Happy camper
En un reciente y fugaz reencuentro con un amigo de varias décadas, en la lejana y ahora cotidiana Sydney, me preguntaba el también abogado, sin regodeo deposicional, si me gustaba la vida que tenía, que qué tal la ciudad; vaya, que si era feliz.
Nueva York ha sido hogar para mi amigo por casi media vida. Desde ahí ha experimentado las inestabilidades del trabajo moderno, en su caso, apertrechado de relativo privilegio y éxito, sea por su preparación académica de elite o por su inteligencia excepcional. El hombre también ha experimentado la tragedia a distintas velocidades, desde las siempre dolorosas e incompletas relocalizaciones, de Jamaica a Estados Unidos en su adolescencia; hasta la muy veloz tragedia del 11 de septiembre del 2001, un asunto que le tocó vivir en palco, ya que apenas unos meses previos al ataque se habría mudado a dos manzana de las Gemelas (su apartamento estuvo clausurado por meses, y cuando por fin tuvo acceso, le tocó limpiar la densa capa de polvo y muerte; me pregunto cómo se recupera uno de eso).
El que es unos dos años menor que yo, y entregado a un campo profesional muy distinto al mío, el Derecho, provee un espejo extraordinario para pasar revista sobre el estado de situación de mi vida. Con un Caribe a cuestas en común, entre muchas otras coincidencias y afinidades, hablar con él, en ciclos de cinco a diez años, como ocurrió hace unos días, es siempre atravesar el umbral entre pasados que se asumieron y presentes que aún necesitan ser apalabrados, dilucidados, existiendo las aún recientes memorias en un limbo fluido entre el hecho y la imaginación.
Las idas y venidas son plato indispensable de la dieta caribeña, y al amigo lo conocí en momentos donde Nueva York se había convertido en un lugar familiar y Puerto Rico en el recinto extraño, al que aun así regresé voluntariamente en el 1995, tras casi ocho años en tránsito, y en una etapa de vida donde el tiempo contaba con otra textura, un cierto sabor extendido, menos concentrado, lo contrario a las velocidades con las que experimento la vida hoy.
Han transcurrido dos décadas de él allá y yo acá, con el vacío que nos une y separa del amigo en común, a través del cual nos conocimos, y quien muriera de uno de esos cánceres que regresan sin misericordia, el mismo año y a tan sólo meses de que Nueva York y el Pentágono fueran atacados y el mundo entrara en el anti-clímax milenarista del que aún, si me preguntan, no logra escapar.
Vivir análogamente con mi amigo, y no desde la convivencia paralela en una misma ciudad, hace que con cada encuentro, aún lo más pueril y cotidiano adquiera el peso de un poema épico. Uno de esos momentos se dio un viernes en el Manhattan de hace diez años. Esperábamos por taxi, y de la nada el amigo me dijo, “ven, colócate al frente, que el hombre te vea, yo me quedo atrás porque si me ven no van a parar”. Allí experimenté, como nunca, la consecuencia de llevar al Caribe en la piel de maneras más obvias que la mía, que antes lo llevo en la lengua. Puedes tener carrera exitosa, comerte los niños crudos en la cancha corporativa, pero en la calle serás otro negro más a ser estigmatizado por el taxista, quien también, posiblemente, representa a otra minoría étnico-racial, igualmente discriminada.
En este último encuentro en Sydney, la instantánea poética vino en forma de pregunta personal, casual e inesperada: “¿te consideras feliz aquí?”
Y así, el taxi del escrutinio existencial se detuvo, abrió la puerta y me ordenó a entrar. El amigo sin querer, y quizás entregándose al ejercicio de comparaciones con el que tomamos notas de nuestras respectivas vidas y sus devenires, me obligó a pasear por el presente imperfecto. Esta columna es producto de ese insólito secuestro.
