Huellas de lo real: la narrativa de Mario Levrero.
La novela luminosa (2005) consagró póstumamente al escritor uruguayo Mario Levrero. Hasta entonces había sido un autor de culto, leído por especialistas o por interesados en una producción poco convencional, dentro de la que destacan textos imprescindibles para la literatura del Cono Sur, como Diario de un canalla (1972), El discurso vacío (1996) y su colección de notas periodísticas Irrupciones (editadas en 2007)[1]. La crítica, muy considerable en los últimos años, se ha enfocado principalmente en algunos tópicos dominantes en su obra: la obsesiva atención a la escritura y al acto de escribir que provocan un claro efecto de autorreflexión y de “encierro” textual, el reconocimiento de un complejo sujeto autoficcional, el juego con diferentes géneros: novela, ensayo, diario, que sostienen una continua ambigüedad entre ficción y referencia. La suma de estas estrategias define una escritura que, en primera instancia, parece no tener muchas marcas políticas.
En verdad, toda su obra es un tanto “inclasificable” por su imprecisa condición genérica y por un empleo de la voz narrativa igualmente ambigua: La novela luminosa es un proyecto construido, en su mayor parte, con un diario personal, que tal vez puede ser también un ensayo. El “narrador Levrero”, figura autoficcional ejemplar[2], está profundamente unido a la actividad de escribir; sin embargo, su introspección, volcada al “adentro” textual, es también la “vía de salida”, el vaso comunicante con el “afuera”. Allí es donde se inscribe la política en sus textos, en los que no se narran hechos puntuales ni sucesos históricos precisos. Es a través de esta voz narrativa que se representa un mundo exterior en permanente cuestionamiento.
En ese espacio se manifiesta el malestar hacia un afuera en el que la vida parece insoportable, donde se ha quebrado toda alternativa de solidaridad y de futuro[3]. Justamente, el resultado de este quiebre provoca un repliegue –más que una ausencia– de la emoción frente a la imposibilidad de una experiencia social válida; se produce así un relato marcado por la distancia: el protagonista y narrador vive en conflicto con su entorno, en una continua lucha interna con él. La escritura se vuelve el refugio, pero también el testigo de ese mundo exterior, complejo, quizá insoportable, muchas veces hostil y sin duda violento. La respuesta es el encierro, el rechazo frente a una ausencia de hechos trascendentes. Nada expresa mejor al narrador de Levrero como testigo ejemplar de su época que su incomodidad, su desacuerdo, la imposibilidad de adecuarse al mundo en que le tocó vivir y la lucidez para percibir sus sombras[4]. Extrañamiento que le hace decir al protagonista del diario de La novela luminosa: “llego a un lugar y ya me estoy despidiendo […] ya me estoy yendo, incompleto […] con esa manera de sentir soy extranjero en todas partes. A veces hasta en mi casa, pero esa ya es otra historia” (243).
Ese desfasaje produce el repliegue hacia otras formas de experiencia y de este modo se apela al contacto con los libros y las lecturas; leer y escribir parecen ser las prácticas que permiten alguna forma de experiencia –y de esto da fe el extenso diario/prólogo en La novela luminosa–; las únicas prácticas que permiten la huida del mundo y con las que se alcanza alguna plenitud. La narración se vuelca hacia la interioridad y su registro de lo cotidiano es minucioso mientras que de las múltiples violencias del mundo exterior se inscriben solo sus huellas. Esos rastros exponen lo que ha quedado luego del desastre político y social: así funcionan los breves comentarios sobre la dictadura diseminados en fragmentos en los que el narrador constata la decadencia de la vida que sobrevino a continuación. En verdad, se trata de la presencia/ausencia de una violencia política que ya arrasó, ya pasó por allí y dejó el rastro visible en la devastación actual. Solo encontramos los resultados, las consecuencias, el efecto final de una desoladora experiencia.
