La contemporaneidad de Ticio Escobar
Esta entrevista con Ticio Escobar tuvo lugar en Asunción durante el mes de noviembre del 2011, cuando él aún era Ministro de Cultura del gobierno del presidente Fernando Lugo. La versión abreviada de la entrevista que ahora se publica en 80 grados incluye un post-scríptum donde Ticio comenta sobre el “estado de shock” en que se encuentra el Paraguay tras el reciente golpe de estado y la ruptura del orden democrático. Como uno de los propulsores claves de lo que fue prácticamente una reforma jurídica que puso en primer plano la cuestión de los derechos lingüísticos y culturales de la ciudadanía paraguaya, Escobar reflexiona aquí sobre las políticas culturales desde una mirada potenciada por la fuerza crítica y realizativa de prácticas y sujetos que nos presionan a repensar la relación entre las artes visuales y la política.
Políticas culturales y teoría del arte
J.R.: Conversemos si te parece sobre la relación que has logrado establecer entre la reflexión teórica sobre las artes visuales, la antropología y tu intervención en la política cultural. ¿Cómo interaccionan estas dimensiones de tu experiencia?
T.E.: Trabajé mucho tiempo con políticas culturales, no sólo como tema teórico, sino como práctica. Cuando cayó Stroessner, fui director de Cultura en el primer gobierno democrático en Asunción, lo cual viene a ser como Ministro de Cultura, pero de la ciudad capital. Para mí fue una experiencia importante.
J.R.: ¿En qué periodo?
T.E.: Desde 1991 a 1996.
J.R.: ¿Después de escribir El mito del arte y el mito del pueblo?
T.E.: Sí, mucho después. Fue antes de escribir Misión: etnocidio; La belleza de los otros y La maldición de Nemur, dedicados específicamente a la cuestión indígena. Mi vida ha estado muy ligada a la política: desde muy joven milité en movimientos de oposición a la dictadura, lo que me llevó a la prisión en cinco ocasiones –eso me marcó mucho.
Yo me acerqué a los indígenas desde la perspectiva de los Derechos Humanos. Fui uno de los fundadores de la COSPI, la Comisión de Solidaridad con los Pueblos Indígenas y fui presidente de ACIP, la Asociación de Apoyo a las Comunidades Indígenas de Paraguay. El propósito de la COSPI era defender no sólo la tierra, sino los derechos culturales, en general desconocidos por quienes apoyaban la causa indígena o, por lo menos, desarrollaban políticas indigenistas. El derecho a la religión propia, a la lengua y los modos de vida avalan la cohesión social y promueven la autogestión étnica. Ignorar la cultura ha creado muchos conflictos.
J.R.: ¿Las misiones religiosas contribuían a estos conflictos?
T.E.: Sí, algunas de ellas, como la siniestra Misión Nuevas Tribus, promueven el etnocidio sistemático tras la promesa de protección, salvación y civilización. Esa secta misionera reduce a los indígenas, los desaloja de sus territorios y deja éstos libres para la colonización. Ofrecen sostén a los indígenas silvícolas, los ayoreo que recién toman contacto con la sociedad nacional, a cambio de mandarlos a bautizar.
J.R.: Y a trabajar…
T.E.: Sí al trabajo, pero los misioneros más bien sirvieron, históricamente, para “civilizar” a los indígenas mediante la evangelización. Hoy las misiones fanáticas, como Nuevas Tribus, continúan esa línea: “salvan” espiritualmente a los indígenas, los “depuran” de sus creencias “bárbaras” y los mandan a trabajar como peones mal pagados a las tierras que eran de los propios indígenas.
J.R.: ¿Cómo pensar el lugar del arte indígena en este contexto?
Este acercamiento al mundo indígena dificulta un concepto de arte autónomo. El indígena no separa la esfera del arte de los ámbitos de la religión, la magia, la sociedad y la economía, el poder y el sexo. La belleza es un argumento para promover objetivos que son extra-estéticos. Esta perspectiva me ayudó mucho para trabajar el arte contemporáneo, que simultáneamente discute la autonomía del arte y se preocupa por asegurar un espacio provisorio a lo estético.