Ya es hábito que las preguntas insidiosas, las de close-up y tiro directo a los ojos, desaten en mí el usual mecanismo de defensa que consiste en observar lo más distante, exteriorizar mi aparato físico-sensorial, apoderarme del contexto físico, paisaje inmediato y circunstancia, antes que centrar toda la búsqueda de explicaciones en una mente-laberinto para cuyo close-up uno nunca estará listo, Mr. DeMille.
La discusión de la felicidad desde el “yo” enfrenta innumerables peligros, ya sea el degenerar en una burda promoción de imperialismos culturales que pretenden imponer los entendidos identitarios de unos grupos sobre los otros, con su propio aparato de expectativas de felicidad; o algo aún peor, la desactivación de cualquier capital de inconformidad social, material necesario para enfrentar hegemonías y desbalances de todo tipo. El echarpalantismo, por más que etimológicamente hable de movimiento y acción, es en realidad un dispositivo de complacencia estacionaria, y lo último que quisiera hacer yo, en este repaso de circunstancias personales que decido compartir al cierre del año, es lanzar otra marca más de paz y sosera navideña. It’s (not) a Wonderful Life!
Libertad: la isla como prisión
La pregunta de la felicidad pone a uno cara a cara con los alcances de libertad (real o percibida) que se disfrutan. Tan pronto el dardo inquisidor fue lanzado cándidamente por mi amigo, abracé la noche que me rodeaba, con la seguridad de no ser acechado por el posible asalto o agresión anti-social, que aunque son lugares comunes del expatriado clasemediero, no dejan de tener valor para quien los experimenta como nuevo silencio tras décadas de ruido amenazante. También documenté con la mirada el agua ondulante de la bahía de Sydney, y más allá, el “townscape” de metrópolis de aspiraciones capitalistas e infinitos melodramas de éxito, a los cuales uno podría tener o no acceso; y sí, pude comprobar la isla mental que uno carga y reconfigura en la isla-continente más grande del mundo, porque su liminalidad no es de costas y oleajes desafiantes, sino de ilusiones y expectativas, también de temores y frustraciones. ¿Cuán porosa será esa nueva playa-hogar a la lista de credos y certezas que uno profesa? ¿Aparecerán las mismas barreras que uno previamente conoció? ¿Cuánta restitución de retos será activada por uno mismo y cuánta será endémica a un orden mayor?
El agua es clave aquí, es la que me recuerda las costas del Atlántico y del Caribe, que lo mismo puede ser promesa de desplazamiento a lugares por conocer, que muro azul de autoridad definitiva sobre los que no tienen capacidad de movimiento. Cualquier lugar, el que sea, aún la isla más grande del mundo, puede revelarse en toda su fuerza asfixiante.
Negociar el acto de ser feliz requiere predisposición a reconocer los límites de la libertad que uno goza. Es una buena noticia respirar esperanza, al moverse de la isla-prisión al continente de posibilidad y aventura, pero esa ilusión personal no elimina las libertades que el otro no tiene, y créanme que en Australia abundan los otros, cosa que revela la fragilidad de toda expectativa de libertad, ya sea mirando al Atlántico desde la garita del Diablo, o al mar de Tasmania en ruta hacia el hielo duro de la Antártida.
El debate personal aquí se podría resumir a cuánta realidad social, política y económica deja uno pasar con humor melancólico, o apatía de inmigrante, versus cuánta abordo como ciudadano consciente y solidario, sin garantía de éxito alguno.
Sentido de pertenencia a una comunidad
Tras haberme imaginado independiente e indestructible en vidas anteriores, nada como salir de la cotidiana isla que repetimos a coro, para verme enfrentar el vacío de lo comunitario, las redes que ya no son carne y materia, la necesidad que se tiene por los otros, intensificada ahora por las distancias y ausencias. El sesgo angustioso está en casi todos los productos de escritura con los cuales he batallado en estos últimos dos años, que aunque parezcan excursiones al yo, son actos de invitación a nuevas formas de comunalidad. En esto debo admitir un prejuicio, como tantos otros, y es que de un tiempo para acá no dejo de pensar que quiénes llaman con mayor fervor y frecuencia a actos de solidaridad, usualmente son también quienes menos ejemplifican la vida en comunidad, y de paso quienes más remilgos tienen con la idea del junte casual, y entremezclarse con la diferencia sin demasiado cálculo o sobredosis de cautela.
