Justino Díaz, nuestro cantante para todos los tiempos
(Semblanza de Justino Díaz, en ocasión de recibir el Premio de Honor del Ateneo Puertorriqueño, a 29 de junio de 2016)
Estimados amigos del Ateneo Puertorriqueño, Sr. Presidente de nuestra más antigua institución cultural, directores de secciones que componen esta docta casa de tradición centenaria, invitados especiales y público presente. Destaco la presencia de Ilsa Rodríguez, la querida esposa de nuestro homenajeado.Esta noche me corresponde hacer la semblanza de un gran artista puertorriqueño. En ocasión de recibir Justino Díaz el Premio de Honor del Ateneo Puertorriqueño, me aventuro hacia la difícil tarea de leerles esta semblanza que, como todo retrato, siempre resulta insuficiente, apenas un boceto. El perfil de una persona como Justino Díaz siempre incluirá lo mismo la discreta sugerencia, que nos retrata su interioridad, que las omisiones necesarias al abreviar los grandes logros de una larga y fructífera carrera musical. Tarea imposible es retratar, en una breve alocución, las dimensiones de su grandeza artística.
Hemos tenido grandes artistas escénicos: Juano Hernández, José Ferrer, Raúl Juliá, Benicio del Toro, son figuras actorales de relevancia internacional que nos han honrado y enaltecido como puertorriqueños por más de seis décadas. Han compartido con Justino una grandeza lograda mediante las artes escénicas. Ahora bien, en el caso de nuestro homenajeado debemos destacar una singularidad, justo aquella que lo coloca sobre los otros compatriotas. Se trata de un gran artista de las tablas que, además, ha sido un histórico cantante de la gran ópera. Y siendo la gran ópera un arte que incluye el carisma teatral y la actuación, la música y también el difícil y complejo arte del canto, nos atrevemos a señalar que Justino Díaz ha sido nuestro más completo artista escénico. Quizás solo se le acercaría, ya desde la versión más popular del canto, el baile y la actuación, a la manera de Broadway, esa feliz y pizpireta octogenaria boricua que responde al nombre de Rita Moreno.
Debemos destacar que en la formación de Justino Díaz como gran artista coinciden circunstancias políticas y sociales que, unidas a su enorme talento, lo llevaron a la cima artística. Su formación juvenil se logra en el ambiente universitario riopedrense de los años cuarenta y cincuenta, momento en que nuestra vida cultural no solo se hacía más variada y profunda sino que Puerto Rico aún tenía ambición de país, visión de futuro, vocación de porvenir. El país todavía estaba por hacerse y cultivaba una gran esperanza en todos los órdenes de la vida.
De adolescente estudia en la Escuela Superior de la Universidad de Puerto Rico. Justino Díaz Morales, su padre, era profesor universitario en la facultad de Ciencias Sociales y Administración Pública. Justino puede evocar las tertulias universitarias de esa época en las residencias de los profesores. Ese contacto iniciático con gente culta y de curiosidad intelectual sin duda fue un comienzo auspicioso para el futuro cantante.
Debo señalar, sin embargo, que semejante posición privilegiada nunca limitó la gran curiosidad de Justino Díaz por su entorno social, es decir, la cultura popular. En una entrevista que le hice para la revista La Torre fue capaz de cantarme los “jingles”, o cuñas publicitarias, de la radio de los cuarenta y cincuenta, desde el tema de Los tres Villalobos hasta el de Superman, lo mismo la tonada que anunciaba al Trío Vegabajeño que la música de las Valquirias que acompañaba al superhombre de la kriptonita; el tema del Llanero Solitario más adelante la reconocería como la obertura de Guillermo Tell. En aquella ocasión me asombró el oído prodigioso capaz de retener aquellos temas musicales de la radio puertorriqueña. Justino se crió en Cataño; podríamos imaginarlo, de frente a la bahía, silbando la música de Rossini y la de Brahms que sonaba en los dibujos animados de Tom y Jerry; el noticiario de José Arnaldo Meyners usaba para anunciarse nada menos que la Sinfonía Renana de Schumann, melodías todas más que pegajosas para un futuro cantante de ópera. Una sensibilidad musical de aquella época estaría no solo atenta a los temas publicitarios sino a la música popular de la gran época de la radio puertorriqueña. Si Antonio Paoli vivía intrigado, en sus años crepusculares, con la voz de Daniel Santos, sin duda la música popular que se escuchaba en la radio de aquel entonces, tan marcada por el bolero sentimental, también habrá nutrido la vocación musical de Justino Díaz. En Puerto Rico el canto, lo mismo que la guitarra, es parte de nuestra sociabilidad gregaria. No en balde las matrículas más numerosas en el Conservatorio de Música son en el Departamento de Canto y en el de Guitarra.