El concepto mismo de contemporaneidad me ha permitido introducir el arte indígena en diversas curadurías, como las de Valencia y Santiago de Chile: a diferencia de lo moderno, lo contemporáneo no se encuentra definido por lo último que marca la tendencia euro-norteamericana, sino por el régimen estético expresivo de una comunidad ubicada ante los requerimientos de su propio presente. Una pieza indígena puede reiterar un patrón centenario, o milenario, y continuar vigente: conservar su capacidad de convocar, conmover y renovar el sentido. En ese sentido he encarado varias aproximaciones al arte actual.
J. R.: Pareciera entonces que la crítica de la autonomía del arte como principio institucional te lleva a poner de relieve la dimensión realizativa o performativa del arte indígena y de muchas otras expresiones contemporáneas.
T.E.: Sí, como crítica de la autonomía moderna. El arte indígena logra demarcar lo estético sin perder la referencia del conjunto social; tiene una dimensión performativa: puede cruzar el círculo de la representación y actuar sobre la realidad (la función mágica del arte es ilustrativa de esa posibilidad). Esa dimensión es anhelada por el arte contemporáneo que busca su apertura al mundo sin sacrificar una reserva formal mínima, un momento de estética. He trabajado específicamente este tema en El arte fuera de sí: perdida su autonomía, el arte no se sostiene sin un lugar propio, aunque sea contingente, provisorio, aunque no tenga fronteras claras y se vea asediado continuamente por lo que ocurre extramuros. El arte debe conservar por lo menos un provisional sitio de emplazamiento desde donde ofrecer su objeto, aun fugazmente, a la mirada.
J. R.: ¿Y esta relación con el “fuera de sí” la constatas en el arte indígena, como un salto a lo performativo?
T.E.: Sí, porque el arte indígena no puede ser desprendido limpiamente de su afuera. Para trabajar sus contenidos intensos precisa de la belleza o la poesía, requiere argumentos formales estéticos que facilitan la defensa del sentido. Pero el arte no queda atrapado en esos alegatos (éstos no son autónomos); sus recursos formales se encuentran orientados siempre a una firme pragmática social y existencial, y abiertos a un ámbito ontológico. El arte indígena puede saltar de la escena de la representación: los actores no representan divinidades: son divinidades. Entonces, sí, por un instante, el arte puede trasponer la última frontera y rozar, que no atrapar, lo absoluto. Todo arte siempre aspira a cruzar el marco: a nombrar lo real imposible.
J. R.: Por un lado enfatizas su pulsión a nombrar lo imposible y, por otro, enfatizas esos efectos performativos que parecen configurar la zona de una elaboración espiritual, una especie de pragmática de los espíritus…
T.E.: Sí, el ámbito performativo por excelencia es la magia. Mediante una palabra o un signo se puede actuar sobre el mundo, producir un efecto real. Los rituales propiciatorios de caza o recolección, de tiempos ventajosos, de cura, apelan a formas sensibles, recalcan la apariencia de los significantes mágicos. La eficacia chamánica, por ejemplo, depende de imágenes intensas.
J.R.: ¿Se relaciona esto con el potencial anticipatorio del arte?
T.E.: Sí, creo que la fuerza del arte es su capacidad de anticipar, en clave imaginaria, otras dimensiones posibles. El arte busca lo que Heidegger llama el Ser; o Lacan, lo Real. Pero estas figuras son inalcanzables por lo simbólico: ocurren fuera del reino del lenguaje, del teatro de la representación. Aun así, el arte siempre intenta romper esa interdicción del orden simbólico y acceder al lado oscuro, a lo que escapa al último nombre. Esa tensión dota de energía a sus formas, desesperadas por alcanzar la cosa imposible. Las imágenes pueden anticiparla, pero nunca revelarla. En ese esfuerzo inútil se juega el destino del arte; en él radican su poder y su fuerza.
La contemporaneidad del Museo del Barro
J.R.: Permíteme entonces preguntarte sobre el Museo del Barro del Paraguay. Tal vez uno podría pensar que el Museo del Barro es una puesta en escena de la discusión teórica sobre la contemporaneidad. ¿Cómo se creó el Museo del Barro? ¿Cómo se relaciona con tu teoría, con lo que has ido elaborando en términos de la contemporaneidad?
