La decisión de Facebook: ¿Seguridad pública o libertad de expresión?
Según Trump, la decisión de la Junta es un ataque frontal a la libertad de expresión basado en el miedo a la verdad. En su opinión la decisión es inútil porque la verdad es más poderosa que la censura y la supresión de la verdad lo único que hace es que ésta resurja con mayor fuerza. Trump hizo esa declaración al mismo tiempo que repitió la mentira de su victoria electoral.
Según la Junta, “al mantener un reclamo de fraude electoral e insistir en llamados a la acción, Trump creó un ambiente peligrosamente conducivo a una situación de violencia.»[1] En otras palabras, su censura se consideró justificada no porque mintiera si no por las consecuencias de su postura. La Junta añadió que las palabras de Trump habían generado un riesgo claro e inmediato de daños que fue aumentado por su apoyo a las acciones violentas de los insurrectos. Así quedó claro que la preocupación de la Junta giró en torno a la cuestión de la seguridad pública más que en torno al derecho a la libre expresión.
De otra parte, la Junta también condenó a la administración de Facebook por proscribir a Trump sin haber establecido con claridad y previamente a sus declaraciones reglas y procedimientos para guiar su decisión. La Junta instó a la dirección de Facebook a establecer reglas que apliquen a todos sus usuarios por igual, que tengan en cuenta el contexto en que se genera la información publicada en la plataforma, incluyendo declaraciones de usuarios influyentes, para determinar si la información es posiblemente nociva pero, nuevamente, en términos de sus consecuencias para la seguridad pública.
Según la Junta, cualquier regla futura no debe sacrificar la acción necesaria para prevenir daños en el altar del valor publicitario de declaraciones sensacionales. En otras palabras, la compañía necesita una política que prevenga la circulación de algo como el famoso titular imaginario del viejo Imparcial de Puerto Rico, «Hombre mata a mujer y la arrastra desnuda por la calle,» nada más que porque aumenta la visibilidad y uso de la plataforma.
La decisión de Facebook y su afirmación por la Junta de Supervisores ha generado una pregunta importante: ¿Cuándo es permisible sacrificar la libertad de expresión?
La libertad de expresión es absoluta
En la tradición intelectual de Occidente, la primera y más prominente defensa de la libertad de expresión la hace John Milton en su panfleto de 1644 titulado Aeropagitica. «Sobre todas las libertades, dadme la libertad de conocer, de expresarme, de argumentar libremente, de acuerdo a mi consciencia,» dice Milton en su escrito.[2] Pero la defensa mejor conocida de ese principio cardinal es la de John Stuart Mill en el ensayo titulado On Liberty, escrito en colaboración con su esposa Harriet Taylor Mill y publicado en el 1859 poco después de la muerte de ella.
Stuart Mill comienza el ensayo proponiendo que no hay razón que justifique el derecho del pueblo o su legislatura a coartar la libertad de expresión. La postura del filósofo inglés es que el ejercicio de ese poder coercivo es ilegítimo. Aún más, su ejercicio es peor cuando tiene el apoyo de la opinión pública que cuando va en su contra. Para Stuart Mill esa es una clara expresión de la tiranía de la mayoría.
Según él, la supresión de una opinión es un robo a la humanidad, tanto del presente como de la posteridad. «Si la opinión es verdadera,» dice Stuart Mill, «se le roba la oportunidad a la humanidad de sustitutir la verdad por el error: y si es incorrecta se le priva de un beneficio mayor que es lograr una percepción clara y una impresión viva de la verdad, una vez ésta choca con la mentira.»[3]
La convicción de Stuart Mill respecto a la indeseabilidad de limitar la libertad de expresión se fundamenta en la premisa de que «no es posible saber con certeza que la opinión que se quiere suprimir es falsa.»[4] No obstante, quizás reconociendo que esa premisa es dudosa cuando una opinión es una clara mentira, e.g., el reclamo de Trump, acto seguido él nos dice que aún cuando se sepa que una opinión es falsa, la supresión de la misma es una acción malvada. Lo es porque nadie es infalible y nadie tiene la autoridad para decidir la cuestión por el resto del mundo ni para prevenir que otros ejerzan su propio juicio. En este caso el respeto al derecho ajeno no es sólo la paz–como alegaba Benito Juárez–si no que también contribuye a producir la certidumbre del conocimiento
Stuart Mill distingue entre la certeza parcial, la del individuo, y la certeza absoluta, la de la totalidad de las personas. Esa certeza parcial, dice Stuart Mill, es producto de la creencia de todos de que no son infalibles a la vez que no admiten que sus opiniones pueden ser ejemplos de su falibilidad. En otras palabras, el problema es que todos sabemos que no somos perfectos al mismo tiempo que nunca admitimos que hemos cometido un error.
¿Pero quíen realmente piensa de esa manera en los hechos? Sólo príncipes absolutistas o aquellos que están acostumbrados a la deferencia ilimitada de los demás, dice Stuart Mill. Léase Trump. El resto de la humanidad, especialmente aquellos que a veces son contradecidos, sólo le adjudican certeza absoluta a las opiniones que ellos comparten con miembros de su grupo de referencia o a las opiniones de aquellos que ellos tratan con deferencia. Léase los blancos creyendo sólo lo que dicen los blancos y los que creen en Trump porque lo admiran. Es estos casos, la tendencia de un individuo a confiar en el juicio de aquella parte de la humanidad con la que éste más se relaciona, ya sea esta su secta, su iglesia, o su clase, y la tendencia a creer lo que dice una figura de autoridad es directamente proporcional a la falta de confianza en su propio juicio.
