La experiencia artística*

A los 50 años de la muerte de Marcel Duchamp (1887-1968)
y los eventos de Mayo ’68 en París.
En el ámbito humano, ya no basta con hablar de organismo, hay que tener en cuenta el cuerpo; ya no basta con hablar de cerebro, hay que tener en cuenta la mente; ya no basta con hablar de instinto y apetencia, hay que tener en cuenta la pulsión y el deseo; ya no basta con hablar de individuo, hay que tener en cuenta la fuerza singular y el tiempo propio de cada cual.
Conviene, a tono con lo anterior, pensar en términos de un cuerpo mental y de una mente corpórea. En cuanto a lo primero, el énfasis se pone en la potencia del cuerpo; en cuanto a lo segundo en la potencia de la mente. Es una cuestión de énfasis, pues no hay separación entre uno y otro, dado que ambos son determinantes para que aparezca un ‘individuo’. Sin embargo, también conviene distinguir entre la potencia del cuerpo y la potencia de la mente por las que se conjuga la actividad de una disposición energética y su singular horizonte de experiencia. Puesto que no hay manera de saber de antemano el alcance de dicha actividad, puede afirmarse que la potencia del cuerpo es indefinida y que la potencia de la mente es infinita. Esto quiere decir que los límites del cuerpo son los confines de lo ilimitado y que lo ilimitado de la mente son también los límites del pensamiento. ¿Dónde empieza y acaba un cuerpo dado que todo cuerpo es un hálito vital que respira? ¿Cuál es el límite del pensamiento dado que no cesa de disiparse en lo infinito?
La potencia indefinida del cuerpo es explicada por Spinoza en la importante proposición II de la tercera parte de la Ética: «Y el hecho es que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede un cuerpo, es decir, a nadie ha enseñado la experiencia, hasta ahora, qué es lo que puede hacer un cuerpo en virtud de las solas leyes de su naturaleza, considerada solamente como corpórea, y qué es lo que puede hacer o no hacer a no ser que la mente lo determine.» (Las cursivas son mías.)
En lo que se refiere a la potencia de la mente, hay ahí, sin duda, una formidable paradoja que Søren Kierkegäard expone, como nadie, de la siguiente manera: «This is the absolute paradox: to want to discover something that thought itself cannot think. This passion of thought is fundamentally present everywhere in thought, also in the single individual’s thought insofar as his thinking is not merely himself.» (Las cursivas son mías.)
Nos interesa, en esta ocasión, pensar la experiencia artística. Recordemos que la palabra arte es la traducción latina de ars, artis; y que esta es, a su vez, la traducción del vocablo griego τέχνε (téchne), el cual tiene un variado registro semántico (arte, ciencia, saber, oficio; habilidad, destreza, astucia, maquinación, intriga…). Cuando se habla de experiencia artística se está pensando en una amplia gama de aspectos del proceso creador que implican, en todo momento, la actividad mente-cuerpo. Por esa razón, es importante no perder de vista que la palabra actividad remite al término enérgeia (ένεργεια); el de potencia a dynamis (δύναμις); y el arte o lo artístico no podemos disociarlo de la poíesis (ποίεσισ), de la fecunda acción creadora, es decir, de la poesía, y no sólo en el significado de producción o fabricación que el verbo poiéo (ποίεω) también indica.
Nos valemos de esa terminología de la antigua filosofía griega para orientar su significación en un sentido de dirección inhabitual, al menos en el contexto de la filosofía occidental. Quiere esto decir que hay que partimos del supuesto de que la mente es una experiencia sensorial que desempeña una función integradora de los sentidos. La vista, el oído, el tacto, el gusto y el olfato se incorporan en virtud de la actividad de la mente; a su vez, la actividad mental se integra en virtud de la potencia del cuerpo. Con razón afirma Spinoza en el cuarto axioma de la parte II de la Ética: «Sentimos que un cuerpo es afectado de muchas maneras.» Este sentir es inconcebible sin el reconocimiento de que hay la actividad del pensar y que «el hombre (o lo humano) piensa» (homo cogitat). Puesto que hay el pensar, surge la idea de un yo que piensa (cogito ergo sum), de una entidad pensante que se imagina como idéntica a sí misma.
Percatémonos además de que las afecciones del cuerpo no se entienden a menos que se constate que el deseo (cupiditas) es, en efecto, la «esencia» (o potencia en la terminología spinozista) de lo humano. Este punto es crucial, pues el supuesto tradicional de que el hombre es un ‘animal racional’ pierde de vista el detalle decisivo de que la condición humana, puesto que está subordinada a las afecciones, suele ser muy poco razonable; y que la ‘razón’ es una cualidad afectiva de la experiencia. Por lo demás, la susodicha frase es una traducción inadecuada de la definición que da Aristóteles del hombre como un «animal que habla» (zoón logon echon).