De ahí la fobia del narrador a salir al exterior, al bullicio cotidiano y sufrir el estrépito de la vida en la ciudad. La inmersión en los libros, en la escritura, la obsesión por la computadora, le permiten dar la espalda al insoportable ruido de la ciudad, a la estupidez de los transeúntes, a la pesadilla en que se ha convertido la vida en los comienzos del siglo XXI. Su fastidio y su repliegue se manifiestan en su agorafobia, en su deseo de evitar el contacto con la vida urbana. Territorio sin duda adverso en el que es mejor no detener la mirada en nada, en el que los ciudadanos, las cosas, los sonidos, son sólo manifestaciones agresivas de un mundo ajeno y casi incomprensible. Así es que dice el narrador de La novela luminosa, a propósito de sus salidas por la ciudad de Montevideo:
Estos paseos por algo muy parecido al infierno me producen una sensación de irrealidad que a veces me resulta alarmante. Hay algo que está radicalmente equivocado y fuera de lugar, y no sé si soy yo, o es todo ese mundillo ciudadano del nuevo milenio […] la Intendencia participa en esta producción de ruido estupidizante; y me imagino lo que será el país dentro de algunos años… el reino de la guarangada y la patota y seguramente un nuevo terrorismo de Estado. (337-338).
Esta es una de las pocas referencias directas a la dictadura militar terminada años antes. Otra alusión a ella señala un sentimiento de indefensión que de algún modo sigue evocando lo vivido en tiempos del terrorismo de Estado: “pienso que esta incapacidad del Estado para defender a los ciudadanos es un poco mejor que la agresión a los ciudadanos desde el Estado, como en los tiempos de la dictadura…” (210).
En los comienzos del siglo XXI, en este capitalismo tardío y global, el fracaso de la experiencia social y de los proyectos políticos ha provocado la pérdida de las esperanzas utópicas. El narrador Levrero no se siente implicado en ese mundo, retira su afectividad y sufre un proceso de extrañamiento. El relato de la “historia mínima”, de lo cotidiano y su constante repetición es la estrategia a la que recurre ese narrador: la escritura se ocupa entonces de reiterar y registrar lo “micro”, refugio frente a una macrohistoria de la que no es posible más que sentirse desterrado. Repetir y refugiarse en lo trivial será entonces una manera de protegerse, no involucrarse, no sufrir, frente a una realidad que frustra, agrede y no permite ilusionarse. De este modo, las rutinas de lo doméstico, la esfera de lo privado, de lo íntimo se cargan de un valor político: son el dique que permite protegerse del ámbito público donde, justamente, se ha degradado la práctica política.
Este vínculo desencantado con el entorno social y político evoca la obra de otro autor indudablemente distante y perteneciente a un mundo cultural y político muy diferente como es Eduardo Lalo, y en particular me recuerda Los países invisibles (2008)[5]. Sin duda, puede ser polémico poner en contacto parte de la producción del uruguayo Mario Levrero con la del puertorriqueño Eduardo Lalo; sin embargo, veo en ellos un gesto común en el que la atención casi obsesiva al trabajo de la escritura abre intersticios hacia un afuera igualmente percibido como problemático, banal, incluso agresivo e intolerable. De cualquier modo, deseo dejar claro que no pretendo asimilar, comparar y establecer analogías forzadas entre ambos autores; se trata de observar solamente lo que Peter Bürger llama un gesto epocal común[6].
El repliegue de los narradores, el rechazo de todo centro cultural, social o político hacia alguna forma de margen nos lleva a relacionar esta narrativa con discusiones muy actuales en torno a la política, el poder y la ética. Es decir, se pueden leer sus posiciones como reacciones a la degradación que sufrió la práctica política en años de impunidad como fueron los ’90 en América Latina; degradación que produjo confusión y desencanto y generó la pérdida y el olvido de su sentido mismo como campo de reflexión y praxis simultáneos. De ahí que muchas de las afirmaciones del narrador de Lalo podrían haber sido dichas, sin duda, por el de Levrero [7].
Igualmente, la condición “estupidizante” de la que habla de modo reiterado Levrero, definida por el consumo, el ruido insoportable de la ciudad y la tontería de la música que invade el espacio nos lleva al texto de Lalo donde leemos el mismo rechazo: “En el camino quedo detenido entre carros que tienen sus radios a todo volumen, creando una especie de generalizada agresión” (162)[8]. Queda planteada una oposición entre este “ruido”, insoportable, que trae consigo la violencia del mundo exterior y el silencio interno, donde se abre el espacio de la escritura. Compárese las citas de Los países invisibles recién mencionadas con la de La novela luminosa referente a los paseos por Montevideo o la siguiente de Irrupciones que describe una reacción similar:
Tal vez la gente no se ha dado cuenta del peligro […] lo que hay en su mente es ruido, es música machacona y trivial, es la musiquita de los avisos […] Está presente en los medios de transporte, incluyendo los taxis, en los supermercados […] en las propias calles, y se me hace difícil creer en esto que estoy viviendo, en una situación de tal violencia. Miro espantado en todas direcciones y no encuentro a nadie que esté viviendo el mismo espanto, y esto hace que mi espanto se multiplique (144).
