La herencia de Tersites
a Javier Santiago Santos, defensor
«Aquí en la prisión, me asalta la demolición de las cosas.» Esta frase cargada de doloroso significado es de Francisco Matos Paoli y pertenece a ˝Sentido de la poesía (fragmentos, 1958)˝, texto que permaneció inédito hasta el año pasado cuando fue recopilado en el extraordinario y fundamental volumen de escritos póstumos del poeta Intelecto en éxtasis (ensayos de poética).Como para cualquier ser humano que sea obligado a pasar por la experiencia, la cárcel fue uno de los episodios claves en la vida de Francisco Matos Paoli. Su encarcelación se produjo en dos etapas. Como relata el crítico Javier Ciordia Muguerza en su libro Entre el delirio y el orden Preámbulo a Matos Paoli, su paso inicial por el sistema penitenciario comenzó dos días después de la insurrección nacionalista de 1950 y se extendió por un periodo de un año y tres meses en la cárcel La Princesa de San Juan. Entonces, según cuenta Ciordia Muguerza, escribió su libro Luz de los héroes «…cuyo manuscrito se salvó por una estratagema de Doris Torresola, otra patriota encarcelada, que lo introdujo en un saquito de azúcar, para que Doña Isabelita (se trata de Isabel Freire, la esposa y colaboradora del poeta), supuestamente, lo cambiase por otra marca distinta.»
Esta anécdota corrobora la íntima relación entre castigo y escritura, entre la reclusión forzosa y la necesidad del reo por dejar, más allá de la prohibición y la amenaza de vejámenes, lo que en otro lugar (El deseo del lápiz castigo, urbanismo, escritura) he llamado una escritura-marca. ¿Qué diferencia este contrabando de un manuscrito más allá de las rejas de la cárcel, efectuado por los nacionalistas y sus familiares, de los que relata Alexander Solzhenitsyn en sus novelas y crónicas sobre el gulag soviético? Me viene a la memoria el episodio de El primer círculo en que aparece un personaje que escribe durante meses, con letra microscópica, sus relatos en papel de liar cigarrillos y que, cuando acude su esposa a visitarlo luego de años de reclusión, espera pasar de boca a boca, en el momento en que se besen, el manuscrito proscrito. En el relato de Solzhenitsyn se añade un elemento desolador, pues en el momento en que debía hacerse el intercambio, amedrentado por la presencia de los guardias, el escritor opta por tragar el manuscrito. Lo destruye para no poner en riesgo la vida de su esposa.
La cárcel, como vemos, está íntimamente relacionada con lo textual; en ella se produce una circulación de palabras intensificadas por la experiencia del castigo. La primera entrada en prisión de Matos Paoli fue motivada por haber leído cuatro discursos. El fiscal que lo acusaba, Baldomero Freira, declaró entonces que le daba «verguenza condenarle por un discurso que era una joya literaria.»
En su segunda etapa penitenciaria, que comenzó el 4 de marzo de 1954, se tomaron como delitos los mismos cuatro discursos por los que había cumplido ya 15 meses en La Princesa. En este caso, en plena época de la Ley 53 de 1948, mejor conocida como Ley de la Mordaza, esto bastaba para imponer una pena de 20 años.
En el Oso Blanco, según Ciordia Muguerza, a Matos Paoli «…se le confina en una celda en solitario, en la que permanece, sin contacto con nadie y sin saber si es de noche o de día, durante 10 meses…» Se le prohíbe además la lectura y la posesión de útiles de escritura. El poeta escribirá como pueda las paredes de su celda. Una y otra vez rayará sus versos en los muros del calabozo y verá como los carceleros los hacen desaparecer con pintura de cal. Matos Paoli sucumbirá a la locura, su sentencia será suspendida y construirá una obra que constituye un monumento literario. Baste recordar que el Canto de la locura, que sería un libro fuera de lo común en cualquier literatura nacional, surge directamente de su experiencia carcelaria.