Todo ello se pone en juego con nuestro concepto estética del pensamiento. Téngase en mente que aisthesis (αίσθεσις), de donde proviene el vocablo ‘estética’ implica la sensación, la sensibilidad, el percatarse de algo en un momento dado. Es lo que en inglés se nombra como awareness, y que A. N. Whitehead va designar con el fecundo concepto de sense-awareness.1 Ese aspecto medular de la experiencia saca a relucir que la separación conceptual de mente y cuerpo es insostenible. De esta manera se disuelve el pseudo problema el mind-body problem que tanto ha ocupado a la llamada «filosofía de la mente».2
La interacción mente-cuerpo también se vuelve evidente cuando se atiende a la expresión sino-japonesa do shin/xin (道 小) que puede traducirse como el sendero de la inteligencia y del corazón; o cuando se piensa en el término corazonada, que es más certero que el de ‘intuición’, y se lee corazónmente en un verso de César Vallejo; o cuando se tiene en cuenta el concepto de «inteligencia sentiente» de Xavier Xubiri y el verbo phrónein (φρόνειν), crucial en el pensamiento de Heráclito, que alude a la dimensión afectiva del pensar. En términos neurológicos esa interacción ha sido el objeto de estudio del neurobiólogo Antonio Damasio y que ha expuesto en sus libros de alta divulgación, a partir del sonado Descartes’Error. Emotion, Reason and the Human Brain (1994) hasta su último libro The Strange Order of Things. Life, Feeling and the making of Cultures (2018).
Lo anteriormente expuesto es indispensable para entender la experiencia artística y no confundirla con el concepto de obra de arte, con la historia del arte, con la apreciación, la crítica del arte; ni siquiera con la filosofía del arte3. Ahora hay que dar un paso más y afirmar que la experiencia es un asunto primario, elemental, primordial: «De esa experiencia hay que partir porque es la experiencia.»4 También hay que decir que los conceptos de ‘sujeto’ y ‘objeto’ ya no son suficientes, por más necesarios que sigan siendo para los hábitos de pensamiento, a la hora de dar cuenta de la experiencia artística. Un sujeto se identifica la primera personal en singular y con la idea de yo que es el sustrato que subyace a las acciones. Un objeto se identifica con aquello que un sujeto se representa o coloca ante sí o, en su caso, con la imagen mental de aquello que se percibe. A partir de ese concepto de experiencia, podemos afirmar que la experiencia artística es el acaecer puntual que un momento dado envuelve el proceso creador, la obra de arte y la recreación propia de la paciente y meticulosa actividad contemplativa.
Si partimos de la premisa de que la mente es un aspecto de la experiencia sensorial, es decir, una manera de sentir lo que se experimenta, entonces cobra sentido, valga la redundancia, la frase de Hume, por ejemplo, cuando habla de the feeling of the mind, del «sentimiento de la mente». Podríamos seguir esa pista teniendo en cuenta las enseñanzas del gran sabio de la India y considerar a las sensaciones, las percepciones, las disposiciones mentales (que crean o generan los pensamientos) y los actos o momentos de consciencia en tanto que fuerzas mentales que componen, junto a la actividad corpórea, el energetismo de las cualidades afectivas de la experiencia.
Ahora bien, dado que la actividad mental-corpórea no está desligada ni segregada de aquellas otras que no cesan de desplegarse en múltiples direcciones, salta a la vista que la experiencia singular es también una experiencia radical de lo común. Por esta expresión hay que entender la integridad de elementos y formas que componen el entorno de las acciones. Nos estamos refiriendo al aire, agua, tierra y fuego, la luz; los campos electromagnéticos por los que se activan las partículas elementales; las moléculas, las células, las membranas, la piel, los cuerpos; la materialidad de los fenómenos y, en última instancia, el universo entero, conocido, desconocido y por conocer.