Para Stuart Mill esto es una receta para el desastre pues la dependencia de un individuo en un grupo de referencia para formular una opinión le impide ver que en relación a otro grupo él necesariamente debería formular una opinión distinta. Stuart Mill lo dice de este modo: «Él deposita en su propio mundo la responsabilidad de estar en lo correcto en oposición a los mundos extraños de otra gente; y nunca se preocupa por el hecho de que su dependencia en uno de estos mundos es un accidente lo cual hace que las mismas razones por las cuales él es Cristiano en Londres, le harían Budista o Confuciano en Pekín.»[5] De otra parte, el uso de la deferencia a una figura de autoridad como criterio para aceptar una opinión es como cerrar los ojos durante el día y creer que es de noche.
Stuart Mill piensa que el derecho de los individuos a ejercer su propio juicio es fundamental. ¿Por qué? Porque la facultad de ejercer juicio sólo existe para ser usada. Es decir, tener una capacidad es la justificación principal para ejercerla y la posibilidad de cometer errores en el ejercicio de una capacidad no es razón para prohibir su uso. Si uno nunca actuara a base de sus opiniones por miedo a cometer un error, desatendería sus intereses y no cumpliría con sus deberes.
Ahora bien, Stuart Mill también nos dice que el deber de tanto gobiernos como de individuos es de hacerse de opiniones verdaderas y para ello deben asegurarse de que lo son antes de imponérselas a los demás.
Pero ¿cómo se asegura uno de que su opinión es verdadera? El método de Stuart Mill es claro: «La completa libertad de contradecir y falsificar nuestra opinión es la condición que justifica que asumamos la verdad de esa opinión para efectos de nuestra acción; en ningún otro sentido pueden las facultades humanas asegurarse racionalmente de que están en lo cierto.»[6] De ahí que la libertad de expresión sea tan importante pues sólo a través del debate abierto es que uno puede comprobar sus afirmaciones al mismo tiempo que convence a otros de que lo que dice es verdad.
Esto, por supuesto, conlleva el riesgo de que en un debate abierto lo que uno piensa sea contradicho por una mentira. Y el problema es que la mentira puede ser formulada de manera elegante y persuasiva y por ello desacredita lo que es cierto. Ese era el problema de la argucia de los sofistas para Platón. En el caso de Trump, la victoria de la mentira sobre la verdad sucede no porque se presente de forma elegante o persuasiva si no porque se basa en crear dudas, es proferida desde una posición que suscita deferencia y porque se repite hasta la náusea. En esto Trump es discípulo innegable de Putin.
Los que creen la mentira de Trump porque salió en Facebook no van a dejar de creerla porque ya no salga en Facebook; al contrario, y este es un problema importante creado por la proscripción de Trump de la plataforma: precisamente porque ha sido censurado, la credibilidad de Trump en vez de disminuir se ha cementado entre sus seguidores. Es decir, como el mismo Trump ha sugerido, probablemente sin saber que su postura tiene eco en Stuart Mill, la opinión que se suprime puede adquirir un aura de verdad mayor del que se merece; excepto que en el caso de Trump lo que la supresión legitima es su mentira dándole aire de certeza; en otras palabras, si lo censuran por gritar ¡Fraude! debe ser porque el fraude es real. Esto lleva a la conclusión de que no se debe suprimir la expresión aunque ésta sea mentira.
Stuart Mill afirma que la inmensa mayoría del pensamiento y acción de la humanidad es racional. Esto es así o al menos es posible gracias a la capacidad de los humanos de corregir sus errores. Y la corrección es posible a través de la discusión y la experiencia. La experiencia por sí sola no es capaz de hacer esto. Es a través de la discusión, de la deliberación, del intercambio de ideas, que se puede interpretar la experiencia. Sólo así se pueden corregir los errores y rechazar lo que es falso. Lo más importante es que entre las personas haya una disposición a considerar seriamente la crítica de su conducta y sus opiniones.
Claro, un problema que esta posición suscita es el de cómo llegar al punto en el que la racionalidad de la opinión o conducta queda establecida, hacíendo así apropiado cerrar el debate. Stuart Mill dice que sólo en el momento en que ya se han considerado todas las objeciones y puntos débiles de una opinión y ya no hay más nada que pueda arrojar luz en la discusión, puede un individuo asumir que su opinión es superior a la de otro.
Aún así, eso no establece con claridad qué es lo que le da validez a una opinión. La presunción es que en algún momento de la discusión la verdad queda revelada. Pero en realidad lo que puede suceder es que la certeza de la opinión quede establecida no porque sea necesariamente verdadera. Siempre cabe la posibilidad de que la discusión cree la impresión de que hay un consenso o de que un voto unánime o por mayoría sea prueba de que lo que se acepta es verdad. Ese riesgo es menor comparado con el daño de suprimir la expresión que por definición no permite llevar el debate hasta su consecuencia lógica que es la revelación de la verdad.
En el caso de Trump, otro alegato en contra de su proscripción de Facebook es que toda vez que el daño inminente y luego real de su exhortación a la acción subversiva se limitó al momento insurreccionario del 6 de enero, Facebook debió haberlo dejado seguir exponiendo su mentira sin restricciones para que entonces otros la desacreditaran. Después de todo, y volviendo a Stuart Mill, la misma iglesia, dice él, considera la opinión del Diablo cuando decide si alguien merece ser un santo. Si la filosofía de Newton no estuviese sujeta a la crítica, Stuart Mill añade, la humanidad no la aceptaría como verdadera. Lo que Stuart Mill sugiere es que para que la convicción total no se convierta en un dogma, necesita ser cuestionada. De esa manera uno se asegura que su validez surga de su racionalidad, de su comprobación en la batalla de las ideas, en vez de ser un derivado de la repetición o de la autoridad de una persona.