En todo caso legal existe un texto que condena (el de la ley, el de la sentencia del Tribunal) y otros, que si media la supervivencia física y mental al sistema penitenciario, se componen de otro tipo de palabras que ejercen al final, con frecuencia cuando la justicia llega demasiado tarde o es ya imposible, una redención liberadora. Existe una palabra de la ley que pretende ser totalizadora, pero existe también una palabra literaria que se cuela por los resquicios.
Pasemos a examinar estos usos (y abusos) de la lengua, estas formulaciones de lo textual.
Consideremos por un instante la imagen tradicional del abogado o la abogada en la sociedad puertorriqueña. La profesión es, junto a la de los médicos, la que disfruta de mayor prestigio y abolengo. El Colegio de Abogados se encamina a cumplir su segundo siglo de existencia. Por todas partes, en nuestras ciudades, vemos oficinas de letrados. No obstante esto, la profesión legal levanta sostenidas sospechas. Pienso que la causa de este recelo no se debe exclusivamente al funcionamiento siempre problemático de los tribunales, sino a la circunstancia de que en nuestro país la política y los políticos han sostenido relaciones directas con la profesión. Cabe aclarar, que lo que con toda probabilidad ocurre es que un buen número de ciudadanos perciben al abogado convertido en político de manera turbia. Su figura está rodeada por nebulosas y es común la circunstancia de que éste no sea un cabal ni serio practicante de la profesión y que la utilice como parapeto para ocultar su mediocridad y oportunismo, empleando el título como un blasón que concedería un prestigio, que en la mayor parte de los casos, no merece.
De este tipo de abogados, en contacto directo con la política partidista, están llenos nuestros tribunales, agencias y departamentos de gobierno y esto ocurre desde las instancias más bajas hasta el mismísimo Tribunal Supremo y la gobernación.
Por desgracia, las menos afortunadas circunstancias de mi vida me han llevado a tener ineludible y desigual contacto con un número apreciable de estos personajes y aunque éste no sea el momento de hacer un recuento de mis problemáticas experiencias en los tribunales, permítaseme decir lo siguiente. La práctica y la administración de la ley confronta al individuo con una prueba inhumana. No empleo este adjetivo sólo en su acepción más común, la que lo asocia al abuso y la injusticia, sino que también me refiero a la inhumanidad de tiempos e intercambios que se producen en lo que podríamos llamar la trata legal.
Ante la ley no hay diálogo. En la sala del Tribunal no hablan personas, sino funciones. Los protagonistas de la trama: las partes, los abogados, los jueces, se convierten en seres que utilizan un sistema lingüístico engolado, impersonal, altisonante, puntuado de expresiones nobiliarias (su Señoría, estimado colega) y de apelaciones estrambóticas y en apariencia retóricas a la ecuanimidad y la justicia de los procesos. El abogado se convierte en una suerte de «traductor» que intercede entre el Tribunal y el acusado. Éste apenas habla o sólo lo hace cuando se lo permiten y casi siempre de una manera en que, en el momento de proferirlas, cada una de sus palabras parecería devaluarse inmediatamente. Los jueces escuchan desde lo alto mientras firman papeles, conversan con sus ayudantes o contestan el teléfono. El conjunto toma con frecuencia la estructura de una parodia. Habría que precisar, de una escenificación cruel, en la que en apenas en un lapso de minutos, la calidad de años de vida puede desaparecer o verse alterada de manera contundente.
Esta cualidad paródica, esta naturaleza inhumana de los procesos legales, no se ve limitada a las circunstancias personales de los ciudadanos. La ley ordena también en grandes bloques, impone sus concepciones como «verdades» universales a toda una sociedad. Toda ley y todo reglamento depende de su compatibilidad con una Constitución. He aquí que en nuestro caso se complique este hecho mucho más que en la mayor parte de las naciones. Puerto Rico es, por su condición colonial, un reino de conceptos y retóricas vacuas. Resulta lícito afirmar que en nuestras circunstancias políticas, los términos y las conceptualizaciones no se esgrimen por lo que contienen sino por lo que en ellos se encuentra ausente. En el habla cotidiana de la ley y la política puertorriqueñas se repiten como estribillos de jingles conceptos como Estado Libre Asociado, soberanía (compartida o no), cambio de soberanía, democracia, plebiscito, referéndum, derechos civiles, etc.
