La comunidad política y el derecho a tener derechos
Límites y potencialidades de la idea de los derechos humanos
En los últimos tres años el desplazamiento forzado de personas en el mundo ha alcanzado el mayor nivel jamás registrado. Se estima que más de 65.3 millones de personas se han visto forzadas a abandonar sus lugares de origen (Agencia para los Refugiados de la Organización de las Naciones Unidas, 2016). La cifra continúa en crecimiento y el sufrimiento humano solamente producto de esto es indescriptible. Se trata de la peor crisis desde 1945. Así describió la situación el historiador Jeremy Adelman en el 2016Hay 60 millones de refugiados en el mundo…La cifra se triplicó solo el año pasado. La mitad de los no deseados del mundo son menores de 18 años. La mayoría crecerá en un campamento. Muchos morirán huyendo de sus lugares de origen; más de 3.000 refugiados se ahogaron en el Mediterráneo en 2015. más de 3.000 refugiados se ahogaron en el Mediterráneo en 2015. Los afortunados construirán nuevos hogares. Pero cuan bienvenidos pueden sentirse dependerá del nivel de decibeles de nacionalistas como Donald Trump, un coro de gobernadores y candidatos republicanos, Marine Le Pen en Francia, y el incipiente Partido Popular Danés. Mientras estas voces negativas tengan el megáfono, ¿podrán los reubicados sentirse como en casa? (Adelman, 2016, p. 1)
Adelman escribe en un contexto en que las tendencias globales marcan un ascenso de los gobiernos populistas de derecha, un crecimiento de los sentimientos nacionalistas que con éxito han propuesto el cierre de fronteras, políticas migratorias hacia la exclusión y un terreno fértil para el reavivamiento de grupos de odio hacia todo lo que no se considere nacional con implicaciones violentas muy serias. En los Estados Unidos el presidente Donald Trump firmó una Orden Ejecutiva que ordenó el cierre de las fronteras por 90 días a ciudadanos de siete países por ser estos musulmanes y, bajo el pretexto de proteger a sus “nacionales”, suspendió la acogida de refugiados por 120 días, aún de aquellos con residencia o previamente aceptados para entrar al país. El caos en las fronteras y aeropuertos no se hizo esperar. Las protestas tampoco. La incertidumbre de refugiados y ciudadanos por igual es la orden del día. Esta crisis no es la única que puede catalogarse urgente en términos de lo que conocemos como violaciones a los derechos humanos, pero el caso de los desplazados y personas a quienes solo les queda el estatus de refugiado es quizás el más emblemático de lo que significa lo humano en la idea de los derechos humanos.
Pero hablar de derechos humanos en este contexto, tanto desde el punto de vista político como normativo, no deja de ser una ruta escabrosa. La idea de los derechos humanos y las normas que se han generado a raíz de esta -de la mano de la institucionalidad internacional que supone velar por ellas- no está exenta de cuestionamientos. El caso de los desplazados, refugiados, los apátridas o parias según los describió Hannah Arendt, precisamente abre la puerta una vez más a esta discusión. Hay quienes plantean que es urgente repensar la idea de los derechos humanos, su anclaje, sus discursos y su instrumentalización. Para algunas la alusión o la narrativa de los derechos humanos ha servido para despolitizar asuntos propios del ámbito político y en su lugar ubicarlos en el terreno de lo humanitario. Se plantea que, si queremos rescatar aquellos preceptos de la Declaración de los Derechos del Hombre del Ciudadano de 1789 y la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 para retomar la agenda común que allí se trazó, los cuestionamientos, críticas, paradojas, nuevos acercamientos y retos que han surgido desde entonces deben como mínimo evaluarse. En este breve ensayo expondré algunas de las paradojas y los cuestionamientos a la pregunta qué significa lo humano y qué significa el derecho, en la idea de los “derechos humanos”. Propongo como punto de partida tratar de entender las raíces de la crisis, empezando por la idea misma de los derechos humanos a través del prisma de los refugiados. Y es que podemos afirmar, sin lugar a duda, que los parias de los que hablaba Arendt en Los Orígenes del Totalitarismo (Arendt, 2001b) todavía nos acompañan. Arendt es quizás la teórica política que más directamente atisbó esta crisis. Pensadoras contemporáneas de la mano de Arendt, con distinciones y diferencias, han expandido el examen de la idea de los derechos humanos y su relación con lo político en la contemporaneidad. No puedo pensar en un escenario más oportuno para retomar la discusión elaborada por Arendt y su afirmación de que “llegamos a ser conscientes de la existencia de un derecho a tener derechos … y de un derecho a pertenecer a algún tipo de comunidad organizada, solo cuando emergieron millones de personas que habían perdido y que no podían recobrar estos derechos por obra de la nueva situación política global” (Arendt, 2001b, p. 375).
