La falsa equivalencia del “racismo de ambas partes”
But I, being poor, have only my dreams;
I have spread my dreams under your feet;
Tread softly because you tread on my dreams.
– William Butler Yeats

alex nabaum
Este reclamo de que “hay racismo de ambas partes” es falso. Desde hace 400 años, los EEUU, al igual que el resto de Europa, han patrocinado la esclavitud, la servidumbre forzada y la negación de los derechos más fundamentales a la población negra secuestrada en África para ser esclavizada a partir del 1562. En los EEUU, país en que nos hemos concentrado a raíz de los acontecimientos iniciados a partir del asesinato de George Floyd, entre otros de los pasados meses, la emancipación no ocurre hasta 1863, y se requirió la Enmienda # 14 a la Constitución en 1868, para que se le reconociera a los negros el derecho a tener ciudadanía y a poseer propiedad, uno de los pilares del legado bíblico y el estado de derecho.
A partir de la “Reconstrucción” post Guerra Civil, las llamadas leyes de Jim Crowe legitimaron una ciudadanía de segunda clase, que privaron a los negros de educación, servicios de salud, vivienda y oportunidades de salir de la pobreza, tales como incentivos y préstamos gubernamentales y de la banca, para subvencionar proyectos agrícolas, de manufactura y servicios. Estas leyes relegaron a los negros a ocupaciones de bajos salarios y a la pobreza extrema y permanente. No fue hasta 1964 que se aprobaron las leyes de Derechos Civiles sometidas por el demócrata Lyndon Johnson. Sin embargo, aún cuatro años más tarde, tuvo lugar el último de los 3,446 linchamientos de negros documentados entre 1882 y 1968.
Tan arraigada ha estado la tradición del linchamiento, sobre todo en el Sur, que la semana pasada, la primera semana de junio de 2020, el Senador Rand Paul de Kentucky objetó un proyecto de ley en contra del linchamiento, titulado el Emmett Till Antilynching Act, aprobada por la Cámara de Representantes en febrero de 2020. En pleno 2020, no hay total consenso de que amarrar a un negro por el cuello, empaparlo de brea, cubrirlo de plumas de ganso, colgarlo de un árbol, en el caso de los hombres, castrarlo, y pegarle fuego, debe ser un delito federal. Deténgase y piense en esto por un momento…
En este contexto histórico hablar del “racismo de ambas partes” es ignorar, premeditada o involuntariamente, una historia centenaria en la que ha prevalecido la hegemonía blanca sobre las poblaciones no blancas (indias, negras, del cercano y el lejano oriente) que se ha caracterizado por el discrimen, la marginalización y la exclusión en el mejor de los casos, y la tortura, explotación y asesinato en el peor de los casos, de cientos de miles de personas no-blancas a manos de personas blancas.
El diccionario Webster define racismo como “la creencia de que la raza es el determinante principal de los rasgos y capacidades humanos y que las diferencias raciales producen una superioridad inherente a una raza en particular” (Subrayado añadido). Más que la autopercepción de superioridad, la normalización de los privilegios por el solo hecho de tener la tez blanca implica, hace que se distingan y distancien las motivaciones y el impune derecho con que los unos se sienten legitimados para agredir a los otros. Ningún negro agrede a un blanco porque se siente superior a él y, por lo tanto, con el derecho a hacerlo. Sin embargo, lo mismo no aplica al revés.
La violencia de los no-blancos contra los blancos, no compara con la de los blancos hacia los negros. ¿Cuántos blancos han muerto a manos de negros en los pasados dos siglos, en comparación con cuántos negros han muerto a manos de miembros de organizaciones como el Ku Klux Klan en todos los EEUU? La cifra de los linchamientos y asesinatos a manos de los miembros del Klan no se han podido documentar del todo por el consistente encubrimiento de los asesinos por sus comunidades y hasta por las fuerzas policiacas locales.
El Klan se organizó por primera vez al finalizar la Guerra de Secesión o Guerra Civil de 1865 para promover la “supremacía de la raza blanca” y, por ende, el racismo, la xenofobia, el antisemitismo, el anti-catolicismo, la homofobia y, a partir de la Guerra Fría, el anticomunismo. Nótese que en las marchas de supremacistas blancos, sobre todo luego de la elección de Barack Obama, las cuales aumentaron en cantidad y frecuencia a partir de la elección de Donald Trump, el racismo, la xenofobia, el antisemitismo y el anticomunismo, son la temática de los discursos y la naturaleza de sus actos de violencia precisamente contra las poblaciones víctimas de estos cuatro prejuicios.
Al presente, el Ku Klux Klan cuenta con al menos 29 capítulos organizados mientras que el Southern Poverty Law Center, que monitorea grupos de odio y otros extremistas, y expone sus actividades a las agencias policiales, lista otras veintinueve organizaciones de supremacistas blancos solo en los EEUU. En el resto del mundo, 28 países cuentan con organizaciones de supremacistas blancos en cinco continentes: Europa, Norte y Sur América, Oceanía y hasta en África.