Al argumento de que no hay duda de que el reclamo de Trump es falso y por ende es razonable suprimir su libertad de expresarlo, la respuesta de Stuart Mill sería que mientras haya alguien que le crea, es necesario permitir la defensa y expresión de sus ideas pues la gran mayoría podría estar equivocada; es decir, si la certeza no es absoluta la mayoría pierde su derecho a suprimir lo que considera falso. Así, los convencidos no deben ser jueces exclusivos de lo verdadero dado el caso de que la certidumbre sólo puede establecerse mediante la participación de convencidos y escépticos. Es sólo a través de esa participación amplia que la certidumbre de las cosas puede establecerse como un atributo interno. Pero entonces, una vez que la verdad queda demostrada, ¿por qué es necesario darle tarima a las ideas que la cuestionan? La pregunta sugiere que entre la certeza parcial del individuo y la certeza absoluta del colectivo hay un punto intermedio: la certeza de la mayoría. De suerte que, aunque no haya duda entre la mayoría de que el cuestionamiento de su verdad no tiene fundamento empírico o racional, de la única manera que se puede convencer a los escépticos es mediante el debate libre y abierto.
Todo esto apunta en una dirección: el derecho a la libre expresión es absoluto y no puede restringirse ni siquiera en casos en que la opinion se considere malvada. Siguiendo ese precepto, en vez de prohibir la circulación de Mein Kampf, por ejemplo, lo que hay que hacer es incorporar el libro de Hitler al currículo activo de las escuelas y/o universidades para establecer firmemente, mediante la exégesis libre del texto, el horror de sus ideas. Sólo de ese modo se le puede dar un fundamento racional al rechazo de sus proposiciones.
Stuart Mill nos sorprende un poco al sugerir que cuando el intento de suprimir la verdad no prevalece es porque la verdad está respaldada por la fuerza. Stuart Mill también aclara que hay ocasiones en que la supresión de la verdad no triunfa porque el esfuerzo de supresión no es efectivo o consistente. Pero luego insiste que la idea de que la verdad prevalece sólo por su propio mérito es producto de un sentimentalismo pueril. La verdad necesita defensores, necesita gente que la rescate del olvido, y a veces necesita ejércitos. Aún así, Stuart Mill insiste en que la persecución o supresión de la opinión contraria no es recomendable.
Lo que es indispensable es la especulación heterodoxa, el examen de los principios que rigen la conducta, la discusión de lad grandes preguntas que animan a la humanidad. Es sólo mediante la discusión abierta de materias controversiales, las que tienen gran alcance y son de magna importancia, que la mente de un pueblo se puede estimular hasta la médula. Cuando eso sucede, el impulso crítico de hasta los individuos más ordinarios puede conferirles la dignidad de ser seres pensantes. [7]
Stuart Mill condena a los que «piensan que si otro afirma sin duda lo que creen que es cierto [e.g. La afirmación de Trump de que le robaron la elección] para ellos eso es suficiente para aceptar el pronunciamiento a pesar de no tener idea de cuáles son sus fundamentos.»[8] Para él, aún en este caso, cuando la falsedad de lo que se disemina es clara y el público que se traga la mentira lo hace a base de la autoridad de quien la profiere, limitar la libre expresión no tiene justificación sensata.
Ya hemos visto que Stuart Mill cree que la mejor manera de exaltar la verdad es contrastarla con la mentira. Para él, la solución al problema de creer las cosas sin examinar su fundamento es el libre y universal acceso a la información. Aquí él asume que la disponibilidad de la información garantiza el acceso a ésta. Como se sabe eso no es siempre cierto. Pero eso no importa porque ese problema tiene solución.
Para resolver ese problema hay quienes proponen que si la gente no va a la biblioteca la biblioteca debe ir a ellos. Hoy día, lo que más se acerca a ese modo de cerrar la brecha entre la disponibilidad de la información y el acceso a ésta es la comunicación a traves del internet. Es así que se puede traer la biblioteca pública a su casa.
La otra forma es mediante la compra de versiones electrónicas de libros en la red, los cuales uno puede leer como PDeFes o en un aparato de lectura en su ordenador. Además, ahí están las plataformas como Facebook. Nada de esto es parte del argumento de Stuart Mill pero se puede usar para darle fundamento a su presunción.
Stuart Mill afirma que la mejor manera de disputar la verdad establecida es usando un lenguaje moderado, haciendo un gran esfuerzo para no ofender. Él también sostiene que esa es la mejor manera de defender la verdad establecida. En ambos casos, hacerlo de otro modo, a base de vituperaciones, desalienta la profesión de opiniones tanto por creyentes como por escépticos: ambos se bloquean, dejan de prestarle atención al argumento, y se cierran a la banda. Y aquí hay un punto interesante en el ensayo: es mejor evitar ese tipo de comportamiento cuando se defiende la verdad establecida que cuando se le disputa. Y para completar, no es propio que la ley y las autoridades intervengan y según Stuart Mill lo mejor es que decida el debate mismo.
Si la proscripción de Trump terminara, la huella de la sanción podría inducir a Trump a auto-censurarse en el futuro. Eso sería como una bocanada de aire fresco en un cuarto pestilente. En contraste, su ejercicio del derecho a la libre expresión es garantía de que pocos podremos escapar de sus efectos desagradables. De suerte que, para dejarlo que hable libremente, a sabiendas de que él es el genio de la mentira y la barrabasada, del comentario soez y de la diatriba, habría que ser un discípulo super fiel de Stuart Mill y ser capaz de ver más allá de lo inmediato.
