Hacia una política menos competitiva y más cooperativa
El fin del mundo común ha llegado cuando se ve sólo
bajo un aspecto y se le permite presentarse únicamente
bajo una perspectiva.
–H. Arendt
Por siglos, y de manera generalizada, hemos tendido a priorizar modelos sociales de organización colectiva cuyas dinámicas adoptan criterios y referentes vinculados al autoritarismo y al mesianismo. Una de las características más imperiosas de los modelos autoritarios es su férrea tradición de competencia; de creación o reafirmación identitaria en relación con otro/a que se concibe como enemigo, contrincante o meramente adversario. El autoritarismo, a grandes rasgos, pretende imponer contenidos mediante la eficacia de estrategias propias de la competición entre partes contrarias. El fin de las dinámicas fuertemente adversativas es, de forma lacónica, proyectar sobre otros/as una visión particular de mundo de la vida. La competencia es el artilugio técnico que posibilita esta violencia que se traduce en el ejercicio de poder en virtud de prevalecer sobre la otra persona o grupo. De esta manera, perpetuamos la endeble idea de separación respecto al/la otro/a, y posibilitamos las diversas formas de segregación institucional que nos clasifican infundadamente como distinto/as.
Ya la filosofía aristotélica planteaba, aunque en un contexto muy diferente, la “amistad cívica” (philía politiké) como un antídoto a la discordia entre miembros de una polis. Si bien el ser humano es un animal político desde hace muchos siglos, las diferencias entre los miembros de una comunidad provocan la falta de concordia que la “amistad cívica” intenta corregir. La cohesión cívica que pretende esa especie de fraternidad –utilizando un término ya moderno en la filosofía política– propone prevenir o neutralizar, aunque no negar, las disputas internas de una comunidad. Una idea de cohesión que sería, prima facie, incompatible con planteamientos centrales de teorías de la justicia que priorizan la idea de libertad individual –concepto que no existía en el contexto aristotélico– por encima de postulados de fraternidad.
Uno de esos ejemplos sería la influyente teoría de la justicia de Rawls, que postula como primer principio la prevalencia de la libertad individual sobre el principio de la diferencia, que es donde tendría pertinencia real la cohesión cívica o la fraternidad de estirpe revolucionaria. Sin embargo, el propio Rawls reconoció que ese concepto de fraternidad podría ser de suma importancia en la configuración de valores y principios en una democracia de corte liberal-igualitario. Valores que podrían guiar un aspecto central del segundo principio rawlsiano, donde la redistribución de bienes debería enmarcarse en el objetivo de creación de justicia social. Y es cierto, sin valores que propicien la cohesión social –o la “concordia” en lenguaje más aristotélico– seguramente aumentarían las probabilidades de las desigualdades sociales que se pretenden evitar.
Frente a esta hipótesis, sería pertinente preguntarnos cuál debería ser el papel de la cohesión social en nuestras relaciones políticas, y cómo nuestras dinámicas tradicionales de competición proselitista –que no se reducen a eventos electorales– se relacionan con ésta. No es difícil atisbar que en el contexto puertorriqueño abundan valores y categorías muy autoritarias que distorsionan el concepto mismo de política, convirtiéndolo en un fetiche ritualista más que un proceso de autodeterminación libre y colectiva. Detrás, o entrelíneas, con toda probabilidad el modelo adversativo de la competencia contra el/la otro/a continúa teniendo hegemonía respecto a cómo nos relacionamos y cómo nos concebimos.
La competencia es el modelo de relación inter e intrasubjetivo que se ha institucionalizado tradicionalmente como paradigma moderno, no sólo en asuntos comunes o políticos. Siglos de enseñanza autoritaria y patriarcal, tanto en el espacio privado del hogar, como en la institución de instrucción o formación, han preservado una visión de mundo donde se espera que el ser humano compita contra otro/a ya no por supervivencia, como seguramente fue en otras etapas evolutivas, sino por reconocimiento social o por poder institucional. En terminología de Bourdieu, la relación adversativa, asumida como “natural”, representa cierto capital cultural que contribuye a la reproducción de violencia simbólica. Dicha violencia indirecta perpetúa las relaciones de desigualdad sin que se visibilicen como tales.
La dinámica de competitividad entraña aquella violencia necesaria para imponer un estado de cosas frente a la resistencia que otros/as postulan como medida defensiva. Es una relación intersubjetiva, aunque bajo los parámetros del neoliberalismo también es intrasubjetiva, que utiliza la violencia física, simbólica o socialmente aceptada como herramienta estratégica para derrotar dicha resistencia. De esa manera, se reproducen ciclos de desigualdad de poder sin ser sus agentes sociales enteramente conscientes de sus efectos. Esa presumida separación entre seres, tan central en la Modernidad occidental, se acentúa e incrementa con dinámicas que nos conciben como entidades inevitablemente enfrentadas; ese prisma hobbesiano no trascendido de guerra de todos contra todos.
