeto y su capacidad de elección se han vuelto un simulacro? De más está decir que yo tampoco tengo la respuesta, pero que el formular la pregunta por el impasse en términos de una nueva forma de fatalidad me ha orientado hacia lo que Jean Baudrillard exploró bajo la rúbrica «estrategias fatales». No obstante, sobre esto no elaboraré en esta ocasión. Concluiré esta disgresión anunciando que será con y contra el psicoanálisis que luego de ver las maneras en que el capitalismo habría integrado una buena parte de la enseñanza de Lacan, volveré sobre estas preguntas.
Cada uno de los dos grandes giros que tomó la enseñanza de Lacan parece tener su equivalente en las tendencias observadas en el capitalismo. Esto no debería sorprendernos si aceptamos, siguiendo los principios de la complejidad, que las relaciones entre lo social-cultural, la economía, la psiquis y las concepciones epistemológicas son relaciones de co-producción. Según sus lógicas se ajustan y a la vez producen transformaciones culturales, el capitalismo parece haber tomado los seminarios de Lacan. El primero de estos giros en la enseñanza de Lacan que quiero destacar como integrado por el capitalismo es el de la primacía de lo simbólico. Elaboraré esto, pero quiero primero anunciar su momento paralelo en el capitalismo: la segunda fase de la sociedad de consumo en la que la publicidad, el mercadeo y las demandas de consumo parecen haber descifrado la lógica del deseo; es decir, su deslizamiento incesante mediante la sustitución simbólica de su objeto. El principio de obsolescencia en la producción de mercancías aparece entonces como el resultado de haber tomado nota de la falta constitutiva del sujeto y haber puesto en práctica un savoir-faire; un saber-hacer con ella. Pues esta falta constitutiva, la producción capitalista la transfiere al objeto-mercancía haciéndolo cónsono con el sujeto cuyo deseo nunca alcanza la satisfacción plena. Para qué ofrecerle al sujeto, que ahora se sabe que opera a partir de una falta, un objeto sin faltas. La lógica del deseo que Lacan contribuyó a descifrar sirviéndose de la lingüística saussuriana y llevándola a otro lugar, no solo rindió frutos para una comprensión del sujeto y su ingreso en el mundo de las sustituciones simbólicas, sino que también encontró asiento en las lógicas de producción y consumo del capitalismo. En su forma paroxística, esto alcanza la economía de la deuda donde la falta, lo que no se tiene, es decir, la miseria, se trata como valor en el mercado financiero. La tesis de Maurizio Lazzarato según la cual la deuda, en lugar de constituir un obstáculo para el crecimiento económico, ha devenido su motor en el neoliberalismo contemporáneo ilustra, aunque no sin ironía, que el reconocimiento de esa división interna del sujeto ya no constituye un discurso distinto al que promulga el capitalismo. Si bien el capitalismo hizo aparecer en sus inicios al obrero libre para vender su fuerza de trabajo y con ello impuso una concepción de sujeto autónomo y autosuficiente: el individuo; un sujeto no-dividido, hace rato ya que asimiló el planteamiento de su división interna e inacabada. Así como en psicoanálisis la falta es el motor del deseo y de la subjetividad misma, con el capitalismo financiero, la falta ha devenido el motor de la economía contemporánea.
Prolongando este ejemplo, habría que ver que el planteamiento psicoanalítico con el que se ha hecho el desmontaje de la categoría de individuo – con sus pretensiones de autonomía, libertad y voluntad plena – se ha vuelto redundante en un mundo en el que la psicofarmacología, por dar un solo ejemplo, va logrando cancelar sin resistencia al yo y a la voluntad implicada en todo acto de elección. Así nos lo muestra la publicidad del medicamento Vyvanse para el Síndrome del Atracón (o Binge Eating Disorder) en la que la paciente invita a no sentir vergüenza en hacerse diagnosticar y medicar pues «It’s something I have, not something I do.” ¿Qué sentido tiene seguir deconstruyendo al yo y a los discursos de la voluntad cuando esto es justamente lo que se encuentra ya de rodillas frente al avance de una modalidad tecnocrática en la que se puede ser efectivo sin necesidad de producir sentido y sin que haya habido una elección subjetiva? De repente, todo lo que da cuenta de una fragilidad interna al ser no constituye ya un lugar desde donde denunciar las lógicas del capitalismo, pues ya no estamos en ese capitalismo rígido del trabajo y la producción que acompañó la época de Freud; una cultura basada en la represión de los deseos, sino en el capitalismo laxo de la fluctuación de los valores en el que las decisiones advienen como efecto de los sistemas de cálculo de riesgo y especulación. En este capitalismo, la voluntad tiene cada vez menos que decir.