Un efecto irónico de permitirle a Trump que use a Facebook y así asegurarle su derecho a la libre expresión es que eso aseguraría el derecho de todos a la libre expresión. Si Trump puede seguir circulando libremente la mentira de que Biden le robó la elección, nadie podría interferir con el derecho de Alexandria Ocasio Cortez a proselitizar a favor del Green New Deal, contra el capitalismo predatorio y a favor del socialismo. Eso sería un ejemplo de la idea del destino compartido (linked fate) tan bizarro que es difícil de internalizar. Pero en esencia sería una situación en la cual lo que es bueno para Trump sería bueno para todos los que valoramos la libre expresión. Una reserva importante que habría que tener es que de jure y de facto no siempre coinciden; no por ser válido en teoría el derecho ha de ser necesariamente real en los hechos. Pero ello lo que sugiere es que la libertad de expresión es absolutamente necesaria pues no hay otra manera más efectiva que esa de cerrar la brecha entre lo que debe ser y lo que es.
Facebook podría moderar minuciosamente a Trump pero para no incurrir en discrimen tendría que hacer lo mismo con todos sus usuarios. Eso requeriría una inversión descomunal para ejecutar una tarea insidiosa. Mejores maneras de gastar dinero las hay por montón. Quizás no costaría tanto si la vigilancia se hace mediante algoritmos pero, en términos de su eficiencia, la empresa podría culminar en un sistema de vigilancia tipo Stasi pero con fines de lucro (hay quienes creen que Facebook ya opera a ese nivel con fines políticos y de lucro y según la compañía con el consentimiento de los vigilados.[9]). De otra parte, ese es otro principio que tanto Milton como Stuart Mill comparten: si la libertad queda condicionada por la vigilancia, la vigilancia tiene que ser total.
En Estados Unidos la idea de la libertad de expresión es tan fuerte como principio normativo (aunque no siempre lo sea en la práctica), que aunque técnicamente es un derecho que sólo el gobierno está constitucionalmente obligado a respetar, en el ámbito de la sociedad civil se considera sagrado y se esgrime como una espada. Cualesquiera que sea la decisión final de Facebook, ésta satisfacerá a uno o quizás a ninguno de los contendientes. Lo más seguro es que los que se oponen a Trump estarán muy contentos si lo excluyen permanentemente de Facebook (y al diablo con John Stuart Mill) a la misma vez que a los seguidores del ex-presidente se le explotarán las venas en ataques de ira descontrolada si esa es la decisión.
Peor aun, la decisión de proscribirlo podría ser contraproducente y por eso es quizás indeseable a menos que la seguridad pública lo demande. En cualquiera de los casos –que se le permita expresarse libremente o que se le censure– la adhesión de los Trumpistas a su ídolo permanecerá incólume y sus convicciones derechistas y anti-estado se mantendrán fuertes.
La libertad de expresión es relativa
Al proscribir a Trump, Facebook le ha quitado una plataforma importante para la diseminación de sus mentiras. A los que aceptan todo lo que se publica en ese medio les ha quitado el punto de referencia que le da virtud a lo que es falso. Por ende, la proscripción es necesaria porque le quita a Trump un medio de referencia que valida su mentira.
Esto es importante porque la propagación de una mentira no necesariamente provoca una «percepción clara y una impresión viva de la verdad.» Para el que está convencido de que la mentira es la verdad, no hay evidencia que le persuada de lo contrario. Y entonces lo que queda es una situación que Rudy Giuliani ejemplifica. Cuando alguien le dijo al abogado de Trump que no había evidencia que confirmara el alegato de fraude electoral, él respondió que sí la había y que estaba en su poder pero no la podía presentar. Para los que apoyaron a Trump eso fue suficiente: la ausencia de evidencia de fraude no fue impedimento para que creyeran en su existencia al punto de justificar su asalto al Capitolio. En este caso, la prueba fue como la fe, que es evidencia de lo que no se puede ver.
Otra condición que puede usarse para justificar la supresión de la libertad de expresión de Trump es cuando la certeza de una opinión es indudable, su contradicción es claramente ilógica y falsa, y por ende su afirmación no necesariamente constituye una tiranía de la mayoría. En ese caso suprimir la falsedad no es un problema siempre y cuando la supresión sea comedida y justificada racionalmente. Es decir, yo puedo circular una hoja suelta alegando que la Tierra es plana pero ningún periódico debería darme espacio para propagar esa idea como cierta y la idea no debería ser parte de un currículo escolar a menos que fuese para demostrar que en un momento dado era una creencia que luego fue falsificada.
A base de esa lógica, es razonable remover banderas de la confederación sureña, los monumentos a esclavistas y las banderas y símbolos nazis de lugares públicos o del estado pues a estas alturas de la historia no debería ser necesario demostrar que la esclavitud, el anti-semitismo, el racismo, la xenofobia y la supremacía blanca representan prácticas y modos de pensar que son malvados más allá de toda duda razonable.
En este caso es también razonable prohibir la circulación libre y sin restricciones de Mein Kampf para minimizar la posibilidad de que un individuo o grupo de personas termine aceptando como verdadera la doctrina de Hitler como resultado de un debate imperfecto, donde el sofismo se imponga sobre la razón. No hay peor sociedad que una en la cual la maldad es resultado del ejercicio inadecuado de sus libertades. Para creer que ese riesgo vale la pena hay que tener una fe sin límite en el poder de la razón para producir a través del debate libre una «percepción clara y una impresión viva de la verdad.»