Salir de tu entorno y empezar en cero, enfrenta a uno a una especie de curaduría social. Ya no es tanto quién o quiénes te escogen, sino a quién escoge uno, y dónde se coloca uno con respecto a él o ella. La mentalidad del inmigrante suele asociarse a un quererse relacionar con todo el mundo; cualquier invitación es una posibilidad de vínculo afectivo, se dice, también de oportunidades de trabajo, crecimiento, conocimiento del lugar, pasado y presente incluidos. Luego el inmigrante, y el luego no puedo periodizarlo con precisión, gana conciencia del poder que tiene al volver a empezar en un nuevo lugar y nueva unidad de tiempo. Si bien existe la urgencia de pertenecer, y ser reclamado por un segmento de la nueva demografía poblacional con la cual convive, el inmigrante siente la urgencia de mantenerse alejado de viejos perfiles de toxicidad, habiendo participado antes, en su lugar de origen, de relaciones estériles. No quisiera uno repetir o repetirse, reincidir en viejos crímenes afectivos.
Más que el sentirme incluido, o solicitado, cosa que atesoro, no lo voy a negar, me percibo feliz en la capacidad de poder ejercer mi derecho a escoger, y dar con redes de personas que fascinan por su inteligencia y bondad. Esa voluntad última, la de escoger, insisto, es quizá la fuente más inmediata de felicidad de la que puedo dar fe. Antes que sentirme orgulloso de mi propia criatura como gran obra de arte, curada a la medida de aspiraciones narcisistas, vicio que no cultivo, reclamo mis redes de afectos como gran logro, creación mutua y colectiva, micro-cosmos de convivencia. Y celebro a esas redes no por su pureza compositiva, sino por sus contrapuntos barrocos, sus absurdos dadaístas, el reguero de perfiles y amores contradictorios que reproducen mi Caribe de melcocha en toda su gloria. Por ese monumento humano, o ruina eterna de posibilidad y regeneración, brindaré una y otra vez en este fin de año.
Lo digo y lo comparto: más que mi formación, experiencia o récord de éxito/fracaso, si alguna cosa me ubica en el radar de una ciudad y país nuevo, es mi voluntad de ser parte de y formar corillo. Ese animal social, torpe y errático, como ha sido mi trayectoria, hoy me cobija y promueve con la más puta de las personalidades posibles. La reciprocidad del puteo mantiene la ecuación socio-afectiva en un balance que es puro gozo, exceso, posibilidad.
Del mismo modo, tras incorporarse uno a un nuevo gentilicio, el del inmigrante, se gana conciencia de la disciplina social que regula los procesos de expulsión en Puerto Rico, donde criterios cada vez más arbitrarios de demonización y eventual castigo son aplicados unilateralmente. Sigo insistiendo en la poca conciencia que el País tiene de sus mecanismos internos de persecución. Por alguna razón, Puerto Rico insiste en negarlos, mientras relega cualquier disfunción a un asunto personal y apellidable, una paranoia del individuo antes que un admitido sesgo colectivo e institucional.
Movilidad
No puedo salir del dogmatismo en este próximo punto. Lo digo sin matiz alguno: la felicidad no llega en automóvil. Creo que gran parte del percibir mi día desde la esperanza, aunque comience cagándome en la madre del primer cabrón con quien me tope en las noticias, viene de haberme librado del auto, de poder moverme con la confianza de que las horas de espera no serán fuente de ansiedad innecesaria; que mis divagaciones no se darán en la penuria de un tapón, que no habrá interrupciones a la vida, entre una burbuja automovilística que enajena y la gravilla que pisará uno después con pie adormecido y mente desorientada.
