La curva de la herradura y Carta al lector
-díptico-
A la memoria de Ulpiano Cantres Ocasio.
Para Noemí Sáez Vélez y Francisco Miranda,
maestrxs por vocación y convencimiento
de los milagros que produce la educación.
¡Gracias cazador de memorias rotas!
En una de esas ocasiones un encuentro imprevisto lo lanzó al pasado. Caminando por entre los árboles que pueblan el recinto se topó con alguien a quien no veía desde hacía por lo menos 20 años; su viejo maestro de la escuela intermedia. Luego de haberla abandonado, en 1979, no lo había vuelto a ver. A pesar de lo insólito del encuentro, o bien, de lo inesperado de su aparición justo en ese lugar, lo reconoció de inmediato. No había cambiado mucho. Lo llamó por su nombre. El viejo maestro, sorprendido, o tal vez, atemorizado, se volvió y lo miró por encima de sus gafas. Notando su inseguridad, el ya no tan joven exalumno de inmediato se identificó. Sin embargo, al parecer, el viejo hombre no se acordaba de aquel individuo. Entonces le mencionó otros detalles para aventar su memoria. Y efectivamente reaccionó, sonrió y lo saludó.
Luego de contarse qué hacían allí – el hombre mayor terminaba su doctorado en pedagogía y el otro sólo andaba de visita, pues vivía en la diáspora –, comenzaron a hablar de otras cosas, de otra gente. Fue así como se enteró del destino de Alberto. Aquel día Alberto, luego de realizar su rutina de entrenamiento como boxeador amateur, salió en bicicleta con un amigo, compañero de escuela, a refrescarse. Fueron a nadar al río, a la parte que queda bajo el puente, justo antes de entrar al pueblo colindante, luego de pasar por la curva de la herradura y dejar atrás el cementerio contiguo. Le prometió a su madre no regresar muy tarde, pues su hermana menor cumplía años. Aunque había sido sustituido por uno de hormigón, todavía quedaban restos del antiguo puente de vigas y paredes de acero con suelo de madera. Aquella arcaica estructura, por muchos años carcomida por la lluvia, el sol, la polilla y el tránsito, siempre dejó escuchar sus chirridos, voces de un mundo anterior, pasado imperfecto.
A Ulpiano, ese trecho le traía a la memoria recuerdos insufribles; la pura inhumanidad vivida en Vietnam lo volvía a acechar. Ante el altar de una nación que no era suya, había sacrificado su juventud, dizque para defender valores que, en realidad, tampoco tenían mucho que ver con él. Tal como lo hicieron otros 50,000 puertorriqueños de su generación. En particular, el kilómetro 8,5 de la carretera 861, lugar donde se encuentra la curva de la herradura, despertaba sus pesadillas y los monstruos de las emboscadas del Vietcong atacaban su conciencia.
El río evocaba otros recuerdos en el exalumno de Ulpiano. Como muchos que ignoran la finitud de recursos de los que disponemos, de niño acostumbraba ir con su padre y hermanxs al río a lavar los carros. Luego de realizada la tarea, allí pasaban el tiempo bañándose en las mismas aguas del no muy caudaloso río que acababan de contaminar. Comían algo y luego de un tiempo emprendían la marcha de regreso a casa. Volvían a pasar por la curva de la herradura. Y de nuevo se contaban historias, leyendas, cuentos allí sucedidos.
Oswaldo, compañero de escuela de Alberto y del exiliado, el precoz newyorican, del que se rumoraba que expiraba un fuerte olor a testosterona, había regresado en plena adolescencia con su familia a la isla. Típico caso de migración circular boricua, del Big Apple vino a aterrizar en un barrio semirrural y conservador: el choque cultural estaba preprogramado. Y su comportamiento en la escuela no tardó en ser sancionado por las autoridades escolares, tachándolo de problemático, inadaptado, inepto para asumir los valores del patio. Su rebeldía, en cambio, fue – a escondidas – admirada por uno que otro alumno. Para Oswaldo el río, o más bien, el camino que hacia allí conducía y, en particular, la curva de la herradura, cobró otro significado, diferente a la imagen que de éste se habían pintado Ulpiano, Alberto y el exiliado.
Pues según contaba, una tarde, casi entrada la noche, conduciendo un carro “prestado” al pasar por la ya evocada curva, sentada sobre un muro de seguridad a orillas de la carretera halló a una mujer joven. Se detuvo, bajó la música, abrió la ventanilla y le preguntó si le podía ayudar en algo. Quiso saber qué le había sucedido y le inquirió que qué hacía a esas horas en un lugar tan retirado, peligroso para una dama. La joven solo contestó haber tenido un percance del que prefería no hablar y le pidió si la podía llevar a su casa. Oswaldo notó su triste tono de voz y le dijo que no se preocupara, que como buen caballero que era la llevaría de inmediato a donde ella quisiera. Tras seguir las indicaciones que le impartiera la transeúnte llegaron al lugar. La chica se bajó y, antes que entrara a una casa que apenas se divisaba entre arbustos, Oswaldo le preguntó si la podía visitar algún otro día en que se sintiera mejor. La forma en que ésta gesticuló le dio a entender al newyorican que había asentido. Entonces se marchó con la extraña sensación que dejan las experiencias irreales, relató Oswaldo.