Estos narradores no parecen plantear ya una confrontación o una búsqueda de nuevas formas de actividad política; por el contrario, surge la convicción del fracaso de esa experiencia. El aparente desapego de lo político que parece implicar este repliegue dibuja una representación del intelectual para quien escribir es dejar constancia, resistir desde la propia interioridad y afirmarse en la escritura. Así lo señala el narrador-autor de La novela luminosa: “muchas veces yo he dicho y escrito: “Si yo quisiera transmitir un mensaje ideológico, escribiría un panfleto” […] Pero eso no quiere decir que en mi literatura no se expongan ideas, y que no valga la pena mencionar esas ideas” (124, la bastardilla es del autor).
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Ese rechazo de un exterior problemático lleva, en la narrativa de Levrero, a la atención obsesiva, sobre todo en La novela luminosa y El discurso vacío, por el detalle, por lo que en un trabajo anterior denominé una estética de lo nimio. Lo trivial se manifiesta en la narración distanciada –en muchos casos desprovista de todo tipo de emoción– de minucias y acciones aparentemente banales que reemplaza el relato de posibles hechos y episodios “importantes” que nunca ocurren; se trata de una reflexión sobre lo intrascendente, un intento de pensarlo, pero también reflejarlo. Lo trivial es lo que pasa cuando no pasa nada, lo que normalmente no se registra, lo que no tiene importancia; es la forma de la experiencia cuando la emoción se sustrae al afuera, se retira el afecto del mundo social y el sujeto se repliega ante la carencia de sentido de ese exterior. Los textos entonces parecen explorar todas las alternativas de lo insignificante y lo minucioso; basta con leer el obsesivo relato, en La novela luminosa, de la paulatina descomposición del cadáver de la paloma en la terraza frente a la casa del narrador: narración “objetiva”, desprovista en absoluto de todo sentimiento, es, sin embargo, un espejo de la angustia y el sentimiento de muerte que atraviesa todo el “diario de la beca”, el extraordinario “prólogo” de 400 páginas que constituye el cuerpo central de la novela[9].
Lo común, en este contexto, se vuelve lo extraordinario, digno de ser contado; es significante en virtud de su gran insignificancia. Lo trivial funciona entonces como un signo de un mundo del cual el sujeto protagonista se siente expulsado, un mundo que le es extraño; vive una especie de exilio interior y establece con el exterior relaciones complejas, de rechazo y tensión; de hecho, ha reducido las salidas a lo mínimo e incluso se convierte en un precursor de la enseñanza virtual con un taller de escritura que dicta en línea. Se trata de un sujeto que articula, a la vez, el vínculo y el quiebre entre lo íntimo y lo externo, en consecuencia, el nexo entre lo literario y lo político.
Está claro que solemos asociar lo trivial a lo poco importante, incluso a lo inútil; en efecto, podríamos preguntarnos, en un primer momento, cuál sería el interés en un relato, en particular en un diario como “El diario de la beca” –que constituye la mayor parte de La novela luminosa– de contabilizar las salidas por la ciudad sin un objetivo importante, las compras de un sillón o de comida, las dificultades cotidianas, la lucha con la computadora, las llamadas telefónicas o las visitas de amigos y exparejas. Sin embargo, ya desde los textos anteriores, como El discurso vacío o Diario de un canalla es posible comprender “la utilidad de lo inútil” o la centralidad de lo nimio, incluso la importancia del aburrimiento que acompaña la repetición de esas acciones rutinarias. Normalmente, lo inútil se asocia con lo improductivo, pecado inaceptable en una sociedad dominada por el mercado y el dinero; en este sentido, la lucha que el narrador de La novela luminosa entabla entre el sentimiento de obligación de ser productivo, por estar recibiendo el dinero de una beca como la Guggenheim, y su resistencia a cumplir con ella y escribir lo prometido, queda bien representada en la narración de las actividades nimias, banales, que realiza en lugar de su trabajo. Ellas reemplazan lo que debe hacerse y, sin embargo, se vuelven esenciales en la medida en que el relato de ellas va constituyendo el texto que leemos y con el que en verdad se cumple el requisito que impone la beca. De este modo, lo trivial parece funcionar a dos puntas, es el refugio contra el mundo hostil donde la productividad es ley y, a su vez, hace presente la tensión entre dinero y escritura provocando una vuelta de tuerca: la dedicación a lo nimio da como resultado un texto fundamental, no solo para la consagración de su autor, sino para la literatura latinoamericana. Lo inútil resulta así central, el espacio mismo de la creación y, de este modo, propone un ámbito especifico para la actividad de la escritura y del intelectual, en las antípodas de la sociedad de consumo y del capitalismo “productivo”.