Vivo la seguridad de que en el tren y en la guagua veré gente, la gente me acogerá en el próximo destino; allí estarán, y allí estaré yo, a pie, siempre peatón. Creo, y lo digo con convicción religiosa, que años de despersonalización ocurrieron montado en auto; salir de ellos es como haber dejado de fumar. Poco a poco aprendes a respirar de nuevo; te cambia el rostro, la dieta, los hábitos de consumo, el cuerpo.
La parte de mí que se sintió prisionero de la urbanización, o del auto que nunca debe detenerse porque, figúrate, ello aumenta el porciento de exposición a la agresión pistolera de la semana, recupera reservas de felicidad que no sabía que tenía por el mero hecho de vivir en una ciudad que me incluye anónimamente desde la transportación pública. No es un lujo, lujo es la manera cómo Puerto Rico se ha permitido diseñar un territorio a la medida del automóvil privado.
Ocio al margen del negocio
Aún los guardianes de la productividad, sicólogos todos, han patologizado la tendencia a dejar que el trabajo nos defina, optando por el tiempo del ocio como parcela primaria de construcción identitaria. Se asume, en los cada vez más comunes evangelios de bienestar, que el tiempo libre es más poroso a nuestra voluntad y capacidad de escoger. Y en momentos donde el trabajo es precario o fuente de ansiedad, desincentivar su rol en definirnos parecería ser una mejor apuesta en ruta a la felicidad.
El tiempo del ocio, sin embargo, deja de ser panacea cuando su acceso está sujeto a las mismas regulaciones del trabajo, sino es que constituye una fuente de extracción de plusvalía aún más cruel que la jornada laboral. Es ahí cuando miro a las ofertas de ocio que no dependen de la compraventa.
Mi romance con las ciudades compactas y reinventadas desde la contemplación, aunque hayan sido pensadas originalmente para la producción, viene de reconocer el valor de las superfluas consideraciones estéticas, y cómo ello da acceso a una forma de felicidad gratis, o casi gratis. Los puertorriqueños, a nuestra manera, valoramos intuitivamente la dimensión contemplativa de las ciudades como experiencia de ocio; ahí está la dominical vuelta del pendejo para demostrarlo. Sin embargo, el que esa experiencia se ubique en el marco de la excepción, mientras la norma sea el deterioro cementicio del suburbio, el aislamiento, o el depender de la distracción aclimatada que provee el shopping mall, o el escenario del televisor con dos abanicos direccionales orientados al sillón, constituye, desde mi perspectiva, la base misma de la feliz complacencia. Y quién es uno para cuestionarles su felicidad. Hacerlo de seguro conlleva acusaciones de elitismo. El derecho a vivir en la pradera suburbana, y a disfrutar de sus frutos, presumo que encuentra apologistas en más de un bando.
Soy feliz al poder moverme sin un dólar encima por una ciudad que redirige su conversación al paisaje de mar, lomas y acantilados. Hasta el equivalente a la “lancha de Cataño” es un momento cotidiano de gran belleza en Sydney. Desde ahí puedo vengarme del gran capital, relegando su paisaje urbano, trofeo de mansiones y rascacielos, a mero telón de fondo, objeto contemplativo, adorno sujeto a la mirada, y no el signo de explotación y destierro que en realidad es. En lo que el capital es abolido (risa nerviosa de fondo), extraerle contenido estético a sus ciudades es lo más cercano a una revolución privada.
Las ciudades que dan la espalda a la belleza como bien público suelen ser lugares de exacerbada inequidad social. Este mal de fondo ético es el que se manifiesta en la aberración estética. Nadie tendría que aceptar como natural un estado de privilegio que privatiza al placer y lo separa de la cotidianidad pública.
