“Hay un milagro que lleva tu nombre”
Nada nos ilusiona. Nada nos convoca. Nada nos convence.
Esa terrible sensación de nada que nos ha mantenido como espectadores desconfiados del devenir del país todo el año, se hace más insoportable con la expectativa de otro año igual o peor. Y nos fastidia la Navidad.
Ni el pitorro más creativo –que con reinventarlo nos ha dado y ahora es de coco, chocolate, acerola, quenepa, etc.– nos enajena lo suficiente de una visión apocalíptica del nosotros como país.
No conozco a nadie que espere el 2015 con el optimismo en diez. Yo tampoco. Y me enfado. Después me entristezco.
Entonces me voy a volar con mi abuela. Me siento en la mesa de la cocina con mis manos pequeñitas y ansiosas por hacerle el lacito a los pasteles.
Me veo en la cocina que mis primos y yo estamos ahora mismo recuperando en la casa de la abuela. Hemos dejado los antiguos gabinetes con sus topes viejos de una formica que ya no viene y está tan sobada que ni el diseño imitando madera se nota. Pero no quise cambiarlos.
“¿Sabes tu cuántas cebollas y pimientos cortó Crucita ahí encima sin tabla de cortar que valiera? No me los toquen”.
La mesa de la cocina estaba perpendicular a esos gabinetes y era más bajita, por supuesto. Lo suficiente para sentarme y alcanzar a amarrar los pasteles aunque me guindaran las patitas flacas de la silla de cromio y pantasota verdeazul.
La vieja colocaba todo en aquella mesa de tope gris imitando mármol: una olla con la carne de cerdo guisada y a temperatura ambiente, otra con la masa de yautía, plátano y calabaza, amarillada por un chorrito de achiote, y tres envases con pasas, garbanzos cocidos y pimiento morrón en tiritas. Al parecer mi abuela no guisaba la carne con todo eso adentro. Lo usaba de adorno. No se para qué, si después se emborujaba todo y nadie se enteraba que vino antes o después. Pero los pasteles de Crucita sabían a gloria, así que algo tenía que ver aquel método.
Acá entre nos, yo creo que lo hacía por mi. Era parte de un ritual privado entre ella y yo.
A un lado tenía unos cuadros de hojas de plátano que la había visto amortiguar sobre la hornilla.
“Para poder doblarlas y darle forma a los pasteles”, me decía cuando yo preguntaba por qué. Yo preguntaba el por qué de todo, como toda niña.
Ahora le ponen un papel por encima. Yo no recuerdo que mi abuela hiciera eso. Eran a hoja pelá.
Lo otro era un rollo de cordón dentro de una cestita con una servilleta de tela doblada encima. Halaba el cordón y el rollo brincaba debajo de la servilleta como si estuviera vivo.
“Para que no se caiga al piso cada vez que lo halo. Eso no es higiénico”, me contestaba a mi consabido por qué.
Ah, también había un pote con manteca de achiote y una brochita como las que usaba mi abuelo el carpintero para encolar. La cola también se hacía en la estufa, pero cuando hacían eso me estaba terminantemente prohibido entrar a la cocina. ¿Por qué? La cola caliente quema hasta el hueso y las niñas desinquietas no pueden entrar a la cocina cuando la están calentando.
Mi abuela no se sentaba. Se quedaba de pie brochando cada hoja de plátano con achiote, poniendo una cucharadota de masa y expandiéndola hasta formar un círculo que no llegaba a los extremos de la hoja. Colocaba la carne, tres garbanzos, tres tiritas cortas y finas de pimiento rojo y tres pasitas, estratégicamente puesto todo por sobre el montoncito de carne.
Aquí viene lo del ritual. Yo contaba las pasitas, los garbanzos y las tiritas. Una, dos, tres. Y quedaba tan bonito que aplaudía. Crucita me cultivó la manía de la simetría bilateral. Y la de enderezar los cuadros en las paredes.