En otras palabras: las actividades, humanas, no humanas, orgánicas, inorgánicas, perceptibles o imperceptibles, conscientes o inconscientes que ocurren momento a momento concurren en la experiencia de cada cual, de cada uno, de un modo singular de ser así y estar ahí, de las más variadas formas, ritmos e intensidades vitales. A su vez, las acciones (pensamientos, palabras, gestos, movimientos corporales) de ese singular repercuten necesariamente sobre el entorno, como las ondas expansivas de la materia sonora o las fluctuaciones de la luz, según la disposición anímica y la potencia de obrar de un cuerpo. Es correcto pensar entonces en términos de un entramado de interacciones que es finito en cuanto a la forma, el límite y alcance de su despliegue, pero que es también infinito o ilimitado en cuanto a los pliegues de una actividad que precede y sobrecoge los modos singulares de ser, es decir, de aparecer y desaparecer. Los despliegues se determinan en función de su transitoriedad, fugacidad e impermanencia; los pliegues son indeterminados en función de la instantánea regeneración de los fenómenos, de lo que significa ser-tiempo (a no confundir con ser y tiempo).
Puesto que todo es tiempo, el tiempo está, en todo momento, «sin cesar empezando» (toujours recomencée, como reza un verso de ese espléndido poema que es el Cementero marino de Valèry). La experiencia de la temporalidad no está ceñida al cálculo, medida o representación crónica, a la cronología del pasado, presente y futuro. A su vez, un momento de tiempo envuelve a un determinado aparecer que implica el distintivo tiempo propio del tiempo de vida de cada cual, y así ad infinitum. Quien dice tiempo, dice espacio, pues ni lo uno ni lo otro contienen a los fenómenos, en tanto que entidades substanciales, permanentes e idénticas a sí, sino que son la propia actividad metabólica del devenir. Tiempo-espacio, al igual que mente-cuerpo, son categorías ontológicas que envuelven la unicidad de lo real, es decir, un único y mismo plano de inmanencia.5
Expuesto lo anterior, estamos ahora en condiciones de plantear lo que sigue. La actividad creadora habita de una manera indefinida, siempre por determinarse, lo que aparece como obra de arte. En ella la ficción (fictio) es la condición de posibilidad de la verdad y la verdad la condición de posibilidad de un efecto de ficción (fictum). La obra que aparece es la morada (éthos) de una práctica (askésis) y de un esfuerzo (páthos) por dar con la dimensión insondable de lo real. De esa manera se genera el artificio de la ilusión y el deseo de entender inherentes a la experiencia artística y a la aparición de una obra de arte. En este sentido la ilusión es a lo real, lo que la ficción a la verdad.
Sin embargo, mientras que la relación ficción verdad es una relación de mutuo condicionamiento (bi-condicional), lo real es condición de la ilusión pero no se agota en la ilusión ni tampoco en lo que se percibe y nombra como realidad. La ficción no debe confundirse con la mentira, la ilusión no debe identificarse con lo ilusorio y la verdad es ontológica, pues atañe a lo real. Lo real es el vacío del mundo, lo absolutamente indeterminado, pues está absuelto de sí mismo, de aseidad. La realidad son las inagotables determinaciones que, día a día, momento a momento, dan forma a eso que no se retiene, al lo que excede, al Überfluß de que nos habla Nietzsche. Por esta razón, la realidad no es idéntica a lo real, pero tampoco diferente. Por esa misma razón, el vacío no es carencia; el vacío es plenitud, potencia infinita. «A lo real nada le falta», dice Lacan; y «el vacío es lo que nunca falta», afirma Estragón en Esperando a Godot de Beckett.
Habrá que desarrollar todo este complejo, pero ineludible asunto en otra ocasión. Por ahora digamos que el arte es la pulcra expresión de la verdad que da lugar a la experiencia íntima e impersonal de la belleza. Nada casualmente en latín belleza se dice pulchritudo que significa también lo que está completamente realizado, perfecto, lo excelso por más inacabado que se presente, como Los esclavos (1505) de Miguel Ángel. El artificio de la ilusión es el recurso de la experiencia artística para expresar la verdad. La verdad de la experiencia artística es impersonal porque no está sujeta al gusto, criterio o juicio de valor de una época, de una cultura o de un particular. No se trata tampoco de una verdad universal porque envuelve lo más «de adentro de todo» (intimus), lo que está siendo, más allá de los conceptos o de cualquier forma de pensamiento. La experiencia artística concierne a los detalles más nimios de la vida cotidiana y no sólo a la obra de arte. Es lo que se experimenta, por ejemplo, en la ceremonia del Té, en el gran silencio de la práctica de zazen, en una pintura de Velázquez o Cezanne, en los ready made de Duchamp y se pone en evidencia con estos versos de Dōgen Zenji: «Sintiendo la lluvia / desprendiéndose de las hojas, / la gota se hace una conmigo.» (Maka kokoro naki / Minishi areba / Onore nari keri / Noki no tama mizu.)6
Artista es quien sabe obedecer el «imperativo poético» que conduce a la creación de una obra de arte; quien sabe escuchar (obaudire), desde el tiempo propio de su quehacer, el acaecer, la ocasión de una ocurrencia, y se da a la tarea de realizarla, de entregarse a ella, a la acción generativa de la poesía, de manera incondicional.7 De igual modo, la contemplación artística es aquella que sabe ligarse (obligare) al proceso creador y llega a estar en condiciones de recrear, desde una singular experiencia, el acaecer de una obra, su fuerza indómita. Ese es trayecto que va del proceso creador al proceso interminable de recreación de una obra de arte es, precisamente, el de la experiencia artística. Ese es el saber que hace florecer la sabiduría.
