La era sombría del capitalismo (IV)

Anthony Freda
A la memoria de Ruy Fausto, filósofo brasileño,
fallecido en París, el 1 de mayo de 2020.
La fusión del Pueblo, el Estado, el Partido y el Líder era el ideal que garantizaba la movilización, organización y apoyo de las masas. Había un único imperativo: la obediencia y la subordinación a una suprema causa común. Esos fueron los rasgos del fascismo, el nazismo y el bolchevismo estalinista. Los remanentes del totalitarismo puedan identificarse todavía hoy en Corea del Norte. Se trata de un régimen cuya ideología comunista es el camuflaje de un despotismo patriarcal y dinástico, con las características históricas y legendarias de esa peculiar cultura del sudeste asiático.[1] Le debemos a Hanna Arendt haber podido ceñir y delimitar el concepto de totalitarismo, tan manoseado y abusado todavía.[2]
Por su parte, el dominio total del capitalismo del siglo XXI no contiene ideología. No es una clase dominante, ni un partido o líder político lo que prevalece sino la omnívora lógica del capital, transversal a toda forma de gobierno y a todas las clases, grupos y sectores sociales, incluyendo las economías ilegales como el narcotráfico, la prostitución, el tráfico de armas o de órganos vitales, etc. Si el capitalismo crea los sujetos que necesita, como bien dijera Max Weber, ello se hace a base de un referente trinitario: el dinero para asegurar la encarnación y reproducción sin límites del capital, las estructuras de poder necesarias para sostener esa reproducción y el éxito o salida airosa para aumentar la riqueza. Se sigue de ahí las tres grandes virtudes teologales del cristianismo, pero secularizadas por la lógica del capital: fe en el libre mercado y la circulación de mercancías; esperanza en los usufructos de la deuda y la ampliación de las ganancias propio del gran capital financiero; y la filantropía como manera de extraer beneficios marginales o, en su caso, para apaciguar la «mala consciencia» si la hubiera. Habría que preguntar, entre otros, a Bill Gates, Carlos Slim, o Ana Botín (¡vaya apellidos para el designio de la avidez!). Ya lo dejó claro hace unas semanas la Sra. Botín en los momentos más acuciantes de la actual pandemia: «Europa debe entender que la solidaridad no es caridad.»
En los albores de este nuevo siglo, de una época que se inaugura con la cronología de la cristiandad (AC/DC), todos los aspectos de la cultura están de facto, aunque no de jure, subordinados a la nueva buena del capital. No hay espacio ni tiempo que no esté directa o indirectamente emplazado por el valor de verdad de esa lógica. La democracia formal, pero también, en mayor o menor grado, otras formas de gobiernos en el mundo, están comprometidos con la plutocracia del capitalismo universal. Las grandes empresas multinacionales, el capital financiero, las tecnologías de la información, el mercado bursátil, el marketing y la publicidad conforman el engranaje de una polimorfa máquina que engendra, junto a sus ganancias, un enorme sufrimiento. La ventura de la lógica del capital es justamente proporcional a la desventura de los ciudadanos. El empeño consiste en hacer de cualquier situación, sea cual sea su carácter o naturaleza, la oportunidad de generar dividendos en función de los intereses de unos pocos, aunque se hable en nombre de la mayoría.
Recientemente el nobel escritor turco Orhan Pamuk ha publicado al respecto un interesante recuento de la incorporación literaria de las pandemias en la historia. Pamuk destaca los indudables rasgos comunes de cara a la condición humana y a los poderes establecidos, pero pierde de vista lo fundamental: la presente pandemia es la primera en el marco de una civilización mundial agenciada por el capitalismo. Este es también el punto crítico de ruptura con respecto a la civilización que comenzó hace más de dos mil años. Al perderlo de vista, no puede más que llegar a una pálida y sentimental conclusión: «Para que de esta pandemia surja un mundo mejor, debemos abrazar y cultivar los sentimientos de humildad y solidaridad engendrados por el momento que vivimos.»[3]
En contraste con esos buenos deseos, tengamos en cuenta estas palabras de Zygmunt Bauman: «La crisis de la democracia contemporánea es una crisis de las instituciones democráticas […] que no fueron diseñadas para manejar situaciones de interdependencia a escala mundial.»[4] Hay que decir en este contexto que, bien entendida, la interdependencia es el entre juego de las acciones, sean o no humanas, a escala planetaria y cósmica. La interdependencia no es sólo económica, social o política. Es sobre todo ontológica, pues saca a relucir el entramado infinito de lo real. Percatarse de eso en el plano político implica el reconocimiento de la experiencia radical de lo común y de la capacidad singular de cada uno de hacerse cargo de sí. El referente de la interdependencia no es la dependencia sino la independencia. Ese es el núcleo que permitiría recuperar la democracia, entendida como lo que fue en la antigüedad: un experimento con el sentido de los límites y con las posibilidades abiertas e indefinidas de la colaboración. Un experimento que se realiza en medio de la ineludible conflictividad que emerge de las relaciones de poder y del esfuerzo agónico por dar una forma digna a la vida.
