Historia con pistolas

Imagen parte de la exhibición «Guns in the Hands of Artists» (2014), Jonathan Ferrara.
Para sus más fervientes defensores, esta disposición garantiza el derecho de los individuos a poseer y portar armas y ese derecho es uno de los que protegen la libertad individual contra cualquiera que pretenda limitarla. Es un dispositivo contra la tiranía. Es tan importante y fundamental como las libertades de expresión o de imprenta, reconocidas por la primera enmienda. Es parte de la identidad de la democracia estadounidense.
Para otros, los defensores del «gun control», el culto por la posesión y portación de armas de los primeros raya en lo irracional. Tampoco tiene base constitucional: según ellos la segunda enmienda se refiere a la creación de «una milicia bien ordenada» y no a un derecho individual a poseer o portar armas. La necesidad de una «milicia bien ordenada» se satisface con las guardias nacionales de cada estado. Según ellos, tampoco es cierto que el culto de las armas sea parte esencial de la cultura americana, como hacen creer los defensores del derecho ilimitado a poseer y portar armas.
Los primeros lograron una victoria legal importante cuando, en 2008, la mayoría del Tribunal Supremo determinó que la segunda enmienda sí garantiza el derecho individual a poseer y portar armas (el caso District of Columbia v. Heller). Los segundos consideran que esta es una decisión errada más de un tribunal cada vez más retrógrado y conservador en todos los terrenos (derechos de la mujer, laborales, migratorios, etc.)
El libro Loaded. A Disarming History of the Second Amendment (San Francisco: City Light Books, 2018) es un comentario fascinante sobre este debate. La autora, Roxanne Dunbar-Ortiz, ha publicado otros estudios y memorias, centrados en la historia de los agricultores pobres y los pueblos indígenas en Estados Unidos. De hecho, este ensayo es mucho más que una discusión sobre el tema de la posesión y portación de armas: es un recorrido por buena parte de la historia de Estados Unidos. Según la autora, entender este problema exige explorar críticamente muchos aspectos de esa historia.
Dunbar-Ortiz difiere de las dos posiciones que resumimos anteriormente. A los defensores del «gun control» les advierte que sin duda la segunda enmienda reconoce el derecho individual a portar armas. La Carta de derechos entera se refiere a derechos del individuo. La «milicia bien ordenada» a la que la enmienda se refiere son cuerpos organizados por los ciudadanos, más allá del ejército y las milicias organizadas por el gobierno. Por otro lado, no hay duda de que el apego a las armas, el culto y amor por las pistolas y armas de fuego es parte de la cultura, casi de la identidad, estadounidense y no es algo manufacturado artificialmente por la National Rifle Association (NRA) o los fabricantes de armas. Pero, contra la NRA y los abogados del derecho a poseer y portar armas, Dunbar-Ortiz advierte, sin embargo, que la segunda enmienda y los derechos que reconoce nada tienen que ver con la noble defensa de la libertad del individuo o de la democracia ante posibles enemigos o la tiranía.
Tienen que ver, al contrario, con dos aspectos poco admirables de la historia de Estados Unidos: el desplazamiento de los pueblos indígenas y la esclavitud. Dicho en dos palabras: las milicias y las armas que menciona la segunda enmienda, ratificada en 1791, eran necesarias para matar indios y controlar a los esclavos y negros libres. La primera dimensión fue la más importante al principio, la segunda se hizo más importante con la expansión de la esclavitud hasta 1860. No es coincidencia que tanto años después exista una gran afinidad entre el nacionalismo blanco racista y antiinmigrante, representado por una figura como Trump y la defensa casi religiosa del derecho a poseer y portar armas y el culto de la segunda enmienda: ese vínculo ya se encuentra en la redacción de la segunda enmienda y la fundación de Estados Unidos. Pero no nos adelantemos.
Todos recordamos que la Declaración de Independencia de 1776 culmina el creciente conflicto entre las Trece colonias y el gobierno británico. Los habitantes de las colonias se rebelan contra las arbitrariedades e imposiciones del gobierno del Rey Jorge III. Dunbar-Ortiz nos recuerda el lado siniestro de este proceso que por lo general se presenta como una mera exigencia de libertad: la libertad que las colonias proclaman y la independencia que conquistan se plantea, no solo contra el gobierno británico sino también contra los pueblos indígenas. A la victoria contra el gobierno británico le seguiría la intensificación de la guerra contra los pueblos indígenas durante más de un siglo, hasta prácticamente el final del siglo XIX.