T.E.: El ave de Minerva levanta el vuelo al anochecer, dice Hegel para referirse a que la teoría llega después de los hechos. El Museo del Barro comenzó a actuar antes de su propio libreto, mucho antes de mi pensamiento sobre la contemporaneidad de lo indígena y lo popular. Los conceptos llegaron después y ordenaron retroactivamente los acervos profusos del Museo, que ya existían.
La curaduría, el libreto museal, fue operando hacia atrás, categorizando, uniendo, separando o cruzando las colecciones de arte indígena, popular y contemporáneo. La experiencia y la intuición de Osvaldo Salerno y Carlos Colombino, creador del Museo, fueron fundamentales. Ellos formaron las colecciones de arte popular y moderno; después aparezco yo con las colecciones de arte indígena y la elaboración de un pensamiento forjado, sin duda, desde el diálogo con ellos y el contacto con la obra.
En cierto sentido, El mito del arte y el mito del pueblo, actúa como el manifiesto del Museo del Barro, su fundamento teórico. El Museo del Barro había surgido como un proyecto de colecciones circulantes de arte contemporáneo: el MAC. Después, empujado por la fuerza de las propias obras, fue incorporando piezas de arte popular, colonial, republicano, actual. Pero lo que interesaba en esa incorporación era el arte popular vivo, vigente: lo histórico o lo arqueológico aparecía, aparece, como mera referencia, con un sentido casi didáctico. A lo largo del tiempo, muchas piezas se arqueologizaron, perdieron su vigencia, pero en compensación aparecieron otras, nuevas, cargadas de fuerza expresiva, henchidas de otras verdades.
J.R.: La cuestión de la coetaneidad o contemporaneidad parece implicar un diálogo crítico con Walter Banjamin y sus reflexiones algo melancólicas sobre la “crisis del aura” de la obra de arte en la modernidad tecnológica. Pero tu reflexión sobre el arte popular y sobre el mundo guaraní rompen cualquier marco benjaminiano de lectura.
T.E.: En La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica, Benjamin propone una medida radical: la extinción del aura; es decir, la anulación de la distancia que envuelve el objeto de extrañeza y lo sublima. Lo que Benjamin enfrenta es la autonomía moderna del arte, de la que ya hablamos, el tema es que al hacerlo de modo tan extremo termina anulando el propio concepto de arte o, al menos, lo que venimos entendiendo bajo ese término por lo menos desde el Renacimiento. Si se anula su distancia, si se lo despoja de extrañeza, el objeto se vuelve transparente y sumiso, pierde la posibilidad de despertar deseo e inquietud, de levantar cuestiones, de abrirse a otro lado. Entonces, el arte contemporáneo se encuentra en un aprieto: si opta por la autonomía del arte, comete una regresión histórica, se arriesga a una posición idealista y metafísica, o por lo menos, a un formalismo estetizante. Si la operación artística cancela toda distancia, todo terreno propio, se diluye en lo ordinario de un mundo sin pliegues ni sombras, sin sorpresas ni amenazas. Ambos riesgos conducen al esteticismo de la cultura mercadológica, de la sociedad del espectáculo.
Estoy simplificando mucho cuestiones que son complicadas, pero me atrevo a sugerir que, ante esta encrucijada, el estudio del arte indígena puede sugerir pistas (indicios que vienen siendo rastreados, en otros ámbitos, por distintos pensadores): ese arte mantiene el aura –la magia velada de los objetos, del cuerpo pintado o emplumado– sin hacer de ella un valor absoluto: ya queda dicho que la belleza es un trámite para acceder mejor a diferentes funciones socioeconómicas, políticas, religiosas, etcétera. No estoy proponiendo una lectura funcionalista del arte: éste cumple su objetivo de recalcar la forma estética para intensificar significados propios; pero estos significados no transitan en circuito cerrado: remiten a un mundo que está más allá del significante estético (en una dirección parecida, Hegel sostiene que la sensibilidad, la estética, es un camino inevitable, un mal necesario, para acceder al concepto).
Este pensamiento le conduce a la figura de la muerte del arte, que ocurrirá cuando la realización del concepto ya no precise de la mediación de la imagen). Esta ductibilidad del aura no es privativa de las culturas indígenas, claro. Las culturas populares también cruzan en uno y otro sentido las fronteras del campo artístico. En verdad, todo el arte lo ha hecho hasta la modernidad; el Barroco es un arte obsesionado por el juego de las formas pero atento siempre a la eficacia histórica, pragmática, de los contenidos.
