La cuarta vía
En una interesante contribución en la página de 80grados, un colega se refirió recientemente al “fracaso del socialismo marxista”. Es una noción bastante difundida: en medio de la crisis del neoliberalismo no son pocos los que, incluso entre los críticos de diversas consecuencias del capitalismo, dan el socialismo como un proyecto fracasado. Para algunos y algunas, reconocer este alegado veredicto es la marca del más adulto realismo, el certificado de plena madurez intelectual, el diploma de graduación de ingenuas o peligrosas utopías. Ahora que acaban de cumplirse veinte años de la desaparición de la antigua Unión Soviética –vivida por muchos en aquel momento, e interpretada desde entonces, como el fin del socialismo y del marxismo– conviene examinar por un segundo estas nociones que, de tanto repetirse, ya tomamos como ciertas sin que haya que ofrecer grandes argumentos en su defensa.
Ya que hablamos de “socialismo marxista”, recordemos que para Marx el socialismo tan sólo sería posible a partir de los progresos materiales –los avances en productividad– generados por el desarrollo capitalista. En ausencia de tales condiciones materiales, es decir, en todas las sociedades de clase anteriores al capitalismo, la idea –antiquísima– de una sociedad igualitaria o sin clases, no podía ser otra cosa que una utopía tan hermosa como irrealizable: tan sólo el capitalismo, con su incesante aumento de la productividad, con su aplicación permanente de la ciencia a la producción, con su dinamismo tecnológico sin precedentes, permitía transformar el socialismo de sueño utópico en proyecto realizable. Bajo el capitalismo, es decir, mientras esas prodigiosas fuerzas productivas están en manos de empresas privadas, regidas por los imperativos que unas a otras se imponen en la competencia, tales logros materiales se combinan inevitablemente con la persistencia de la desigualdad social, la subordinación de la mayoría de la población a una asfixiante rutina y división del trabajo, el sobre trabajo de unos y el desempleo de otros, las crisis periódicas que generalizan la precariedad y la miseria en condiciones de potencial abundancia, y una amenazante y cada vez más grave dinámica de destrucción ambiental, entre otros males. El desarrollo de la productividad generado por el capitalismo hace posible una sociedad distinta, pero no es capaz de crearla: para ello es necesario superar el capitalismo.
A partir de esa base material creada por el capitalismo es posible alcanzar tres objetivos que distinguen cualquier tendencia que merezca el nombre de “socialismo marxista”: garantizar la satisfacción de las necesidades materiales fundamentales de todos y todas, reducir radicalmente la jornada de trabajo, y permitir, gracias a la radical ampliación del tiempo libre, que todos y todas se incorporen a las esferas de las que las grandes mayorías han estado excluidas, incluyendo la participación en el gobierno de su ciudad y de su país y la organización del lugar donde trabajan. Pero repito: para Marx todo esto podía bajar del mundo de los sueños al de las realidades a partir del desarrollo de la productividad que el capitalismo había generado o estaba en proceso de generar. Esto explica por qué Marx, enemigo implacable del capitalismo, escribió también algunos de los pasajes más celebratorios de los logros del capitalismo que se hayan redactado: sin lo segundo el socialismo seguiría condenado al terreno de las especulaciones teóricas, los experimentos pasajeros y las ficciones literarias.
Basta decir esto para detectar un hecho que, precisamente desde la perspectiva de Marx, no podía dejar de ser crucial: todas las revoluciones socialistas del siglo XX, empezando por la primera y más influyente –la revolución rusa– han ocurrido en países atrasados y subdesarrollados. La Rusia de los zares no era el más avanzado, sino el más atrasado de los poderes europeos, allí predominaba todavía, no la ciudad, sino el campo, no la clase obrera moderna, sino el campesinado. Allí, sobre todo en condiciones de aislamiento, se podía expropiar a la clase capitalista y terrateniente, pero en el futuro inmediato no se podía liberar a la mayoría de la población de grandes carencias materiales, ni reducir radicalmente la jornada de trabajo, ni ampliar de ese modo, el tiempo libre para todos y todas. ¿Qué consecuencias, según Marx, tendrían esas circunstancias materiales sobre el proyecto socialista? Como dijo en uno de sus escritos de juventud: las condiciones de pobreza conspirarían a favor del renacimiento de toda la “basura” que el socialismo pretende superar (la traducción más precisa de la palabra usada por Marx es, no “basura” sino la “mierda anterior”). Se perpetuaría el conflicto y la competencia por los bienes materiales escasos, se mantendría el sobre trabajo de unos (la mayoría de los productores) y la tendencia de otros (una minoría) a monopolizar el trabajo de dirección administrativa o política, y tenderían a reaparecer o a perpetuarse los privilegios materiales de los segundos. Y esto fue precisamente lo que ocurrió, según se consolidó un nuevo régimen burocrático en la primera década del estado soviético: tal desenlace no refuta sino que es perfectamente explicable a partir de la teoría de Marx. Y el régimen burocrático nada tiene que ver con la concepción marxista del socialismo.