Más concretamente, camino de la revolución americana, una de las disposiciones del gobierno británico que más indisponen a los líderes y habitantes de las colonias fue la Proclama de 1863 que prohibía los asentamientos blancos al oeste de las montañas Apalaches y Alleghenies. La medida de la corona inglesa intentaba evitar roces y conflictos con las naciones indígenas. Contra tal disposición los colonos americanos defendían la posibilidad de expandir sus asentamientos a costa de los pueblos indígenas: sus protestas contra las acciones del gobierno británico también correspondían a su proyecto de colonización del continente. El famoso Stamp Act de 1765, que tanto indignó a los colonos blancos, era un medio del gobierno británico para financiar la puesta en vigor la proclama de 1863. La misma Declaración de Independencia, siempre vista como documento de la libertad, denuncia al gobierno británico entre otras cosas por ayudar a los «salvajes» que amenazan a los colonos.
La Declaración de Independencia ante Inglaterra fue también casi una declaración de guerra contra los pueblos indígenas: una de las libertades que se conquistaba con la independencia de las colonias era su libertad para seguir apropiándose del continente atacando, desplazando y aniquilando a sus ocupantes anteriores. Tal desplazamiento suponía violencia contra esos pueblos y más violencia en respuesta a la resistencia que el desplazamiento provocaría. La independencia de las colonias, plantea Dunbar-Ortiz, «opened a new chapter of unrestrained racist violence and colonization of the continent». En ese proceso tenía que participar y participó buena parte de la población. Ese es el origen de la segunda enmienda. Según explica Dunbar-Ortiz, «the voluntary militias described in the Second Amendment entitled settlers, as individuals and families, to the right to combat Native Americans on their own.»
Los contemporáneos e historiadores han dado distintos nombres a las incursiones, ataques y guerras de los colonos blancos contra los pueblos indígenas: «savage wars», petite guerre, «first way of war», «irregular war» y «unlimited war», entre otras. Lo que caracteriza esta violencia prolongada son los ataques a no combatientes (mujeres, niños, ancianos) y la destrucción de aldeas y recursos agrícolas. Se trata de guerras genocidas que intentan aniquilar, no solo ejércitos o gobiernos, sino a los pueblos agredidos. Había que defenderse de los «indios», que removerlos de sus tierras y que desear y acelerar lo más posible su desaparición. Desde principios del siglo XVII hasta finales del XIX se desarrolló esta guerra irregular que ha dejado una larga estela en la sociedad estadounidense, aunque la cultura oficial y dominante no quiera reconocerlo. Desde Daniel Boone a Andrew Jackson, pasando por George Washington, todas las figuras mitológicas de la fundación de Estados Unidos participaron en este proceso. El negocio de Boone, famoso como explorador y cazador, y de Washington en su juventud, era entrar en tierras indígenas, ocuparlas, medirlas y dividirlas y venderlas a colonos que a su vez tendrían que armarse y organizar milicias para «defenderse» de las poblaciones desplazadas. De ahí las famosas milicias y el derecho a poseer y portar armas de la segunda enmienda. Jackson (miren el billete de veinte dólares y verán su imagen), participó en las guerras y desplazamiento de los «indios» a todos los niveles: como jefe de milicias, como general del ejército y como presidente. Desde la presidencia prohibió la presencia de los indígenas al este del río Mississippi y los relegó a lo que se llamó territorio indio, del cual serían desplazados posteriormente.
Pero las armas de fuego en manos de los colonos blancos no solo servían para mantener a raya y desplazar a los «pieles rojas». También eran necesarios para controlar a las pieles negras. La esclavitud suponía que una parte considerable de la población blanca participara activamente en la reproducción del orden esclavista. Las patrullas de esclavos (slave patrols) y grupos de vigilantes podían y debían intervenir para detectar y atrapar esclavos fugados y para evitar que otros intentaran la fuga, para lo cual debían vigilar a toda la población negra, incluyendo los negros libres. El derecho a poseer y portar armas era parte de esa participación en la represión de la población esclava y negra. (Dunbar-Ortiz también desmonta la idea de la caza como motivo del apego a las armas o la segunda enmienda y el mito del cazador, fomentado por una extensa literatura.)