Con mucho cuidado, abuela usaba la hoja para moldear el pastel, encerrar todo dentro de la hoja, aguantarlo con una mano mientras con la otra halaba el cordón de la canastita y de una manera maravillosa le daba vueltas al hilo hasta acabar haciéndole un nudito por arriba y cortándolo del rollo con una tijera.
Hacia dos de esos paquetitos y los amarraba juntos. Entonces me los pasaba al plato vacío que yo tenía al frente. Era mi momento de gloria.
“Házle el lacito a las dos islas de Puerto Rico”, me decía. Los pasteles tenían la forma de la isla, si no, no eran pasteles. Teoría de Crucita.
Tenía que tener paciencia mi abuela. En lo que yo hacía un solo lazo, ella podía hacer cuatro yuntas de pasteles. Pero nunca me dijo que avanzara. Al contrario, me celebraba cada lasito como si fuera fiesta.
Les confieso algo. A mi esa memoria se me confunde. Porque cuando tenía la edad de los lacitos vivíamos en otro lugar. Pero era la misma mesa y por eso mi recuerdo es de esa cocina donde aprendí a cocinar con la abuela y ahora va a ser mía. De la otra el recuerdo es difuso.
Todo el mundo se largaba de la cocina cuando yo hacía pasteles con mi abuela. Nos tardábamos un mundo. Pero yo no siempre estaba de humor para ese juego. A veces prefería correr patines (corrí patines desde los tres años y bicicleta sin rueditas desde los cuatro, que conste). A veces me cansaba después de cinco o seis lacitos y me iba a jugar con las muñecas. Entonces entraba otro ayudante y acababan en seguida. Estoy segura de que las pasitas y los garbanzos se iban para el carajo. O quizás los importantes estaban ya dentro del guiso porque siempre los encontraba dentro de los pasteles. Todavía busco el garbanzo y la pasa en cada pastel.
No se crean que jugar con muñecas para mi era vestirlas y pasearlas en cochecito. Para mi era más complicado. “Nieta de carpintero no sale albañil”, decía mi abuelo orgulloso de que a mi me gustara construir cosas. Yo le hacía los roperos y las cunitas a mis muñecas, además de ropa y medias. Porque también era nieta de costurera. Además de cocinar, Crucita cocía en una vieja maquina Singer de pedal a la que mi abuelo le había hecho alrededor del hierro un mueble hermoso con muchas gavetas. Yo tenía una mini maquina de coser con aguja de verdad. Aprendí desde chiquita a no hincarme ni coserme un dedo. Es más, sorpréndase de saber que a los ocho surcía medias metidas en una bombilla.
Yo guardaba las cajas adecuadas para cada ropero de muñeca. Cuando descubría una no cejaba hasta que me la regalaban. Le tumbé varias a la señora que me cosía la ropa a mí. Sí, yo tenía modista. Era la mamá de Carmita Jiménez. Amiga de mi tercera mamá, mi tía Noemí. Esa señora le cocía a su hija la cantante, a grandes artistas y a la pitufa de mi casa que era yo. Siempre tenía unas cajas espectaculares para mis roperos, rectangulares y hondas. Cuando no conseguía de esas usaba cajas de zapatos.
Las cerraba bien por todos lados con cinta adhesiva y con la ayuda de mi tío (no me dejaban usar la navaja todavía) les abría unas puertas hacia los lados en la tapa del frente. Por los costados le hacía un rotito con un lápiz y mi tío – again – me cortaba unos palitos redondos de los del taller de mi abuelo y le hacía un rotito a cada extremo. Entonces yo se los ponía dentro al ropero a la altura de los rotitos y los sujetaba con dos tornillos pequeños. Sí, sabía usar un destornillador desde chiquita.
Si no me quedaba derecho el palito me entraba una perreta. Otra manía, aprendida esta de mi abuelo. Cuando veo un cubre falta de un interruptor virado me dan ganas de matar al chapucero.
Una vez hecho todo eso con la caja, llegaba el momento de forrar el ropero con papel crepé (con pega blanca de escuela). De un color diferente para cada muñeca. Entonces lo adornaba con estrellitas de las que usaban las maestras en la escuela.