Hacia 1946, a principios del segundo lustro de los cuarenta, Justino ve en el cine Morel Campos de Barrio Obrero la película A Song to Remember, interpretada por Merle Oberon y Cornel Wilde, quien encarnó el papel de Chopin. Para el niño que era Justino Díaz aquella fue una experiencia fuertemente emocional. La escena, tardía en la película, cuando Chopin, ya tísico y moribundo, interpreta la “Gran Polonesa”, cautivó para la música culta la imaginación de aquel niño que ya pronto convertiría su ensoñación en vocación. Las películas de Mario Lanza luego confirmarían su ambición como cantante. Un disco de su padre en que el barítono Leonard Warren interpretaba el Escamillo de Carmen lo sedujo, quizás ya le asignó a su voz, que entonces iría cambiando, ese papel que interpretaría con tanto éxito en las grandes casas de ópera del mundo.
Su padre se traslada a Harvard para completar su doctorado en Economía y Administración Pública. Justino, siempre aventurero en lo que respecta al canto, y con una gran confianza en sí mismo, se presenta, en su año “freshman” de escuela superior en Cambridge, para cantar en el “glee club”. Luego, habiéndose matriculado en la Escuela Superior de la Universidad de Puerto Rico, tomaría clases de canto con Alicia Morales, hermana del pianista de jazz latino Noro Morales. Conoció durante esos años de la adolescencia a un músico que se convertiría en uno de los grandes barítonos de su época. Pablito Elvira tocaba trompeta en la orquesta de su padre, Rafael Elvira, mientras cultivaba también la ambición del canto; esta es una vida algo paralela a la de Justino en lo que toca a trayectoria musical y artística. Justino fue a bailes en los que Pablito tocaba la trompeta. La voz de barítono de Pablito, siendo ésta la voz varonil por excelencia, tiene que haber cautivado a muchas jovencitas de aquella época. Justino tiene que haber compensado con su única, y mucho más rara voz de bajo, además de su galanía natural y juvenil guapura.
Luego llegarían los años de Escuela Superior en la High de la Universidad de Puerto Rico, su aprendizaje en el coro de la universidad dirigido por el maestro Augusto Rodríguez. Y fue Augusto Rodríguez quien lo presentó a su segunda maestra de canto, María Esther Robles, quien para aquel entonces vivía en Santurce. Cuenta Justino que se encontró con el maestro Rodríguez en la parada veintidós y allí mismo se subieron a una guagua que los llevaría a la casa de María Esther en la calle Loíza. En 1957, a los diecisiete años, hace su debut operístico, estrena en Puerto Rico la ópera de cámara El teléfono, junto a su maestra, María Esther Robles. María Esther fue una maestra de canto legendaria que formó una generación de cantantes en el Conservatorio y que también fue toda una artista. Fue colaboradora de Gian Carlo Menotti y le estrenó a este compositor contemporáneo El teléfono en la capital francesa. María Esther y Justino estrenaron esta obra en el Politécnico de San Germán y también la representaron en este mismo escenario, el del Ateneo Puertorriqueño.
A los diecinueve años se matricula en el New England Conservatory of Music, en Boston, ciudad que ya conocía de su anterior estadía y sus andanzas por la ciudad al cultivar su pasión por el cine de aquella época. Ya a los veintitrés años debutaría en el Metropolitan Opera House luego de haber ganado las competencias del MET en Nueva York. Después de una fructífera carrera, el New England Conservatory le otorgaría la distinción de un doctorado Honoris Causa.
Con la fundación del Festival Casals, en 1957, se testimoniaba esa ambición de país de la que antes hablaba. Para Justino, y esto me lo ha comunicado muchas veces, aquellos ya lejanos años cincuenta de gran porvenir fueron, según sus palabras, “nuestro mejor momento”. En 1964 Justino Díaz viene a cantar por primera vez al Festival Casals. Fue el profesor y crítico musical Alfredo Matilla quien alertó a Alexander Schneider sobre la incipiente carrera musical de Justino Díaz; apenas el año anterior había debutado en el Metropolitan Opera House. En esta época del Festival Casals la participación de los puertorriqueños era reducida. Lo mismo que la Orquesta Sinfónica, la orquesta del Festival estaba compuesta casi exclusivamente por músicos extranjeros; ello así por el hecho de que la tradición musical puertorriqueña, en lo que toca a la formación de instrumentistas, apenas estaba comenzando con la reciente fundación en 1959 del Conservatorio de Música de Puerto Rico. Vale destacar, por otra parte, la participación de cantantes puertorriqueños desde ese primer momento del Festival. En esos primeros años cantaron como solistas Graciela Rivera, María Esther Robles y Olga Iglesias. En 1964 le tocó el turno a Justino Díaz.