La democracia sería así una práctica anárquica de la libertad. La anarquía hay que entenderla en el sentido estricto de que la convivencia no está sujeta a un principio o instancia trascendente o externa a la experiencia de lo común; y de que la libertad concierne al cultivo de la inteligencia y de la sensibilidad. La libertad no es un don y es más que un derecho: es el fruto experimental de la fuerza vital que envuelve la interdependencia de las fuerzas. No se trata para nada de un ideal, una utopía ni una ideología. Es el legado ancestral del cultivo de nuestra condición humana cuyo rastros pueden encontrarse en culturas tan diversas como los pueblos amazónicos, las órdenes monásticas en la antigua India (budistas y jainas), las comunidades pitagóricas o epicúreas en la Grecia helenística o las primitivas comunidades cristianas, por mencionar algunos ejemplos entre otros muchos.[5]
Ante esto, se hacen evidente las grandes limitaciones del liberalismo y de la democracia representativa o parlamentaria. Los partidos políticos nacionales, sea el partido único, el bipartidismo o el pluripartidismo, son un anacronismo para el que no se encuentra todavía una salida democrática. Tampoco las llamadas redes sociales lo son. Ellas son una trampa, como bien dice Bauman, porque pretenden substituir la insolvencia democrática con la ilusión de una participación individualizada, pero que está confinada a la programa uniformizado de la cueva cibernética. El sofisticado acaparamiento de la vida pública, privada e íntima busca, no ya «vigilar y castigar», sino consolidar los mecanismos de control y de intimidación con el acceso fácil e inmediato a la información y las comunicaciones. Esa es la función de los algoritmos en la fastuosa burocracia digital, que es peor y más inhóspita que la del papel. La llamada realidad virtual es el diseño de una nueva economía doméstica concebida para el secuestro mediático de las poblaciones de incautos y mentecatos a escala mundial. Por más admirable que pueda ser el ingenio y la ingeniería social del Internet, su invención está profundamente marcada por los mecanismos de trivialización de la cultura tecnológica de su procedencia y predominio, como lo demuestran los grandes consorcios de Syllicon Valley.
El ánimo no ha de ser, a mi entender, criticar o conformarse, rechazar o adaptarse a lo que hay. Hay que cuestionar, investigar y sacar a relucir las estrategias de dominación y avasallamiento, vengan de donde vengan. Más que una «hermenéutica de la sospecha» como la llamó en su momento Michel Foucault a la actividad filosófica, hay que cultivar un arte de la cautela. De entrada, hay que reconocer, como decía Maquiavelo, la «verdad efectiva de las cosas», reconociendo que las cosas aparecen como son y no como parecen ser. Hay que dejar ser lo que está siendo. Esto no implica pasividad o resignación sino, por el contrario, la disposición propia de un noble entendimiento, un fecundo pensamiento, un recto lenguaje. Hay que estar despierto y comprender el alcance de las maniobras de las formas de poder, sin quedar cautivos de lo que se nos impone en nombre de la realidad. Cabe afirmar que la actual civilización mundial no tiene antecedentes. No estamos viviendo el «fin del mundo» sino el fin de toda una época que comenzó hace más de dos mil años, y el comienzo de otra completamente imprevisible e insospechada. El concepto de «aldea global» o el de la idea de la «globalización» se han quedado cortos en tanto que criterios de inteligibilidad para dar cuenta del despliegue de un complejísimo florecimiento de una cultura planetaria sin precedentes en la historia humana, la cual no debe identificarse, sin más, con la idea monolítica de civilización.