J.R.: ¿Habría en tu caso, como ocurre en la evolución de Benjamin, un redescubrimiento del Barroco? Hablemos un poco, por ejemplo, de la tierra convertida en barro, es decir, de una posible historia natural de la vasija, y de su relación con el barroco… Algunas de las reflexiones en las que se intensifica tu pensamiento son contemporáneas del pensamiento del neobarroco caribeño de los años 1970 y 1980, que también puso mucha atención en la problemática de la multi-temporalidad y de la crisis, precisamente, del aura. ¿Cómo te relacionabas con las discusiones sobre el barroco de aquellos años?
T.E.: Mi reflexión sobre el tema no se vincula con el Drama Barroco Alemán de Benjamin ni con el neobarroco caribeño, sino el llamado barroco-guaraní. Los misioneros jesuitas y franciscanos trajeron un modelo de arte, básicamente el Barroco, ubicado en las antípodas del pensamiento visual guaraní. Aquél es dramático, descentrado, exagerado, mientras que éste se basa en el equilibrio, la armonía y la síntesis. El resultado de ese encuentro fue la supresión del movimiento barroco, en el caso de los indígenas sujetos a misiones franciscanas, o la geometrización, en el caso de las misiones jesuíticas. En ambos casos, el Barroco termina domado por la mesura guaraní. Todo el arte popular conserva ese espíritu intensamente expresivo pero lacónico en sus formas.
J.R.: ¿La talla?
T.E.: La talla en madera, la escultura, constituyó la manifestación paradigmática del barroco-guaraní; a diferencia de la zona andina la pintura colonial no tuvo importancia en el Paraguay.
J.R.: ¿No rige allí un principio de desproporción?
T.E.: Sí, existe una desproporción en relación a los cánones naturalistas de los modelos europeos, pero no en el sentido de una deformación barroca. En la versión indígena, la desmesura barroca es sometida a un esquema implacable que termina por desactivar el dramatismo de la representación. La sangre de los crucificados aparece ordenada en signos parecidos a la pintura corporal; los rostros aparecen serenos; los cuerpos, tiesamente sosegados, frontales siempre.Más allá de la crisis
J.R.: Más allá de la crisis fue el título de una reciente curaduría tuya en la última Bienal de Curitiba, Brasil. ¿Nos explicas el título?
T.R.: La idea de la crisis tiene que ver no sólo con cuestiones económicas, sino, sobre todo, culturales: crisis de valores, de “marcadores de certeza”, de orientaciones esenciales. La zozobra del fundamento, del amparo de los “grandes relatos” de la metafísica, provoca confusión y desconcierto, fuga de sentido. En esa situación la cultura, y específicamente el arte, tienen que imaginar nuevas totalidades que no sean totalitarias, fundamentos que no lleven al fundamentalismo ni sirvan de sostén a dogmas sustancialistas. La crisis también debe asumir su acepción etimológica de crítica. Los momentos críticos agudizan el filo del pensamiento y estimula la creatividad: devienen desafíos para la reflexión de nuevas ideas y para la producción de imágenes nuevas. Por último, la figura de la crisis debe ser conectada con sus contextos políticos y económicos. ¿Estamos ante la crisis de un modelo (el neoliberal)? ¿Qué posibilidades tiene el arte de anticipar otros formatos de sociedad, otras visiones del mundo, otras alternativas de sentido? ¿Cómo afecta la crisis económica al gran sistema del arte (mercado, bienales, ediciones, museos)? Debe considerarse además la diferencia entre el impacto que tiene la crisis económica entre la producción artística generada en los países centrales y los periféricos. Admitiendo que Centro/Periferia no deben ser analizados en forma dicotómica (en el nuevo orden mundial hay periferia en el centro y viceversa). Las culturas periféricas, afectadas por crisis económicas crónicas, están mejor inmunizadas para resistir la crisis que las hasta ahora bien saciadas sociedades occidentales.
J.R.: Se podría pensar que la noción de crisis tiene cierta historia médica, tiene que ver con los contornos, los límites, las fronteras del cuerpo. Entran a escena, por un lado, la noción de frontera y porosidad, y por otro, la de consistencia interna del organismo y sus principios de inmunidad ¿Cómo se relata la crisis desde un punto de vista guaraní?