La idea de que la supresión de la verdad hace que eventualmente resurja con más fuerza, es cualificada por Stuart Mill. Según él:
la aseveración de que la verdad siempre triunfa sobre la persecusión, es una de esas falsedades aparentemente inocuas que la gente repite una y otra vez hasta que se convierten en lugar común a pesar de que la experiencia demuestra su falsedad. La historia está repleta de instancias en que la persecución de la verdad la doblega. Cuando menos, la verdad puede quedar reprimida por siglos en vez de para siempre.[10]
Lo que Stuart Mill no considera es que de la misma manera que la supresión puede hacer que la verdad quede oculta por siglos, también puede hacerlo con la mentira. Consecuentemente, en vez de estudiar Mein Kampf o darle rienda suelta a Trump, mejor sería suprimirlos para así evitar que sus ideas nefastas sean adoptadas e implementadas. Claro, la clave aquí es que la maldad de Hitler y de Trump tiene que ser evidente más allá de toda duda razonable y ahí está el meollo del problema; no tanto con relación a Trump y mucho menos con relación a Hitler si no más bien con relación a ideas sobre las cuales no hay certeza absoluta de que son malas, e.g. la idea de darle más fondos a la policía o la de negarle el derecho al voto en el Congreso al Comisionado Residente en Washington, D.C.
La supresión de Trump podría justificarse no sólo porque lo que él propaga son ideas indudablemente falsas, si no además porque la realidad de la opinión pública es que ésta es en gran medida el resultado de la aceptación por parte de sectores importantes del público de ideas a base de la autoridad de quien las profiere en vez de a base de una examinación crítica de sus fundamentos. Facebook es omnipresente. Su ámbito es global. Como instrumento organizativo es genial. Pero por desgracia una de las cosas que no previene es la aceptación de ideas sin que se conozca su fundamento epistemológico y una de las cosas que más facilita es la diseminación de información falsa cuya credibilidad surge del modo en que se disemina. Es decir, si sale en Facebook tiene que ser verdad. Eso consta en la respuesta, que es representativa, de un creyente en las teorías conspirativas de QAnon cuando una periodista de PBS le preguntó por qué él estaba seguro de que una cábala de demócratas estaba envuelta en el secuestro y tráfico sexual de niños: «Pues porque lo leí en Facebook,» le dijo a la periodista.
Stuart Mill dice que sólo la opinión que es expresada de una manera indeseable puede ser objeto de censura. Él usa la palabra «censura» no en el sentido de «supresión» si no en el sentido de «reprobación.» Y según él, lo que merece censura no es la opinión si no la forma de expresarla y sus consecuencias. De otra parte, aún cuando la opinión se exprese mediante sofismos, suprimiendo datos o argumentos, haciendo declaraciones incorrectas o que distorsionan la opinión contraria o si la conducta del que profiere la opinión es controversial, no es justo suprimirla ni considerarla como moralmente reprensible si la opinión es ofrecida de buena fe y por personas versadas y competentes.
Esto parecería eliminar a Trump como fuente digna de deferencia. A base de su record nadie puede acusarlo de ser políticamente competente. A nivel internacional desprestigió el nombre de Estados Unidos al pelearse con sus aliados europeos a la misma vez que se postró de modo supino ante sátrapas como Putin, Erdogan, Duterte y Bolsonaro. En la esfera doméstica perdió dos elecciones a nivel del voto popular, perdió la mayoría republicana en el Congreso y fue emplazado dos veces por una conducta deshonesta y reprensible que culminó el 6 de enero en el asalto al Congreso. Durante sus cuatro años de incumbencia, Trump tampoco se destacó por actuar de buena fe. Su principio de conducta ética es clávale el puñal al otro antes de que te lo clave a tí. Aún así, su manera burda de expresión ha sido una de las bases de la credibilidad que tiene entre sus seguidores bajo el supuesto de que él dice las cosas como son, reflejando lo que otros piensan pero no se atreven a expresar.
Según Stuart Mill, la denuncia de conducta como la de Trump es aceptable sólo si se extiende a todos los que incurran en ella y no sólo a quienes desafían la opinión establecida. En otras palabras, si uno acusa a Trump de ser un embustero para que la acusación sea justa se tiene que acusar a todos los embusteros. Claro, no hay que hacerlo contra todos a la vez pero se debe ser consistente. Es decir, quien acuse a Trump de mentiroso no puede hacerse de la vista larga cuando la mentira viene de los demócratas. A base de esa actitud ecuménica es posible justificar la supresión de la libertad de expresión.
Stuart Mill declara que la opinión burda y agresiva es reprensible cuando se expresa en contra de partes que no pueden defenderse y cuando se usa para estigmatizar al contrario. Presumiblemente aquí también hay que ser ecuménico: quien condena a Trump por insultar a los inmigrantes mexicanos, tiene que denunciar a Obama por calificar de estúpida la acción del policía que arrestó al profesor Henry Louis Gates, Jr. cuando éste trataba de entrar a su casa. Lo que se propone es que la restricción de expresiones prejuiciadas u ofensivas es justificable siempre y cuando no sea parcial y subjetiva.