El capitalismo ha tomado el relevo del cristianismo de la misma manera que el cristianismo tomó el relevo del imperio romano y el discurso científico el relevo del discurso teológico. El núcleo de este encadenamiento es el concepto mismo de civilización. Este vocablo, nada casualmente, se acuña en la Francia del siglo XVIII, pero su raíz civitas, remite a la vocación civilizadora del imperio romano. Dice, por ejemplo, Plinio el Viejo: «El poder del imperio romano ha hecho que el mundo pertenezca a todos; el intercambio de mercancías y la participación de la bendiciones de la paz han favorecido al género humano.» El imperio romano se inaugura con Octavio César Augusto y la idea de la Paz romana. No es casual que el concepto de romanitas como concepto aglutinador de las cualidades de la tarea civilizadora de Roma, aparezca en el siglo III, con Tertuliano, uno de los «padres de la iglesia.» Es claro que dicha tarea se reanudará con la cristianización del imperio que se consolida definitivamente con el emperador Teodosio y la proscripción de los cultos paganos en el año 389.[6]
Aunque el universalismo tiene su más claro exponente en Pablo de Tarso, la empresa civilizadora es una vocación católica o universal propia de la historia de Europa y la idea misma de civilización occidental.[7] El Derecho romano y el Derecho canónico, como recuerda Max Weber, no se conocen fuera de Occidente. Pero Europa es el único recodo del mundo que se ha propuesto como modelo o paradigma para el resto de la humanidad. A su vez, la convicción de la superioridad moral y racial de las culturas europeas tiene como trasfondo la Roma pagana y cristiana, pero ella logra resarcirse desde finales de la Edad Media. Con el reinado de los Reyes Católicos, el Renacimiento y la Ilustración o el siglo de las Luces se desemboca en la modernidad que inaugura el resorte definitivo de la civilización mundial.
Las siguientes palabras resumen perfectamente su carácter: «El capitalismo actual, señor absoluto en la vida de la economía, educa y crea por la vía de la selección económica los sujetos (empresarios y trabajadores) que necesita.» Habría que actualizar esa magnífica frase para que diga: «El capitalismo actual, señor absoluto de la cultura en todos sus aspectos, educa y crea los sujetos que necesita, más allá de la contradicción de capital y trabajo, extendiendo la plusvalía en función de la apropiación del tiempo de vida de cada cual.»[8] La lógica del capital, hay que insistir en ello, ha logrado el acopio de los deseos y la captura de la intimidad de los individuos, no con la coacción de un régimen impositivo, sino con la diligente y seductora astucia de un calculado deslumbramiento. Esa es la gran hazaña del neo-conductismo, el marketing y las tecnologías de la información.
En este sentido, los grandes capitalistas y las clases trabajadoras están tan sujetos al nuevo amo de la Tierra como cualquier otro miembro del cuerpo social. Un ‘amo’ que es realmente una quimera, pues el capital es una entidad decapitada, por así decirlo. Se trata, en efecto, de una pura abstracción metafísica que cumple, sin embargo, una decisiva función: ocupar el lugar vacío de trascendencia sobre el que se monta la cultura moderna. La época moderna acarrea la constatación de que no hay un fundamento último de la realidad, y de que la inmensidad de lo real desborda el sentido o sin sentido de la vida. Se abre así el horizonte infinito y abismal del devenir, el naufragio universal. Ya no hay tierra firme, como dice Nietzsche. El vulgar materialismo hedonista del estilo de vida que promueve el capitalismo no hace más que tapizar la evidencia, para quien quiera ver, que lo de real está vacío de sí, de entidad, sustancialidad, aseidad o mismidad. La ciencia física, en particular la cosmología y la física de partículas, no hace más que confirmar esta verdad.[9]
La axiomatización del cuerpo social por parte del capital no excluye a nadie: es ‘igualitaria’ ‘fraternal’ y ‘libertaria’. Se trata de que cada cual anhele tener tanto como el que más, por menos que tenga para «hacer su sueño realidad.» Lo importante es mantener en vilo la avidez y el anhelo. En eso consiste la corrupción estructural encauzada por el individualismo, la cual llega a su paroxismo con la falacia del self made man y la insensibilidad para todo lo que no sea de interés particular. Puesto que la salvación es individual, sálvese quien pueda, y quien atrás quede que arree. El capitalismo destruye lo común, el vínculo o lazo social, pero lo restituye con el ahínco de una relación superflua con el otro en base al criterio interesado de la transacción. Los criterios de un buen negocio atraviesan también las relaciones humanas. La misma lógica vale para la vida empresarial que para el intercambio sexual. Esa es la miserable conquista del American Way of Life que ha cautivado al planeta. La única «fuerza vinculante» o religio es el dinero. Pero dado que el dinero no une sino que separa, es indispensable fabricar un vínculo imaginario, superfluo pero tenaz y hábilmente confeccionado por los estrategas del marketing. A esa tarea se consagran Facebook, Instagram, Twitter, Google. De ahí el florilegio de emoticones, más que de frases; siglas, más que de palabras; clichés, más que de imágenes en tanto que programación de las expresiones y apelación de los motivos.
