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Hacia dónde podrían dirigirse las universidades de Puerto Rico (parte 2)

Rafael AragundeRafael Aragunde Publicado: 22 de marzo de 2019



La desarticulación que se percibe en el ámbito de la educación superior puertorriqueña no es accidental. La sufre también la educación escolar en más de un sentido, pero también la sufren el cuido de la salud, los sistemas de transportación, el ámbito de los recursos naturales, la seguridad, el de la energía, el del agua y tantos otros que no tenemos que mencionar porque son de sobra conocidos y reconocidos por la inmensa mayoría de los que habitamos la Isla. Esta desarticulación actual no siempre nos caracterizó. En algún momento estas dimensiones fueron atendidas responsablemente por un personal capacitado y comprometido. Llevar agua, electricidad, escuelas e instituciones universitarias hasta los últimos rincones de nuestro archipiélago fue una gestión titánica que se debe reconocer como valiosa y generosa. Y se dio. No se trata de una invención de los mayores que alegamos que en su día experimentamos algo de ella.

Si esta situación de desarticulación se comparte en tantas instituciones es porque debe tener raíces comunes. No puede ser que, por tomar un ejemplo, la ausencia de planificación a largo plazo que viven colectivamente no tenga que ver con algo que  compartimos en el País. Sería demasiada coincidencia. Si se tratara de una o dos agencias, una o dos instituciones que se encontraran un poco a la deriva, se podría pensar que tuvieran que ver con una situación aislada que se podría explicar por el nombramiento de un confuso secretario o director, por alguna intervención fuera de lugar del gobierno central, una errada contratación de algún personal poco diestro, o una de esas torpezas gerenciales a las que nos tiene acostumbrada una gerencia gubernamental poco estable. Pero no se trata de una de estas, aunque es innegable que todos estos fenómenos se repiten una y otra vez.

En la educación superior, como en tantas otras áreas, se llega a pensar, aunque nunca se exprese, que lo que se ha estado haciendo por años no debe tener tanta importancia. Lo hemos visto en el Consejo de Educación Superior, lo hemos visto en la Universidad de Puerto Rico y en otras instituciones de educación superior públicas, donde los fondos se continúan disminuyendo hasta el absurdo sin una reflexión medianamente crítica sobre lo que significa para el País que estas dejen de rendirle ciertos servicios. Se manifiesta en la atención que el Estado deja de prestarle a las instituciones de educación superior privadas sin intentar algún tipo de gestión evaluadora que asegure que se propicia la calidad. ¿Quién le está prestando atención a los objetivos y metas de instituciones que llegan al país en busca de “clientes” para asegurarnos de que en ellas se ofrece la formación que deseamos para nuestros estudiantes, sobre todo en una época en la que es evidente la experimentación, cuando no la improvisación, pedagógica?  Es lo que se acostumbraba hacer; es lo que todavía se hace en los Estados Unidos, que es el país del cual calcamos nuestros sistemas, tanto escolar como universitario. Se trata de un proceso colectivo que enriquece la gestión universitaria y nosotros nos comportamos como si no lo necesitáramos, cuando es tan evidente su necesidad.

¿Podría esto tener que ver con una irresponsabilidad colectiva? Desde luego, pero tal irresponsabilidad colectiva es más bien una manifestación de la desarticulación; no es su causa. Se llega a pensar, no necesariamente de forma irresponsable, pero sí carente de rigor, que aquello que se administra puede prescindir de los recursos que antes tuvo y que más o menos continuará funcionando de la misma forma. En el proceso se pierden de vista a aquellos a los cuales se está supuesto a servir. Las perspectivas de estos no son tomadas en consideración. Se continúa pensando que el servicio que se supone que se ofrezca no es tan especial como para que no pueda substituirse por otro que se pueda comprar en el mercado y que naturalmente sea más barato. La relación que se tenga con lo que se brinda irá perdiendo su encanto, según ya auguraba Max Weber con respecto al proceso histórico que auspicia la rutinización progresiva de tareas.

Pero nuestro gobierno, el Estado que se intenta construir a partir de los años cuarenta del siglo pasado, tuvo su encanto. Se desarrolló, sin embargo, como lo hacen todos los Estados, en medio de conflictos que naturalmente sus apologetas hicieron lo posible por disimular y con una limitación que lo condenó desde un principio a no poder cumplir con todas las ilusiones de quienes lo forjaron. Me refiero a su ausencia de soberanía. Esta deformación, con todas sus limitaciones, y que hoy se evidencia crasamente con la legislación PROMESA y la Junta de Supervisión Fiscal, no le impidió a aquellos ponerse de acuerdo sobre una visión, elaborar un entendido que les inspiró y les llevó a cualificar la gestión gubernamental como una dirigida fundamentalmente a ampliar y a enriquecer lo público. Partieron originalmente de un interés genuino por atender la pobreza extrema de la Isla, coincidiendo y a veces copiando las pautas que para la misma época se establecían en los Estados Unidos, que sin despreciar el capital que contribuía creando empleos, se valía de todo lo que lo público pudiera ofrecer.