El escenario actual en el que se instalan en el poder los abanderados de políticas de ultraderecha y el envalentonamiento y legitimación de actitudes racistas, xenofóbicas y misóginas, ha generado un sinnúmero de comparaciones y distinciones con fenómenos del siglo XX como el totalitarismo, el fascismo y el autoritarismo. Por eso, no debe extrañarnos la pertinencia de la obra de Arendt, su descripción de los fenómenos del siglo XX relativos al totalitarismo y al imperialismo y, sobre todo, su crítica al andamiaje de la Nación-estado a partir del fenómeno masivo de los apátridas (Arendt, 2001a). De hecho, en los últimos años hemos visto una gran cantidad de entrevistas, reportajes y publicaciones que retoman su obra para analizar estos fenómenos (Adelman, 2016; Gündoğdu, 2015; Kattago, 2013). En una entrevista reciente en Zeit Online, la intelectual norteamericana Judith Butler al ser preguntada sobre este fenómeno responde lo siguiente:
Zeit online: […] Se puede ver en la retórica de Trump y con el Brexit; se puede ver en el lenguaje populista de derecha. Existe un retroceso hacia una comprensión étnica de la nacionalidad. ¿Por qué?
Judith Butler: Hannah Arendt debería ser aquí nuestra guía: mientras que uno funcione con la noción de estado-nación, está pidiendo básicamente una forma específica de nacionalidad para representar al Estado y para que el Estado represente la nacionalidad. Eso significa que siempre habrá minorías y esos que son excluidos, los que no conforman la idea dominante de nación, esos serán ilegibles para la totalidad de derechos o despojados de ellos o incluso expulsados. Por eso para ella la pluralidad es tan importante. Supongo que podría traducir pluralidad como heterogeneidad étnica y racial. (Soloveitchik, 2016)
En efecto, Arendt sitúa su examen y crítica sobre los derechos humanos -tal y como hoy los conocemos- a partir de dos críticas fundamentales: la primera al Estado-nación moderno (y a los conceptos en los que se sostiene); y la segunda a la concepción de los derechos humanos propiamente, según proviene de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano promulgada en el contexto de la Revolución Francesa. Es en el contexto de estas dos críticas en que esboza la idea del derecho a tener derechos. En lo que sigue abordaré las dos críticas de Arendt para luego pasar a la discusión sobre el derecho a tener derechos y su pertinencia contemporánea.
Si bien no fue ni ha sido Arendt la única que ha señalado las limitaciones intrínsecas al andamiaje del Estado-nación (también al de soberanía, pero se enfocan de manera distinta), ciertamente fue ella la que con mayor precisión y desde 1951 alertó sobre el problema que esto representaba para salvaguardar lo que llamamos la humanidad. Arendt sitúa su crítica en un recuento sobre el Imperialismo y su implicaciones para el siglo XX. El punto medular de su señalamiento es que a fines del siglo XIX y particularmente como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, el concepto Estado-nación se transforma hacia un andamiaje de Nación-estado: “había quedado completada la transformación del Estado en un instrumento de la ley, en un instrumento de la nación. La nación, (entendida como comunidad étnica-racial homogénea), había conquistado al Estado” (Arendt, 2001a, p. 352). Esta transformación para Arendt habrá de ser una de las más importantes para analizar los fenómenos del nuevo siglo. Destacó cómo el Estado perdió su función representativa y se convirtió en un instrumento de la nación y, a través de esta conquista gradual, el nacionalismo identificó a los ciudadanos solo con los nacionales. Como resultado, la ambigüedad del siglo dieciocho entre «hombre» y «ciudadano», que, según afirma, pudo haber sido políticamente navegada para garantizar la igualdad y la libertad para todos los residentes de una comunidad política, se borró cada vez más. A medida que las dimensiones igualitarias de la Nación-estado se vieron socavadas por el surgimiento del imperialismo y el surgimiento de nacionalismos tribales o étnicos, se hizo aún más difícil invocar los “Derechos del Hombre” para reclamar derechos iguales para aquellos que no eran nacionales. Así, se logró justificar desde entonces un trato diferenciado hacia unos seres humanos; lo “humano” sería borrado.