En base a lo anterior, pueden destacarse estas consecuencias de largo y calado alcance: (1) el desgaste de la función simbólica del lenguaje que es manipulado como una forma más de mercancía; (2) el desahucio del pensamiento en su dimensión poética, y conceptual; (3) la des-erotización de la sexualidad y el destierro del amor; (4) la banalización de los cuerpos y de la experiencia artística; (5) la expoliación, devastación e intoxicación planetaria junto a los más mórbidos hábitos alimenticios (6); la sistemática falsificación de lo real que conduce a ignorar las condiciones de la existencia; (7) la industria del espectáculo, el entretenimiento y la diversión como criterios de normalidad.
Cada uno de esos puntos tendrían que explicarse detalladamente. Lo haremos en otra ocasión. Para ir cerrando estas reflexiones, cito y comento las siguientes palabras: «A menudo se interpreta el capitalismo como religión. Pero si se entiende la religión como religare, como vínculo, entonces el capitalismo es cualquier cosa menos religión, pues carece de toda fuerza para congregar y mancomunar. Ya el dinero tiene efectos individualizadores y aislantes. Aumenta mi libertad individual liberándome de mis vínculos personales con los demás. A cambio de un pago hago que otro trabaje para mí, sin que yo entable ninguna relación personal con él. Y de la religión es esencial la calma contemplativa. Pero ella es lo contrario del capital. El capital no descansa. Conforme a su esencia tiene que trabajar constantemente y estar en movimiento. El hombre se asimila al capital en la medida en que pierde toda capacidad de reposo contemplativo. Además, la distinción entre lo sagrado y lo profano forma parte esencial de la religión. Lo sagrado une aquellas cosas y valores que dan vida a una comunidad. Su rasgo esencial es mancomunar. El capitalismo, por el contrario, elimina todas las diferencias al totalizar lo profano. Hace que todo sea comparable y, por tanto, igual. Engendra un infierno de lo igual.»[10]
No dejan de ser, hasta cierto punto, acertados estos planteamientos de Byung-Chul Han. Sin embargo, hay que precisar y elaborar. Una de la debilidades de la fervorosa crítica que hace el filósofo coreano-alemán del capitalismo consiste en que no se detiene lo suficiente en la paciente labor de refinamiento conceptual. A veces su escritura, y la acelerada publicación de sus libros, todo un éxtio empresarial, dan la impresión de correr con la misma premura que la lógica del capital que se quiere cuestionar. A lo lagro de este escrito me he esforzado por demostrar que el capitalismo ha tomado el relevo del cristianismo, porque su lógica institucional ejerce la misma función homogénea que tuvo la religión en Europa y Occidente hasta la época moderna, pero conviertiendo los vicios o pecados capitales en las virtudes del capital. El mandato del capitalismo, como bien enseña Lacan, es a gozar y recrearse en la desmesura, en la hybris, haciendo como si no hubiese la condición de enfermar, envejecer y morir por el simple hecho de haber nacido. Salta a la vista, además, que en estos tiempos no hay ninguna religión, desde el Vaticano hasta las exitosas sectas evangélicas, pasando por el budismo pop y el yoga inn, los Mormones o los Testigos de Jehová, que no esté maniatada a las profanaciones del capitalismo. En este sentido, la función de religar se lleva a cabo de manera perversa, pues conlleva la destrucción de toda ligadura en nombre de una falaz idea de libertad que está conduciendo, por ejemplo, a la sociedad estadounidense a un acelarado e implosivo proceso de descomposición. La religación del capitalismo depende de una doble veneración excesiva: el fetichismo del dinero y el fetichismo de la mercancía. Dado que, como dice Marx, «todas las mercancías son dinero efímero y que el dinero efímero es mercancía imperecedera», se impone una vertiginosa aceleración del ritmo de vida para sostener la infatigable reproducción y acumulación de capital.