Aunque lo parezca, La postura de Stuart Mill no es absoluta. En la tercera parte del ensayo él establece la única condición que desde su punto de vista justifica la supresión de la libre expresión. «Nadie alega que la acción debe ser tan libre como la expresión,» Stuart Mill declara. «Al contrario, la opinion pierde su inmunidad cuando las circunstancias en que se expresa son tales que la expresión instiga a cometer un acto malintencionado.»[11]
La frase que yo he traducido del original como «acto malintencionado» es «mischievous act.» La palabra «mischievous» incluye entre sus connotaciones «que causa o intenta causar daño o un problema» y «que causa o demuestra un deleite juguetón en causar problemas.» En otro pasaje no queda duda de que a lo que Stuart Mill se refiere es algo que de juguetón no tiene nada:
Si alguien dice que los productores de maíz mantienen a los pobres en un estado de hambruna o si dicen que la propiedad privada es sinónimo de robo, nadie tiene derecho a molestarlos si expresan su opinión en un periódico. Pero si hacen esas declaraciones ante una turba delirante congregada en frente de la casa del productor de maíz […] su castigo sería justo. […] La libertad del individuo se puede limitar en este caso: él no debe ser una molestia para otras personas.[12]
Siguiendo ese parámetro, la Corte Suprema de Estados Unidos ha dictaminado que la libre expresión deja de ser un derecho cuando uno grita fuego en un cine abarrotado de gente. En la posición de Stuart Mill lo que queda con cierta ambiguedad es si lo que es digno de supresión es la expresión o el acto que le sigue. Por supuesto, uno no puede suprimir la expresión que conduce a un acto nocivo pues lo que ya está dicho no se puede borrar; tampoco puede suprimir el acto subsiguiente por la misma razón. En esos casos, lo mejor que se puede hacer es sancionar el acto por su efecto y a base de que el causante no tenía derecho a expresarse de forma tal que terminara causando daño. Es decir, uno puede castigar tanto el acto como la expresión que lo sucita. Claro, la sanción puede incluir una orden de silencio para evitar actos futuros, que fue lo que Facebook decidió hacer con Trump y que ahora es causa de disputa.
Es posible arguir que lo que Stuart Mill presenta provee una justificación de la supresión de expresiones que incitan a una acción nociva pues él dice que en esos casos «la opinión pierde su inmunidad.» Entonces, para que la supresión de la expresión sea la respuesta adecuada porque «pierde su inmunidad,» tiene que efectuarse antes de que ocurra el acto que la expresión incita y que puede ocurrir si la expresión no es silenciada. En otras palabras, si yo me paro frente a la Fortaleza a gritar que Perluisi debe ser asesinado es justo que me silencien para prevenir que mi exhortación inspire a alguien a cometer el acto.
Nótese que en casos en que la expresión conduce a un acto nefasto, Stuart Mill plantea que la libertad del individuo puede ser limitada. Él no especifica cuál es la libertad que se puede limitar lo que crea la posibilidad de que sea la libertad de expresión. Este es precisamente el caso de Trump pues su silenciamiento presente y posiblemente en el futuro es consecuencia de un acto incitado por él en el pasado. La premisa de ese tipo de sanción es que la libre expresión puede incitar a actos nefastos en el futuro.
En noviembre, Trump podría terminar proscrito permanentemente de Facebook si fuese razonable asumir que sus expresiones futuras podrían incitar a sus seguidores a incurrir en actos violentos. A base de eso, uno podría arguir que la proscripción se pasaría de la raya pues sería una acción preventiva con una justificación al estilo de Bush en la guerra contra Iraq o de estilo Kafkaesco como en la película Minority Report donde una persona puede ser arrestada antes de cometer un delito. Pero la diferencia importante entre estos ejemplos y el caso de Trump es que ya hay un precedente donde la conexión entre sus expresiones y un acto nefasto ha sido demostrada y aceptada incluso por algunos republicanos. Lo que resulta penoso de este caso es que para suprimir la libre expresión en aras de la seguridad pública, primero tenemos que sufrir las consecuencias de que la seguridad pública haya sido violada.
Toda vez que Facebook es una empresa privada, en un sentido legal estricto tiene todo el derecho a limitar la libertad de expresión en sus páginas, de la misma manera que la Panadería Fernández en Carolina tiene derecho a prohibirle a sus clientes que hablen de religión o de política dentro del local, cosa que me consta y a la que me atengo sin protestar con tal de poder sentarme a comer un buen quesito con una taza de café. En ese caso, la restricción es parcial, temporera, limitada a un espacio público específico y por eso tolerable.
Ese es otro escenario que justifica la restricción de la libertad de expresión a la vez que establece una distinción importante entre lo que puede hacer el gobierno y lo que puede hacer la sociedad civil. Sin esa distinción el gobierno pierde la capacidad de decidir cuándo la libertad de expresión debe ser restringida y la sociedad civil pierde la capacidad para hacerle frente al gobierno para decirle que lo que hace está fuera de lugar. Esto depende, en última instancia, de que haya libertad de expresión pero no necesariamente en términos absolutos.
De cara a noviembre
En el caso de Trump no hay argumento ni evidencia que pueda contradecir su creencia de que en la elección del 2020 hubo fraude electoral. En su mente la posibilidad de que haya habido fraude es suficiente para invalidar la declaración de que no lo hubo. Para él la cuestión no es que no haya evidencia de fraude si no que nadie la ha encontrado. (Bueno, Giuliani supuestamente la encontró pero hasta la fecha no la ha presentado. De él lo único que se sabe con certeza es que es capaz de sudar tinta.) Así, mediante una lógica absurda, la falta de evidencia se convierte en la razón para creer que ha habido fraude pues esa falta de evidencia es precisamente la evidencia que demuestra que hubo fraude. Y claro, esa lógica desquiciada se fundamenta en la convicción de Trump de que sus contrarios estaban dispuestos a hacer lo que fuera para derrotarlo, incluyendo incurrir en prácticas fraudulentas a un nivel de perfección tal que nadie puede identificarlas. Como dijo el ex-asesor de Trump, John Bolton, si hay operativos que son capaces de tal hazaña, la CIA debería reclutarlos.
