Hijas de la Rosa
Es un magisterio el suyo que tiene mucho de maternidad, de concepción desde el placer y parto sin dolor porque practica la mágica combinación de esfuerzo y paciencia que supone el arte y la ciencia del aprendizaje continuo. Profesora universitaria y maestra de vocación, a la Rosa, como algunos la conocen, no le han faltado espinas en el camino, mas nada la detiene en el laborioso empeño de encontrar un lenguaje teatral que rebase la palabra y el proscenio para dialogar con las circunstancias retadoras del no país que le tocó en suerte. Y no ha sido el lar nativo un bello jardín como el que nuestro romántico poeta José Gautier Benítez vislumbrara desde el, en apariencia, edénico siglo diecinueve. Pero la Rosa no se amilana ante las adversidades sufridas en las postrimerías del pasado siglo y los comienzos de este. Por el contrario, florece en ellas.
Cultiva la Rosa el talento de jóvenes estudiantes, aprendiendo con ellos y de ellos, educando y educándose en consecuente polinización de gestos significantes, preguntas imperativas e identidades tan cambiantes como apremiantes. Elabora desde la práctica histriónica siguiendo sabios y variados legados de nuestros mentores Gilda Navarra, Augusto Boal, Osvaldo Dragún, el Bread and Puppet Theater de Peter Schumann, Miguel Rubio y Teresa Ralli del grupo Yuyachkani y Arístides Vargas con Charo Francés del grupo Malayerba. Lo que sí es, que en la Rosa, estas savias teatrales exhalan nuevos y seductores aromas, coloridas y embriagantes fragancias que nos conducen de modo inexplicable a un conocimiento a través de los sentidos revelándonos misterios sin romper del todo el encantamiento.
Desde los comienzos de su añejado florecer, la Rosa prologa cada montaje con un desfile o procesión, un coro, una audiencia reflejada en la escena, otro yo multiplicado y magnificado que nos representa en el proscenio o fuera de él, deambula, explora y marca el territorio propio de la aventura. Más que expositiva, esta obertura, casi siempre musical y primorosamente coreografiada, supone una vuelta de tuerca, establece un tono, nos prepara para adentrarnos en otra realidad y aceptarla como promesa propia y placentera. Y lo cumple. Pero, ¡ojo!, también ofrece pistas falsas que luego serán retomadas y trastornadas.
En Hij@s de la Brenarda, las hijas toman a la audiencia por asalto de simpatía y gestualidad invitadora. En ocasiones, si el clima lo permite o el accidente feliz lo provoca, desde la calle o el vestíbulo y la platea, cantándonos, bailándonos, abanicándonos, las hijas hacen que nos sintamos como en casa, no la casa de Bernarda Alba, sino la casa de sus hijas y ahora la nuestra. Pero pronto sabremos, cuando la Poncia (interpretada por la propia Rosa) abra la puerta, que esta sigue siendo, pese al bullicio callejero, una casa clausurada por el luto donde la alegría, no obstante la alborotada pugna por la silla, no logra todavía asentarse.
Este cambio de registro tanto en el movimiento actoral como en la música, luces y la inspirada utilización de espejos, abanicos, mantones, zapatos y castañuelas establece el ritmo de una puesta en escena plena de sorpresas, viajes espacio-temporales que significan, sin definir del todo, un acontecer que mantiene en sostenida expectativa al espectador.
Estas hijas de la Bernarda viajan el universo musical y sentimental de nuestra América que ama, goza y sufre en español de aquí y de allá, de ayer y de hoy. Su sublevación contra la tiranía matriarcal lo es también contra el patriarcado universal. La negación del deseo consigue, a su pesar, multiplicarlo. La pietá de brazos en cruz con cadáver ausente se transforma en crucifixión erótica del hombre por la mujer posesa por el amor y poseyendo al varón. “¡Pepe el romano es mío!” susurran, proclaman, gritan solas y a coro las hijas de la Bernarda.
No obstante, la Bernarda taconea su dominio, marca el perímetro de la casa con paredes invisibles y puertas transparentes, clava al piso el silencio, gira el molino de sus brazos y calienta el aire con su aliento anunciando la lluvia de su roja cabellera. Jeanne d’Arc Casas logra con virtuosismo ejemplar transformarse frente a nosotros de madre viuda y déspota en novia ardiente y luminosa, de muerte oscura a sonrisa contagiosa presta al placer. Sea con taconeo o castañuela, enronquecida voz o mirada incandescente, en ominoso silencio o inmovilidad amenazante, su esencia nos conmueve una y otra vez. En su asombroso desempeño como coreógrafa e intérprete en el rol dual de bailarina y actriz, nuestra protagonista le hace honor a un nombre preñado de significados: Jeanne d’Arc Casas.