T.E.: Los guaraníes encaran ritualmente el tiempo crítico. Por ejemplo, hay un momento del ritual iniciático masculino de los pá tavyterã que se encuentra definido como “tiempo de crisis”, se llama teko aku, e implica una etapa difícil y riesgosa que debe ser enfrentada y asumida, también significa una amenaza al equilibrio que supone el teko porã, el bien-estar. El término teko significa “manera propia de ser o de estar”, la palabra aku significa “caliente”, que en este caso adquiere la connotación de “quemante”. Teko aku designaría una situación límite que debe ser resuelta para restablecer el sosiego ideal del teko ro’y, el modo “frío” de ser, el tiempo moderado (una situación semejante a la ataraxia griega). La puesta en rito es una manera de enfrentar la crisis: existe por eso un protocolo dirigido a elaborar simbólicamente ese tiempo de cuidado; una etapa de reclusión, dietas e interdicciones sociales, reverencias, rezos y oraciones colectivas. En cierto sentido el guaraní enfrenta la crisis como lo hace el arte.
J.R.: ¿Y el arte, cómo se enfrenta a la crisis?
T.E.: Poniéndola en símbolo, interfiriéndola con imágenes. Por una parte, el arte se intensifica durante los tiempos críticos: los desajustes que produce en el tiempo, sus dispositivos de renovación del sentido, permiten anticipar otras visiones del mundo capaces de refundar los nombres de las cosas y sortear las tempestades de la historia. Brecht dice que la dislocación del mundo y sus desastres constituyen el “verdadero tema del arte”, en sus palabras, o la “crisis del espíritu” en el decir de Valéry. La dislocación de la historia abre una brecha, instala una falta: el resorte que pone en movimiento los dispositivos del arte. El Paraguay, como América Latina, en general, ha vivido tiempos duros, de guerras y dictaduras, de discriminación, pobreza y violencia; infortunios muchos de éstos que siguen vigentes; el arte no ha resuelto estos problemas pero, al perturbar el orden simbólico, ha logrado anticipar, brevemente, otros tiempos posibles. El arte crítico, el que asume la crisis, ya no es el de la denuncia, la presentación de la violencia, la osadía tecno experimental o el escándalo –dispositivos copados por la sociedad del espectáculo– sino el que puede aún suscitar cautelar silencios que sirvan de reserva de sentido, habilitar superficies de inscripción para la pregunta o la duda, habilitar lugar para el acontecimiento. Ciertas operaciones artísticas en torno a la ironía, la poesía, la inquietud o el silencio pueden resultar gestos provistos de mayor carga subversiva que el más feroz de los lenguajes.Post scríptum
J.R.: Durante nuestra reunión en Asunción, la cuestión de la territorialidad y la soberanía transitó la conversación como una preocupación que ahora, tras el reciente golpe de estado al gobierno del presidente Lugo, cobra un peso ineluctable. ¿Te parece posible hacer –a pocas semanas del golpe– un recuento de tus labores y experiencia como Ministerio de Cultura, de los proyectos claves que han quedado interrumpidos?
T.E.: Es difícil evaluar en poco tiempo los efectos directos que el golpe de estado ha causado sobre las políticas culturales, pero es seguro que la ruptura del orden democrático, la quiebra del pacto social, habrán de perturbar gravemente todas las políticas públicas desarrolladas o iniciadas durante el gobierno anterior. El golpe que destituyó al presidente Lugo generó una situación traumática en el curso de un proceso que estaba comenzando a consolidar el espacio público, la participación ciudadana y el crédito colectivo en la históricamente desprestigiada institucionalidad estatal. Eso tiene consecuencias graves: atenta contra la cohesión social y, altera la escena pre-electoral, que debería transcurrir de la manera menos crispada posible: dentro de nueve meses tendrán lugar las próximas elecciones presidenciales, que no pueden tener peor trasfondo histórico que un atentado al orden público y la instalación de un gobierno usurpador carente de legitimidad. Por ahora, el país se encuentra en estado de shock, estancado en su historia. Esperemos que la astucia de la razón, en la que conviene a veces creer con Hegel, logre avizorar rumbos hacia una salida posible. Hoy, por lo menos, esos caminos no se avizoran.