La fealdad americana
Por supuesto, la fealdad americana de la marca Trump transciende la vulgaridad y el desdén a los que se refieren mis ejemplos. De hecho, comparada con la fealdad americana de Trump, la fealdad del americano que viaja a Europa y lo primero que hace es buscar el McDonald’s más cercano es inocua y cuando más, risible y triste. Por su parte, Trump no sólo ha convertido a Estados Unidos en el hazmerreir del planeta si no que también y peor aún ha hecho de Estados Unidos un guiñapo, lo ha convertido en un país roto, sucio y desgastado. El precio lo han pagado los que viven en la miseria o la precariedad en contraste con los que se han beneficiado de su reforma contributiva y/o se han lucrado del rendimiento asombroso de sus acciones en la Bolsa de valores. Lo han pagado también, y de manera trágica, todos los que han perdido sus vidas gracias a la negligencia criminal de su manejo de la pandemia del virus Corona, desde su intento de minimizar la amenaza del virus hasta la mal llamada Operación Warp Speed para distribuir y administrar la vacuna, que en vez de veloz ha sido tan lenta como un suero de brea. El hecho de que hasta la fecha Israel ha vacunado al 10 porciento de su población mientras que Estados Unidos, la alegada potencia más poderosa del planeta, ha vacunado a un mero uno porciento, es una desgracia y una vergüenza. Como ya se sabe, los Latinos, junto a los afroamericanos, se han llevado la tajada más grande en esta desgracia de la cual no se ve una salida inmediata o a largo plazo.
Al espectáculo tétrico de los últimos cuatro años ahora se sumó la renuencia de más de 200 congresistas Republicanos a reconocer la victoria de Joe Biden a un mes de que el resultado fuese propiamente certificado. Peor, ahora hemos visto el afán subversivo de los congresistas y senadores que intentaron rechazar el resultado de la contienda presidencial. A esa subversión desde adentro se sumó el intento desde la calle de efectuar un golpe de estado contra Joe Biden aún antes de que éste asumiera las riendas del poder presidencial. Irónicamente, este ejemplo de fealdad americana sólo es posible en un país libre y democrático en el cual hay espacio hasta para intentos de subvertir la democracia a base del ejercicio de la libertad.
Aunque estos subversivos no tuvieron éxito, operaron con impunidad alentados por Trump y amparados en el derecho que tienen a actuar sin cuidado siempre y cuando se muestren convencidos de que fueron agraviados y no se dispongan a conspirar después de admitir que sus alegatos son falsos. Es decir, se ampararon en un supuesto interés en asegurar elecciones honestas lo cual es una excusa barata bajo que oculta su creencia firme de que las únicas elecciones honestas son aquellas que ellos ganan. Su interés ostensible en la preservación de la integridad del sistema electoral es como la objeción de los racistas al uso de criterios raciales en la dispensación de beneficios, la cual esgrimen sólo cuando la dispensación les quita las ventajas que disfrutan a base de su raza.
En el mejor de los casos, la posición de estos subversivos es una concesión mojigata a la confusión y la ignorancia de los ciudadanos que han sido impelidos a dudar el resultado de la elección y a tirarse a la calle con el propósito de asaltar el Congreso a base de la fórmula Goebbeliana de Trump de repetir una mentira tantas veces que termina posando como verdad. Por suerte el partido Republicano no es un monolito y representantes como Kevin Cramer, Senador de North Dakota, James Inhofe, Senador de Oklahoma, y John Boozman, Senador de Arkansas, se vieron repelidos por la fealdad americana de sus colegas subversivos y se rehusaron a formar parte de la subversión diciendo que hacerlo sería una violación de la constitución, del juramento de su cargo, y de los ideales por los cuales generaciones de americanos han luchado con tenacidad, dejando claro que no podían hacerlo simplemente porque no les gustara el resultado de la elección. La pregunta clave es si ésta será la voz cantante del partido o una voz en el desierto durante los próximos cuatro años.