En ese año Justino era joven y atrevido. Hay que oírlo narrar la anécdota de cómo dos grandes maestros, Rudolf Serkin y Pablo Casals, sobrellevaron con paciencia su ego juvenil. Se atrevió a interrumpir a Casals en el ensayo con piano de La creación, el oratorio de Joseph Haydn. El espinoso asunto era la interpretación del “tempo” de un movimiento marcado “maestoso”. Les cito de la entrevista que le hice a Justino para la revista La Torre: “Maestro, perdone, pero encuentro el tempo muy lento.” Y él (Casals) me contesta: “Sí, es que está marcado maestoso”. Entonces yo le arguyo: “Maestro, sí, pero hay lento maestoso, hay allegro maestoso, hay andante maestoso. Por favor…” (Justino, al parecer, temía no poder respirar en el fraseo según aquel tempo majestuoso y lento): “Maestro, si usted insiste en ese tempo me voy a ahogar.” Con mucha calma y amabilidad Casals me respondió: “Con esta música tan bella, divina y gloriosa, usted nunca se va a ahogar”. Esto nos demuestra que en todas las artes el talento va unido a un gran temperamento; a veces éste sobrepasa el talento; en el caso de Justino Díaz el talento siempre superó el temperamento. Fue eso lo que reconocieron los ya viejos Serkin y Casals aquella tarde, allá en la casa de Punta Las Marías. Mientras tanto, el temperamento de Justino se ha ido moderando, volviéndose cada vez más “maestoso” con los años, hasta reconocer, en la sabiduría de la madurez tardía, los atrevimientos y pecadillos de la juventud.
Si el debut de Justino en el MET a los veintitrés años está marcado por esa curiosa combinación de circunstancia, gran talento y también suerte, la consistencia de sus logros a lo largo de su larga carrera apunta a una vocación artística como pocas veces hemos visto en Puerto Rico. En 1966, dos años después de la anécdota narrada, estrenó el nuevo Metropolitan Opera House junto a la gran soprano Leontyne Price, esto así en la ópera de Samuel Barber Anthony and Cleopatra, comisionada para ese gran evento de apertura. También inaugura el John F. Kennedy Center for the Arts en Washington con el estreno de la ópera de Alberto Ginastera Beatrix Cenci. En su larga carrera fue dirigido por Herbert von Karajan y por quien algunos críticos consideran el máximo director de la música de Beethoven en el Siglo XX, Carlos Kleiber. En lo que parece la ensoñación de un isleño antillano en el mundo ancho y ajeno, conoce a María Callas en el palacete parisino de los Rothschild y ella, con alguna impudicia, le dedica algo más que una mirada amable.
Cantó en Covent Garden una Carmen junto a la mezzo soprano suprema del siglo veinte, Christa Ludwig. Su interpretación de Escamillo en aquel entonces quizás nos sugiera tanto del temperamento histriónico de Justino Díaz como del temperamento británico. Resulta que el director escénico para esa ópera les advertía a los cantantes que no fueran tan fogosos en la actuación. Jon Vickers, el gran tenor canadiense, intervino, para recordarle al director escénico de cómo aquellos grandes cantantes que eran Justino y Christa habían encarnado, muchas veces, y con gran éxito, esos personajes emblemáticos de la pasión operística y latina, Carmen y Escamillo. De más está decir que las representaciones fueron un gran éxito. A Carmen había que interpretarla con el gusto del exotismo que sugiere la música de Bizet y la ensoñación del Escamillo niño de Justino cuando escuchaba a Warren en la victrola de su casa.
Debo destacar la actuación de Justino junto a Plácido Domingo en la producción cinematográfica de Franco Zefirelli del Otello de Verdi. Es una producción histórica en que ambos cantantes están en el pináculo de su arte. Y parte de la magia de esa película es que el arte escénico operístico aquí sufre la moderación necesaria de gestos y gesticulación como para convertirse en cine. Los ademanes se abrevian y hasta en los acercamientos de cámara podemos reconocer la sutileza de las actuaciones, ahora matizadas para una comprensión más íntima de las palabras recitadas y cantadas, según la inspiración original de Shakespeare y la versión musical de Verdi y el libretista Arrigo Boito.