Hace años, en un momento de asedio económico y legal, me vi obligado a aceptar un trabajo de traducción. Se trataba de verter del inglés al español cerca de 90 artículos del ex gobernador Rafael Hernández Colón. Preciso que lo que ahora diré es extrapolable a muchos otros personajes célebres de nuestro país y, que examino el caso de este abogado convertido en político, por lo que a mi manera de ver tiene de emblemático.
Al ir traduciendo renglón a renglón, idea tras idea, la gran cantidad de escritos de Hernández Colón, fui adentrándome en un universo de vicios que son moneda común en la práctica del Derecho y la política puertorriqueños. Su autor no parecía interesado en escribir desde la autoridad que le conferiría el rigor y la complejidad de su propio pensamiento, sino que en sus textos predominaba una supuesta facultad que le otorgaban las posiciones que había ocupado en su carrera. Esto parecía bastar para someter al lector, en un inglés bastante escolar, a una sucesión reiterativa de actos de fe y esperanza en los que no existía un resquicio para que se inmiscuyera la duda.
Recuerdo particularmente una serie de artículos (eran cinco o seis) en que consideraba la Constitución del Estado Libre Asociado. En ciertos pasajes la prosa adquiría un tono épico, disonante con el tamaño más bien modesto de la proeza, y en otras partes, la reflexión reducía la marcha al referirse a la jurisprudencia de los Casos Insulares. Hernández Colón parecía escribir dentro de la cámara anecoica, que desarrollara en los años 40 del pasado siglo la Universidad de Harvard, y que proveía a su ocupante la experiencia de un silencio absoluto, solamente interrumpido por los sonidos de sus funciones orgánicas y de su sistema nervioso. Sus textos eran claustrofóbicos, no proveían espacio para el libre albedrío de la mente del lector. En ellos una opción política se consustanciaba con la Ley y se pretendía probar así, llegando a citar incluso arcanas decisiones del siglo XIX estadounidense, que la Constitución del Estado Libre Asociada era válida, única, extraordinaria, funcional para el futuro del país.
En estos artículos no existía la historia ni la filosofía y por ello se encontraba ausente la realidad misma, los ruidos constantes, combativos, enfrentados, que han marcado las relaciones entre Puerto Rico y Estados Unidos por más de un siglo. Partían estos artículos de una posición autocomplaciente en la que se desechaba cualquier disidencia como si se estuviera en una conferencia de prensa en el Palacio de Santa Catalina y se optara por no contestar a la pregunta de un periodista.
La situación colonial de Puerto Rico rara vez permite la claridad de pensamiento en los políticos profesionales que en este caso también son abogados profesionales. La profundidad debe evitarse a toda costa porque los contenidos han estado y están vacíos. Para ˝apuntalar˝ la estructura se ha recurrido por varias generaciones a usos retóricos y cuestionables de la Ley. Hernández Colón, como tantos otros, escribe desde la «autoridad» de un historial de posiciones de importancia y no desde un quehacer intelectual. Este vicio afecta también al aparato judicial puertorriqueño, que parece estar más centrado en la construcción de su imagen y la preservación de sus privilegios, que en la eficiencia y el poder real de sus funciones. Nos encontramos en un mundo de togas, curriculums y diplomas en la pared, ante un colectivo profesional que sueña con los oropeles de la aristocracia.
El Estado Libre Asociado no existe no solamente porque no elimina las disposiciones de la Ley 600 de 1917, sino porque su creación no obliga a nadie a reconocerlo. Para ningún país extranjero, ni siquiera para Estados Unidos, éste tiene existencia legal. Por todas partes, en los nombres de las calles, los edificios, los aeropuertos, nos es impuesta la crónica de una gesta victoriosa que no fue más que una escaramuza. La Ley y la práctica del constitucionalista se convierten de esta manera en ejercicios de ocultamiento y autoengaño. Devienen así el ejemplo vivo del vicio mayor de la profesión a la que ustedes se abocan y que consiste en proferir palabras para ocultar hechos, en invocar la Ley para que no se vea la verdad.
