La dimensión estética del periodismo
Conferencia ofrecida en el Festival de la Palabra, el 13 de octubre de 2013.
En el periodismo hay que enamorarse de la palabra. Solo así se trasciende el objetivo de comunicar para crear. Para hilvanar un mensaje que supere el texto. Que impresione. Que diferencie al redactor de otro redactor. Que deje huella.El amor por la palabra implica respeto por la palabra, responsabilidad por la palabra, compromiso con la palabra. Es esa afición a la palabra lo que distingue al periodista como escritor. Lo que lo deslinda del empleado de los medios de comunicación.
Buenos días. Mi nombre es Wilda Rodríguez y soy periodista.
Mi encomienda hoy aquí es hablar de la dimensión estética del periodismo.
Vamos a hablar de esa simbiosis entre periodismo y literatura que a veces los intelectuales prefieren no discutir y para su desdicha siempre les sale por algún lado. No los culpo del todo. Hay periodismo que merece palos. Como hay también poesía que merece no salir nunca del silencio. Novelas cuya biblioteca debía ser un zafacón.
Pero hay un periodismo que nos salva y se pare a sí mismo. Un periodismo que va de generación en generación de escritores que se respetan y respetan al lector. Diestros en el uso de la palabra. En su formalidad, su informalidad y en su informabilidad.
En la informabilidad es que reside la diferencia en el periodismo como un género de escritura con características propias: confiabilidad, precisión, corrección y concisión. La palabra en el buen periodismo nunca puede ser palabrería.
Ya no importa quién considere o no el periodismo como género o subgénero literario. Lo es por derecho propio aunque la discusión continúe. Hay departamentos completos en universidades dedicados a estudiar la relación entre periodismo y literatura. Hay quienes viajan el mundo charlando sobre el tema y hasta les pagan por eso.
La esencia del debate se simplifica con la introducción de términos híbridos como periodismo literario, new journalism y literatura periodística. Términos que buscan separar la palabra cuidada de la chapucería que puede provocar la inmediatez y la carencia en formación intelectual de empleados de medios de comunicación. Esa es la diferenciación que pretendo lograr. Distinguir a los periodistas formados de los periodistas improvisados o mal preparados.
No me refiero a las escuelas de periodismo. De esas salen unos y otros. Me refiero a la formación que se procura el periodista en o fuera del aula. Ser autodidacta en un periodista es un requisito sostenido.
En el fondo, muy en el fondo, quedan siempre los resabios de muchos escritores que consideran necesario que el periodista se pruebe y se gradúe como escritor antes de considerarlo un colega en la literatura. Le regatean la entrada al parnaso. Y ni qué decir de la resistencia de muchos intelectuales. A esos no les entran ni muchos escritores. Pero vamos… no empecemos con eso porque acabamos como el rosario de la aurora.
Vamos a circunscribirnos a los escritores que se resisten a admitir a un periodista como colega hasta que no se lanza con una novela que pruebe que sabe escribir de corrido y largo. Que sabe volar con la palabra sin estrellarse.
Eso es elitista, pero también es justificable. Hay contradicciones que no se resuelven. Elitista porque presupone una calidad incuestionable de todos los escritores que les hace superiores a cualquier periodista. Justificable porque la literatura presupone arte en la palabra y el periodismo no siempre lo exhibe.
Lo que no debemos permitirle pasar por alto a esos escritores es el agradecimiento. La literatura moderna le debe muchos de sus mejores exponentes al periodismo. Los periodistas traemos al terreno de juego destrezas particulares que nos distinguen de otros escritores. Empezando por la disciplina. Yo les echo a cualquier periodista en eso de sentarse a escribir cuando tienen que sentarse a escribir y parir cuando tienen que parir. Sin excusas. A nosotros no nos puede caer la inspiración del cielo. La tenemos que llevar por dentro.
También traemos algo que podríamos decir que es al revés de otros escritores. Pensamos primero en lo que el lector quiere leer, no en lo que nosotros queremos escribir. Eso hace una gran diferencia en nuestro estilo, nuestro método y nuestro producto.
A Gabriel García Márquez se le describe como alguien que fue periodista. Al Gabo lo graduaron. Pero no. Sigue siendo periodista aún sin escribir siquiera un haiku de 17 sílabas o 140 caracteres en Twitter. Lo que García Márquez fue en el pasado fue reportero. La diferencia no estaba en el oficio sino en el empleo. No todos los reporteros son periodistas.
Y ahora me dirán: Ajá, ustedes gradúan también a los que les da la gana. Touché. Otra contradicción no resuelta. Elitista porque no todos los periodistas diestros con la palabra son buenos periodistas. No merecen que se les cite. Justificable porque el periodismo debería siempre ser citable. Después de todo es el que conforma la historia de día a día. Pero hay reporteros que no tienen puta idea de quién es esa señora.