Esto último nos lleva a considerar brevemente la estética de nuestro cantante, su poética, por así decirlo. Para Justino, en la disputa siempre irresuelta entre la palabra, la llamada parola, y la música, deberá prevalecer el sentido de la palabra. Para él un cantante tiene como tarea imprescindible la comprensión de y compenetración con el texto que está cantando. Esa íntima relación con el texto, poder comunicarlo en esa “emisión” del cantante de que habla Justino, lo mismo aplica a Pavarotti que a Frank Sinatra; se trata, según él, del fundamento irreductible del arte vocal. Respecto de esto último, puede evocar la seriedad e interacción artística de Christa Ludwig con el texto. Sobre el tema de la musicalidad, considera que hay cantantes hechos y otros cuya emisión es natural. Entre los “naturales” se encuentran, según él, Pavarotti y María Callas. De los nuestros él destaca especialmente a Ana María Martínez por su belleza de voz y gran capacidad interpretativa. Destaca que la Madama Butterfly que Ana María cantó recientemente en Bellas Artes es una de las mejores producciones de ópera que él ha visto.
Al describir las cualidades de la voz de Justino Díaz, es decir, su particular timbre y emisión, esa flexibilidad que lo mismo le permitió cantar de bajo que de barítono, necesariamente tenemos que recurrir a comparaciones casi sinestésicas, es decir, comparaciones musicales aunque de instrumentos distintos. Algo que sorprende es que los agudos sean brillantes sin ser metálicos, que las notas graves resuenen sin retumbar gruesamente. Es una voz blanda, cremosa, que bien evoca las cuerdas y maderas graves, que contiene la paradoja de la brillantez en la tesitura del barítono, pero sin estridencia, sin una “punta” excesiva. Es, por decirlo de alguna manera sencilla, una voz compleja, de variados y sorprendentes colores.
Otra cualidad estimable es que su voz siempre resulta uniforme: a pesar de su registro enorme, que se mueve de la relativa brillantez del barítono hasta los graves del bajo, hay uniformidad de voz en todo el registro. Las transiciones entre los registros se logran con suavidad y blandura. Doy como ejemplo una de sus interpretaciones más famosas, la del Príncipe Negro de Rafael Hernández. Era capaz de cantar en frases sucesivas bajos imponentes y remontarse a resonantes agudos. Por esa misma flexibilidad podemos caracterizar su voz como virtuosística, aunque sin alardes.
La emisión de su voz siempre resultaba natural. Apenas había esfuerzo; nada está forzado a pesar de la enérgica emisión, esto a diferencia del gran Paoli en su voz de tenor, quien en los agudos muchas veces resultaba muscular, aunque siempre convincente.
Tanto en el registro bajo como en el agudo la voz de Justino era de gran resonancia, con las notas siempre rutilantes de armónicos; era una voz que nunca se apagaba al emitir la nota, sino que perduraba en el aire buen rato.
Sorprende la gran belleza del registro medio donde se encuentran las dos tesituras; es de un lirismo natural a pesar de los retos casi siempre dramáticos de su categoría vocal.
Balada de Nelusko, de «L’Africaine»
Tuvimos el privilegio de escuchar esta voz singular, suprema, en su mejor momento; lo mismo que otros cantantes puertorriqueños, siempre cantó en su país, ante su público, siempre dijo presente al momento de ofrecernos lo mejor de su arte, tanto en la ópera como en los recitales con orquesta.
Justino Díaz siempre ha reconocido que él no es un cantante singular y extraordinario sino parte de una tradición vocal puertorriqueña que ha dado grandes cantantes. Esa tradición también hubiese enorgullecido a Antonio Paoli, nuestro primer cantante de consagración mundial, maestro de María Esther Robles y Graciela Rivera y quien siempre soñó con la fundación de un Conservatorio de Música, a la vez que estableció en Santurce, al final de su vida, una academia de canto junto a su hermana Amalia. Fueron ellos los que comenzaron la tradición. Graciela Rivera fue nuestra primer cantante en debutar en el MET, y cuyo merecido homenaje hicimos aquí, en el Ateneo Puertorriqueño en 2003, cuando mi esposa, la mezzo soprano Ilca López, dirigía la sección de música. También debemos destacar a Margarita Castro-Alberty, Evangelina Colón, madre de Ana María Martínez, Antonio Barasorda, César Hernández, Ilca López, Elaine Arandes, Melba Ramos, Ricardo Lugo y Rafael Dávila, todos con carreras internacionales que han merecido destacarse en importantes casas de ópera en el mundo entero. Justino también está muy pendiente a la carrera de jóvenes prometedores como César Torruella y Ricardo Rivera, entre otros.