El final de la Guerra civil en 1865 no fue el final de las dos formas de violencia que hemos indicado. Muchos veteranos de la guerra del victorioso ejército de la Unión se trasladaron al Army of the West para seguir empleándose en la guerra contra los Nativo Americanos hasta el final del siglo XIX. En el sur, los partidarios de la derrotada Confederación esclavista y enemigos de cualquier cambio democrático en el Sur favorable a la población negra se organizaron en cuerpos armados, herederas de las antiguas patrullas esclavistas, entre los cuales el más destacado sería el tenebroso Ku Klux Klan. Antiguos soldados de la confederación crearon decenas de clubes de tiro (rifle clubs) con igual objetivo. Al armarse para crear una milicia contra los libertos y sus aliados y para asegurar un sistema de privilegio racial en la antigua confederación se acogían y eran fieles al impulso original de la segunda enmienda, al igual que los que se armaban para aniquilar a los indígenas «salvajes» y «hostiles».
Entre 1900 y 1940, más de seis millones de afroamericanos emigraron del Sur segregacionista a las ciudades del norte de Estados Unidos. Entre 1940 y 1950 un millón y medio más emprendieron el mismo camino. Así existirían cuerpos de policía casi exclusivamente blancos, en los que predominaban actitudes racistas, vigilando a grandes comunidades negras (el caso más notorio fue la policía de Los Ángeles dirigida por William Parker de 1950 a 1968). El origen de no pocas de sus prácticas y actitudes se puede rastrear hasta las patrullas de esclavos de la época de la esclavitud. De igual forma, las prácticas y actitudes de no pocas guerras e intervenciones de Estados Unidos en el siglo XX, de Filipinas a Vietnam hasta Irak y Afganistán encuentran su modelo en la guerra irregular contra los «pieles rojas». Dunbar-Ortiz discute el tema con más detalles de los que aquí podemos incluir, comentando las ideas y acciones de figuras como Theodore Roosevelt, tanto en términos de sus actitudes racistas, imperialistas y su contribución al culto de las armas de fuego. Para muestra un botón más reciente: el mensaje informando de la aniquilación de Osama Bin Laden al presidente Obama decía «Gerónimo está muerto». En pleno siglo XXI, a quien había sido definido como el enemigo número uno de Estados Unidos se le daba el nombre de un guerrero nativo americano. Los que diseñaron esa operación todavía están peleando con los indios.
Y no son los únicos. Empezando con la orden de desegregar las escuelas luego de la decisión Brown v. Board of Education en 1954, la década de 1960 y principios de 1970 fueron un periodo de grandes luchas y grandes conquistas democráticas de los negros, los latinos (incluyendo los puertorriqueños), las mujeres y la gente LHBTT contra la discriminación y el racismo, incluyendo el abuso policiaco. Pero esto no dejó de provocar una respuesta a todos los niveles, desde el nacimiento de nuevos grupos y milicias racistas al surgimiento y ascenso de una nueva derecha, a veces abierta a veces solapadamente racista, dirigida a detener y revertir los logros de aquellos movimientos. Algunos capítulos en ese proceso fueron la creación y campañas de grupos de ultra-derecha como la John Birch Society; la campaña del candidato republicano a la presidencia Barry Goldwater en 1964 y la del gobernador segregacionista de Alabama George Wallace poco después; la victoria de Ronald Reagan en 1980 y la consolidación del nuevo conservadurismo al amparo de su gobierno; el surgimiento de una tupida madeja de think tanks de derecha, incluyendo los financiados por los hermanos Koch (uno de ellos antiguo miembro y fundador de la John Birch Society), que también financiarían el movimiento Tea Party bajo la administración Obama que preparó el terreno para la victoria de Trump, que a su vez ha envalentonado las filas de las distintas vertientes del nacionalismo blanco racista y anti-inmigrante, anti-mujer, islamofóbico y homofóbico.