El ex gobernador Hernández Colón es un caso paradigmático en relación a estas prácticas. No solamente demuestra en sus escritos y comparecencias públicas una insuficiencia teórica e interpretativa, sino que a esto se añade un grave problema ético asociado a su condición de político-abogado. En la parodia del Tribunal a la que antes he aludido, la voz del procesado no se escucha a partir del diálogo. No hay iguales, hay profesionales del Derecho, presiones políticas, alianzas, prestigios, puestos, lealtades, compra de voluntades, que hacen de la voz del acusado un discurso prácticamente inaudible. El ciudadano en el Tribunal habla siempre con un hilo de voz aunque lo esté haciendo con toda la fuerza de su ser. Los abogados-políticos, como muchos jueces, están habituados a hablar sin interlocutores, sin tener que considerar las dudas y las interrogantes que provengan de fuera de su zona de confort, obtenida como privilegio de su cargo y defendida indefinidamente por aguaciles y escoltas. En cambio, cuando se escribe no hay ni puestos ni escoltas. El texto debe sostenerse por sí mismo, con la fuerza, la solidez y la ética de su pensamiento. El único prestigio del escritor es el que construyen sus palabras. Para nada sirve qué y dónde estudió, de cuál familia proviene, qué puestos ocupó. Por ello, sostengo desde hace años, que la longitud de las notas biográficas es inversamente proporcional al mérito real de sus protagonistas.
Esto también puede decirse de cualquier cosa, incluso de las profesiones en su conjunto. La abogacía en sí misma no es más ni menos que cualquier otra profesión. Un abogado no vale más que un maestro; un maestro no vale menos que un astronauta. De lo que se trata verdaderamente, en la abogacía o en cualquier ocupación, es qué tipo de abogado se desea ser y, lo que quizá tenga una importancia mayor, para qué se quiere ser abogado. Si el objetivo es acceder al título para penetrar en la zona proscrita al común de los mortales en que se mueven jueces y políticos-abogados en práctica abierta o subrepticia, en el espacio del privilegio y la exclusividad que genera una especie de autismo de clase en el que no se está inclinado a escuchar la humanidad y, por qué no también, la autoridad de otros hilos de voz, entonces, si esto ocurre, la profesión no será más grande que los vicios que la deforman y que delatan sus complicidades .
Quisiera terminar refiriéndome a la obra literaria que inaugura la tradición occidental. En el Canto II de La Ilíada de Homero encontramos un episodio fundamental para comprender la constitución del poder político, la ley y el castigo. Los aqueos, que hace nueve años han invadido a Troya, se hallan en un momento crítico de su guerra. Como consecuencia de abusos del entonces todavía precario poder de los reyes e intrigas de los dioses, los héroes aqueos y sus pueblos sufren la desunión y los embates de una plaga mortífera. Agamenón, el rey déspota que todavía no controla del todo a sus hombres, decide engañarlos. Confundido por las deidades, en la noche sueña que éstos le concederán la victoria sobre Troya. Al amanecer, decide convocar el ágora y mentirle a sus hombres. Trueca el contenido del sueño y le anuncia a los «pastores de hombres», a los reyes de los pueblos que lo han acompañado a Ilión, que los dioses le han comunicado que la victoria es imposible. Su intención es obtusa y torpe, supone que al hacer esto despertará el ánimo de los héroes. No fue capaz de catar la severa equivocación de su estrategia y por ello queda sorprendido cuando ve desatarse en las huestes de combatientes comunes la alegría y la euforia, el deseo de abandonar cuanto antes el campo de batalla y regresar al hogar: «Como el Céfiro mueve con violento soplo un crecido trigal y se cierne sobre las espigas, de igual manera se movió toda el ágora. Con gran gritería y levantando nubes de polvo, corren hacia los bajeles; exhortándose a tirar de ellos para echarlos al mar divino; limpian los canales; quitan los soportes, y el vocerío de los que se disponen a volver a la patria llega hasta el cielo.»