A menudo, cuando no se tiene mucho que decir, se habla de más. Eso explica en parte el parloteo contemporáneo: se dice todo y su contrario sin querer decir nada en particular; es decir, sin que lo que se diga tenga que tener consecuencias y sin que comprometa. Pensemos, por ejemplo, en la preferencia por los mensajes de texto que muestran las nuevas generaciones. Con ello se evade responder al llamado, no solo literalmente, sino también en el sentido ético que Levinas evocaba. La normalización del «whatever» como respuesta es otro ejemplo de cómo se evade la elección. Aquí habría que ver que estamos muy lejos ya del «I’d prefer not to» de Bartleby. El psicoanalista Gabriel Lombardi evocaba recientemente, en una conferencia en la UPR, este cuento de Herman Melville. Proponía leer ahí una posible manera de abordar la depresión y la alta incidencia de personas diagnosticadas hoy día con este desorden. En lugar de una falta de deseo, y evocando lo propio de la melancolía, se trataría según él del deseo puro, pues el rechazo a todos los objetos que ofrece el mundo es un deseo sin objeto; y un deseo sin objeto es el deseo en su forma pura. Pero no me parece que la melancolía tenga mucho que ver con el fenómeno al que nos enfrentamos hoy. En lugar de un «I’d prefer not to» que rechace todos los objetos que propone el mundo, escuchamos un «whatever» que acepta lo que sea; y no porque no importe, sino porque no hace diferencia. De modo que no se trata del deseo puro de la melancolía, pero tampoco de una falta de deseo. A mi modo de ver, de lo que se trata con el «whatever» es que, en el marco de una inoperancia del lenguaje significante, se produce un deterioro en las condiciones para producir la distinción y esto hace que el deseo mismo se vuelva irrelevante. Lombardi es uno de los pocos psicoanalistas que se han interesado en el tema de la libertad y el acto de la elección. Slavoj Zizek también ha abordado el tema en un libro del 2008: On Violence. Nada me parece más pertinente hoy que esta temática a la que Lacan le dedicó una excelente reflexión con su lectura de Antígona en ese seminario del que yo decía que el capitalismo se ausentó (Seminario VII, La ética del psicoanálisis, 1959-60). No cabe la menor duda de que hay una necesidad de retomar el tema, pero esto requiere que hagamos el esfuerzo de actualizar la rejilla de lectura.
Con demasiada frecuencia me topo con textos o entrevistas a psicoanalistas en las que luego de comentar las transformaciones del mundo contemporáneo en unos términos que interrogan muchas de las categorías del psicoanálisis, terminan rehabilitándolas todas como si nada se hubiese dicho. Describen con gran justeza la desaparición del gran Otro; la inoperancia de las instancias desde las que se le hacía barrera al goce; se quejan de que cada vez más reciben en el consultorio personas que no parecen formular ninguna demanda, que ya no se lee el deseo, que estamos en un mundo de avidez por goces perfectos y sin límites, que proliferan las adicciones, pero luego no se asumen las consecuencias que se desprenden de todo eso. Si son los ordenamientos simbólicos y los discursos con capacidad de producir lazo social los que ya no hallan sus condiciones de posibilidad, ¿no deberíamos hacernos la pregunta por el estatuto de lo simbólico? ¿y por el estatuto de las leyes mismas del lenguaje? ¿y si todavía podemos seguir hablando de sujeto y de subjetividad? Mi impresión es que el último Lacan, a pesar de no haber vivido las transformaciones de estas últimas décadas, venía intuyendo esta tendencia a un despliegue de lo real crudo. Su deseo de concebir un real que no estuviese vinculado al sentido; un real sin Ley, me sugiere que por esta vía Lacan preparaba al psicoanálisis para lo que venía. No olvidemos que al final de su obra Lacan toma distancia de su primera enseñanza en la que la práctica del psicoanálisis se fundamentaba en la interpretación y la transferencia. Llegó inclusive a cualificarla de estafa en una intervención en Bruselas el 26 de febrero del 1977. En su primera enseñanza, se trataba del sentido del síntoma; del síntoma como metáfora que quiere decir algo y que se presta entonces para ser descifrado. Se trataba, en suma, del inconsciente estructurado como un lenguaje. El último Lacan apunta más bien hacia una práctica, no del sentido del síntoma en el que, una vez descifrado, el síntoma pueda ser abandonado, sino del saber-hacer con el síntoma. Un saber-hacer de tipo casi artesanal sobre un síntoma que ya no se concibe como metáfora, sino como goce; que no guarda vínculo con el sentido, sino que pertenece a lo real fuera del sentido. Se trata ahora del inconsciente real y no ya del inconsciente estructurado como un lenguaje. No estoy implicando con esto que Lacan estuviese diagnosticando un debilitamiento de lo simbólico, al contrario, creo que con este último giro que tomó su enseñanza le hacía frente a la sociedad del espectáculo; es decir, a un mundo que había alcanzado un know-how de lo simbólico y que ahora abusaba del mismo. De modo que cuando Lacan le proponía al psicoanálisis esta nueva práctica, le estaba renovando su lugar de resistencia, tanto frente al capitalismo de su época como frente a la sociedad del espectáculo que alimentaba – y del que se alimentaba – ese capitalismo.