A Mariano José de Larra también se le describe como escritor antes de recordar sus inicios como periodista satírico. Igual suerte corren Isabel Allende, Emile Zola, Tomás Eloy Martínez y Mario Vargas Llosa. Primero escritores, después… mira que casualidad que han sido periodistas.
Mejor suerte corren las biografías de Truman Capote, John Hersey, Edgar Allan Poe, Ernest Hemingway y Kapuscinski. Nadie olvida que su primer oficio fue el de periodista. Nadie cuestiona que su periodismo era literario.
Desde el ámbito de los periodistas orgullosos del oficio no se cuestiona la simbiosis en el binomio de marras. Periodismo y literatura son culo y pantaleta.
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Por supuesto que no nos remitimos ya a Aristóteles en la discusión de los géneros literarios. Sería absurdo. Hace mucho tiempo que se hizo imposible ceñirse a la formalidad de los géneros que el buen hombre nos legó. Sin embargo, una lectura utilitaria, oportunista, acomodaticia, al canon aristotélico podría decirnos que el visionario en Aristóteles anticipó del saque que el periodismo sería un subgénero narrativo bajo su clasificación de épico. Como ven, tengo debilidad por algunas lecturas utilitarias.
Lo cierto es que somos unos malagradecidos con el bueno de Aristóteles. Se lo hemos complicado todo y echado a un lado sus reglas para escribir como nos da la gana. Muchas veces sin unidad ni coherencia. Mucho menos ateniéndonos a disciplinas de la Grecia precristiana, por más que vengan de un genio y polímata como el grande de Aristóteles.
Mucho más cerca encontramos a Mijaíl Bajtín, filósofo de la lengua y teórico literario, a quien lo más seguro que sus amigos le llamaban Misha, además de su seudónimo Voroshilov. Misha fue el que lo complicó todo aun más con la translingüística. Rompió los esquemas de la semiótica imperante en el análisis y la crítica literaria tradicional hasta mediados del siglo 20 y nos abrió la puerta a todos los autores de prosa con una flexibilidad interpretativa salvadora tan erudita como lógica.
De Misha para acá los términos lenguaje social, polifonía, dialoguismo y construcción híbrida son parte del discurso literario cotidiano. Cobra sentido el periodismo como literatura al mover cierta prosa que antes se consideraba documento al plano de arte. Por ahí es que ando hoy cuando pretendo hablarles a ustedes de la dimensión estética del periodismo. Y digo pretendo porque esto es honestamente una pretensión mía alimentada por los organizadores del Festival de la Palabra.
Mi fuerte no es la literatura intelectual, refinada, alta, erudita o como quieran llamarle. Mucho menos la semiótica y la lingüística. Me atengo al periodismo donde admito que me muevo como pez en el agua. Pero no como maestra. Soy activista del periodismo. Como tal, no pongo nunca en duda que el periodismo es literatura cuando al objetivo de informar se le añaden objetivos creativos y estéticos. Defiendo el periodismo que yo y otros como yo hacemos como un subgénero literario por derecho propio y creo que Bajtín me respaldaría.
Al admitir la definición de literatura como el arte que emplea la palabra como medio de expresión, llegamos siempre al debate sobre si el periodista puede o no considerarse un artista. Debate que también debería quedar atrás por estéril. La respuesta es simple. Hay periodistas que son artistas y los hay que no. Hay periodistas que conocen su instrumento, lo afinan y llegan a ser virtuosos. Hay otros que sencillamente no lo conocen o nunca aprenden a tocarlo bien y lo tocan mal toda la vida.
¿Podemos decir entonces que el periodismo es literatura en cuanto y en tanto lo ejerza un artista de la palabra? Adjudicado.
Lo que se nos plantea entonces es la calidad y cualidad del periodismo. La dimensión estética del periodismo.
Hay dos términos comunes ya a esta discusión: periodismo literario y literatura periodística, que no es lo mismo ni se escribe igual. El primero, el que nos ocupa, se refiere al uso magistral de la palabra en el relato de día a día de los acontecimientos en los medios de comunicación. La aplicación de técnicas literarias en el reportaje periodístico. El texto preciso y conciso, y el mensaje más allá del texto que nos hace regresar a él una y otra vez para admirarlo. El que le da personalidad propia y distingue al escritor de cualquier otro. El que te hace decir: «Esto lo escribió fulano».
Literatura periodística es lo contrapuesto. Utilizar las técnicas del periodismo para escribir ficción. Ficción basada en hechos reales.
El periodismo literario existe diferenciado de la literatura periodística por un elemento esencial: el compromiso del periodista con el lector sobre la verdad ontológica, la que forma la historia, la que no está a mitad de camino para conciliarla con los intereses particulares de alguien. El periodista tiene siempre que cumplir con ese compromiso primero. No puede engañar al lector inventándose un cuento y vendiéndoselo como un hecho.