Ante esta energía incontrolable, los «pastores de hombres», es decir los caudillos que detentan el poder de la ley y el castigo en los diversos pueblos que conforman la alianza invasora, son apenas escuchados, se descubren poseyendo de pronto, ellos también, un hilo de voz: ˝Agitóse el ágora, gimió la tierra y se produjo tumulto, mientras los hombres tomaron sitio. Nueve heraldos daban voces para que callaran y oyeran a los reyes, alumnos de Zeus.˝
Odiseo, como nos remacha con frecuencia Homero, ˝fecundo en ardides˝, es decir, bueno con las palabras y hábil para la trampa, logra acallar a los príncipes y al conjunto del ejército excepto a Tersites, que según se nos cuenta «…sin poner freno a su lengua, alborotaba.» De este personaje sabemos poco, puesto que éste es el único lugar en que aparece en la extensa obra. Poseemos de él una descripción tendenciosa, que expresa la visión prejuiciada de la aristocracia guerrera ante sus súbditos: «Fue el hombre más feo que llegó a Troya, pues era bizco y cojo de un pie; sus hombros encorvados se contraían sobre el pecho, y tenía la cabeza puntiaguda y cubierta por rala cabellera.» Aún así, Tersites es el único personaje plebeyo del que poseemos un nombre y el hilo de su voz en las más de 400 páginas de la obra.
En un momento crucial y de gran dramatismo, demostrando patentemente su valentía, habla en el ágora y cuestiona directamente al rey: «¡Átrida! ¿De qué te quejas o de qué careces? Tus tiendas están repletas de bronce y en ellas tienes muchas y escogidas mujeres que los aqueos te ofrecemos antes que a nadie cuando tomamos alguna ciudad[…] No es justo que, siendo el caudillo, ocasiones tantos males a los aqueos…» Y más adelante, dirigiéndose a todos añade: «Volvamos en nuestras naves a la patria y dejémosle aquí, en Troya, para que devore el botín y sepa si le sirve o no nuestra ayuda…»
De inmediato, Odiseo, fecundo en ardides, debo precisar el primer «letrado» que no opta por la defensa de la justicia, el primer abogado-político, insultará frente a todos a Tersites y con la complicidad de los pastores de hombres, los primeros jueces, impondrá el castigo: «…y con el cetro [Odiseo lo ha tomado sin pedírselo a Agamenón] dióle un golpe en la espalda y los hombros. Tersites se encorvó, mientras una gruesa lágrima caía de sus ojos y un cruento cardenal aparecía en su espalda debajo del áureo cetro. Sentóse, turbado y dolorido; miró a todos con aire de simple, y se enjugó las lágrimas.» Tersites: el primer condenado por dar un discurso, el primer «autor» de un texto libre que cuestiona el poder de los pastores de hombres, la primera víctima de la administración de la justicia.
Más adelante hablarán Odiseo, Néstor y Agamenón. Los tres estarán de acuerdo en iniciar el ataque, que suponen definitivo, a Troya. El lector sabe que están equivocados y que con sus manipulaciones, engaños y alianzas llevarán al ejército aqueo y al pueblo de Troya a los desastres de la guerra. Las únicas palabras sensatas dichas en el ágora fueron las de Tersites, esas que inmediatamente fueron acalladas por el poder interesado del poder y la Ley.
Encontramos aquí, tan temprano en la tradición, dos universos conceptuales que no han dejado de oponerse. La voz de autor, la palabra literaria, que nace en el ciudadano común, y la palabra estatal y «legal» de los pastores de hombres. En este conflicto milenario ha aparecido con los siglos un tercer personaje: el abogado. Antes dije que éste tenía opciones, que es capaz de decidir qué tipo y por qué quiere ser abogado. Ésta es la decisión que todos los estudiantes de Derecho aquí presentes tendrán que confrontar en muchos momentos de su vida profesional. Aquí reside el contenido ético que puede ennoblecer o viciar una profesión que colinda peligrosamente con una contradicción irresoluble.