Pero ya no estamos en la sociedad del espectáculo. Parecería que sí, porque es ahí que se da todo el parloteo, pero no: la realidad contemporánea es una que se ha venido vaciando de lo simbólico y cada vez más opera solo técnicamente. Eso sí, teniendo de fondo todo ese bla, bla, bla que no es sino un simulacro de sujetos que piensan, desean, proponen y eligen. El sentido es algo que solo se puede hacer aparecer al interior de un discurso y constituye una paradoja en tanto, por un lado, es el engaño necesario para la vida social y, al mismo tiempo, es el engaño que nos produce un malestar pues nos hace apostar a la complementariedad en lugar de hacer las pases con lo imposible. Mientras no estuviera en juego la posibilidad de producir sentidos; y más aún, con la sociedad del espectáculo en la que el mundo se había vuelto una industria de producción rápida de sentidos, el planteamiento de Lacan de que el psicoanálisis de la interpretación era una estafa no podía ser más atinado. La alternativa, una práctica que no fuera del sentido sino de lo real sin Ley era entonces, hay que decirlo, nada menos que subversiva. Pero a este segundo giro en la obra de Lacan el capitalismo le vino al paso asumiendo lo real sin Ley. Aunque seguimos hablando de las lógicas del capitalismo y de las leyes del mercado, lo cierto es que el capitalismo no se rige ni impone hoy ninguna Ley.
Entre los propios psicoanalistas se ha vuelto un lugar común constatar que estamos en una cultura en la que no existen límites a la realización pulsional. Es precisamente esta ilimitación, esta ausencia del límite y de la Ley, la que le permite al capitalismo ajustarse y reajustarse incesantemente haciendo de la crisis, no ya un paréntesis, sino una condición permanente. El capitalismo ya no niega eso singular del goce de cada cual; no lo homogeniza, al contrario, le da rienda suelta a su heterogeneidad. Aunque en estos días las políticas de austeridad den la impresión de un nuevo límite, puesto que constituyen efectivamente una prescripción, esta prescripción es técnica y no te dicta cómo arreglártelas en ella. Con la austeridad, no es el goce el que encuentra un límite, sino la calidad de vida o la vida misma. En todo caso, habría que decir que la austeridad te va dejando sin otra cosa que el goce. Hay un discurso de la austeridad, pero este no es el responsable de las decisiones técnicas que la prescriben. De eso se trata el parloteo: de discursos que corren independientemente de las prescripciones técnicas. Se producen y crean la ilusión de que se ha tenido algún control sobre las cosas; o que las decisiones tienen una justificación social; o que son el producto de unas voluntades a las que entonces nos podríamos enfrentar políticamente; pero en realidad, las cosas han sido dispuestas en el mero cálculo del riesgo y la especulación. Con el parloteo como simulacro de lo discursivo, desconectado ahora de la realidad, asistimos al parque de diversiones en el que lo político se desmerece en una estética de la distracción.
A grandes trazos, podríamos identificar tres momentos en relación con el deseo: 1) la cultura de la época de Freud fundamentada en la represión de los deseos, 2) la cultura del deseo representada en la segunda fase de la sociedad de consumo y, 3) la cultura contemporánea que habiendo descifrado en el simulacro la lógica del deseo, ha hecho del goce mismo, y no ya del deseo, el nuevo imperativo. Resulta interesante notar que el pasaje de un énfasis en el deseo a un énfasis en el goce es también el pasaje que va del primer giro en la enseñanza de Lacan al segundo. Aunque la época de Lacan no había hecho aún del deseo algo irrelevante, sí había creado las condiciones para el simulacro. A fuerza de haber abusado de ese savoir-faire sobre las sustituciones simbólicas, el simulacro creó a su vez las condiciones para una experiencia del mundo que podía prescindir de lo simbólico. Es ahí que a mi modo de ver el deseo deviene irrelevante; es decir, en una realidad que ya no se construye discursivamente.