Justino, lo mismo que yo, hemos vivido en el asombro de que una isla tan pequeña haya dado tantos grandes cantantes. Tenemos una cuarta parte de la población de Cuba; si ellos han dado una gran bailarina, Alicia Alonso, y dos grandes pianistas, Jorge Bolet y Horacio Gutiérrez, nosotros nos hemos destacado cuatro veces más en la música culta vocal. ¿Cuál es la razón? Un amigo español me decía en broma que tenía que ver con el agua. Pienso que se debe a nuestra tradición en la guitarra y la canción popular, sobre todo el llamado bolero sentimental. Vozarrones extraordinarios de gran musicalidad, sin el beneficio de una formación de conservatorio, hemos tenido en Ruth Fernández, quien estrenó la Cecilia Valdés de Ernesto Lecuona, Davilita, Ramito, Daniel Santos, cuya voz intrigó a Paoli, Ismael Rivera, Andy Montañez, Tito Lara, Danny Rivera y Lucecita Benítez, Glenn Monroig y ese malogrado cantante ponceño, Héctor Lavoe. El canto, lo mismo que la guitarra, quizás comencé a apreciarlos, en una complejidad aún popular, en las voces del Trío Los Panchos y las armonías de Los Hispanos. Cantar es parte espontánea de nuestra cultura, también la etílica. ¿Quién no ha escuchado a un abogado, después del cuarto “black label”, intentar cantar Júrame?
1982-Madrid-Carmen 2do. acto-Justino Diaz , canción del Toreador
El registro vocal de Justino Díaz, su «fach» de bajo barítono, se presta para grandes papeles dramáticos o cómicos de la ópera, como Scarpia, don Giovanni, Mefisto o Iago, Escamillo, Don Basilio y Fígaro, vehículos perfectos no solo para esa voz rara que es la de bajo sino para alcanzar niveles sutiles y complejos, superiores, en la interpretación histriónica, porque Justino Díaz no solo es un gran cantante sino también un consumado actor.
En años recientes, nuestros crepusculares, se ha dedicado a devolverle al país, en servicio, lo que comenzó siendo una vida privilegiada a causa de su precoz incitación por el conocimiento y el arte. Durante la pasada década logró revitalizar, junto a Elías López Sobá, la oferta de ese Festival Casals en que él comenzó participando como ujier, colocándolo en un nuevo sitial de excelencia y reconquistando su público. Sus clases magistrales en el Conservatorio de Música también forman parte de esa devolución generosa que nos hace de su merecida fama. En una de esas clases, impartida hace algunos años, escuché por vez primera que alguien hablara, respecto del canto y su emisión, de la misteriosa y bien llamada «media sonrisa», esa capacidad para emitir el sonido de la voz sin manipular excesivamente los labios, fruncir o abrir demasiado la boca.
Y les aseguro que Justino Díaz no es un elitista en lo que se refiere a la música. También he podido comprobar el aprecio que tiene de la música como proyecto social. En una ocasión testimonié su auténtica emoción al escuchar, en el vestíbulo de la Sala Sinfónica Pablo Casals, una pequeña orquesta de cuerdas del proyecto de la Corporación de las Artes Musicales en los caseríos.
Me confiesa que muchas noches sueña con las arias que cantó, o escuchó cantar, en las grandes casas de ópera del mundo, como La Scala de Milán, el Teatro Colón de Buenos Aires, la Ópera de Viena y la Ópera de París entre tantas. Esas visitas nocturnas quizás ocurran después de ver los partidos de sus queridos Yankees de Nueva York en entradas extras. Vivir y soñar con los recuerdos del gran mundo de la ópera, y la música sublime, debe ser como revisitar ese gran palacio iluminado que ahora quizás nos resulte fatigoso, fantasmal aunque sonoro, y que jamás conocimos en todos sus aposentos.
Y no deja de sorprenderme el oído de Justino. Recientemente mencioné mi afición por las melancólicas y crepusculares canciones tardías de Richard Strauss, compuestas después de la Segunda Guerra y estrenadas en 1948. Pudo entonarme a la perfección una de las más reconocibles líneas melódicas de esas canciones. Espero que la dulce melancolía de estas canciones de Strauss te acompañe el resto de la jornada. Las mereces como nosotros jamás podremos agradecerte del todo ese gran arte que le ofreciste a tu patria.