La doble vara de las armas de destrucción masiva

En este mapa el tamaño es proporcional a la cantidad de armas nucleares que posee cada territorio según datos actualizados en el 2011. Mapa de worldmapper.org (click en la imagen para agrandar)
La comunidad internacional aplica de manera selectiva las consecuencias de violaciones al derecho internacional en Oriente Medio. A algunos países de la región se les aplican sanciones severas por actos que se les perdonan impunemente a otros.
En septiembre pasado el mundo retuvo la respiración mientras el presidente estadounidense decidía si atacaba a Siria y le daba comienzo a una nueva guerra internacional. La razón: el uso de armas químicas, prohibidas por la Convención sobre la Prohibición del Desarrollo, Producción, Almacenaje y Uso de Armas Químicas de 1993. Aunque Siria no haya firmado el tratado, es injustificable su uso por el gobierno de Assad y merece el repudio de la comunidad internacional. Sin embargo, Irak utilizó armas similares contra ciudades iraníes durante la guerra que ambos países sostuvieron entre 1980 y 1988. Irán protestó ante la comunidad internacional, que permaneció impasible. En aquel entonces Irak era el enemigo del enemigo y se le obviaron muchas cosas. Por otro lado, los mismos países que hoy condenan el uso de gas sarín contra la población siria, son los que desarrollan, producen y almacenan el grueso del armamento químico mundial. Aunque firmaron el tratado, no han tomado medidas para reducir ni detener su desarrollo. Esa hipocresía en la política mundial provoca desafíos al statu quo que las grandes potencias enfrentan con el aislamiento de los retadores, como Corea del Norte, Venezuela e Irán.
Es innegable que el aislamiento de Irán es parcialmente auto infligido. Los países occidentales y asiáticos del este no ven con buenos ojos las teocracias. La experiencia europea con la fusión de iglesia y estado dejó un legado de destrucción de vida y propiedad humana con pocos paralelos en la historia. La perspectiva occidental considera un estado teocrático como en una etapa de desarrollo pre moderno. Desde la óptica eurocéntrica es un Estado con elementos medievales. Evoca aquellas épocas en que los reyes establecían la religión de sus súbditos y perseguían herejes. No olvidan que con la excusa de la religión se adelantaron las causas políticas y los intereses económicos de pequeñas elites explotadoras. También les recuerda la irracionalidad y arbitrariedad en la aplicación de las leyes divinas, que condujeron a injusticias y excesos de violaciones de derechos humanos a niveles sin precedentes. Desde finales de 1400 hasta el siglo 19 Europa vivió un infierno divino. Siglo tras siglo, en una tendencia que debió parecer irremediablemente eterna para aquellos infelices a quienes les tocó aguantar las irracionalidades del estado teocrático, los gobiernos europeos exiliaron, encarcelaron, expropiaron, torturaron y asesinaron a cientos de miles de seres humanos. Incluso en el siglo 20 el nacional catolicismo español practicó la persecución religiosa. Todo a nombre de Dios. Es con razón que los occidentales no ven con buenos ojos un sistema teocrático. Ya lo vivieron.
Claro que existen importantes diferencias entre el sistema político iraní y las antiguas teocracias europeas, particularmente el parlamento. Irán es un gobierno constitucional que se rige bajo un estado de derecho, contrario a las teocracias europeas que dependían de la voluntad de sus regentes. Existen procesos electorales y legislación parlamentaria. Sin embargo, la constitución iraní también establece la supremacía de la iglesia sobre el Estado. El Ayatola es la autoridad de última instancia. Es como si en el Reino Unido el Obispo de Canterbury tuviera la autoridad de revertir decisiones del Parlamento, el Gabinete o el Tribunal Supremo. Ese elemento, por supuesto, desarma la democracia y tiene la capacidad de inmovilizarla. Además, las penas de muerte bajo tortura, como el apedreamiento, por actos que no se criminalizarían bajo leyes seculares, como el adulterio, desprestigian al gobierno iraní, con razón.