Es posible que lo que Trump le atribuye a sus contrarios sea una proyección de lo que él mismo estaría dispuesto a hacer para ganar. Es decir, si yo creo que en la política (como en la guerra y el amor) todo es aceptable, debo asumir que otros pueden creer lo mismo. Y si yo soy capaz de cometer fraude tengo que asumir que mi contrario es igualmente capaz. Por eso, si yo pierdo tiene que ser porque mi contrario hizo trampa. A base de esa lógica nadie nunca pierde y todos los que ganan lo hacen a base del fraude, excepto cuando gana el que grita fraude después de perder. Si la libertad de expresión produce ese tipo de escenario, en términos políticos eso es como tener un debate en un manicomio o, en el peor de los casos, como sentarse en un barril de explosivos mirando a la mecha quemarse hasta que se produce la explosión.
Entre dejar que Trump disemine sus mentiras a diestra y siniestra y quitarle el fotuto de Facebook hay una posición intermedia: dejarle que hable pero no para propagar información falsa o para hacer llamados a la acción violenta y subversiva. Aunque esa posición aparenta contestar la pregunta de cómo justificar la censura antes de que la libre expresión afecte la seguridad pública, no resuelve del todo el problema de cómo determinar la falsedad de un pronunciamiento furtivo o el peligro de una expresión que sugiere pero no incita a la violencia. Además, requiere vigilancia permanente de lo que uno dice lo que podría provocar la auto-censura y requeriría una mayor inversión de recursos para poder moderar la expresión efectivamente. En el panfleto de Milton hay una descripción fascinante del escenario que resultaría de ese intento; Milton demuestra que tratar de moderar la libertad de expresión inevitablemente culmina en un reductio ad absurdum, es decir, una situación ridícula e impráctica que condena el esfuerzo al fracaso pero a un costo significativo para la libre expresión.[13]
Un desarrollo interesante ocurrido tras la decisión de la Junta de Supervisores de Facebook ha sido que la discusión se desplazó de la pregunta de que si es aceptable suprimir a Trump a la pregunta de quíen es responsable de tomar la decisión final. La segunda pregunta es la más fácil: si la Junta de Supervisores es a Mark Zuckerberg lo que la Corte Suprema de Estados Unidos es al Presidente Biden, la decisión la tiene que tomar Zuckerberg con la esperanza de que la Junta no declare que la decisión es inconstitucional, por así decirlo.
A fin de cuentas, no importa cuan fuerte sea la controversia generada por la decisión de noviembre, su impacto será ínfimo. El alivio que sentirán los que detestan las manifestaciones truculentas y las mentiras de Trump no será porque las ideas que él representa habrán sido derrotadas. Al momento de escribir estas líneas, Liz Cheney, representante republicana del distrito por acumulación de Wyoming, había sido destituída como líder de la Conferencia Republicana en el Congreso y Elise Stefanik, representante republicana del distrito congresional 21 de Nueva York, había sido electa al cargo.
Como se sabe, en el juicio contra Trump en el Senado, Cheney votó a favor de su convicción; Stefanik votó en contra. Antes de la destitución de Cheney, el líder de la minoría republicana en la Cámara de Representantes, Kevin McCarthy, que representa el distrito congresional 23 de California, quedó en el registro público diciendo que ya estaba harto de ella a la misma vez que declaró su apoyo a Stefanik. Por su parte, Stefanik se ha convertido de la noche a la mañana en la niña mimada del Trumpismo y ha declarado que Trump y sus seguidores son el alma del Partido Republicano. Una ironía notable en esta situación es que durante la administración de Trump, Cheney apoyó sus posturas políticas más veces que Stefanik; pero eso es hueso para otro caldo. El punto importante es que la relevancia de Trump no ha disminuído a raíz de la decisión de Facebook.
Lo que el silenciamiento permanente de Trump en Facebook sí logrará será excluir parcialmente de la discusión pública a un participante que no tiene escrúpulos morales y que se rige por la idea de que él es el rasero de la verdad. Su consigna es: la verité c’est moi. Por desgracia, su exclusión no será total pues fuera de Facebook hay otras plataformas que él puede usar. Los medios también seguirán dándole espacio para que diga sus mentiras y ridiculeces y para que siembre su cizaña.
La escala del apoyo a Trump es una vergüenza para la democracia. Irónicamente, su exclusión de Facebook podría ampliar la dimensión de esa deshonra al permitirle a Trump proyectarse como una víctima y así inducir un aumento de miembros en las filas de su movimiento. De esto ya vimos evidencia a finales del año pasado, cuando el Caudillo Anaranjado recaudó más de $170 millones a base de la rabia que su alegato de fraude electoral provocó entre sus partidarios. El rayo de luz que perfora ese cielo nublado es que el impulso de esa tendencia no es sostenible ad infinitum.
La Junta de Supervisores de Facebook tiene razón al declarar que la compañía necesita una política clara que reconcilie la seguridad pública con la libertad de expresión. Eso no será fácil. El público tiene que quedar convencido de que la política de la compañía irá más allá de una preocupación con el efecto de la expresión libre en el comportamiento, pero estableciendo pautas para el ejecicio de la libre expresión que no terminen sofocándola.
La censura de la expresión es problemática. Hacerlo es riesgoso y puede ser contraproducente. Pero hay sentimientos e ideas que no deberían ser parte del debate público. La dificultad consiste en identificar con certeza y a base de un criterio como el de «escrutinio estricto» de la Corte Suprema estadounidense, los sentimientos e ideas que son una afrenta clara a la decencia, la civilidad y el decoro para sacarlos de juego de una forma que no tenga consecuencias nefastas. De otra parte, silenciar a la mentira no debería ser complicado cuando no hay duda de que lo que se dice no es verdad.
