La belleza de los objetos
Experimentar la vida premoderna, sin servicio de agua potable y electricidad o alguna otra fuente de energía, me ha hecho reflexionar sobre los objetos que permiten esa “modernidad”. Son montones, pero escojo algunos que me parecen más hermosos que otros. Porque apuesto por la inteligencia humana, decido, casi como en unas Odas Elementales, hablar de los artefactos que me han permitido vivir mejor durante la crisis de este último mes. En todos ellos veo el deseo de paliar el sufrimiento del cuerpo. Cada uno tendrá su lista. Todo depende de las prioridades y carencias que se tengan. Es obvio que para un enfermo o una parturienta es absolutamente necesario un generador de energía que garantice su vida y la del niño por nacer en la sala de emergencia del centro hospitalario al que acuda. No todas las embarazadas pueden irse del país. El mapa de qué objetos llegan a quién no es moral sino político. Lo sabemos.
Mi lista de artefactos posthuracán María comienza con el candungo. Un candungo es un recipiente grande. Digamos que la proyección mental del signo es casi tan individual como formas posibles haya, pero la estructura interna del candungo tiene que ver con almacenar una considerable cantidad de líquido. Esas vejigas artificiales minimizan los viajes de búsqueda del agua. Reducen la fatiga, el cansancio y el tiempo. Parecería una tontería, pero habrá que mirar su belleza. Mi candungo favorito tiene tapa y pluma incorporada. Lo utilizamos para fregar. Almacena cinco galones de agua y posee una pequeña tapa por donde se llena. El material del que está hecho, plástico resistente, asegura el almacenamiento y evita la contaminación del contenido. Por la pequeña tapa clorino el agua sin problemas cada vez que lo lleno. Pero el colmo de la inteligencia de este artefacto es la pluma incorporada. Quien pensó en ello, entendió la austeridad y debió tener, quiero creer, un sentido ético del consumo. Controlar el flujo del agua hace efectivo el almacenamiento. Implica también otro patrón de gasto. Una de las reflexiones a las que nos ha llevado la crisis es, precisamente, el estilo excesivo de consumo de nuestra cotidianidad.
El segundo lugar de mi lista lo ocupa el filtro de agua. Su invención supone la consideración por el cuerpo envenenado. El agua debería ser salud, pero ya sabemos que no es así para todos en este país. Temer enfermarse por tomar agua de la pluma, cuando llega, no es un terror injustificado. Podemos prescindir de un alimento dañado, pero no del agua. Así que, sin miedo a que se me acuse de histérica, dedico mucho empeño a sanear el agua que consumo. La protagonista de mi empresa es mi jarra con filtro de carbón incorporado. Desearía otro más sofisticado, que filtrara bacterias como la salmonela, pero llegué tarde a la fila. La verdad que la simpleza del artefacto sobrecoge. La lleno con agua hervida (tengo estufa de gas) y espero a que el filtro, dispuesto en el centro de la tapa de la jarra, purifique el líquido y lo conduzca al resto del envase.
Igual habría que alabar a todos los artefactos luminiscentes: velas, quinqués, linternas, bombillas de baterías y solares. Su ingenio consiste en extender nuestra capacidad de visión más allá del día. Incluso superar las posibilidades del ojo humano. Parece tan evidente, pues son objetos tan comunes, tan nimios para nosotros. Sin embargo, se adelantan al tropezón, al moretón, a la fractura del hueso, al aburrimiento y al miedo.
Para ser justa con la nostalgia (mi nostalgia), hablaré de la bellísima tabla de lavar ropa. No pude sustraerme al antojo de comprarla cuando vi los vendedores orillados en la calle. Se sabe que no hay mejor campaña publicitaria que la nostalgia. Pero a falta de luz y agua, la visita al pasado de las abuelas puede ser necesaria. La mía es un rectángulo de madera laminado de PVC, que, según el vendedor, la protege de las bacterias. Pienso en la inteligencia de la tabla. Es barata. Las líneas talladas aseguran la limpieza de la ropa. Es la tabla de mi abuela mejorada. Mis manos no se acostumbran a su dureza. Exprimir a mano duele en las muñecas. Mi colega Bernat me enseña una foto de su lavadora improvisada. Es algo más compleja que mi tabla. Son dos zafacones de plástico. Al más pequeño, que se introduce en el más grande, se le abren orificios en el fondo. Se le echa agua y jabón y con un destapador de inodoros se procura el movimiento de la tanda y el enjuague. Es ingenioso ese artefacto. Intenta subsanar el dolor de las manos al lavar en tabla.