En otras palabras, Arendt logra ubicar la crisis de los refugiados como heredera de una instrumentalización para fines imperiales tanto del Estado-nación como del derecho, cuyo resultado principal fue hacer de los derechos un privilegio de los ciudadanos de la nación. ¿La consecuencia?: Seyla Benhabib la describe: “en un orden internacional ‘Estado céntrico’, la condición legal del individuo depende de la protección por parte de la autoridad más alta que controla el territorio en el que uno recibe y emite los papeles a los que uno tiene derecho” (Benhabib, 2004, p. 49). Es de ahí que provienen las categorías de humano: refugiado, minoría, persona sin Estado, persona desplazada.
El nuevo concepto de Nación-estado rompe con la premisa de una comunidad política plural y es caldo de cultivo para justificar, a través de la ley, la exclusión de aquellos y aquellas que no formen parte de la comunidad étnico-racial que les cierra las puertas. Luego de la Primera Guerra Mundial, con la implantación de estos nuevos principios de naciones-estado y con la nueva configuración geopolítica, se produjo un fenómeno masivo de migraciones y con ellos millones de personas que quedaron sin Nación-estado. Y ese andamiaje jurídico-político es lo que Arendt señala como intrínsecamente problemático. Para que quede claro, la crisis no proviene de una excepción, sino que es intrínseca al nuevo orden que produciría al refugiado como algo inherente a su estructura. La paradoja de los derechos humanos se lleva al límite precisamente cuando una persona no nacional, es decir, apátrida, se convertía en alguien que bien podía sufrir una sentencia de cárcel sin siquiera haber llegado a cometer un delito.
En su ponencia “Statelessness” (Arendt, 1955), Arendt explica cómo quien no cuenta con una comunidad política adviene criminal por el mero hecho de ser, sin que ese estado de cosas sea parte de un acto deliberado de su parte. Allí también ve desde temprano el problema que pueden representar las clasificaciones legales que se van diversificando a partir de este fenómeno. Las nuevas categorías legales permiten ignorar el problema al establecer distinciones: “refugiados” y “apátridas”, cuando, como Arendt señala, para todos los efectos el refugiado es de facto un apátrida. Estas clasificaciones a su vez traen consigo dos cosas: (1) la esperanza de que tal cosa como un derecho a asilo realmente funcione y; (2) que el problema no tenga que atenderse en el orden político porque después de todo puede ser “atendido” por una organización caritativa. Como sabemos, el cumplimiento con los requisitos establecidos para asilo siempre es problemático y cada vez más restringido y, en el segundo caso, apunta Arendt, la caridad es siempre voluntaria: “La caridad no es un derecho, la caridad debe venir después de que se haga justicia. Esto es tan viejo como las colinas” (Arendt, 1955, p. 1).
Ahora bien, lo importante es la paradoja que de esto se deriva: si como parte del andamiaje de los derechos humanos el individuo tiene derecho a la soberanía de sí mismo y de ahí se deriva un derecho inalienable, ¿cómo es que precisamente allí cuando solo le queda su soberanía misma, desprendida de la de la nación a la que supone pertenecer, es cuando más desprotegido está? Esta es la paradoja de los derechos humanos: “la prolongación de sus vidas es debida a la caridad y no al derecho, porque no existe ley alguna que pueda obligar a las naciones a alimentarles; su libertad de movimiento, si la tienen, no les da el derecho de residencia, … y su libertad de opinión es la libertad del loco porque nada de lo que dice puede importarle a nadie” (Arendt, 2001a, p. 375).
