Kit de emergencia para tiempos aciagos

No darse por enterado de lo que no se caracteriza por cierta profundidad. No escuchar todo lo que transmite la radio, no acercarse a ningún televisor a menos que se lo merezca, no tomar muy en serio al analista, al experto, al que vive para aconsejar a todo el mundo. Rechazar la invitación a fruncir el ceño por lo que este y el otro dijeron en el programa de esta mañana o de esta tarde. Taparse los oídos si la radio está a todo volumen, pues es mal indicio, en la cafetería donde almuerza. Cerrar los ojos si llega a la casa de una amiga y el televisor, o los televisores, lo cubren todo. Igualmente sospechoso. Responder citando las últimas tendencias de la pintura paraguaya, según las exposiciones artísticas más recientes en Asunción. O escuchar a quien nunca dice nada. El o ella probablemente sabe más que todos los demás.
Aceptar la impertinencia como modus vivendi, apreciar al que se muestra irrelevante, o totalmente impotente para poder aportar un pensamiento a la &%$#@!* crisis que de todos modos ha convertido a demasiados de nosotros en personas inútiles, incapaces de aportar lo que se tendría que contribuir, aunque al bienestar material que debería ser punto de partida, porque las palabras parecen sobrar; hay demasiadas, pero en las bocas equivocadas, como siempre, como en todas las épocas, habidas y por haber, en que la acción lo es todo y el silencio se desprecia.
Decirle adiós a las interminables peroratas. Rechazar sin titubeos, sin descansos ni intermezzos, sin mirar para los lados, toda suerte de asesorías de expertos de la clase y tipo que sean. ¿A cuenta de qué? ¿Por qué? ¿Así sin más? No sentirse intimidado por estrategias, por propuestas, por soluciones y mantenerse callado. Resistir sobre todo la solución fácil, la conclusión evidente. Mostrarse reacio, desoyendo especialmente a los de voces autorizadas, a los de tonos seductores, que vuelven a hablarnos de las ventajas de esto y de lo otro, de inversiones que nos beneficiarían a todos y de recursos milagrosos que con tal de creer el cuento se hacen muy posibles, probables, seguros. Negarse a las soluciones evidentes porque precisamente las repiten mil veces y todos se ponen de acuerdo sobre ellas, las radioemisoras, las televisoras, la gente en el mol, la gente en la farmacia, la gente en el supermercado. No, no mostrarse razonable aunque lo repita el asesor del momento y los comunicadores y después también los otros y las otras añadan que no hay otra agenda más que esta.
Y mostrarse más esquivo cuando se insista en hablar de estrategias efectivas o de ser eficientes, o de ser, otra vez, razonables. En ese momento se tienen que cerrar los ojos y los oídos y la boca. ¿Por qué creer que se tiene que ser efectivo? ¿Efectivo para qué o para quién? ¿Pues qué significa eso de ser efectivo en todo este ambiente en el que no se sabe a quién o a qué encomendarse? Pero quizás de la imposibilidad de la efectividad sea de lo que se trate y debamos obsesionarnos con aspirar a no ser efectivos o a no aspirar a ser efectivos, que no es lo mismo. ¿Efectivos para sentirnos más cómodos con los embelecos que se le siguen ocurriendo a los que se creen que de embelecos es de lo que se trata la convivencia? Los embelequeros son los máximos exponentes de estrategias dirigidas a ser efectivos y, además, eficientes, especialistas en eso de dar la impresión de que ya casi dimos con la solución, de que con un poquito de esfuerzo, con un chih chih estamos al otro lado, de que ya casi casi todo está resuelto. Están convencidos de que es posible ser feliz, de que todos podemos ser felices, como por acto de magia. ¿Pero felices para qué? ¿Y felices cuándo? ¿Y felices con quién? ¿Felices con todos o felices con unos poquitos?