Ulpiano le contó al exiliado cómo un día conduciendo en camino a casa se encontró en la famosa curva a Alberto. Se hallaba allí junto a otro amigo. Querían ir a bañarse al río, pero a la bicicleta del amigo se le había pinchado una llanta. Alberto, al ver a Pericles, como le llamaban al viejo Mustang del maestro, lo detuvo y le pidió si podía llevar a su acompañante a reparar la llanta, mientras él seguiría hasta el río, en donde esperaría a su amigo. El maestro los ayudó. Colocó la bicicleta en el maletero. El acompañante subió al carro y lo llevó a una gasolinera que disponía de un taller. Allí lograron reparar la llanta. Para continuar su marcha a casa el maestro tenía que pasar por el puente sobre el río al que se había dirigido Alberto. Al llegar se enteró de la tragedia. Su joven alumno había saltado desde el puente al río y había impactado con la cabeza una viga del viejo puente que yacía bajo el agua. Por la turbulencia del río y la posición de la viga entre las rocas, su cuerpo inerte había quedado atrapado y todavía luchaban por sacarlo.
Tres días más tarde, en una de las noches del velorio, reconoció Ulpiano a Oswaldo, el joven que había acompañado a Alberto en aquel fatídico día. Y escuchó Ulpiano de su boca el siguiente relato. Según lo que logró entender, pues el newyorican se lo contaba en voz baja a un grupo de muchachos sentados frente a la casa bebiendo alcohol, el día del letal accidente, poco antes, él y Alberto habían visto a la chica de la herradura corriendo por la maleza. Y distraído por ella se había descarrilado en la maldita curva y dado a parar a unas piedras filosas en donde se pinchó su llanta. Juraba Oswaldo haber ido esa misma tarde al lugar a donde la había llevado unos días antes y haber encontrado allí, tras los arbustos, las ruinas de una casa abandonada.
Al regresar a la isla, el excombatiente de Vietnam se negó a aprovechar ciertos privilegios que le otorgaba su estatus como veterano. Por medio de éstos hubiera podido comenzar a trabajar como maestro en una escuela privada o asumir algún cargo público administrativo o en el sector empresarial privado, siendo mucho mejor remunerado y ejerciendo su profesión en condiciones de trabajo que un maestro público en Puerto Rico solo puede envidiar. No obstante, decidió irse a dar clases de historia a la barriada humilde, cerca de la transmigrante curva de la herradura, en donde él, Oswaldo, Alberto y el exiliado se conocieron.
Antes de despedirse, el exiliado le comentó que en gran parte él era responsable de aquello en lo que se había convertido: en filósofo. Pues su cita: “Yo soy yo y mi circunstancia; y si no la salvo a ella no me salvo yo”, había sido la primera sentencia filosófica que jamás escuchara. Y lo había impactado de tal manera que terminó dedicándose a la filosofía. Al viejo hombre se le humedecieron los ojos, se despidió y se marchó.
Posfacio: Carta al lector
Para qué se escribe sino para intentar palabrear aquellas perplejidades que no puede sentir el pensar y arrimarse a aquellas incertidumbres que es incapaz de pensar el sentir. Que los resultados –Aristóteles diría: tanto formales como de contenido– de una forma tal de ejercer el sentipensar sean enredantes no es accidental. Pues se escribe para enmarañar, para urdir hilos, tejiendo tapices con que aventar al lector. Para sacudirlo y despertarlo, atizando su asombro. Se escribe y se lee para enmararse, lanzando el arca en altamar para conducirla a aquellas coordenadas, donde, lejos de toda costa segura, se hace palpable la integral complejidad de su plenitud. Pues profundidad y superficie se tornan en cómplices de una misma vivencia; se cala en sus abismos, procurando hurtarle sus secretos, para emerger pretendiendo haberlos hallado.
No es que nos neguemos a contar una historia; es que no nos complace hacerlo. No nos interesa aquella convención genérica, según la cual en un cuento todos los esfuerzos deben estar dirigidos sólo a narrar una historia de un único personaje. La curva de la herradura es el anzuelo lanzado para pescar trazos y fragmentos de diversas memorias rotas que allí en su divergencia convergen. En ese espacio mítico-real se entrelazan, sin anudarse, diversos hilos de una madeja de recuerdos por necesidad incompletos, inconclusos y en incoherente, inconexa y discontinua temporalidad.
Es por recurso a la curva –sendero que, ciertamente, imposibilita trazar una línea recta ininterrumpida: metáfora ideal de toda historia teleológica–, que se pueden evocar imágenes bifurcantes del pasado; acordarse de aquel humano y comprometido maestro de historia, en el que –al transitar ese espacio de transmigración– renacían, una y otra vez, sus atroces y perversas vivencias con el Vietcong. Desde allí se enuncia, aunque sea de forma insinuada, el ‘problema’ de lxs newyoricanxs al regresar a lo que consideran su país, y se denuncian los prejuicios que sufren por parte de sus compatriotas. Así mismo ese no-lugar, espacio al que nadie siente apego por ser uno de mera transición en el que la identidad se distorsiona, permite recrear los violentos avatares terrenales del devenir mujer y criticar el trastorno bipolar ecológico rampante en una sociedad de empedernido consumismo y exuberantes recursos naturales y humanos.
¿Qué busca el relato? Arrebatarte, sacarte fuera de tu zona de confort, arrojarte a sentipensar desde tu propia cosmovivencia y convidarte a leer. Quien no tiene experiencias, no tiene de qué hablar. Quien no lee, no tiene de qué escribir. Se puede escribir sin tener experiencias, mas no se puede escribir sin leer. La lectura de por sí no hará de nosotrxs mejores mujeres y hombres. Desde luego contribuirá a enriquecer nuestro campo de opciones, disponible al tener que asumir decisiones para encausar nuestro obrar, con fines de forjar mundos más ricos e igualitarios.