No existe un “racismo de ambas partes”. Lo que existe es un racismo ancestral de una parte, y un resentimiento ancestral y permanente de los objetos del racismo, de la otra parte. Cuando una persona blanca agrede a una persona negra, la mayoría de las veces no es objeto de arresto ni de convicción. Sin embargo, si esa u otra persona negra en reacción agrede a una persona blanca, automáticamente se convierte en blanco de agresión, arresto, enjuiciamiento, encarcelación o asesinato. Es una falsa y francamente, desafortunada, equivalencia argumentar que ambos actos son iguales.
En segundo lugar, a violencia de negros contra blancos nunca ha sido espontánea. Sería deshonesto argumentar que los negros han atacado y matado blancos a mansalva, e ignorar el hecho de que esos negros vivían sometidos a dichos blancos como resultado de la esclavitud y/o en contra de su voluntad, usualmente por las armas. Las rebeliones de los esclavos y de los negros desde sus emancipaciones en todos los países que practicaron la esclavitud, siempre obedecieron a las condiciones impuestas por “amos” blancos y en reacción a una violencia que, con frecuencia, terminaba en el asesinato de negros.
En tercer lugar, nunca ha ocurrido una cantidad ni remotamente equivalente de golpizas, encarcelamientos, linchamientos y homicidios de parte de negros hacia blancos, ni en la sociedad en general, ni a través de agencias de ley y orden. Menos aún comparan dichas acciones sucedidas durante levantamientos y protestas, que las que ha habido de parte de blancos hacia negros y no blancos, antes, durante y después de todas las revueltas.
En cuarto lugar, la impunidad con que cientos de miles de blancos han agredido, encarcelado y asesinado a negros y otros no blancos, derrota el argumento de que se trata de “igualdad de condiciones” o “igual derechos y protecciones bajo la ley”. El trato de blancos hacia otros blancos que cometen delitos es desproporcionalmente más tolerado y hasta encubierto, por parte de las autoridades blancas que su equivalente cuando son negros los que cometen los mismos delitos.
El gobierno federal ha tenido que acusar a ciudadanos blancos del sur por la “violación de los derechos civiles de personas negras, por muerte injusta (wrongful death)” para poderlos enjuiciar, toda vez que los tribunales sobre todo del Sur, consistentemente han declarado no culpables a los asesinos. Un caso emblemático, fue el de James Chaney de Meridian, Mississippi, y Andrew Goodman y Michael Schwerner de Nueva York, asociados con el Consejo de Organizaciones Federadas (COFO) y su organización miembro, el Congreso de Igualdad Racial (CORE) que fueron a reclutar a ciudadanos negros para que se inscribieran para votar. Los tres fueron asesinados y enterrados en una tumba improvisada en junio de 1864, apenas un mes antes de que se aprobaran la Ley de Derechos Civiles impulsada por el presidente Lyndon Johnson.
Los asesinatos no han cesado. Según Niall McCarthy de la organización Statista (U.S. Police Shootings: Blacks Disproportionately Affected, 28 Mayo 2020) “desde principios de 2015, 4,728 personas en todo el país han muerto en tiroteos policiales y aproximadamente la mitad, 2,385, eran blancas. Del resto, 1,252 eran negros, 877 eran hispanos y 214 eran de otros grupos raciales”. O sea, 49.6% de los muertos por la policía eran no-blancos a pesar de que representan solamente el 39.6% de la población.
Si agobia repasar estas estadísticas y hechos históricos, piénsese que si la misma cantidad de personas blancas, desarmadas o no, hubiese sido asesinada por policías negros en los últimos dos, cinco, diez años, la masacre de los negros hubiese llegado a un genocidio total, en vez de genocidio por cuenta gotas.
Las manifestaciones que se llevan a cabo como protesta por la muerte de George Floyd representan un enorme espejo con que grandes sectores de la ciudadanía, blancos y negros, han confrontado a la sociedad estadounidense, como diciéndole: “Estos somos nosotros.” “Estos son ustedes.” “¿De qué lado estás, de los que asesinan impunemente solo por el color de la piel o de los que son asesinados impotentemente solo por el color de su piel”.
La reacción de Donald Trump ha sido exacerbar el “ellos”, los negros y quienes “criminalmente” los defienden, y “nosotros”, los blancos que queremos la paz, la ley y el orden. Este es el mismo discurso que dictó Richard Nixon tras un acto de brutalidad policiaca contra un hombre negro durante una detención por ley de tránsito en 1965, que resultó en los famosos motines del 1965 en el barrio de Watts en Los Ángeles.