Después de esta elaboración, propongo una imagen que es también el llamado a un posicionamiento. Todo abogado debe ser un abogado de defensa. No se representa a un individuo o a una institución, se defiende la justicia. Por tanto, un fiscal y un juez pueden también ser abogados defensores de lo justo. Para ello hace falta entereza y valentía para estar fuera de la zona protegida de los pastores de hombres y, quizá también de las facultades de Derecho, estar abiertos a otros saberes y disciplinas, a los hilos de voz que nos llegan continuamente de todas partes.
Tersites es el humillado, el castigado, pero no es el vencido. El sistema jurídico puertorriqueño está repleto de Tersites, el injustificable colonialismo que limita todas las áreas de nuestra vida colectiva, está lleno también de sus herederos. No puedo dejar de mencionar en esta ocasión y en este lugar a uno de nuestros Tersites más injustamente castigado. Recuerdo con la indignación de siempre el caso de Oscar López Rivera que por hablar en el ágora fue condenado, castigado, sometido a 12 años de aislamiento, y que todavía, contra toda lógica y sentido de proporción, permanece encarcelado en un país al que no pertenece. Insto ahora a las autoridades de la Facultad de Derecho de la Universidad de Puerto Rico y a la Junta Editora de su Revista Jurídica a que opten por una función de abogados de defensa y se unan de palabra y de acción a la causa que reclama por que llegue el final de la iniquidad que se comete día tras día, mes tras mes, año tras año, con Oscar López Rivera.
«Aquí en la prisión, me asalta la demolición de las cosas», escribió Matos Paoli. Mientras tanto en la Fortaleza y en la Casa Blanca diversos Agamenones han recalado. Muchos abogados son técnicos del Derecho o mercenarios políticos. Sin embargo, el plebeyo Tersites inaugura la noble tradición del defensor. Ésa que hace suyos los hilos de voz de las víctimas del poder. Un abogado convertido en político o en su representante es una contradicción y, por eso, como en el caso de Hernández Colón, no produce otra cosa que una bizantina elaboración de la mentira.
Odiseo, el «fecundo en ardides», siempre acudirá a acallarnos, imponiéndonos las siempre convenientemente renovadas reglas de procedimiento. Pero las complejidades de la vida no caben en los tribunales ni en las deposiciones ni en las declaraciones juradas. Pensar significa enfrentar la Ley y sus prácticas. Crear una palabra literaria significa consignar y honrar los hilos de voz de los vencidos.
No sabemos cuál fue el destino de Tersites, pero de todos los personajes del poema homérico, fue el único que defendió ante el poder la masa de condenados a la obediencia. En la base de sus hombros, justo debajo de la cabeza, el cardenal cruel del golpe propinado por Odiseo es la única «escritura» de la obra. En esa escritura-marca y, en esa inscripción kafkiana de la Ley en el cuerpo, se halla también un hilo de voz. Éste nos ha acompañado por casi tres mil años y hoy quisiera honrarlo haciendo que se escuche clara y potentemente en este auditorio, porque si bien no sé qué fue de él si estoy convencido que Tersites es siempre nuestro prójimo y nuestro contemporáneo.
Amigos y amigas de la Junta Editora de la Revista Jurídica, ojalá puedan escuchar el hilo de voz que nos llega desde las arenas de Troya. Les deseo que lo copien, si es necesario en papel de liar cigarrillos, como el prisionero del campo de concentración soviético, y que lo pasen de boca a boca. No hace falta tragar el texto para que el hilo de voz que nos llega desde la misma noche de los tiempos se convierta hoy o cualquier día en un reclamo de justicia y libertad. Ustedes serán los que nos defiendan de la mentira y de los conceptos vacíos. Pero, por favor, defiéndanse ustedes primero de la profesión que han escogido para que el hilo de voz de sus voces sea digno de la herencia de Tersites.
Conferencia leída el 9 de octubre de 2015 en la Ceremonia de Investidura de la Junta Editora de la Revista Jurídica de la Facultad de Derecho de la Universidad de Puerto Rico.