Si esta es la suerte que corre el deseo, ¿qué del goce?
Del goce en psicoanálisis sabemos que no se cierne al placer. Alude a él y pasa por él, pero toma otra deriva que hace que, al final, el deseo deviene más bien una manera de protegerse del goce. A menudo, se manifiesta con la repetición de un comportamiento sin que podamos entender qué nos retiene en él. Así, disfrutar de una copa de vino sería del orden del placer, mientras que con el alcoholismo nos encontraríamos en el goce. En la primera enseñanza de Lacan, el goce que le interesa explorar es el que guarda un vínculo con el sentido pues es tratado en relación a un resto (o desecho) de nuestra inserción en el lenguaje. Se trata entonces del goce vinculado a aquello que no ha podido quedar ordenado por lo simbólico, pero que viene de él. En su segunda enseñanza, su interés se mueve más hacia lo real del goce que no guarda ningún vínculo con el sentido pues es Uno y no un resto. A la altura de estas nuevas formulaciones, también en relación al cuerpo se produce un deslizamiento que lleva a Lacan a tratarlo más del orden de lo real que del orden de lo imaginario. El inconsciente real que alberga este real del goce no está hecho de lenguaje sino de la lengua y de la materialidad de la letra. Estas aluden al habla y a la escritura, pero sin pasar por las leyes del lenguaje. Es por aquí que Lacan propone el término parlêtre; no para sustituir al sujeto atravesado por la falta, sino para referirse a lo que «hace hombre» (hace Uno; hace a uno). Mientras que el sujeto había sido descrito como un lugar vacío en la cadena de significantes; un -1, el parlêtre es siempre del 1. Y aunque su goce no está destinado a ser leído; no está puesto para el saber de la interpretación, Lacan descubre con Joyce a la altura del seminario XXIII que con este goce que pertenece a lo real sin Ley era posible hacer un trabajo; es decir, lograr un savoir-faire del goce que pusiera el síntoma a funcionar. En esto consiste la noción de sinthome que Lacan desarrolla en ese seminario sobre Joyce. Justo antes, en el seminario RSI, Lacan había definido el síntoma como lo que no funciona. Ahora, con la noción de sinthome, el síntoma no es eso que queremos abandonar, sino lo que debemos poner a funcionar pues sería lo más propio de nuestra singularidad.
Este saber-hacer con el síntoma es un trabajo de artista y le proporcionaba al analista una nueva función que ya no era la del estafador. El psicoanálisis de la interpretación era para Lacan una estafa pues hacía que el paciente fuese despojándose de los semblantes, pero por la vía de otro semblante: el que le proporcionaba la interpretación. Se podría decir entonces que con el parlêtre, Lacan le proporciona al psicoanálisis otra dimensión de lo humano sobre la cual trabajar que no es ya la del sujeto, aunque esta lo acompañe.
Con los desarrollos más recientes en el capitalismo y las transformaciones culturales contemporáneas sobrevive el parlêtre, pero solo como cuerpo que goza, pues el sujeto que lo acompañaba se encuentra ahora en vías de desaparición. Con el debilitamiento de los ordenamientos simbólicos, lo que sea que se pueda hacer con el goce para que el síntoma funcione también deviene irrelevante pues no tiene dónde venir a inscribirse. Esto sin hablar ya de las maneras en que las condiciones de posibilidad del acto creativo se han visto socavadas. De ahí que: del parlêtre al parloteo. El vínculo entre el lenguaje y la técnica se encuentra hoy en una situación sin precedentes y si hay una necesidad de pensar el asunto no solo en términos de los nuevos malestares en la cultura contemporánea, sino en términos de una mutación en el plano antropológico, es porque lo humano siempre ha operado técnicamente sobre sí mismo. No obstante, este fundamento tecnológico de lo humano es lo que sigue siendo ignorado.
*Versión adaptada de la conferencia ofrecida el 5 de abril de 2016 como parte del ciclo de conferencias del Seminario de estudios Julio Ameller del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de Puerto Rico en Arecibo.