También hay que decir, aunque sea de paso, que la desacralización y la profanación son un rasgo propio de la modernidad en general, no sólo del capitalismo. Esto ha sido explicado magistralmente por Ludwig Schajowicz a lo largo de su memorable obra. Por otra parte, la vida contemplativa es lo propio de la théoria (θεωρíα: acción de ver y observar detenidamente: posar la mirada), es inseparable de la práctica y experiencia de la sabiduría, es decir, de la filosofía.[11] No es para nada un asunto exclusivo de la ‘religión’. El capitalismo es nihilista, necrofílico y destructor, por más que se adorne de gracia positiva, salvífica y redentora. Todo, sin excepción, obedece efectivamente al «infierno de lo igual», con sus innumerables opciones mercantiles, pero sin ninguna alternativa a la orgiástica embriaguez de los ritos y oficios de sus acciones bursátiles. Parecería estar al servicio de las bacanales dionisíacas, la frenética lógica del capital. Pero nada de eso tiene que ver con el sereno entusiasmo de un dios jubiloso. Se trata, por el contrario, de una sórdida y triste violencia que pierde por completo de vista la oportunidad, la ocasión, el kairós, el hálito vital para compenetrarnos con la inmensidad de cada momento de vida.
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[1]Recomiendo este excelente documental: https://www.youtube.com/watch?v=IBqeC8ihsO8
[2] Por todo lo que aquí se expone, no me parece conceptualmente acertado la propuesta de Sheldon Wolin de un «totalitarismo invertido» para referirse a la decadencia de la democracia liberal en los Estados Unidos.
[3]https://www.lanacion.com.ar/opinion/lo-que-las-grandes-novelas-sobre-pandemias-nos-ensenanlecturasbiografia-nid2365414Le debo a mi amigo y poeta Miguel Florián haber llamado mi atención sobre esta publicación y mi amiga Maritza Vázquez habérmelo hecho llegar.
[4] https://elpais.com/cultura/2015/12/30/babelia/1451504427_675885.html
[5] Refiero aquí a tres libros importantes y pertinentes: Pierre Clastres, La sociedad contra el Estado. Barcelona: Virus, 2010; Helmuth von Glasenapp, La filosofía de los hindúes. Barcelona: Barral, 1977; Pierre Hadot, ¿Qué es la filosofía antigua? México: FCE, 2000; Werner Jaeger. Cristianismo primitivo y paideia griega. México: FCE, 1971.
[6] Remito, como en otro escrito, al excelente librito de R. H. Barrow, Los romanos. México: FCE, 1970.
[7] Léase al respecto el libro de Alain Badiou, Saint Paul. La fondation de l’univesalisme. París: PUF, 1997. Las misma razones que allí se exponen para explicar la tesis del universalismo son las que me conducen de mi parte a una profunda discrepancia con uno de los pocos filósofos contemporáneos. Pienso que Badiou sigue todavía atado a una concepción de la experiencia filosófica restringida a la filosofía occidental y, más precisamente, a la filosofía de la historia que se inaugura con Agustín y se consolida con Hegel y Marx. Véase también el libro La filosofía frente al comunismo. De Sartre a hoy. México: Siglo XXI, donde se afirma lo siguiente: «Por eso considero a San Pablo, (en definitiva al cristianismo primitivo) como el hecho fundamental de la historia de la humanidad.» A mi entender, el universalismo es el problema, no la solución, como bien entendió, por ejemplo, Claude Levi-Strauss.
[8] M. Weber: La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Barcelona: Península, 1975.
[9] Véase al respecto el interesante libro de A Universe from Nothing. New York: Free Press, 2012 de Lawrence Krauss.
[10] La desaparición de los rituales. Barcelona: Herder, 2020. Agradezco a discípulo y amigo Rey Daniel Colón esta valiosa referencia.
[11] Véase al respecto el magistral estudio de André-Jean Festugière, Contemplation et vie contemplative selon Platon. Paris: Vrian, 1967, págs. 14-15.