La mayoría de las ciudades tienen en común un origen violento. Gente fue abusada, gente se indignó, voluntades políticas encontraron puntos comunes, y en algún momento la belleza pasó a ser prioridad, por razones que tampoco debe uno presumir que partieron de consideraciones éticas o de bien común. Cada ciudad requiere sus propias estrategias de transformación y mejoramiento, contando con que la belleza pueda encontrar espacio en algún apartado de su voluntad política. Sydney, por ejemplo, tiene al exuberante paisaje, y eso ha hecho que los arquitectos se hayan vuelto vagos, y no se esmeren en equiparar sus objetos a la belleza medioambiental que les rodea. Esa ha sido, por así decirlo, su estrategia.
Los objetos arquitectónicos en Sydney son dispositivos telescópicos que miran al paisaje, aunque aporten menos a él. El conjunto, afortunadamente, disimula las fealdades individuales, y logra una masa excepcional, aunque las partes sean ordinarias. Melbourne, que es la otra gran ciudad de Australia, reconoció muy temprano en su desarrollo que el paisaje no era su fuente primaria de gracia, y le correspondió a esa desventaja haciendo de su trazado y de su arquitectura el gran paisaje, en otras palabras, mirándose a sí misma (un poco a la manera cómo en su momento lo hizo la burguesía ponceña). Los objetos “telescópicos” de Sydney, que son piezas arquitectónicas desde donde se mira al paisaje, en Melbourne son las piezas a las que se mira desde el entorno público. Lo ideal sería poder celebrar la belleza en ambas direcciones, del objeto al paisaje y viceversa, pero me conformo con que al menos una sola dirección, un solo ejercicio de mirada devuelva lo que recibo aquí, y sin tener que pagar taquilla o peaje.
En Puerto Rico contamos con naturaleza, luz y un aire relativamente limpio, sin embargo, las decisiones de trazado urbano, orientación y arquitectura han hecho todo lo posible por anular o impedir el acceso a esa belleza gratuita. Y con ello, la forma más barata de ocio, la que podría contribuir a mitigar la violencia que nace de nuestras distancias sociales, en el momento en que no somos empleados y somos meros ciudadanos, queda confinada a ser una excepción remota, ya sea desde lo alto de alguna montaña o desde la vista a Isla de Cabras en una fugaz ventana de tiempo dentro de la burbuja de aire acondicionado, justo antes de girar hacia la bajada de la Calle del Cristo. La gasolina que requiere esa migaja de placer contemplativo revierte lo que debía ser cotidiano en un lujo incosteable y ridículo.
Felicidad es poder disfrutar de lo pequeño cotidianamente. Infeliz es aquel que permite que un panel de burócratas impida el acceso a lo más fácil e inmediato, la belleza de ver y vernos en itinerarios de paseos donde somos ciudad y construimos ciudadanía.
Belleza
La belleza es hoy una mercancía titilante vista desde el lado más oscuro de la barricada, parafraseando a Le Corbusier en su análisis del París decimonónico. Brilla la belleza en todo su esplendor, y así mismo se nos hace ajena. Felices son los que tienen acceso a ella, o porque la entienden, si es que nos vamos a poner esencialistas, o porque la pueden extrapolar a partir de cualquier cosa. Vista en su formato más restrictivo, “la belleza como discurso articulado por un otro que representa privilegio”, y al cual uno sólo puede acomodarse participando de la transacción comercial “que nos embellece”, o nos permite consumirla, la que fuera gran detonadora del placer, la belleza, es hoy es un recurso de agobio infinito. Y no tendría que ser así.