Los textos de Levrero, en particular aquel que lo consagra como un maestro de su generación, La novela luminosa, están atravesados por un “aire de derrota”, no una derrota puntual, relacionada a un episodio histórico preciso, como podría ser la última dictadura uruguaya; sus relatos plantean una derrota radical a la que se ha llegado sin remedio y en un territorio que resulta invivible por el que se transita en perpetuo exilio. Si en ellos existe algo parecido a una resistencia, ella no está destinada a la espera de un futuro mejor y de algún modo utópico, sino que es una pura resistencia a pertenecer, es un acto de exclusión y rechazo del presente tal como es. Por eso se busca el aislamiento, se opta por una especie de indiferencia o distancia mientras se demuestra la vacuidad de cualquier esperanza en el futuro. Los conflictivos desplazamientos por la ciudad de Montevideo del protagonista de La novela luminosa son sinécdoques de la inutilidad de toda participación o entusiasmo por el actual estado de cosas. Estado de cosas que parece haber quedado lejos de las ilusiones y los proyectos de los siglos XIX y XX. En la novela de Levrero, la imposibilidad de escribir del protagonista, su dispersión en tareas triviales, su intolerancia a la vida en la ciudad, son índices de la distancia entre el presente y las promesas de un “luminoso” futuro hechas en el pasado.
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El rechazo del mundo, la tendencia al encierro como ámbito seguro, protector y preferible frente a la hostilidad del “afuera”, lleva a pensar en las actuales condiciones de aislamiento obligado frente a un peligro muy concreto como es la pandemia, un exterior sin duda seriamente temible. Meses en los que el interior de la propia casa es el único espacio posible hacen recordar el andar desde la computadora al sillón del narrador de Levrero, jugando, bajando programas, viendo pornografía, rondando y resistiéndose a salir a las calles de Montevideo.
Sin embargo, es obvio que el rechazo al “afuera” se sostiene, en el caso de Levrero, en la libertad de decidir. Elegir entre dos mundos permite manejar una “política de exclusión o inclusión” de los espacios. La crítica a una sociedad, un ámbito insoportable, hostil, peligroso, propone la escritura y la lectura como refugios de algún modo consoladores, protectores; por el contrario, el repliegue en el interior se volvió la única alternativa, desesperante, durante la cuarentena. No obstante, en los dos casos se percibe la rápida politización de lo ocurrido; si el rechazo al mundo implica una opción, sin duda política, para el narrador, lo vivido en la pandemia corrió velozmente la misma suerte: oponerse al encierro protector se convirtió en bandera de una derecha violenta y delirante en muchos países y dio lugar a textos, discursos y manifestaciones desatinados. Como nunca, durante la pandemia se ha podido comprobar la afirmación de Paul Tabori: “La estupidez es el arma más destructiva del hombre, su más devastadora epidemia, su lujo más costoso”[10] (37). La política, tan denostada y tan criticada por algunos, demostró que atraviesa nuestras vidas, nuestro mundo privado y nuestros cuerpos.