El llamado de Trump a activar las fuerzas armadas, impedidas por la Constitución de actuar contra sus ciudadanos, para atropellar a los manifestantes, envía el mensaje que “los verdaderos americanos”, los que “aman la ley y el orden”, los que se merecen la protección de la Constitución y las agencias de los gobiernos federal y estatales, son los blancos. Para el presidente y sus seguidores, los no-blancos que protestan contra ese orden (que no se ha hecho mucho por cambiar en 233 años), y los blancos que los apadrinan, son una afrenta contra sus ciudadanos blancos, que se interpreta como un ataque contra la identidad nacional, una perversión de sus virtudes, una amenaza contra la excepcional república.
Coincidentemente, o tal vez no tanto, el 3 de junio del corriente, el secretario de la defensa, Mike Esper, declaró que no favorecía que las fuerzas armadas fuesen utilizadas para controlar la población civil, como anunció el presidente en un discurso frente a la Casa Blanca y en conversación telefónica con un grupo de gobernadores. Simultáneamente, Jim “Mad Dog” Mathis, el primer secretario de defensa de la actual administración, un general de 4 estrellas de los Marines, (usualmente las primeras tropas en iniciar un ataque contra los enemigos de los EEUU, y un líder del que se puede inferir su carácter y actitud hacia sus propias tropas y sus enemigos, por su apodo, «Mad Dog»), publicó un artículo en The Atlantic, en el que declara que Donald Trump es una amenaza para la Constitución y para la nación.
Para este observador, que estos dos mensajes se hayan dado a la luz pública el mismo día, le envía un mensaje coordinado al presidente, al Partido Republicano y al ejército de los EEUU, al efecto de que las fuerzas armadas no se convertirán en cómplices ni tropas de asalto de las tácticas y prácticas totalitarias que propone Trump con el propósito de recabar apoyo de su base de cara a las elecciones de este año. La reacción tanto de las fuerzas armadas como de los dos partidos políticos y la sociedad civil está por verse, pero los augurios de políticos y comentaristas no son esperanzadores. Son muchos los que plantean que Trump intentará provocar una confrontación que podría desembocar en una guerra civil para mantenerse en el poder después de noviembre, sobre todo ante su pérdida de respaldo incluso dentro de su propio partido de cara a la reelección.
El privilegio que reclama inadvertidamente en unos casos, y militantemente en otros, la supremacía blanca es un fenómeno difícil de definir, de identificar y de demostrar inequívocamente sin caer en simplismos basados en falsas equivalencias. De igual forma, se le hace muy espinoso y embarazoso de admitir a una población que se le hace dificultoso admitir que su “normalidad” es en realidad una de privilegio frente a los que simplemente tienen un color de piel diferente. Tal vez nadie haya descrito este fenómeno mejor que Peggy McIntosh en su extenso ensayo de 1988 titulado Privilegio blanco: desempacando la mochila invisible. Resumir su planteamiento me parece menos persuasivo que citar al menos dos de sus párrafos iniciales:
Pensando en el privilegio masculino no reconocido como un fenómeno, me di cuenta de que dado que las jerarquías en nuestra sociedad se entrelazan, lo más probable es que haya un fenómeno de privilegio blanco que ha sido igualmente negado y protegido. Como persona blanca, me di cuenta de que me habían enseñado sobre el racismo como algo que pone a otros en desventaja, pero me habían enseñado a no ver uno de sus aspectos corolarios, el privilegio blanco, que me pone en ventaja.
Creo que a los blancos se les enseña cuidadosamente a no reconocer el privilegio blanco, como a los hombres se les enseña a no reconocer el privilegio masculino. Así que comencé de manera no instruida a preguntar cómo es tener el privilegio blanco. He llegado a ver el privilegio blanco como un paquete invisible de activos no ganados que puedo contar con el cobro en cada día, pero sobre el que estaba ‘destinado’ a permanecer ajeno. El privilegio blanco es como una mochila invisible y sin peso de provisiones especiales, mapas, pasaportes, libros de códigos, visas, ropa, herramientas y cheques en blanco”. (Subrayado añadido)
Las protestas y confrontaciones que se han suscitado a partir del asesinato de George Floyd, no representa una batalla entre dos grupos de racistas en igualdad de condiciones. Este no es el resultado de un “racismo equivalente”, un “racismo de ambas partes” que se ha salido de su cauce. Este es el resultado de un racismo centenario que nunca ha enfrentado ni sus propios crímenes, ni sus innegables encubrimientos, ni su traición a los principios de la Declaración de Independencia y la Constitución. Es el resultado de que un sector minoritario de la ciudadanía que se rebela, una vez más, contra el racismo de la mayoría. Y, al atacar de la misma forma que ha sido atacado durante siglos, rompe el artificial equilibrio propio de una hegemonía, un estado de ley y orden en el cual las leyes no aplican por igual a ambos grupos mientras que la discriminatoria imposición del orden así lo exige.