Digamos, finalmente, que el delirio habita el corazón humano y que el arte es la manera de dar forma a ese delirio, a su desmesura. Esto es así desde las pinturas rupestre hasta el convulsivo arte contemporáneo y su esfuerzo por no quedar atado al avasallamiento mundial del capitalismo. Por eso la experiencia artística contiene una ética, una manera digna de habitar el mundo, de acoger el vacío. Una ética que conlleva otro imperativo: vivir poéticamente. Lo cual implica la entrega incondicional a lo que se hace. Porque ahí el hacer, la poesía es todo. Todo lo que hay y todo lo que hay que hacer, y todo lo que está siempre por hacerse que es mucho. ¿Por qué? Porque sí. «Quien durante mil años le preguntase a la vida: ‘¿por qué vives?, si pudiera responder no diría otra cosa que ‘vivo porque vivo’. Esto es así porque la vida vive de su propio fondo y brota de lo suyo; por eso vive sin por qué, porque vive de sí misma.»8 Le preguntan a Marcel Duchamp: «¿Es usted un artista?» Duchamp responde: «Yo no soy un artista. Yo soy alguien que respira (Je suis un respirateur)».
La grandeza de Duchamp está en haber sabido recuperar el momento decisivo de la experiencia artística, su kairós, justo en el momento en que se asomaba la saturación del concepto de obra de arte. El anverso de dicho esfuerzo de recuperación en el plano político fueron los acontecimientos de mayo de ’68 en París. Sin duda ocurrió allí, en las calles de la más entrañable ciudad europea, una experiencia artística multitudinaria, haciendo que la belleza saltara a las calle y con ella, más bien la vida (plutôt, la vie ), de manera irrepetible, pues «Las revoluciones son verdaderas como movimientos y falsas como regímenes.»9
*Estas reflexiones que se seguirán en otra columna son, en parte, el fruto de un cursillo ofrecido en la Liga de Arte del Viejo San Juan, Puerto Rico, durante de enero a marzo del 2018. Agradezco a los asistentes su atención, preguntas y escucha: Bianca Aponte, Patricia Mally, Manuel Junco, Dialitza Colón, Nibia Pastrana, Elizabeth Robles, Susana Díaz.
- Véase The Concept of Nature (1920/2000). Cambridge University Press. [↩]
- Para un amplio desarrollo de este asunto véase Estética del pensamiento III. La invención de sí mismo (2008). Madrid, Editorial Fundamentos. [↩]
- Léase, al respecto, el libro editado por Ana María Leyra, Tiempo de estética (1998). Madrid, Editorial Fundamentos. Retengamos aquí esta valiosa definición de técnica de la filósofa: «un procedimiento operatorio consciente, reglado, reproducible y transmisible» (p. 218). En ese sentido, la experiencia artística no es solamente un asunto técnico, por más dominio que un artista tenga sobre sus procedimientos. Se trata de una acción creadora que, en cuanto tal, es también inconsciente, irrepetible, transmisible pero anárquica, pues obedece, más que a un principio regulador, a las exigencias propias de un singular quehacer poético. [↩]
- Gilles Deleuze, Empirisme et subjectivité (1953/1980). Paris, PUF, p. 93. [↩]
- Esta expresión de Gilles Deleuze la hacemos nuestra. [↩]
- Citamos del libro de Steven Heine, The Zen Poetry of Dōgen (1997). Boston, Tuttle Publishing. [↩]
- Tenemos aquí muy presente el pensamiento de Paul Valèry. [↩]
- Maestro Eckhart, El fruto de la nada (1998). Madrid, Editorial Siruela, p. 49. Traducción de Amador Vega Esquerra. [↩]
- Merleau-Ponty, Las aventuras de la dialéctica (1974). Buenos Aires, Editorial La pléyade pág. 236. [↩]