El marco dualista del cual surge esa segregación (interna y externa) entre personas y su entorno, genera desacuerdos que más que resolverse o trascenderse, suelen enquistarse; suelen convertirse en tabú o simplemente en trauma. Es una dinámica propia, además, de las competiciones deportivas, cuyas tradiciones se han insertado en nuestras relaciones proselitistas y políticas, y viceversa. Sin embargo, existen maneras diferentes de resolver los desacuerdos que surgen en colectivos de individuos con valores, intereses y referentes distintos. Adoptar el arquetipo del déspota, del tirano, del mesías o del caudillo, disminuye las posibilidades de la política a grados mínimos, por no decir que la extingue de plano.
Aunque no lo concibamos en estos términos, cuando entendemos dinámica política bajo parámetros de una lucha de unos/as contra otros/as por la imposición de una idea o un estado de cosas, independientemente de la compresión que tengan los/as afectados/as por esta, reproducimos esquemas de comportamiento similares o idénticos a los arquetipos mencionados anteriormente. Si utilizamos la palabra, el discurso, la creación de una narrativa para imponer(nos) en vez de comunicar(nos) dialógicamente, seguiremos avalando la instrumentalización violenta de nuestras capacidades comunicativas como seres sociales. Reproducir modelos que nos segreguen a raíz de una creación identitaria en contraposición al/la otro/a, por más democrático y habitual que parezca, coarta nuestras posibilidades de cohesión y de consensos –que no unanimidad– sobre asuntos comunes.
Los desacuerdos son intrínsecos a la complejidad de interacciones entre individuos, y entre estos y su entorno. La democracia como sistema de articulación y solución de desacuerdos puede, o bien posibilitar la trascendencia creativa de estos, o bien reprimirlos de una manera muy poco edificante. Concebir las dinámicas políticas como propias de una competición todavía con aires tribales no es, como se puede percibir en nuestra contemporaneidad, la manera más auténtica ni saludable de articular nuestras diferencias. Todo lo contrario, es una forma muy sagaz y hábil de despreciar a quienes construimos como diferentes, y según la contingencia de la correlación de fuerzas del momento, imponernos o ser reactivos ante ellos/as.
Más allá de los puntos álgidos de las teorías deliberativas, participativas o agonistas de la democracia, el profundo arraigo de la competición en gran parte de nuestras culturas –de las llamadas occidentales– se refleja de manera sigilosa en las maneras de entender los procesos políticos, muchas veces reducidos a ejercicios de mero proselitismo partisano. Proselitismo no es política, ni tampoco es equivalente a democracia, pero su confusión suele hallar coherencia con nuestros referentes de liderato y de ejercicio tradicional del poder institucional. La figura del soberano, con sus raíces teológicas y teleológicas, tiende a revestirse y nutrirse de arquetipos imbuidos en dinámicas meramente instrumentales y adversativas. Esto, sin embargo, tiende a colocar a ciertos sectores desfavorecidos de la sociedad en una posición de vulnerabilidad insostenible en nuestros Estados de derechos constitucionales y democráticos.
Esos modelos de autoritarismo, que no por casualidad se han generado dentro del patriarcado que se encuentra en crisis, también van encontrando resistencias en nuevas formas de relacionarnos colectivamente. Como todo proceso, su dilatación es correlativa a las condiciones propicias que encuentra para su desarrollo. Sin embargo, la propia complejidad de nuestras sociedades, así como las innegables posibilidades de los avances tecnológicos contemporáneos, también han complejizado esos esquemas dicotómicos de competitividad tradicional.
El modelo autoritario de dirigentes como Trump, Bolsonaro o Salvini, por decir algunos ejemplos, es el más característico de este tipo de dinámica de construcción identitaria frente al desprecio de quienes construimos como otredad. No por casualidad se les suele identificar con movimientos colectivos protofascistas y fanáticos. Apostar por modelos autoritarios tiene el germen de derivar en el fanatismo más tribal, sectarista e inconsciente. No puede ser de otra manera, ya que es un modelo que no postula el diálogo –mucho menos la escucha– entre iguales como condición de hacer política. Todo lo contrario, su conditio sine qua non es la de cerrarse al diálogo y repetir un discurso, por falso y antidemocrático que sea, que apele a emociones más que al razonamiento o entendimiento.