¿Cómo llegó Estados Unidos a este punto ignominioso? Antes de contestar esa pregunta, que no es fácil, es necesario recordar que el país eligió y re-eligió a un candidato afroamericano, Barack Obama, en el 2008 y 2012 respectivamente, que una mujer, Hilary Clinton, obtuvo la mayoría del voto popular en 2016, y que Joe Biden en 2020 no sólo obtuvo una mayoría de diez millones de votos sobre Trump si no que además recuperó el voto de los estados que le dieron la victoria a Trump en 2016 en el colegio electoral. La ventaja de Biden sobre Trump en estados clave fue de más de 300,000 mil votos, lo cual no es una ruedita de ñame. Habría sido mejor si la victoria hubiese sido de Julián Castro o Elizabeth Warren pero el menos ahí estará, al lado de Biden y representando un hito histórico, separada de la presidencia por un latido del corazón, Kamala Harris.
Trump obtuvo más votos Latinos en 2020 que Hilary Clinton en 2016 pero asimismo lo hizo Biden y además le ganó a Trump en el bastión Republicano del condado de Miami-Dade en Florida, donde le habría ido mejor si el partido hubiese hecho una movilización más efectiva de los puertorriqueños. Al momento de escribir estas líneas, el New York Times había declarado la victoria del candidato Demócrata Raphael Warnock al senado para representar al estado de Georgia, para ser el primer afroamericano electo a ese cuerpo en el Sur estadounidense y el primer Demócrata en veinte años. El periódico también anunció la victoria del Demócrata Jon Osoff sobre David Purdue por el más pequeño de los márgenes, pero aún así la suya fue una victoria sólida pues a nivel de los condados del estado su captura del voto fue mayor que la de Biden.
Que ese estado haya elegido a Warnock no empece la insistencia de su contrincante, la incumbente Kelly Loeffler, de que él es un liberal radical y socialista, y que encima de eso es negro, es otro evento que contrarresta la fealdad americana, no empece el hecho de que su apoyo por parte de los votantes blancos haya sido escaso. Lo importante es que Loeffler perdió después de presentarse como una seguidora de clavo pasaó de Trump y de comprometerse a votar en el senado en contra de la certificación de la victoria de Biden. Osoff no es Alexandra Ocasio-Cortéz; a pesar de que no apoya el Green New Deal obtuvo el endoso del Sunrise Movement, un grupo que defiende esa propuesta con pasión, pues éste entiende que la presencia de Osoff en el senado será una ganancia neta para aquellos que combaten, desde diferentes ángulos, la fealdad americana.
No empece lo anterior, ahí queda el dato horroroso de los 70 millones de votantes, muchos de ellos Latinos, y diez millones más que en el 2016 (¡qué barbaridad más bárbara!), que al apoyar a Trump pusieron en suspenso su juicio moral votando por un candidato racista, misógino, fascistoide, corrupto, y criminal. Si el intento de golpe de estado por una muchedumbre desquiciada alentado por Trump a nombre de la democracia no hubiese sido tan grave y horroroso se podría descartar como una mera instancia de absurdo surrealismo. Poco antes de ese acto de terrorismo, la prensa nos expuso a la vergonzosa decisión de Michael Graveley, abogado del condado de Kenosha, en el estado de Wisconsin, de no formularle cargos al policía blanco que dejó paralizado de por vida al afroamericano Jacob Blake, después de pegarle siete tiros a mansalva mientras Blake se alejaba de él, nada más que porque Blake tenía una cuchilla en sus manos. En contraste, en medio de los disturbios suscitados por la agresión a Blake y después de matar a dos personas, el supremacista blanco Kyle Rittenhouse se acercó tranquilamente hasta el carro de dos policías portando su rifle de asalto, conversó con ellos como si nada y luego siguió caminando como Pedro por su casa sin que la policía actuara. En estos datos se manifiesta con clara, repugnante y emblemática intensidad la fealdad americana que Burdick y Lederer no pudieron imaginar.
Un debate importante en la politología norteamericana ha girado en torno a la pregunta que si el racismo y la desigualdad que han afligido la historia del país son aberraciones en una marcha histórica fundamentalmente progresista o si son manifestaciones estructurales, intrínsecas a la cultura política y la economía predominante. Una de las mejores respuestas a esa pregunta la han ofrecido los que argumentan que el sistema político norteamericano se fundamenta en la existencia de órdenes raciales, es decir, de coaliciones de políticos, burócratas, y miembros de la sociedad civil que constituyen o destruyen regímenes egalitarios y progresistas. En esa visión, los regímenes egalitarios y progresistas se constituyen y reconfiguran según sea el balance de fuerzas que compiten por mantenerlo o desmantelarlo; nada es permanente, todo cambia y la dirección del cambio puede ser tanto hacia lo bueno como hacia lo nefasto.