El segundo asunto que Arendt elabora es el cuestionamiento a una idea de lo humano derivada del derecho natural y anclada en el individuo. Y es que, si una examina la teoría política de Arendt, no es difícil entender su crítica. En el andamiaje del liberalismo proveniente de la Revolución Francesa, la libertad es concebida en y desde el individuo y, como es “natural”, es del individuo que emana la libertad. Pero para Arendt, la libertad no es la voluntad individual, no es equivalente al libre albedrío. En la teoría política arendtiana la libertad está garantizada en y solo desde la pertenencia al mundo, a una comunidad con otros y otras. Por eso, para Arendt la igualdad no se deriva de un derecho natural, a la igualdad hay que construirla, trabajarla, ficcionalizarla. La ley supone cumplir esa función, de ahí que mediante una apelación abstracta de igualdad no tiene sentido negar la contingencia humana; se trata de una esencia meramente humana. Vuelvo a Adelman cuando problematiza con Arendt los lugares comunes del liberalismo: ¿todos nacemos iguales, destinados a la libertad y la búsqueda de la felicidad? No, solo gracias a nuestras instituciones devenimos iguales. Nuestras organizaciones son las que nos permiten vivir en libertad: “Se requeriría de una mujer apátrida para recordarle al público que estos derechos no son naturales. Sería necesario un extranjero que lo dijera: los derechos nos los pueden quitar” (Adelman, 2016, p. 20).
En resumen, Arendt cuestiona la premisa de que los derechos humanos dependan de la idea de que existen por virtud del simple hecho de haber nacido y de ser seres humanos. Esto último, sin embargo, es un lugar común que hoy día no parecería que pueda provocar desacuerdo. Sin embargo, podemos enumerar algunos de los problemas que tiene una fundamentación de los derechos en el derecho natural:
1. La equiparación que tiene en la modernidad lo natural con lo biológico y, por lo tanto, la idea de que lo que los humanos compartimos se traza a partir del criterio biológico. Esto tiene el peligro de que los derechos humanos se equiparen a satisfacer las necesidades básicas o fisiológicas y se corre el riesgo de entender que el asunto está resuelto a partir de ayuda humanitaria o mediante la caridad, o –y me parece que este es el efecto más palpable– que el problema sea visto como una catástrofe de tipo “natural” y no política de la que deben encargarse solo organizaciones humanitarias y no la comunidad internacional de estados (Gündoğdu, 2015).
2. El refuerzo en la idea de un sujeto universal homogéneo. Después de todo la idea de los derechos naturales, aunque se secularizó, no deja de tener raíz de la idea judeocristiana del sujeto “a imagen y semejanza de Dios”.
3. El efecto de despolitizar los derechos. En lugar de concebirlos como algo natural o inherente a la esencia humana, es necesario abrazar la realidad de que los derechos no preceden a lo político.
Pero debemos tener claro que Arendt no está planteando una objeción como tal a la existencia de derechos, sino que persigue develar que, debido a su anclaje en un derecho natural del individuo, contamos con millones de seres humanos que se encuentran en un estado de indefensión respecto a éstos. Y es que Arendt parte de un sujeto cuya identidad no precede a sus acciones, para ella se trata de un sujeto de acción emergente. En todo caso, tal cosa como la naturaleza humana es “políticamente relevante solo en la medida en que se la conoce históricamente” (Schaap, 2011, p. 31).
Hay, además, otras críticas contemporáneas a la forma en que se ha desarrollado, instrumentalizado o vaciado de contenido la idea y la normativa de los derechos humanos. Aunque no da tiempo a discutirla aquí, las menciono para una discusión futura.
Las críticas a las narrativas de los derechos humanos pueden agruparse en tres tipos (1) el uso de la idea de los derechos humanos para justificar intervenciones “neoimperialistas”, como lo expone Costas Douzinas (Douzinas, 2000)(2) el hecho de que la idea de los derechos humanos nos sujeta al mismo poder del cual nos dice liberar, una crítica que expande Giorgio Agamben (Agamben, 2000); y (3) el planteamiento de que la idea de un sujeto de derechos humanos oscurece nuestra imaginación política y la oportunidad de inventar nuevas formas de entender la igualdad, la libertad y la justicia, según ha sido expuesto, entre otros, pero sobre todo, por Jacques Rancière (Rancière, 2010; Schaap, 2011). Jean Luc Nancy también ha expuesto críticas contemporáneas a la forma que han tomado los derechos humanos y a sus paradojas (Nancy, 2013).