Me reclamo feliz porque puedo inventar belleza, generar mi propio discurso que me hace verla en donde menos sospecharía encontrarla. Para nada reclamo superioridad intelectual, gusto exquisito, entrenamiento especial o refinamiento congénito como armas que me permiten ver algo que otros no pueden apreciar o que ni siquiera tienen el apetito para hacerlo. Es todo lo contrario, reclamo capacidad para desconfiar de las bellezas que me venden y vendieron, algunas a través de la educación formal. Es más, destaco mi derecho a producir belleza porque ejerzo mi capacidad para resistir la norma, antes que defender, por mi función de arquitecto, el acceso privilegiado a definir e imponer modelos estéticos. Esa capacidad no es un talento especial, la tiene todo el mundo aunque no siempre la ejerzan, y si el peligro consiste en terminar con una amalgama relativizadora donde todo es bello y nada escapa a la construcción discursiva de la belleza, y su arbitrariedad, pues que así sea. Una ganancia adicional de esa ensalada incoherente son las conversaciones que desataría intentar organizar los excesos de subjetividad; eso de por sí, es fuente de felicidad. Allá el que extrañe paraísos de regularidad, yo paso de ellos. Qué vivan las diferencias.
Ética
Podría uno fomentar esa halada de cadena del inodoro colectivo, con todos adentro, en ruta al desagüe definitivo, resaltando así el “pecado original” que nos une, la falta ética común que reproducimos individualmente. O podemos, contrariamente, abrazar su reverso, que es la constante búsqueda del momento ético, las ganas de hacerlo bien y reconocer el bien que hacen los otros; la invención de más y diversas maneras de identificar desbalances, opresiones y formas de esclavitud legal, y denunciarlas, combatirlas, alejarnos de las complicidades que ponen sangre y sudor en nuestras manos. Elijo lo segundo.
No hablo de replegarse al optimismo cándido, o a las santimoniosas rutinas de ver el bien, y no el mal, en cualquier persona o incidente. Harto es sabido que ese bunkerizarse en el bien es el pavimento de terrazo pulido en ruta al infierno, personal y colectivo. Hablo, en todo caso, de ejercer la voluntad para juntarse con aquello, aquellos y aquellas que fomentan, aún con dudas y naturales objeciones, la ruta ética. Como esos nirvanas de buenacidad son infrecuentes, uno puede ejercer la opción de escoger del escenario personal o laboral que enfrenta a diario, aquello que tiene mejores posibilidades de multiplicar salud y bienestar. Y claro, la operación requiere embarrarse con el sucio difícil, malpensar de las mejores intenciones, visualizar prospectivamente los escenarios de contradicción donde el bien propuesto fácilmente degenera en calamidad y colaboracionismo en lugar de la resistencia o alternativa emancipadora que imaginaba ser.
Poder proyectar la tragedia, evadirla, o equivocarse en el intento, y dar marcha atrás, sin acumular desdichas, pero tampoco sin dejar de documentarlas o aprender de ellas, es una de esas decisiones simples que está al alcance de cualquiera, y donde la felicidad deja de estar sujeta a las relaciones interpersonales que pueden o no adelantarla.
La parte más dura y cruel, para algunos, es que ese imperativo ético, que siempre encuentra un bloqueo relativista, o el ataque del patrullaje digital, con las acusaciones pre-empacadas de superioridad moral, necesita de buen temple para también saber cuándo arrancar y arrancarse de cuajo. Hay escenarios que piden ser tirados a pérdida. Mejor sumarse a otros cuya curva de éxito y multiplicación de bienestar está a punto de caramelo, que enquistarse en una caída libre de la cual uno siempre puede darse de baja.
Darse de baja es una opción ética. No hay que pertenecer a todo proyecto de solidaridad. Mis mayores sospechas siempre estarán con los que viven permanentemente matriculados en la solidaridad. Vivo convencido de que estos “seres de luz” son los pilotos y co-pilotos de la nave en ruta a su accidente aéreo. Buen viaje, les digo.