De esta manera, el autoritarismo tradicional privilegia de forma exclusiva, en muchos casos, la comunicación meramente estratégica o instrumental por la cual puede imponerse por la fuerza. Más que apelar al diálogo consciente entre iguales, apuesta por la reactividad emocional frente quien construye como enemigo. Es una máquina inagotable de generación de desigualdades y segregación a través de varias modalidades de violencia. Su objetivo no es la cohesión social, sino la segregación como estrategia de obtención o preservación del poder institucional. Su motivación no es el bien común, sino el reforzamiento o perpetuación del bien privatizado en una relación social de necesaria desigualdad de bienes primarios y secundarios.
Ahora bien, en los pasados años se han consolidado ciertas tendencias alternativas de entender las relaciones de poder político. Dinámicas que pueden surgir o encontrar resonancia en la heterogeneidad y pluralismo de sociedades cada vez más complejas. La aparición de movimientos más inclusivos, transversales y heterodoxos, particularmente como reacción a esas dinámicas autoritarias, parece ser una especie de interregno entre aquellos modelos políticos más mesiánicos, fanáticos y autoritarios, y aquellos que se van configurando como su potencial transcendencia democrática. Sin embargo, este periodo crítico –en el sentido amplio del término– no está exento de peligros importantes.
Uno de esos peligros puede surgir por la dinámica misma en el tiempo. Es decir, al ser un proceso gradual y evidentemente complejo, no está ajeno –ni siempre en contraposición– a esas categorías y referentes propios del autoritarismo tradicional. Por el contrario, puede surgir como respuesta a este, pero con la amenaza de convertirse en su sucedáneo. En efecto, el autoritarismo no es un partido, movimiento o líder, sino un imaginario que reúne una serie de categorías sociales más arraigadas en la cultura. No sólo en la política institucional se percibe el autoritarismo patriarcal de manera burda. También ocurre en nuestras relaciones humanas cotidianas, tanto en la esfera pública como privada; en nuestros modelos tradicionales de formación educativa y universitaria; en nuestros ámbitos laborales y profesionales y, por su puesto, en nuestros pasatiempos que pretenden suplir de actividad el ocio del que disfrutemos.
De esta manera, lo que es hoy potencia de modelos diferentes, más tendentes a la cohesión social y al reconocimiento del otro/a como interlocutor/a democrático y digno/a, se encuentra en tensión entre las categorías culturales propias del autoritarismo, y aquellas que pretenden negarlo sin convertirse en sucedáneo de este. La tentación de esto último es muy atractiva, porque sería seguir el modelo tradicional, pero con algunas modificaciones. No obstante, sería desaprovechar, en gran medida, las potencialidades que tiene la política concebida como diálogo continuo e inclusivo entre pares cuyas diferencias legítimas provocan aquellos desacuerdos sobre lo común.
Una forma de frustrar el surgimiento de un modelo diferente de relacionarnos sería, sin duda, construir al otro/a, a quien se considerada el adversario, como aquella diferencia a la que no le reconozco en primera instancia capacidad de interlocución democrática. Despreciar, en otras palabras, a quien se proyecta como síntoma del autoritarismo tradicional, como portaestandarte o paradigma al que también construyo como otredad. Esto sería, a su vez, darle paso a la hegemonía de la reactividad emocional en vez de al diálogo con fines de entendimiento. Más que cohesión social, esta peligrosidad latente lo que podría provocar es la reproducción alternativa y modulante del modelo tradicional del cual surgió como su potencial negación.
Frente a esta amenaza de recaer en categorías y referentes tradicionales, es imperante la autocrítica constante. Si antes era y sigue siendo necesaria en colectividades de corte más tradicionalista, con más ahínco lo es en movimientos que se posicionan como la negación de esa madeja de modelos autoritarios que poco a poco vemos como anacrónicos e inefectivos. Un modelo de relacionarnos que pretenda negar los efectos más perniciosos, dolorosos y antidemocráticos del autoritarismo tradicional debe propender a execrar aquellas formas que evitan entender(nos) como seres interconectados e interdependientes. Esa realidad de interdependencia hace imperativo el fin de la cohesión social como condición de posibilidad de una sociedad más justa y sana, más cuidadosa y cuidadora.
Para esto, seguramente habrá que emprender o incrementar una ardua tarea de deconstrucción de aquellos referentes con los que hemos sido formados como agentes sociales. Desde el autoritarismo que suele prevalecer en tantas dinámicas educativas y formativas, hasta las maneras en las que despreciamos a seres humanos por la comisión de conductas socialmente reprochables, el trabajo de depuración democrática –tanto a nivel individual como colectivo– debe volcarse, más que en reaccionar súbitamente, en escuchar atentamente aquello que hemos dejado pasar por alto, aquello que hemos ignorado o que hemos asumido como hábito socialmente aceptado. En efecto, enfrentarnos a nuestros fantasmas.