No sé por qué mi madre no incluía la lavadora en su lista de la modernidad. Para ella, la garantizaban las toallas sanitarias y los pañales desechables. Es evidente que pensaba en un cierto tipo de mujer: joven, madre, de una sociedad tradicional y de un momento histórico particular. Nació en 1929, un año después del huracán San Felipe. No es gratuito que los dos objetos estén relacionados con el circuito de la procreación. Se deduce que provenía de un espacio de carencia absoluta. Su lista dice también una verdad, esos artefactos carísimos, aún hoy, liberan a las mujeres de mucho trabajo, incomodidad y vergüenza. Lo de la vergüenza tiene que ver con el lugar de los fluidos (sobre todo los femeninos) en nuestra cultura. Podría concluirse mucho de la lista de mi madre. Por ejemplo, que ambos artefactos fueron pensados para procurar que las mujeres dedicasen menos tiempo a su aseo y al de los hijos. Ambas cosas corresponden a la higiene sanitaria que suponemos implica la modernidad. Hubo alguien compasivo que pensó en esos cuerpos incómodos y quiso crear un objeto capaz de subsanar su malestar. También podría concluirse que su alto precio corresponde a una economía de las necesidades donde la higiene femenina no es prioridad. Ya sabemos que la cartografía de lo imprescindible tiene sujetos y zonas preferidos. Se hace tan evidente hoy. Eso explicaría en parte que Plaza de las Américas y no la UPR tenga electricidad, aunque sea a ratos.
Debería hablar de tantos otros objetos. Un amigo me pide que mencione el mosquitero o su versión moderna, el escrín. No pienso en él porque los he utilizado siempre. Los mosquitos no llegaron con el huracán. Podría apuntar la lejía o el hielo, por ejemplo. He oído que el primer hielo que llegó a la isla provino de San Thomas. Dicen que aparece en las Memorias de Tapia. ¿Qué dolor del cuerpo subsana el hielo? Pienso en la descomposición de los alimentos, en el calor, en la hinchazón de algún músculo, en el tedio y la desesperación. Hay quien no entiende las filas para comprarlo. Para mí está clarísimo, Aureliano frente al hielo por primera vez.
La escritura también es un objeto material, aunque nos hagan creer otra cosa. Como cualquier artefacto requiere de una técnica. Para escribir hoy necesitamos de una computadora, de un programa de escritura, de alguna fuente de energía y de la conexión de Internet. Me faltan algunos de esos elementos en este momento. Es más, mientras escribo, me pregunto cómo haré llegar estas palabras. Por suerte que hay ángeles que ayudan a los dinosaurios. Además, aún existe el papel y la pluma. Esos serán los últimos objetos de mi lista: la estilográfica y el papel. La tecnología es antiquísima. Costó siglos dominarla. El papel se remonta al siglo I e.c., cuando aparece en China. La estilográfica metálica aparece en el siglo XIX. Aprender a escribir de izquierda a derecha, de arriba a abajo implicó muchos siglos. La primera escritura lineal, la cuneiforme, inventada por los sumerios está documentada en Mesopotamia en el 3500 a.e.c. Entonces se escribía en tabletas de barro y con cálamos de caña. No es hasta el siglo VII que aparece la pluma de pájaro. Contrario a lo que se piensa, dominar una tecnología tan difícil como un sistema de escritura implica tiempo y esfuerzo. Por lo tanto, la escritura no es un bien tan democrático como queremos pensar.
Aunque la escritura a mano es para mí la definición misma de la belleza, confieso que la he perdido. Nada admiro más que la paciencia de los calígrafos. La precisión del trazo es un arte elevado. Pero la escritura no solo tiene que ver con los dedos, las manos y los ojos, también se relaciona con la manera en que el cerebro organiza los pensamientos, hilvana las ideas, dibuja los sentimientos. Mucho se ha escrito sobre la forma en que la era digital implica una forma diferente de organización cerebral. Y debo aceptarlo, ya no sé escribir un texto completo a papel y pluma. Lo acabo de comprobar. Necesito las referencias automáticas, las consultas simultáneas, los mandatos de copiar, pegar, buscar, eliminar, adjuntar, guardar, enviar que me ofrece el programa computarizado. Este escrito es evidencia. La escritura, en cualquiera de sus formas, corresponde al deseo de memoria. Recordar, archivar, informar, grabar son los verbos que se desearon con la escritura. También alegrar, conmover, denunciar y consolar. Hoy, sobre todo, denunciar y consolar.
Cuando el cuadro de la recuperación del país es tan obscuro, cuando vivimos en un estado de alarma y tristeza continuas ante la indignidad de la miseria de gran parte del país, ante la corrupción del capitalismo del desastre en el que se cuajan las decisiones de la administración de Puerto Rico, apuesto porque quienes tienen la vida más fácil, gracias a ciertos artefactos, utilicen su tiempo liberado para contemplar e imaginar formas de proveer y distribuir a toda la población puertorriqueña estos y otros objetos que paliarán el dolor del desastre, que, según ya sabemos, durará mucho más de lo que nos informan.
*Publicado originalmente en la sección Será otra cosa del semanario Claridad.