Para Agamben, por ejemplo, hoy día el ciudadano se convierte en un denizen, es decir, en un residente permanente no-ciudadano lo que en ciertos estratos sociales crea indiferenciaciones con los no-ciudadanos. En un mundo masificado, aún gran parte de los “ciudadanos” que suponen pertenecer, carecen del derecho a tener derechos al ser excluidos de la participación y del mundo político. Eso explica, por ejemplo, la proliferación de organizaciones que abogan por los derechos humanos al interior de su propio Estado.
Rancière por su parte, identifica un reavivamiento de la idea de los derechos humanos en las décadas del 70 y el 80 producto en parte de los movimientos disidentes de la ex Unión Soviética y Europa del Este. Más allá de las críticas que le tuvo que hacer el propio Marx a la idea de los derechos humanos, explica Rancière, ese reavivamiento ha implicado la configuración de un mundo posthistórico, en que la democracia global se dice de la mano del mercado global y la economía liberal. También llama la atención sobre cómo un nuevo discurso que sustituye la idea de los derechos humanos por lo humanitario se utiliza para justificar invasiones o cierto tipo de interferencias (Rancière, 2010, p. 62). El “humano” de los derechos humanos, dice, ha sido siempre una mera abstracción y en realidad no hay necesidad de tales derechos para la política porque la política es precisamente el momento en que los que están fuera del entendido institucional de los derechos los invocan, es el proceso.
Ayten Gündoğdu –una autora obligada en este tema que examina minuciosamente las criticas de Arendt y pone al día sus señalamientos– presenta tres formas que ha tomado la discusión de los derechos humanos a partir de los 90, formas que además tienden a la despolitización: (1) un aumento del derecho a la compasión y al humanitarismo centrado en los cuerpos sufridos; (2) la tendencia a tratar los problemas de los derechos humanos como un asunto de administración humanitaria, de ahí que sean expertos quienes toman las decisiones respecto al asilo y la otorgación de residencia; (3) el advenimiento de un humanitarismo militarizado que reduce la cuestión por los derechos humanos a las víctimas de conflictos (Gündoğdu, 2015, p. 16). Gündoğdu examina cada uno de estos aspectos al detalle y discute las objeciones más comunes a las críticas que se le han hecho a los discursos de los derechos humanos.
El derecho a tener derechos
Como contrapunto retomamos la idea arendtiana del derecho a tener derechos, que ha sido interpretada de muchas maneras. El meta-derecho es el derecho a tener derechos, lo cual está garantizado mediante las ciudadanías y no mediante la pertenencia étnica o racial. Dice Arendt: “Si no paramos esto, no por un proyecto de ley con innumerables derechos humanos de los que solo gozan las civilizaciones más altas, sino un derecho internacionalmente garantizado a la ciudadanía, cualquiera que sea la ciudadanía, tendremos más y más personas que con respecto a su estado legal ya no son humanos, que ya no tienen un lugar dentro de la humanidad” (Arendt, 1955, p. 4).
La pregunta que sigue es la de más sentido común: “¿Quién ha de dar o negar tal reconocimiento?” La respuesta de Arendt es: “la humanidad misma”. Se dirá que el escollo es, como reconoce Benhabib, la ausencia “de una comunidad jurídico civil de co-socios que estén en una relación de deber recíproco” (Benhabib, 2004, p. 50). Para responder a este escepticismo Benahib retoma a una Arendt cosmopolita y lo hace con pretensiones normativas, algo que en estos tiempos y con las tendencias que hemos descrito, resulta muy difícil, no por eso descartable, claro está. Pero hay otros académicos que, en lugar de una perspectiva normativa-institucional, enfocan en que el derecho a tener derechos de Arendt no se deriva de un derecho moral pre-político, sino “proto-político” (Schaap, 2011). Es decir, el derecho a tener derechos es un supuesto sin el cual la política misma no es posible: en lugar de la moral o la ley, el derecho a tener derechos solo puede basarse en la praxis.