Parte de ese ascenso de la nueva derecha fue la captura de la National Rifle Association en 1977 por sectores afines encabezados por Harlon Carter, un antiguo oficial de la guardia de frontera de Estados Unidos (Border Patrol) que había coordinado la llamada Operación Wetback contra inmigrantes mexicanos y latinos (nombre abiertamente racista: wetback es el término despectivo usado contra inmigrantes sin documentos provenientes de México). La vigilancia de los mexicanos tiene una historia más antigua, que Dunbar-Ortiz discute pero que no vamos a detallar aquí: luego de la guerra de agresión de Estados Unidos en 1846 lo que hoy es el suroeste de ese país fue tomado de México, incluyendo su población mexicana que también sería sometida a formas de vigilancia y desplazamiento.
Irónicamente, la nueva derecha de la década de 1970 en adelante se nutre de la crisis y los males provocados por el capitalismo cuyos dirigentes defienden acérrimamente. Su mensaje va dirigido a los millones de trabajadores blancos golpeados por el desempleo, los trabajos precarios, los salarios, la desindustrialización de regiones enteras, el deterioro de la infraestructura de ciudades y comunidades y el impacto en las relaciones personales y familiares de este deterioro material. El mensaje de la nueva derecha es sencillo: la culpa de estas calamidades la tienen, no el capitalismo, no las políticas neoliberales de recortes de impuestos a los ricos y reducción del sector público que ellos promueven, sino los negros, los inmigrantes, las feministas, los musulmanes y los homosexuales. Y añaden: se han quedado con el gobierno. Se han quedado con los empleos. El gobierno federal está a su servicio desde la orden de desegregar las escuelas hasta los programas de welfare. Con sus aliados liberales han destruido la economía y la familia. Hay que defenderse contra ellos. Hay que retomar el país. Hay que hacer a «America great again.» Y una de las cosas que los liberales quieren hacer es quitarnos nuestras armas.
La defensa de la segunda enmienda se convierte así en un mandamiento de la nueva derecha. La pistola se convierte en el símbolo del privilegio blanco que se siente amenazado. Dunbar-Ortiz indica que 82% de las armas en Estados Unidos están en manos de blancos, 74% en manos de hombres, 61% en manos de hombres blancos (que son 31% de la población). La razón principal con la que se justifica la posesión de armas es «protección». Y la autora pregunta: ¿protección contra qué? Sin duda aquí sigue operando el miedo y rechazo contra los otros: los negros, latinos, inmigrantes, musulmanes, etc. Poseer una dos, tres o más armas de fuego y la fantasía y realidad del poder sobre otros que confiere, se convierten en el consuelo de más de un hombre blanco, golpeado por el capitalismo, pero al que se le hace creer que esos golpes son culpa de los inmigrantes, los negros, las mujeres, los musulmanes o los homosexuales. Pero el punto de Dunbar-Ortiz es que esto, como hemos visto, no es algo nuevo, ni una perversión de la historia, ni una tergiversación de la segunda enmienda: es enteramente fiel a los orígenes y a la razón de ser de esa estipulación, de todo un aspecto de la Declaración de Independencia, de la condición de Estados Unidos como estado fundado a través de la guerra y exterminio de los pueblos indígenas y de la esclavitud y de su no superado legado de estructuras y prácticas segregacionistas y racistas.
La segunda enmienda originalmente garantizaba las armas para acabar con los indios y vigilar a los negros. No es raro que el culto de ese texto sea parte del discurso de la nueva derecha. Es perfectamente coherente con esa larga historia que Trump mezcle el discurso nacionalista blanco, racista y xenofóbico, su denuncia del establishment político federal y la defensa de los derechos sagrados de la segunda enmienda como parte de la idea de devolver a Estados Unidos a su antigua grandeza.