Hoy día las ideas que justifican el racismo y la supremacía blanca no necesitan mucha examinación o debate para rechazarlas. Aún así, hay miles y miles de personas que se suscriben a ellas. En Estados Unidos el número de los llamados grupos de odio (hate groups) aumentó de modo dramático durante el período del 2000 al 2020. Según datos del Southern Poverty Law Center (SPLC), en el año 2000 había 599 grupos de ese tipo en el país comparado con 838 en el 2020 lo que representa un aumento de 40%. Cuando Trump asumió la presidencia había 917 grupos. Durante su primer año se registró un aumento de 4% y del 2016 al 2018 el incremento fue de 11%. Por suerte, a partir de 2018 el número total de grupos decayó en un 18% de la cifra del 2000. Aún así, en el 2020 la cantidad total era desmesurada comparada con el total que había diez años antes.
En 2020, las razones de estos grupos para odiar estaban enmarcadas por las ideologías del nacionalismo blanco, el neo-nazismo y la supremacía masculina, entre otras. Los grupos más odiados eran los musulmanes, los LGBTQ y los inmigrantes, en ese orden. Las ideologías mejor representadas eran las del nacionalismo blanco, la neo-nazi (incluyendo un colorario denominado «skin heads») y la de los neo-confederados. Éstas representaban el 31% del total. Pero la mayor cantidad de grupos eran los que el SPLC clasifica como de odio generalizado. Ellos representaban el 40% de los grupos.[14] Esos grupos no discriminan; odian prácticamente a todo el mundo.
En esas circunstancias, ¿cuál es la mejor opción, suprimir a los grupos de odio y a sus ideas o dejarlos que operen y que sus ideas circulen libremente, para entonces refutarlas? ¿Qué es preferible en el caso de Trump, censurarlo o dejarle el canto? La respuesta de Stuart Mill sería clara: libertad total a menos que se demuestre que causa o puede causar daño. A la altura de nuestro tiempo una respuesta diferente a la de Stuart Mill y sus discípulos es justificable: regular la libre expresión para minimizar la promoción del odio y la circulación de la mentira. Lo importante es que la regulación se haga con mesura y racionalidad. La fórmula es libertad, vigilancia y represión selectiva cuando sea necesario –es decir cuando alguien diga que la propiedad es un robo y por ende hay que matar a los propietarios.
El reto creado por esa opción intermedia –libertad combinada con vigilancia y represión selectiva– es implementarla sin crear una Nueva Inquisición. Así que quizás es mejor permitir la mayor libertad de expresión posible y dejar que las cosas se aupen o se caigan según su propio peso. Eso no necesariamente conlleva la ausencia de la ingerencia ciudadana y gubernamental.
De hecho, si lo pensamos bien, el proceso de circulación de ideas que hoy ocurre sobre el terreno es de aparente espontaneidad cuando que en realidad es timoneado sin mucha coordinación y con bastante permisibilidad por la gente que funciona como porteros en la prensa, la televisión, las universidades, las escuelas, el gobierno, y en la empresa privada a todos los niveles, desde Facebook hasta la Panadería Fernández.
En el devenir cotidiano, cientos y miles de personas, incluyendo a quienes diseñan los algoritmos de Facebook, toman decisiones rutinarias que regulan la libertad de expresión de un modo similar al de la Mano Invisible de Adam Smith. Esa mano etérea construye la libre expresión. Que la guíe para promover la consecusión del bien común sin proponérselo, tal y como lo hace con el carnicero de Smith, es otro cuento.
Por el momento, el problema más grande de la expresión libre en Facebook es que la plataforma le ha dado un foro global y sin filtros a la banalidad, las teorías conspirativas, el acoso y la mentira. No todas las expresiones de este tipo amenazan la seguridad pública pero todas denigran la libre expresión. De eso, ni Facebook ni Trump son los únicos culpables.
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[1] Lauren Feiner and Salvador Rodríguez, «Facebook Upholds Ban but will Reassess Decision Over Coming Months,» CNBC, May 5, 2021.
< https://www.cnbc.com/2021/05/05/facebook-will-keep-trump-ban-in-place.html> Traducido del inglés por José Edgardo Cruz Figueroa.
[2] John Milton, Aeropagitica (Will Jonson edition, no date), p. 40. Traducción del inglés de José Edgardo Cruz Figueroa.
[3] John Stuart Mill, On Liberty, 2nd edition (London: John W. Parker and Son, 1859), p. 33. Todas las traducciones del inglés por José Edgardo Cruz Figueroa.
[4] Ibid., p. 34.
[5] Ibid., p. 35.
[6] Ibid., pp. 37-38.
[7] Ibid., pp. 62-63.
[8] Ibid., p. 64.
[9] Zeynep Tufekci, «Facebook’s Surveillance Machine,» The New York Times, March 19, 2018. <https://www.nytimes.com/2018/03/19/opinion/facebook-cambridge-analytica.html>; Patrice Tadonnio, «WATCH: How Facebook Built a Surveillance Machine,» October 25, 2018, Frontline PBS. <https://www.pbs.org/wgbh/frontline/article/watch-how-facebook-built-a-surveillance-machine/>
[10] Ibid., pp. 52-53.
[11] Ibid., p. 100. Énfasis añadido.
[12] Ibid., pp. 100-101. Énfasis añadido.
[13] Milton, op.cit., pp. 21, 24-25.
[14] https://www.splcenter.org/hate-map <Consultado 12 mayo 2021>