Siguiendo esto último, es decir, un derecho basado en la praxis, propongo que el derecho a tener derechos puede ser inspirado por el principio de “equaliberty”, según presentado por Etienne Balibar, quien lo deriva del concepto griego isonomia. Este principio, “equaliberty”, mantiene imbricados los conceptos de igualdad y libertad, y es de ahí que los derechos humanos derivan su validez, no de fuentes externas (Balibar, 2014). Me detengo entonces en la interpretación de Balibar puesto que su propuesta me parece no solo la más a tono con una mirada completa de la obra de Arendt, sino que me parece que arroja luz sobre la contemporaneidad.
Para Balibar, frente al problema de los derechos humanos la alternativa no puede seguir siendo la idea de universalidad, sobre todo cuando ya está constatado que el problema es la producción de “outsiders”, más ahora a partir de un nuevo fenómeno neo-nacionalista. Según él, hay que tomarse en serio el señalamiento de Arendt en el sentido de que lo que es típico de la modernidad es una forma específica de alienación: no se trata de una alienación interna, se trata de una alienación del mundo. Por lo tanto, la recuperación necesaria es la recuperación del mundo. En contraste, la idea de un individuo universal con derechos provenientes solo de sí mismo ha contribuido a esa alienación del mundo.
El punto sería insistir en que los derechos humanos no se “acceden”, sino que hay que inventarlos o crearlos. Pero el dilema contemporáneo es que la política de los derechos humanos que Arendt cuestiona, está atrapada entre el institucionalismo extremo y una enajenación que, siguiendo a Balibar, involucra definitivamente la idea del humano como tal. ¿Cuál sería entonces la alternativa planteada por Balibar?
Si trata de una institución que es propiamente humana y que incluye la reciprocidad y la solidaridad y, como consecuencia, no se puede derivar de un fundamento universal ya dado, la mejor forma de entender el carácter de los derechos humanos es pensarlos sin fundamentos metafísicos. Es decir, hay que entenderlos en su carácter práctico e histórico de forma tal que se revierta la fundación esencialista o metafísica de la política. De esta forma, se hace de la práctica de los derechos humanos un asunto que se manifiesta contingentemente en lugar de deducirlo de principios universales. Ahora bien, esto, no es ni puede ser solamente una cuestión de retórica, implica una cuestión práctica en la reconsideración de lo político, y siempre de la mano de éste. Por eso, para Balibar lo que lo que falta en la propuesta de Arendt es su radicalidad, es decir, la razón por la cual ella hace de la institución no solamente una fuente de derecho positivo, sino un constructo genuinamente humano: su propuesta de una idea de la política de los derechos humanos basada en la posibilidad de la disidencia, particularmente en la forma de desobediencia civil. La pertinencia a la comunidad política está atada al poder disentir. Habría que aspirar a una concepción de la política y a una institucionalidad legal que haga posible la reciprocidad. El señalamiento de Arendt que alerta sobre la pérdida de los derechos humanos precisamente cuando se pierde la pertenencia a una comunidad política, hay que entenderlo al nivel de los principios establecidos en la relación fundacional de la política y siempre desde lo que entendemos por política. La concepción de la política debe y tiene que trasnformarse.
Según Balibar, el punto de vista de Arendt es el siguiente: la destrucción de los derechos civiles conlleva necesariamente la destrucción de los derechos humanos y esto es intrínseco al andamiaje de los derechos: “los derechos no son, o no son principalmente ‘cualidades’ de sujetos individuales, son cualidades que los individuos se otorgan entre sí”. Ahí está la reciprocidad. La idea de Arendt es que “aparte de la institución de la comunidad, simplemente no hay seres humanos” (Balibar, 2007, pp. 732-733). Los derechos son indistinguibles de la construcción de lo humano. “Los humanos simplemente son sus derechos” (Balibar, 2007, p. 733). No puede dejarse en abstracto una idea de los derechos humanos derivada de una naturaleza individual si reconocemos que después de todo, los humanos somos en tanto pluralidad. Es en la pertenencia con los otros y las otras que se generan derechos, siempre desde la reciprocidad y para esa reciprocidad se necesita pertenencia a una comunidad política, al mundo en ese sentido. A propósito, conviene recordar la razón por la que según Arendt Adolf Eichmann debió ser enjuiciado por haber cometido un crimen contra la humanidad. Y es que para Arendt la clave de su enjuiciamiento no fue que Eichmann habría sido el gestor de la eliminación de judíos, lo principal para ella fue que en su actuación se arrogó la facultad de determinar quien formaba parte y quien no de la humanidad, es decir, del mundo común (Arendt, 2014, pp. 405-406).