Notorio ha sido el rol de Hollywood en la difusión del mito del pistolero solitario como modelo de virilidad. En no pocos Westerns es evidente que el modelo se construye contra del «indio» acechante, sanguinario y traicionero: se trata de un pistolero blanco en guerra con los indígenas. Pero la segunda conexión con la esclavitud también se sugiere en algunos casos. Mírese la trama de The Outlaw Josey Wales (1976) de Clint Eastwood. El héroe es un antiguo guerrillero de la Confederación esclavista, cuya esposa e hijo son asesinados por soldados de la Unión. Wales persigue al asesino hasta encontrarlo y matarlo. Así se combinan la causa perdida del sur esclavista, el resentimiento contra un gobierno federal abusador y la imagen del individuo que se hace justicia pistola en mano. Que tal narración apele al discurso racista y neoliberal de la nueva derecha no puede sorprender. De hecho, junto a Eastwood el autor del guion fue Forrest Carter, en cuya novela se basa la película. Forrest Carter es el seudónimo de Asa Earl Carter, miembro del Ku Klux Klan en la década del 1950 y posteriormente autor de discursos para el segregacionista George Wallace. Pero Hollywood elabora y difunde estos mitos, no los inventa. Antes de Hollywood ya existía la leyenda de Jesse James, como especie de Robin Hood pistolero del Wild West. Pero James realmente no era una figura del oeste sino del sur. También empezó como el ficticio Josey Wales como guerrillero del lado de la confederación esclavista, hasta que la derrota del Sur lo convirtió en forajido y roba bancos. En fin, la guerra contra los pueblos indígenas y la esclavitud y su legado es el trasfondo de una gran cantidad de figuras históricas o inventadas (Daniel Boone, Washington, Jackson, Jesse James y Josey Wales). Que las posiciones políticas de John Wayne y Clint Eastwood se ubicaran o ubiquen en la derecha republicana es lógico y coherente con su condición de vaqueros y pistoleros icónicos en la pantalla. Dunbar-Ortiz no lo menciona, pero es bueno recordar la infame Fort Apache, the Bronx (1981) cuyo título ya subraya la continuidad de la guerra contra los «indios» y la tarea de controlar los centros urbanos habitados por latinos y negros.
De todo esto se pueden extraer algunas orientaciones importantes. El análisis de Dunbar-Ortiz sugiere la futilidad de insistir en las propuestas de controlar el acceso a las armas, o a cierto tipo de armas, como hacen muchos portavoces y legisladores liberales o al menos la futilidad de hacer esto única o aisladamente. Esas propuestas no atienden los problemas reales que afectan a millones y que se manipulan para atizar el racismo y la xenofobia, el sexismo y la homofobia y que se mezclan con el culto de la pistola como ancla la identidad masculina blanca amenazada. De hecho, esas propuestas confirman esa visión del mundo: confirman que los liberales vienen por nuestras pistolas de la misma forma que le entregan el país a los negros y los inmigrantes… Tampoco basta con señalar la necesidad de enfrentar la verdadera historia detrás de los mitos nacionales, asumir la realidad del genocidio y la esclavitud para de ese modo poder superar su legado conciente y activamente. Es una tarea necesaria, pero los llamados de ese tipo no tendrán gran impacto. O, más bien, no tendrán gran efecto si es lo único que se hace.
Lo que hace falta es un movimiento y programa que atienda los problemas reales de empleo y desempleo, precariedad y salarios reales decrecientes, deterioro del nivel de vida y desamparo de individuos y familias; que señale las verdaderas causas de estos problemas y proponga soluciones atractivas, igualitarias y democráticas. Tan solo tal movimiento puede demostrar a los blancos que hoy votan por Trump que deben unirse con los empobrecidos y discriminados para luchar contra sus enemigos comunes. De esa convergencia puede nacer la disposición a reexaminar prejuicios heredados y las versiones recibidas de la historia del país, a la vez que la lucha colectiva puede remplazar el culto del arma de fuego como forma de afirmar el valor o la dignidad personal. Esto fue lo que, con todas sus limitaciones, intentó hacer la campaña de Bernie Sanders. Al igual que Trump, Sanders reconocía y denunciaba los males sociales señalados (desempleo, bajos salarios, precariedad, deterioro del nivel de vida, etc.) Pero Sanders planteaba que el problema no era ni son los negros, los inmigrantes, los musulmanes o las mujeres: el problema es Wall Street, las grandes corporaciones, los grandes bancos. Lo que hace falta no es la guerra contra los negros, los inmigrantes o los musulmanes. Lo que hace falta es enfrentar a esos poderes económicos para lograr empleos, seguro de salud universal, duplicación del salario mínimo. Y tal lucha exige la unidad por encima de diferencias raciales y culturales.
Pero la maquinaria del Partido Demócrata se aseguró de bloquear la candidatura de Sanders. Se aseguró que buena parte del voto de protesta tuviera un solo canal: Trump. Por eso el establishment demócrata no es capaz de enfrentar efectivamente ni la nueva derecha en general, ni la obsesión con las armas de fuego en particular.