Nos tenemos que pertrechar sobre todo para cuando se nos quiera imponer la felicidad, cuando se nos quiera legislar la felicidad y hacerla una ley, o cuando la felicidad se convierta en orden ejecutiva. Porque se tratará de otro embeleco y se querrá, aunque no lo diga nadie, que lo recibamos sin pensar, otro de esos planes blueprints que se le ocurren a los que llegan a creer que pueden resolverle los problemas a todo el mundo. ¿Pero cómo es esto de que se le pueden resolver los problemas a todo el mundo? Esto no es sino la culminación de los embelecos, de esos inventos que le llegan a la cabeza a alguna gente y sin más esperan que todos les hagan caso. No preguntan, no se cercioran, no hacen un esfuerzo por averiguar cómo es que se materializaría, cómo es que se vería, cómo es que los afectados se sentirían si el embeleco se diera. Pero no se preguntan ni por un instante por qué es que han llegado a pensar en el embeleco como la solución definitiva, la cura para todo, la salvación otra vez, a fin de cuentas. Nada de eso puede venir en paquetitos bien doblados, entregados a domicilio, puntuales, en envolturas bien olientes, casi perfectos, sin raspazos de ningún tipo, como se pretende, como encargo especial.
¿Más milagros? ¿Otro milagro? ¿Un milagrito? ¿Pero a cuenta de qué? Pues como pasa con las estrategias efectivas y los embelecos, los milagros se quedarán a mitad, no prosperarán donde tienen que prosperar, que es en el cerebro de los demás. Fácil es cuando se lo cree uno a sí mismo, o cuando se lo creen aquellos a los que les gusta creer, que a veces parecen ser muchas personas, sobre todo al principio, pero otra cosa es cuando se tiene que explicar a los otros, a todos aquellos que no están de acuerdo con uno, pero también a aquellos a quienes no le gusta creer. Entonces es que se complica el asunto y se complica por partida doble. Se complica porque se comienzan a establecer los grupos selectos, los clubecitos, los círculos de los iguales, de aquellos que están de acuerdo y se reconocen como elegidos, y por esta misma razón se complica en segundo lugar porque la exclusividad que entonces pretendemos nos lleva a sentirnos superiores, a sentirnos muy especiales. Pues poseemos una verdad que los demás, ni de lejos, se pueden imaginar. Si tan solo pudieran imaginársela. Así es como funcionan los milagros, exclusivamente para los iniciados.
¿Por qué no se le presta más atención a los que nunca dicen nada? ¿Por qué no escuchar a los que se quedan en la casa y no son convocados por nadie, a los que nunca hablan más de la cuenta y no se inventan embelecos y no aspiran a ser eficientes ni efectivos, a las que tienen serias dudas y no se van a ofrecer de voluntarios porque comprenden las complejidades y por esto mismo no hablan. Esta sabiduría de los que se callan y se quedan en sus esquinas, que no necesariamente es un conocimiento que data de siglos porque muy bien podría ser recién estrenado, no necesariamente viejo porque podría ser juvenil y ágil y fresco, pero como no responde al aplauso fácil se pierde de vista. Es el saber que necesitan los pastores errantes en tierras de lobos. Nada de entregas puntuales por correo de paquetitos bien envueltos y perfumados para estas y estos.
Es tan evidente que da vergüenza reconocerlo. Son los que se mantienen en silencio, los que se abrazan al silencio, los que deberían hablar. Los silenciosos que se sumen en el silencio como parece sumirse el sol tras el horizonte, callado, sin decir una sola palabra, sin chistar, sin decir que va a regresar. Podríamos aprender de ellos y ellas, sobre todo en caso de emergencia. Y aunque se dijera algo, serle fiel al silencio. Mejor no decir nada, pero si se hablara, decir lo menos posible, no abrir la boca nunca, aunque canse más que tenerla abierta, no decir nunca nada, retar la locuacidad, cuestionar silenciosamente la sobreabundancia de ruidos fundamentalmente innecesarios, concediéndole al silencio un rol protagónico, haciendo ver que está presente en todo lugar, pero de otro modo, sin pretensiones, sin reclamar nada, más bien de ida, sereno.