Esa sintonía que se buscó entre el desarrollo económico y los proyectos educativos, en cierta medida funcionó, aunque repito, llena de tensiones y en ocasiones generando engaños al falsificarnos la historia en lo que tenía que ver sobre todo con las valientes luchas que se habían dado y que se continuaban dando por la independencia política que se pretendía escamotear con el ELA. No creo exagerar si sugiero que hubo una mayoría en el país que se sintió parte de un proyecto colectivo en el que se veía la educación tanto escolar como universitaria como un valor. Trabajar para el gobierno era visto como una honra. Sin pretender, nostálgicamente, idealizar la época que, repito, fue tan dura para los muchos que no superaron la pobreza, hasta los policías, tan vilipendiados en nuestra época, eran miembros apreciados de la comunidad. Por ejemplo, se tomaba en serio la Liga Atlética Policiaca y el Club de Bomberitos, lo que hoy nos parece un chiste.

No sé de dónde salía el dinero para ello en un país en el que la mayoría de las calles de los pueblos eran todavía de piedra tosca seca cuando no llovía y fango cuando sí llovía, pero para los que jugábamos pelota estaban las llamadas clínicas con las estrellas de entonces Peruchín Cepedas, Roberto Clemente y Félix Mantilla que yo recuerde, y en aquellos mediados de los sesenta distantes ya se organizaban con entusiasmo torneos locales de baloncesto en las canchas que comenzaban a construirse en residenciales y barrios pobres. No recuerdo que hubiera que pagar por jugar, ni mamás y papás presentes, como pasa en las prácticas y torneos de balompié de esta época, quienes  asisten más bien con la intención de vigilar a los hijos e hijas, pero con la esperanza de que se revelen como verdaderos portentos del deporte y así puedan alcanzar los millones y la gloria que han acompañado el desempeño de Messi y Ronaldo. En aquella época tampoco nadie planteaba la privatización de las autopistas que pronto habrían de construirse en el cuatrienio de 1969 al 1972, unos años que nos transformaron.

A partir de 1969 hubo ciertos aires que modificaron el País, según los habría de haber también en el mundo entero, pero como en todos los demás lugares la transformación nuestra tendría un sabor particular. La música, la sexualidad, las drogas, los medios de comunicación, entre tantas cosas, se comenzaban a redefinir globalmente, pero nosotros además tendríamos un gobierno dirigido por un millonario que quería hacer de Puerto Rico un estado de los EEUU. Mucho cambiaría. El mismo gobierno del Partido Popular Democrático bajo el liderato del pronto a desempeñarse como gobernador, Rafael Hernández Colón, se parecería más al del Partido Nuevo Progresista que él habría de derrotar y ante el cual también perdería, que a los gobiernos que habían sido coordinados por Luis Muñoz Marín hasta el 1964 y por Roberto Sánchez Vilella entre el 1965 y el 1968. Algo ocurrió. ¿Se iniciaba la modernidad tardía de la que se ha escrito tan provocadoramente? Muchos de los entendidos anteriores se fueron a pique y ello afectaría todas las dimensiones de la convivencia, incluyendo la académica, tanto escolar como universitaria. Aquel antropólogo francés muerto demasiado temprano, Michel de Certeau, captaría mejor que nadie el importantísimo lugar que ocuparían las “maneras de hacer de lo cotidiano” en toda consideración política, y la necesidad de desarrollar una nueva concepción para lo universitario.

Las universidades puertorriqueñas fueron impactadas dramáticamente por las políticas federales engendradas naturalmente en Washington tras la llamada Gran Sociedad (Great Society) impulsada por el presidente Lyndon Baines Johnson desde mediados de los años sesenta. La Universidad de Puerto Rico habría de aumentar su estudiantado como nunca antes, al igual que las instituciones universitarias privadas. Fondos federales en cantidades inauditas hicieron posible que cientos de miles de jóvenes ingresaran en estas. En la UPR se irían añadiendo unidades al sistema de colegios regionales hasta llegar a tener once recintos a través de la Isla. La Universidad Interamericana también llegará a tener once unidades docentes a través de la isla y la Universidad Ana G. Méndez tendrá tres recintos mayores y múltiples centros de estudio a través del país. La Universidad Católica, la Universidad del Sagrado Corazón y la Universidad Central (conocida como Los Dominicos), instituciones religiosas, también crecen aunque no tanto. Van surgiendo también desde los sesenta American, Caribbean, la Universidad Adventista de las Antillas, el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y del Caribe, el Centro Caribeño de Estudios Postgraduados (ahora Universidad Carlos Albizu), la Politécnica, Dewey College, el Instituto de Banca y Comercio, entre otras. Desde los Estados Unidos vendrían en su día National College, que luego sería National University, y Phoenix University. Más recientemente también del norte nos ha llegado Nova South Eastern University.