Secreto. Cuando salió la primera Barbie, ya yo tenía doce años y leía a escondidas las novelas de Corín Tellado de mi tía Ruth. Me hice la indiferente por un rato, pero no pude resistir la tentación y mi mamá me trajo mi primera Barbie de Nueva York en la Navidad del 59. Me boté con el ropero. Era amarillo con estrellitas doradas.
Me pregunto cuántos niños y niñas tienen hoy la dicha de hacerle lasito a los pasteles y roperos a las muñecas. En momentos en que los juguetes serán menos que en años anteriores, deberíamos contribuir todos a inculcar en los niños hacer roperos de cartón y lacitos de cordón.
Tampoco es tumbarle la ilusión de Santa Claus y los Reyes Magos. En Puerto Rico siempre se celebró la Navidad antes de 1898 y siempre había regalos el 25 de diciembre fun fun fun. Los regalos los traía el Niño Jesús.
El hecho de que Santa Claus llegara con los gringos le creó mala fama entre los independentistas en Puerto Rico. Pero el viejo no tiene la culpa. El consumismo es el que tiene la culpa.
Santa Claus en español es Papá Noel (nōel es el francés para navidad) y todo se remonta a la misma vaina que los Reyes Magos; la religión cristiana.
El original era el obispo cristiano griego de Nombre Nicolás de Bari que era loco con los niños y tenía la manía de regalar todo lo que podía empezando por sus bienes propios que los regaló de adolescente para entrar a un monasterio. Suerte que eso fue en el 280 en Myra, una ciudad de lo que ahora es Turquía. Porque si llega a ser en Puerto Rico ahora tendríamos sospechas de pederastía y corrupción en el pobre Santa.
Pero el sincretismo cristiano nos lo trajo por la vía equivocada: la invasión. Y para algunos puristas, Santa Claus no existe.
Para mí desde siempre mientras más personajes vestidos de carnaval me traigan regalos en Navidad, mejor.
Lo que me trae a dos anécdotas más de mi niñez.
La primera cuando le pregunté a mi papá si de veras de veras Santa Claus vivía en el Polo Norte. Papi, que era cartero, se llevaba siempre a tiempo mi cartita para el gordo. Esa Navidad sospeché del Polo Norte. Ismael me juró que sí, que Santa Claus era de allá.
“¿Y por qué lo ponen blanco de ojos azules si es esquimal?”.
Nunca obtuve respuesta.
La segunda es más profunda. Es algo que se lo escuché por primera vez al pastor de la iglesia de mi abuela, el reverendo Francisco Colón Brunet. Después lo he leído muchas veces y lo he escuchado a mucha gente. Pero la primerita vez se lo escuché al reverendo en la Primera Iglesia Bautista de Río Piedras.
Yo estaba como siempre donde no debía. No había querido ir ese domingo a la escuela de párvulos y me quedé en la nave principal al lado de mi abuela. Colón Brunet no me vio. Le hablaba a los adultos. Era diciembre. Obviamente le decía a su congregación cómo enfrentar a los niños cuando preguntaban si Los Reyes existían. Obviamente no le hice caso alguno al sermón, pero cuando oí la palabra mágica se me pararon las orejitas. ¡Reyes!
No entendí bien en ese momento lo que dijo. Pero nunca olvidé que al final era algo así como creer en los milagros y que a los pibes había que decirnos: “Siempre hay un milagro que lleva tu nombre”.
De regreso a casa me pase preguntándole a mi abuela si era verdad que había un milagro con mi nombre. Había entendido bien clarito que un milagro era la palabra adulta para regalo.
Colón Brunet no me engañó. Ha habido muchos milagros con mi nombre. Mi hija Gabriela y Graciela son mis milagros favoritos.
Invéntense el resto del cuento para los niños porque yo no me acuerdo.
Pero recuerden terminarlo siempre con la verdad:
“Hay un milagro que lleva tu nombre”.
Repítanselo a los amigos para que dejen de pensar por un momento lo jodidos que estamos. Hay un milagro que lleva nuestro nombre.
Hasta el año que viene.