Por supuesto, la parte incómoda de esta “verdad” es lidiar con la contingencia que implica, una contingencia que es inescapable si se entiende ontológica del ser humano. Porque –y lo vemos muy de cerca y con implicaciones materiales en la pérdida de derechos que creíamos ya garantizados– la misma comunidad que recíprocamente garantiza derechos es capaz de destruirlos (Balibar, 2007, p. 733). De ahí que Balibar reivindique la idea (¿trágica?) de un derecho sin fundamentos y refute la tautología del derecho hegemónico formalista.
Para resumir, derivamos dos argumentos de Arendt: la siempre construcción de lo humano desde la pluralidad y anclada en el derecho a tener derechos, lo que se traduce en la participación en una comunidad política de carácter histórico; y, por otro lado, no hay comunidad política sino desde la horizontalidad y reciprocidad, lo que supone la inclusión de un principio de desobediencia dentro del mismo esquema legal de la obediencia (Balibar, 2007, p. 737). La idea de los derechos humanos o del derecho a tener derechos supone la idea de acoger una noción particular de lo político y un ser humano en pluralidad pues solo desde ella es que se garantizan los derechos de manera recíproca y no desde un fundamento matafísico.
Por otra parte, el entendido del Derecho como puramente humano, le posibilita a Balibar, al igual que a Arendt, desvincularlo de la idea de un mandato u orden estático. Por el contrario, se trata de un derecho siempre en devenir pues el Derecho siempre está en tensión con la acción y para eso se requiere la capacidad de disentir de éste, de emplazarlo y de desobedecerlo. La importancia de la desobediencia en este sentido es que crea y a la vez supone una relación, una forma de asociación de un orden horizontal y suprime la idea de autoridad vertical incuestionable. La tesis de Arendt, y la lectura que de ella hace Balibar, aunque difícil, nos lleva a elaborar argumentos para un mejor entendimiento contemporáneo de los eventos y para reconceptualizar tanto lo humano como el derecho en la idea de los derechos humanos.
No leo ni a Balibar ni a Arendt en clave pesimista ni de resignación. Por el contrario, ambos parten de la necesidad de afrontar y entender para entonces lidiar de manera más clara con el mal y con fenómenos como la violencia extrema, el totalitarismo y las crisis humanitarias. La propuesta precisa recuperar el mundo; lo común y tomarse en serio el señalamiento de Arendt de que la modernidad es una forma específica de alienación: la alienación del mundo y la idea de un individuo universal con derechos provenientes solo de sí mismo, ha contribuido a eso. Por eso hay que insistir en que los derechos humanos no se “acceden”, sino que hay que inventarlos, crearlos y ejecutarlos. Es la acogida de una praxis basada en la posibilidad de acción y la disidencia. Visto así, el objetivo principal de la teoría política que concentra en EL orden es fallido. El foco de atención está en proveer las condiciones para una contingencia otra que acoja la condición humana.
Partir del acercamiento arendtiano requiere reconocer esa verdad trágica: la idea de los derechos es indistinguible de la construcción de lo humano y lo humano siempre es contingente (Balibar, 2007, p. 734). Por eso Balibar reivindica la idea de un derecho sin fundamentos y por eso reivindico lo que he llamado un Derecho para la acción y la desobediencia, un derecho visto desde lo político y no una política vista desde el Derecho. Por eso, el meta-derecho arendtiano, el derecho a tener derechos está concebido como una garantía para los seres humanos de pertenecer y actuar en una comunidad con otros y otras, contar con un lugar de aparición y reaparición, donde se pueda actuar, disentir, y se creen las condiciones para el rescate de la vida y el mundo común.
Referencias:
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* Ponencia editada presentada en el Coloquio Interdisciplinario Derechos y Reveses de lo Humano, celebrado el 16 de noviembre de 2018 en el Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico. Quiero agradecer a la profesora María de los Ángeles Gómez por la invitación a participar en este coloquio.