Con el mensaje político de cambio que se expresó de forma contundente en las pasadas elecciones en Puerto Rico, como colectivo vislumbramos una posibilidad de suplantar aquellas relaciones abierta o solapadamente autoritarias, por otras que sean realmente su negación democrática. El sistema tradicional, representado hegemónicamente por el bipartidismo institucionalizado que ha comprendido/construido la res publica como un patrimonio privado, nos muestra la cartografía de hacia dónde no debemos dirigirnos si pretendemos construir alternativas con materialidad democrática. Desde las formas hasta la sustancial; desde las dinámicas internas hasta las externas.
Por más despreciables que nos parezcan las formas de relacionarse de otros/as, cuyos actos u omisiones pueden infundir importantes grados de sufrimiento, debemos resistir la tentación de asemejarnos a la inversa y catalogarlos como interlocutores indignos en democracia. La cohesión y conciliación social son proyectos que pretenden mitigar ese daño tan corrosivo y doloroso que produce el desprecio por el/la otro/a en esquemas tradicionales autoritarios. Es, en parte, la tarea de aquella “amistad cívica”, mutatis mutandi, que posibilita la cohesión de la polis. Aquel “amor mundi”, en terminología de arendtiana. Para esto, considerar al otro/a como interlocutor democrático, respetarlo/a, pese a las reticencias internas y externas, es necesario para poder sanar las graves heridas que todavía supuran dolor por los ciclos de violencias que hemos reproducido inconsciente y conscientemente.
Más que percibir la fraternidad como elemento subsidiario o jerárquicamente inferior a la libertad individual –entendida primordialmente como libertad negativa–, podemos tomarla como marco referencial de relación intersubjetiva. Sin jerarquías. La libertad individual –el libre albedrío, mejor dicho– suele ser sumamente pobre si impide las condiciones de disfrute de una libertad similar entre seres interdependientes en comunidad. Privilegiar mi arbitrio sobre las necesidades de otros/as no es una ventana hacia una sociedad más equitativa, sino todo lo contrario. No es respetar la dignidad misma de quien es parte integral de una comunidad de relaciones de interdependencia.
Para esto, sin embargo, es necesario tomar en cuenta las emociones en política, como hace décadas se ha enfatizado desde varios sectores de la filosofía. Las críticas a las dinámicas demagógicas que se concentran en la reactividad emotiva no significan, ni deberían implicar, la negación del papel neurálgico de las emociones en nuestras maneras de relacionarnos políticamente. Por el contrario, denota la importancia de cultivar emociones que sean realmente sanas para la convivencia digna entre seres humanos y su entorno medioambiental. Como advierte Nussbaum, los enemigos de la “compasión cívica” no son sujetos particulares, aunque sí sean sus posibilitadores en la praxis, sino emociones humanas como el miedo, la ira, la venganza o la envidia.
El cultivo de emociones que potencien relaciones sanas en comunidad es una tarea tanto bidireccional como interna y externa. Por algo la insistencia de la propia Nussbaum en la educación dirigida no exclusivamente al lucro, sino al cultivo de esas emociones que nos facultan para la empatía, para la compasión y para el respeto a la diferencia. Valores que son necesarios en cualquier democracia. Si pretendemos reducir el sufrimiento individual y colectivo, que debería ser un objetivo democrático central, depurar nuestras emociones y convertirlas en posibilidades de crecimiento en comunidad es una responsabilidad tanto individual como colectiva. Deconstruir nuestras formas autoritarias de concebirnos, de considerarnos como sujetos perennemente enfrentados, es una etapa tan importante para la persona como para la sociedad misma.
En momentos de cambios importantes, ser conscientes de esta enorme tarea, donde se requieren quiebres tanto internos como externos de importantes paradigmas tradicionales, suele ser una ventana de esperanza para contemplar un horizonte de oportunidades. Hablar de amor y compasión en política es extraño solo porque nos hemos acostumbrado a modelos muy patriarcales que postulan el desprecio hacia el/la otro/a; la repetición automática de reacciones emotivas en vez del cultivo de emociones más genuinas y espontáneas. No tiene por qué ser así. Podemos dirigirnos a modelos sociales donde la empatía, la compasión y el amor por el otro/a -independientemente de sus acciones u omisiones- sean valores rectores que posibiliten una mayor cohesión social y menos violencia institucional.