Sin embargo, otros países de la región, aliados de Estados Unidos, Reino Unido y Francia como Arabia Saudí, también tienen sistemas teocráticos en la práctica puesto que no hay separación de iglesia y Estado. Tienen hasta monarquías en pleno siglo 21. La familia Saud ostenta tal poder en Arabia que hasta le impuso su apellido al país. Y nadie dice nada. Bajo su gobierno teocrático las mujeres no pueden ni conducir automóviles. Existe, además, la censura oficial y se imponen penalidades por crímenes morales que se considerarían castigos crueles e inusitados en cualquier país occidental. Nadie critica, excepto aquellos que se han atrevido dentro de varios estados de la península arábica, para enfrentar todo el peso de la represión policiaca. Ahí no hubo sanciones ni reuniones del Consejo de Seguridad. Incluso en Israel el sistema político promueve la fusión entre iglesia y Estado. Se privilegia el judaísmo y se discrimina contra el islam y el cristianismo. Pero eso no aparece en CNN.
En general, a los países del Consejo de Cooperación para los Estados Árabes del Golfo (CCEAG) se les perdonan las violaciones a los derechos humanos más que a los demás estados de la región, incluyendo Israel. No existen resoluciones en la ONU relativas a los países del Golfo similares a las que condenan a Israel por sus actuaciones en Gaza. Tampoco ha habido reacciones internacionales a la represión masiva por parte de los gobiernos de Bahréin o Catar comparables a las de Libia, Egipto o Túnez. Esa prédica occidental de la moral en paños menores le ha restado credibilidad en la región a la política exterior estadounidense y europea. Uno de los resultados de los intentos occidentales de ejercer su influencia sobre el Oriente Medio ha sido el desprestigio de sus políticas y el crecimiento de la influencia de otras potencias como Rusia y China. La primera jugó un papel protagónico en la crisis sirio-estadounidense; ambas han aliviado los efectos de las sanciones a Irán al proveer mercados y crédito.
Otro ámbito que refleja la doble vara de la comunidad internacional es el armamento nuclear. El Tratado de No Proliferación (TNP) de 1968 prohibió que nuevos países adquirieran un arsenal atómico pero legitimó las potencias nucleares del momento. Solamente Estados Unidos, Francia, Rusia, Reino Unido y China podrían poseer armas nucleares. Unos países podían tenerlas y otros lo tenían prohibido. Ese abierto ejercicio de poder de las potencias mundiales pronto produjo retos de países que rehusaron firmar el tratado y desarrollaron cohetes nucleares, en franco desafío a los firmantes. La comunidad internacional acabó aceptando los arsenales nucleares de India, Paquistán y Corea del Norte, todos en regiones geográficas propensas al escalamiento de un conflicto bélico.
El asunto provoca cuestionar si el resto del mundo debe tener el mismo derecho a poseer armas nucleares que las cinco potencias. El trato preferencial contribuye a perpetuar el dominio mundial por parte de un puñado de estados que se considera superior al resto. Ya lo dijo el Presidente Obama ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el pasado septiembre: “America is special.” Sin embargo, aún bajo esas premisas, al mundo le conviene que haya la menor cantidad posible de países con armamento atómico. En eso se basa el TNP, que Irán ratificó.
El gobierno iraní asegura no albergar la intención de producir armas nucleares ni la tecnología para hacerlo. Sin embargo, Estados Unidos, sus aliados europeos y sus socios árabes y judíos aseguran lo contrario. Esa convicción ha producido sanciones económicas por parte de la comunidad internacional que incluyen el cierre de mercados, el congelamiento de cuentas bancarias, la denegación de préstamos al gobierno y el bloqueo a la inversión directa extranjera. Los efectos sobre la población iraní han sido severos y han provocado una enorme devaluación de su moneda, el rial, una inflación de casi 50% anual, escasez de comida y falta de medicinas. Mienten aquellos que señalan que las sanciones internacionales sólo afectan al régimen político. Aún así en el Congreso estadounidense se discuten medidas dirigidas a aplicar nuevos y peores castigos mientras el Presidente Obama señala que si Irán no cumple con su acuerdo en seis meses, entonces tendrá la fuerza moral para apretar más el garrote.