Pepe el Romano, que nunca aparece en el texto original de Lorca, en Hij@s de la Bernarda, personificado por Jesús (Pito) Miranda, nos regala en su dueto con Jeanne d’Arc Casas una interpretación inolvidable del hombre como objeto del deseo que en la elocuente discreción de su lenguaje corporal se somete por entero a la pasión de la pareja.
Los colores negro, rojo y verde de velos, mantones, abanicos y labios nos hablan sin palabras bajo las luces y penumbras de Juan Fernando Morales, quien establece, dentro de su sugerente escenografía con la matización de cálidos ámbares y gélidos azules, todo un tránsito emocional en el rostro y figura de los actores, un poema de color en la luz, de amargura en las sombras.
Y es que en esta puesta en escena, nada está puesto, todo transita, cambia, se modifica de manera insospechada. El entramado de ritmos y melodías tan diversas como pertinentes en la imbricación escénica de Rafael Martínez, Pilli Aponte y Enrique “Peru” Chávez, se apoderan cual enredaderas de la casa enlutada, la implosionan, pero también derriban falsas fronteras nacionales en el lenguaje universal de la música al servicio del sentimiento. Nos hermanan las penas y alegrías en tango, bolero y rumba, ranchera, balada, cante jondo y aguinaldo.
Para quienes no recuerden que la Rosa comenzó su viaje por las tablas como actriz, aquí ella nos demuestra madurez e intensidad impactantes en sus breves, pero determinantes intervenciones en el múltiple papel de dramaturga, directora, presentadora y actriz. Es tanto la regidora de escena que anticipa a la Bernarda como una simpática alcahueta o un gris heraldo de la muerte. Establece los ritmos y tiempos escénicos, anticipa y provoca el acontecer de modo tan magistral como magisterial.
Y, por supuesto, está el coro que es mucho más que un conjunto de danzantes-cantantes-actores. Se desempeña este cuerpo de baile en ocasiones como un solo cuerpo desmembrado buscando unirse o que, forzado a la unidad, lucha por separarse y establecer el deseo soberano. También, en un solo cuerpo multiplicado, se desata la lucha manifiesta en brazos y piernas sublevados, torsos torcidos, rostros desencajados como si el cuerpo luchara incansable por poseer el ánima que lo porta tratando de dominar a su vez el espacio circundante. Juntos o separados, en deslumbrantes solos o delirantes y atléticas combinaciones, las hijas ejecutan la danza de la dominación y la libertad. No puedo concluir esta reflexión sin reconocer con nombre y apellido a estas hijas de Lorca y de Márquez. Son ellas: María Alejandra Castillo, Kiani del Valle, Beatriz Irizarry, Marili Pizarro y Cristina Lugo.
Como un ejemplo más del proceso colaborativo que rige este poema escénico, Jeanne d’Arc diseña la coreografía del coro en conjunto y cada integrante crea su participación individual en armonía con el todo. En ocasiones los cuerpos se desplazan por el piso, lo escriben con tiza transformándolo en pizarra escolar donde dejan la huella de sus nombres para luego borrarlos en la danza, los pies negando lo que las manos nombran. Identidad de una, borrón de todas, realidad de todas, fantasma de una.
Por azares del calendario laboral, la Rosa tuvo que sustituir a una de las hijas por el bailarín Jaime Maldonado que le añadió otro giro de tuerca al andamiaje de esta edificación teatral. Sin pretender ocultar el género del intérprete, el travestismo evidente matiza y trasciende una visión esquemática de la pieza. Hijo o hija, madre o padre, patriarcado o matriarcado, lo que tanto Lorca como Márquez expresan en escena es el conflicto con la autoridad, la lucha por la libertad, el poder del deseo, el cuerpo como casa liberada.
Si la casa de la Bernarda concluye tapiada por el doble luto, la casa de la Rosa se alza al final en procesión verde como fortaleza y bastión de las hijas. La casa de la Bernarda queda atrás, los cuerpos violan el muro. Tan solo el silencio permanece sepultado.