Janet Cooke es lo primero que nos viene a la mente cuando hablamos de ese compromiso primario. Esta es la periodista que tuvo que devolver un Pulitzer a principios de los 80 por una historia apócrifa sobre un niño de ocho años adicto a la heroína en el gueto de la capital de Estados Unidos. El artículo apareció en el periódico donde trabajaba, el Washington Post, el 28 de septiembre de 1980. Tan bien escrito estaba «El mundo de Jimmy» que le dieron un Pulitzer. La historia era parapelos, una mujer violada que quedó embarazada y entró desesperada al mundo de las drogas. Un padrastro tirador de drogas. Un entorno de espanto en una casa de familia donde se paseaban los drogadictos. La vileza del padrastro iniciando a Jimmy al vicio de la heroína. Todo esto acompañado de opiniones de expertos en el tema del abuso de drogas, estudios y estadísticas. El final del reportaje era un poema: una aguja entrando al frágil bracito de Jimmy con una dosis de heroína.
Pero la historia de Janet Cooke levantó sospechas cuando no pudo producir el niño de carne y hueso que la protagonizaba. Finalmente confesó que lo había inventado, devolvió el Pulitzer y renunció al Post.
Coincido totalmente con lo que opinó entonces Gabriel García Márquez sobre Janet Cooke: «Es injusto que le hayan dado el Pulitzer, pero también lo es que no le hayan dado el Nobel de literatura».
El error de Janet Cooke fue violar el pacto del periodista con el lector. Violó la confianza del lector que entiende que cuando lee un artículo periodístico está leyendo algo que ocurrió.
¿Que convierte entonces un texto reportaje en un texto literario? Contenido y forma. Contenido porque profundiza. Va mucho más allá de los datos informativos rebuscando la información en su fondo y ofreciéndole mucho más al lector de lo que esperaba. La oferta de un contenido profundo que impresiona es esencial al periodismo literario.
Y la forma. La dimensión estética de ese reportaje. La dimensión estética que le da el dominio de la palabra, el buen uso de la palabra, el juego diestro con la palabra que impresiona también al lector.
Ese término es el justo. Impresionar. Un reportaje que impresiona y distingue al autor de otro autor. A un periodista de otro periodista.
No estoy de acuerdo con Tom Wolfe en que hay que graduarse a escribir una novela para hacer literatura.
A Wolfe se le adjudica ser el padre de lo que se ha llamado new journalism o nuevo periodismo en Estados Unidos. Posiblemente porque se ha dedicado a explicarlo hasta la saciedad. Muy histriónicamente. Con su trajecito blanco como marca de fábrica.
Pero mayormente se le llama nuevo periodismo a lo que hizo Truman Capote con la publicación de In Cold Blood (A sangre fría) en los años sesenta y que él mismo identificó como non fiction novel.
Esa novela relata el asesinato de una familia de Kansas por dos chamacos que salieron a robar. La combinación de narrativa tradicional y reportaje periodístico hizo furor a partir de A sangre fría.
Es Norman Sims el que viene a bajar a los americanos de ese viaje de invento nuevo. Antes de Truman Capote, hubo muchos, muchísimos autores que hicieron exactamente lo mismo. Sims, a quien se le considera el experto estadounidense en periodismo literario, se remonta a fines del siglo 19 en su búsqueda de autores similares. Claro, lo hace entre los autores en su idioma y no permite que pasen por alto a Ernest Hemingway escribiendo sobre la Primera Guerra Mundial desde Europa, a George Orwell escribiendo sobre la Gran Depresión y a John Hersey escribiendo sobre Hiroshima.
¿Y nosotros? ¿No teníamos ya a Larra? Mariano José de Larra no tuvo que graduarse a la novela para hacer literatura. Aunque escribió después una novela histórica – El doncel de don Enrique el doliente. Pero si nos montamos en la novela histórica no acabamos hoy.
Podemos discutir hasta la saciedad si Gabriel García Márquez, Isabel Allende, Tomás Eloy Martínez, Arturo Pérez Reverte, Leonardo Padura, Rosa Montero, José Manuel Fajardo y Santiago Gamboa tenían que graduarse a la novela para hacer literatura. Pero yo creo que no es necesario. Ustedes saben que no. Desde cualquier género hacen literatura. Hacen periodismo literario y literatura periodística con la misma maestría.
La literatura periodística, justo es decir, es probablemente la marca de fábrica de una buena porción de nuestra literatura contemporánea. En Puerto Rico sin duda lo es.
Volvemos al punto de partida: el amor por la palabra es lo que nos convierte el periodismo en literatura.
A la palabra hay que quererla para que te deje acariciarla. Y habemos periodistas que la queremos con pasión loca.
Soy Wilda Rodríguez. Periodista y activista del periodismo literario.
Muchas gracias.