La efervescencia que se vive en aquellos años de fondos federales que parecían no tener límites no solo posibilitó la entrada a instituciones de educación superior  de muchos y muchas jóvenes que sin aquella abundancia no hubieran podido conseguir obtener títulos universitarios. No se puede perder de vista que se crearon también muchísimos empleos, unos dentro de aquellos nuevos centros de estudio, otros fuera. Pero además, la visión que se tenía sobre lo universitario como una experiencia exclusiva y hasta excluyente se transformaría.

No se debe olvidar, sin embargo, que en los años cuarenta, primero a raíz del proyecto populista del PPD y su muy reveladora Ley de la Universidad de 1942, y en segundo lugar como consecuencia de lo que se conoció como el GI Bill, se le abría las puertas de la educación superior, respectivamente, a la juventud talentosa del país y a aquellos jóvenes que hubieran participado en el recién concluido conflicto bélico. Pero en la apertura que se dará a partir de finales de los años sesenta, se dio la impresión de que la entrada al mundo universitario no conllevaba mayores responsabilidades académicas, ni que era el resultado de un servicio que se hubiera rendido. Muchos se incorporaban demasiado fácilmente a instituciones privadas que los fondos federales hacían casi gratis. Independientemente de su desempeño escolar, los beneficiados sentían que tenían vía franca hacia la obtención de una credencial universitaria. Según sabemos, siguiendo al anteriormente citado de Certeau, en aquel momento las concepciones sobre la cultura  sufren una transformación extraordinaria que ya cambiará para siempre lo que una preparación postsecundaria supondría para los que a partir de entonces y felizmente frecuentarían aulas y pasillos de instituciones de educación superior. Y sin embargo, aunque raramente se exprese, se pagó un precio por esta masificación.

Más importante que lo anterior fue que el crecimiento extraordinario de la población estudiantil que se da a partir de entonces tanto en las instituciones universitarias públicas como privadas y cuyo ciclo termina hace alrededor de seis o siete años, no nos llevó a desarrollar un proyecto universitario generoso que atendiera nuestra dinámica social tal y como se había hecho cuando en la nueva ley universitaria de 1942 se había establecido que “al reorganizar la Universidad de Puerto Rico” se habrían de “determinar sus responsabilidades para con el pueblo de Puerto Rico” y utilizar “la riqueza intelectual y espiritual latente en nuestro pueblo y expresada en las personalidades excepcionales que surgen de entre las clases más pobres, las que de otro modo, no podrían hacer asequible los valores naturales de su inteligencia y de su espíritu al servicio de la comunidad puertorriqueña”.  Aquella preocupación por atender las desigualdades sociales y que recuerda a John Rawls, y sin las que no se puede hablar de justicia, debió de haber estado presente también cuando a Puerto Rico comenzó a llegar aquella cantidad extraordinaria de fondos a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta.

Lo correcto hubiera sido llevar a cabo una reflexión seria que generara una visión colectiva para nuestro quehacer universitario en la que se complementaran los esfuerzos que hacían ya instituciones públicas y privadas que llevaban algún tiempo establecidas, como el Sagrado Corazón, la Universidad de Puerto Rico, la Universidad Interamericana, la Universidad Católica y el Puerto Rico Junior College, y se añadieran otras que llenaran los vacíos que teníamos.

Los fondos federales, provenientes de legislación estadounidense, aprobados para atender la visión estadounidense de la educación superior y dirigidos a responder a planes de desarrollo económicos estadounidenses, entre nosotros fueron tomados por unos como una bendición porque servirían para contribuir a la lucha que dábamos en contra de la pobreza, por algunos como evidencia de que su particular ideología política contaba con el respaldo de Washington y por otros como una muy conveniente oportunidad de hacerse de dinero. El resultado fue, naturalmente, que sí se fundaron una gran variedad de instituciones postsecundarias, que tales ayudas sí contribuyeron y todavía contribuyen a la economía del país, aunque no sé si le concedieron ventaja a alguna particular ideología política, y sí, ciertamente algunos sectores lograron enriquecerse a través de ellas. ¿Pero estaremos hoy mejor de lo que estábamos antes de que el País tuviera instituciones postsecundarias en cada esquina? ¿Qué hemos hecho con esta oportunidad que se nos ofreció?

Continuará.

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Rafael Aragunde
Autores

Rafael Aragunde

Por su libro El desconsuelo de la filosofía, Rafael Aragunde fue distinguido en el 2018 por el Instituto de Literatura Puertorriqueña con el Primer Premio de Literatura en la Categoría de Investigación y Crítica. Entre otras publicaciones a su haber están los siguientes libros: Sobre lo universitario y la Universidad de Puerto Rico, Hostos, ideólogo inofensivo, moralista problemático y La educación como salvación, ¿en tiempos de disolución? Fue Rector entre el 2002 y el 2005 de la UPR en Cayey y Secretario de Educación de Puerto Rico entre el 2005 y el 2008. Actualmente es profesor de filosofía en el Recinto Metro de la Universidad Interamericana de Puerto Rico.

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