Versatilidad, o la posibilidad de ser distintos “mismos” a la misma vez (o alternadamente)
Se han puesto de moda las críticas al “yo”, o al patologizado “yoísmo”. Es una tendencia que tiene como gran detonador a las redes sociales y sus “pasarelas de narcisismo”, así como los intentos cada vez más obsesivos de auscultar el temperamento de la generación de los bebés del milenio, a quienes se les presume yoístas. Tomo nota y concluyo.
Una parte del acceso a la adultez pide definir con precisión cirujana la dimensión del yo. Faltar a ese imperativo social conlleva la denuncia inmediata de inmadurez. Al otro extremo, las recientes cantaletas contra el yo piden ahora dispersión, imprecisión, desmemoria de uno mismo, y acoger como propio el desprecio que otros albergan hacia ti. Porque de eso trata el planteamiento contra el yo, de naturalizar el desprecio, moverlo del asesinato de personalidad (siempre denunciable) al suicidio (que no tiene más sospechoso que al muerto mismo), más allá de la validación de la duda eterna que introduce la crítica al yo, aspecto este último con el cual puedo estar de acuerdo.
A pesar de haber evadido los mandatos que me pedían ser hombre de bien, y evadir ahora las críticas a los pedazos de identidad que uno ha juntado a duras penas, o lo que decido llamar el “montaje final”, aunque incompleto, de personalidad, queda siempre la urgencia de proveer un antídoto, ya sea a los requisitos de “entereza” como a las críticas a sentirse demasiado resuelto, o el “exceso de seguridad”.
Mi respuesta a la pregunta de felicidad que el jamaiquino lanzó, y que implica un mirar a los pedazos del ser, es estética. Si ser es entereza, me declaro incompleto, no porque me falte sino porque me sobra, y no encuentro manera de poner todo en su sitio. Ese exceso de personas que co-habitan — los muchos yo’s en uno —, se resisten a pertenecer a un proyecto de diseño bien pensado y presentadito. Acojo las distancias entre mis propios seres; los proyectos incompletos, las parcelas irreconciliables, las tensiones internas que mantienen a las sucesiones del yo, sino en fila obediente, al menos en el mismo solar de juego.
Sí hay cama para tanta gente en la definición/indefinición del yo. El odio, sea en la forma del auto-desprecio (que es odio ajeno internalizado como propio), o el odio apellidable (aquel que tiene autor reconocible), suele dirigirse a alguna de las muchas personas que habitan en uno. Sin embargo, “uno” siempre puede optar por contemplar el duelo desde alguno de los otros yo’s, de los muchos y tantos que contribuyen a la identidad. Ser feliz es asistir a ese tribunal de acusaciones sin alcanzar un veredicto final, y poder administrar la culpa flotante, nunca declarada como sentencia definitiva, de tal forma que la parte de uno que ande en déficit de amor, sea rescatada por las que gozan de abundancia afectiva. Amarse a uno mismo, en ruta a la felicidad, no es profesarse un amor incondicional y singularizado, sino lograr suficiente quorum de las distintas partes de uno, antagónicas entre sí, en un consenso de perdón y posibilidad. Esa democracia interior siempre será imperfecta, y a veces partes de uno van a querer encarcelar a algunas de las otras que participan de la garata que llamamos identidad.
Ser feliz es poder ser testigo de ese ruido interior, y negociar la lealtad hacia todos esos “yo mismos”, sabiendo que la parte del yo que se sienta traicionada te va a coger de vuelta. Ser feliz es no temerle a esa vuelta. Es, si acaso, anticiparla, tenerle la mesa servida a ese yo antagónico que quiere revolucionar la certeza de los otros. Ser feliz es dejar que el yo desobediente haga su trabajo, hasta que ya no más, hasta que ya no haya más jamaiquinos-espejos preguntando lo que no tienen que preguntar pero que aun así preguntan con amor y una sonrisa bordada de arrugas de expresión.
Acampar en la felicidad, aunque sea la trillada representación de la emoción provisional, contingente y temporera, es, en todo caso, la estrategia que garantiza mayor estabilidad e ilusión plena.