El orden racial nefasto presidido por Trump llegó a su fin en noviembre del 2020 pero sólo en un sentido formal. La fealdad americana que ese régimen representa seguirá siendo una imagen en nuestros espejos por muchos años. El neonazismo y la supremacía blanca son tendencias que con Trump se vieron con licencia para operar abiertamente al punto de asaltar una sesión del Congreso otrora aburrida y rutinaria. Esas tendencias se mantendrán vivas por quién sabe cuanto. Pero esa fealdad no es inevitable. El futuro del orden racial egalitario y progresista es incierto pero no es utópico. Si los Trumpistas no efectúan una insurrección armada, Biden sin duda restituirá el standing de Estados Unidos en el orden global, tomará medidas para amortiguar el daño causado por Trump a nivel doméstico, a la misma vez que le inyectará al sistema la otra vacuna que en estos días hace falta: contra el egoísmo, el narcisismo, la sociopatía, la violencia descarada y la corrupción que han sido la marca de Trump. En este momento vale la pena recordar los asaltos del Tea Party después de la elección de Obama; ahora, el fervor derechista de Trump y sus seguidores es mucho más intenso y serio pero tal y como antes dejará su marca sin descarrilar por completo la agenda egalitaria y progresista que la mayoría de los votantes decidieron apoyar cuando le dijeron a Trump basta ya.
En ese proceso de restitución de la sanidad y la dignidad del proceso político, de avance en política pública, los Latinos en Estados Unidos y los puertorriqueños en particular podrían jugar un papel importante. Para pensar así es necesario creer que el apoyo de los Latinos a Trump es producto de una negociación Faustiana que no es irreversible, que es producto de suspensión de juicio moral y no de convicción moral. De otra parte, aún en el caso en que ese alineamiento sea sólido y que en ese campo no haya que buscar más nada, los Latinos pueden todavía ser una parte importante de una coalición que luche y produzca un régimen progresista y egalitario que transforme la manera de vivir norteamericana. Lo que falta es que el partido Demócrata se de cuenta cabal de eso y haga lo que hizo el partido Republicano en Florida para consumar el realineamiento del voto cubano de Demócrata a Republicano: darle recursos a los Latinos prestándole atención a sus necesidades, apoyar seriamente a los Latinos que se postulen como candidatos electorales, y promover al mayor número de Latinos a posiciones políticas de responsabilidad.
Si el partido Demócrata apoyase seriamente la descolonización de Puerto Rico, ese sería otro paso importante en el proceso de afirmar y mantener un régimen egalitario y progresista que minimice la fealdad americana. Una vez la Casa Blanca y el Congreso estén propiamente en las manos de los Demócratas el momento será propicio para empujar ese proceso. Si la solución fuese la independencia, los Demócratas estarían felices de deshacerse de una carga fiscal y si fuese la estadidad estarían felices de afianzar su control de la cámara y el senado con representantes puertorriqueños. Pero claro, para lograr esto los puertorriqueños necesitan un liderato efectivo y con recursos que les permita comenzar y mantener una campaña a base de un objetivo que compartan, que es la parte más difícil de la vaina. También sería necesario que el resultado se produzca dentro del término que comienza el 20 de enero. Cualquiera que sea la fórmula de cambio, de lo que no hay duda es que la cultura y la identidad puertorriqueña se mantendrán firmes y dinámicas.
Durante los próximos cuatro años Estados Unidos tomará rumbos que han de suavizar los rasgos más prominentes de la fealdad americana. Desde el punto de vista isleño, este es un buen momento para promover de manera creativa en el Congreso (olvídense de los plebiscitos) el fin de uno de los aspectos más ofensivos y crónicos de esa fealdad: el coloniaje. Pensándolo bien, ha de ser bastante difícil resolver en cuatro años lo que muchos han tratando de resolver por generaciones sin éxito. Es más, lo de cuatro años queda un poco en entredicho toda vez que en dos años, gracias a la tendencia de las elecciones de mitad de término de erosionar en el Congreso la ventaja del partido que controla la Casa Blanca, la correlación de fuerzas partidistas podría cambiar restándole viento a la velas de una propuesta descolonizadora. Pero uno nunca sabe y como dice la canción, «la definición del fracaso siempre ha sido el no tratar.»