Otra contradicción es que se le permita poseer armamento nuclear a Israel pero se le prohíba a Irán. El gobierno israelí nunca ha admitido la posesión de armas atómicas, aunque la comunidad internacional da por sentado que adquirió la tecnología durante la guerra fría y a raíz de la Guerra Árabe-Israelí de 1948. Si Israel es una potencia nuclear, lo ha sido desde antes del TNP, del que tampoco es firmante. Es curioso que países árabes e islámicos como Arabia Saudí, Catar y Emiratos Árabes Unidos brinden su anuencia tácita a esa doble vara nuclear en la que aceptan el privilegio de los intereses regionales del enemigo de sus hermanos árabes palestinos. El que en la región sólo un país, Israel, posea armas de destrucción masiva, nucleares y químicas, no pinta un buen augurio para la estabilidad futura de la región. La aplicación desigual de los principios de convivencia internacional empeora los desequilibrios de poder que producen a corto o largo plazo retos y crisis de seguridad mundial.
La doble vara histórica también se manifiesta en el contraste entre la aplicación férrea actual de las sanciones contra Irán con los obstáculos constantes que el gobierno de Ronald Reagan presentó durante la década de 1980 para contrarrestar los esfuerzos legislativos y de las Naciones Unidas para combatir el apartheid en Sur África y evitar su posesión de armamento nuclear, a pesar de ser firmante del TNP. Aquella política estadounidense de apoyo militar y económico al régimen racista que encarceló al mismo Mandela que hoy lloran en Washington, se justificó en aras de combatir el comunismo angoleño. Ahora el enemigo es el terrorismo, tan real y conveniente como el anterior.
Además, los EEUU y la Unión Europea se escandalizan ante la posibilidad de una proliferación de armas atómicas en el Oriente Medio mientras mantienen cohetes con cabezas nucleares de varios megatones en las bases militares de la OTAN en Turquía. Si son peligrosas en Irán también deberían serlo en Turquía. Por otro lado, Bélgica, Italia, Alemania y Holanda no se consideran potencias nucleares pero también poseen armamento nuclear en sus territorios a pesar de ser firmantes del TNP. Sería previsible una reacción agresiva de EEUU contra la instalación de cohetes nucleares rusos en Venezuela, por ejemplo, aunque podría justificarse por los mismos motivos que las bases en Alemania o Turquía.
El propio TNP ha aplicado dos parámetros distintos en la implantación de sus objetivos. A pesar de promover la no proliferación, el desarme y el derecho al uso para fines pacíficos de la energía nuclear, sólo ha enfatizado el primero. La gran mayoría de los países firmantes ha cumplido su compromiso de no producir armamento nuclear. Sin embargo los países poseedores de armamento nuclear no han reducido su arsenal y no han materializado su promesa de compartir su conocimiento sobre tecnología nuclear pacífica con países pobres a cambio de su renuncia al aspecto militar. El Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) se preocupa más por evitar las facilidades nucleares militares nuevas en países en desarrollo que por detener la evolución de nuevas armas nucleares de destrucción masiva por parte de los países ricos. Si fuera justo, el Consejo de Seguridad le aplicaría sanciones económicas a las potencias nucleares hasta que comenzaran a reducir su ridículamente exagerado arsenal nuclear, el que verdaderamente puede destruir el mundo. India, Pakistán, Corea del Norte e Israel podrían causar enormes daños, pero el mundo sobreviviría. Los únicos países capaces de provocar un apocalipsis nuclear son los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU que ahora se rasgan las vestiduras para condenar la afrenta iraní contra la paz mundial.
En el fondo no es que existan dos varas, sino que la vara no se define por la moral, la justicia ni el derecho, sino por los intereses. Al evaluarse la política exterior por el parámetro de los intereses económicos y militares de las elites políticas, se resuelve la aparente paradoja de predicar conceptos universales que sólo aplican en casos particulares.