Lo vivido en 2020 era una experiencia inimaginable cuando Levrero escribía, leer esa vocación por el alejamiento cuando es imposible el contacto con los demás produce otros efectos; la actual relectura de Levrero no puede ser la misma luego de nuestra arrasadora experiencia. Curiosa sensación en la que lo vivido revierte sobre el efecto que produce la lectura. Si la fobia del narrador es el campo donde se instala la mirada política que propone formas de regreso a la interioridad, el presente plantea mayores retos. Tanto el mundo exterior –perdido, deseado y, a la vez, temido– como el interior –la casa, el ámbito doméstico que aparenta dar seguridad– son políticos: quedarse o salir son decisiones ligadas a posturas políticas, tener la opción de una y otra depende de cuestiones económicas –que siempre son políticas– y de elecciones frente a los hechos impregnadas de politicidad. Levrero parece adelantar el conflicto subyacente en esa antítesis que la llegada de la pandemia “dio vuelta” y transformó en cuestión esencial para todos los aspectos de nuestra vida presente.
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[1] Su producción es extensa: cuentos, comics y novelas entre las que se encuentran Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1974), París (1980), Dejen todo en mis manos (1998), La banda del Ciempiés (1989). Forma parte, junto con Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti, Marosa de Giorgio y otros, del grupo de escritores uruguayos calificados como “los raros”.
[2] Definida como “ficción de autor”, “simulacro autobiográfico”, la narrativa autoficcional tiene un narrador o protagonista que posee la misma identidad del autor; se sostiene, entonces, en la ambigüedad entre persona y personaje.
[3] El malestar lleva, en la nota 37 de Irrupciones, a considerar el presente sin esperanzas: “En tiempos de dictadura, había en las calles miradas cómplices, miradas de entendimiento […] Eso aliviaba el bochorno, porque era compartido, y abría esperanzas. Ahora nada. En el ómnibus nadie protesta […] Nadie advierte que esté pasando algo terrible, o nadie lo dice. Cuando yo lo digo, no me entienden, y cuando me entienden piensan que estoy loco. Como ellos son más, deben estar en lo cierto” (144).
[4] En la misma nota 37 de Irrupciones, el narrador expresa su desacomodo con el tiempo que está viviendo: “Siempre llega un momento […] en que el hombre se pregunta: ‘¿Y ahora? ¿Cómo vamos a vivir?’ Yo quisiera saber si ha llegado ese momento para mí; si este problema de no poder convivir con la publicidad sonora significa que he quedado fuera del presente” (145).
[5] Muchos lectores se inclinarán a pensar en el Lalo de Los países invisibles como autor de ensayo y en el Levrero de La novela luminosa como narrador ficcional. No discuto esto, solo señalo que ambos sujetos forman parte de un juego que cuestiona la nítida distinción en textos que pueden leerse oscilando entre lo referencial y la ficción. De hecho, hay que recordar que el narrador de las notas de Irrupciones mantiene notables semejanzas con el de La novela luminosa como con el de Los países invisibles.
[6] Peter Bürger y Christa Bürger, La desaparición del sujeto. Madrid: Akal, 2001.
[7] Parece ejemplar una escena de Los países invisibles en la que el narrador y su esposa se encuentran en una cafetería llena de gente del mall Plaza de las Américas y observan el desempeño de la senadora Burgos que es saludada por dos clientas: “Burgos se empaqueta en su papel de campechana […] Se lleva a cabo así un intercambio político basado en el manoseo. Las escucho, sufriendo el asco […] Pronto mi esposa y yo nos queremos ir […] Con semejantes compatriotas el país no nos pertenece” (166).
[8] El ruido como síntoma de la agresividad social, de lo invivible que se ha vuelto la vida en esa sociedad, se reitera: “Busco la salida peatonal de Plaza de las Américas […] Al acercarme escucho el estruendo de la música […] un puñado de personas ha instalado gigantescos altavoces por los que salen violentamente himnos evangélicos […] La acción misionera no era más que un ruido ingrato e inútil […] Emprendo la marcha, alejándome del ruido” (146, la bastardilla es mía).
[9] Un eco de este vínculo con un exterior hostil, vivido como extraño, podría verse también en algunas citas de Los países invisibles: “Estoy aquí ahora […] escribiendo esto mientras escucho a mi lado a dos hombres conversar sobre transmisiones automáticas y modelos de automóviles […] Un hombre escribe contra la banalidad, el consumismo, la insatisfacción, el silencio, la mudez, el sol, en el desierto auto infligido de un centro comercial (130-131).
[10] Paul Tabori, Historia de la estupidez humana. Buenos Aires: elaleph, 1999.