Esto no es una afirmación tardía, formulada después de la caída de la Unión Soviética para tratar de salvar al socialismo o al marxismo de las ruinas del “socialismo realmente existente”, como se le llegó a llamar durante sus últimos años. Desde el comienzo mismo del proceso de burocratización diversos autores y activistas se empeñaron en el intento de formular una explicación marxista del fenómeno de la burocracia y de organizar una resistencia socialista a la consolidación del estalinismo. El socialismo marxista de Rosa Luxemburgo, de León Trotsky, de Amadeo Bordiga, del mismo Lenin en los meses finales de su vida en los que libró lo que Moshe Lewin describe como “su última lucha”, fue desde el primer momento enemigo de la burocracia soviética: desde el primer momento en que el problema se planteó a principios de la década del 1920, ha existido un socialismo tanto anti-capitalista como anti-burocrático. La desaparición y descalabro de la antigua Unión Soviética, lejos de refutar, confirma la perspectiva de ese socialismo anti-burocrático. No hay por tanto, que asociar el fin de la Unión Soviética con el fin socialismo, ni del marxismo.
Consideremos, sin embargo, lo que podría ser una versión más ponderada de la noción del fracaso del socialismo marxista. En este caso no se trataría del colapso de los regímenes burocráticos del antiguo “campo socialista” sino del fracaso de la izquierda socialista anti-burocrática en su intento de muchas décadas de transformarse en una fuerza política significativa. Me pregunto, sin embargo, si debemos abordar el tema como historiadores que pretenden explicar un fracaso o como historiadores y militantes que pretenden repensar y reorientar un proyecto en el que debemos persistir. ¿Queremos explicar por qué la izquierda marxista, incluso la anti-burocrática fracasó o queremos superar los fracasos de la izquierda? Soy partidario de lo segundo.
Baste decir que en el ya terminado y catastrófico siglo XX la humanidad ha transitado por los caminos de cuatro grandes combinaciones políticas y económicas: por un lado el capitalismo autoritario de las más diversas variantes, desde el fascismo a los regímenes autoritarios de todo tipo y el capitalismo liberal, sin duda más atractivo que el primero. Pero ni siquiera el capitalismo liberal ha logrado superar los males que Marx ya describió como inherentes a ese conjunto de relaciones sociales: baste mirar el panorama creado por la Gran Recesión que se inició en 2008 (explosión de desempleo, planes de austeridad, empobrecimiento masivo incluso en los países más ricos, amenaza de daños ambientales irreversibles) para comprobar este juicio. Ni siquiera la dimensión democrática del capitalismo liberal está a salvo: el dominio del dinero, del capital, corrompe la democracia, la vacía de contenido real. La tercera gran experiencia del siglo XX fueron las economías planificadas burocráticamente, cuyos males no creo necesario explicar aquí. Capitalismo “democrático”, capitalismo autoritario, planificación burocrática: cada día crece la cantidad de personas que considera que estas opciones nos han colocado en un callejón sin salida. En esa combinatoria de democracia y autoritarismo por un lado y economía de mercado y planificación por otro hemos vivido tres combinaciones, a un costo terrible: capitalismo y autoritarismo, capitalismo y democracia, economía planificada y autoritarismo. Para simplificar estas opciones de forma gráfica hagamos un esquema con dos ejes que corresponden a la política y la economía:Si queremos salir del callejón sin salida tendremos que mirar hacia la cuarta alternativa que todavía no hemos explorado realmente: planificación combinada con democracia. En ese cuadro que está en blanco debemos poner el nombre del socialismo democrático, que, como dije, debemos asumir como un proyecto con futuro, aunque ese futuro exija examinar críticamente un pasado contradictorio.