La historia como artificio
En un reciente artículo publicado por la revista digital 80grados, el profesor e historiador Gervasio García nos presenta una reflexión en torno a la relación entre la literatura y la historia, el reclamo de verdad de la historia y la necesidad, me atrevo a añadir responsabilidad, de que el historiador o la historiadora defienda lo argumentado. Aprovecho el momento, entonces, para responder varios de los planteamientos que nos ha presentado García sobre la historia como disciplina y el reclamo de verdad.
Sin embargo, antes de elaborar mis argumentos vale la pena armar cierto contexto al debate sobre la crisis de la disciplina de la historia y sus manifestaciones isleñas. Sobre todo, es importante posicionar a nuestro autor en el desarrollo de la disciplina en Puerto Rico y su relación con las corrientes intelectuales del último cuarto del siglo XX. Creo que esto es fundamental debido a que mi generación llegó al final de la discusión y muchos sólo han tenido acceso a los debates por medio de expresiones trilladas sin haber bregado directamente con la producción intelectual que García critica.
Con-texto: discusiones de larga duración
La discusión sobre la historia, la verdad, el lenguaje y el relativismo, como bien se demuestra en la variedad de fuentes consultadas por el autor, se viene desarrollando desde hace bastante tiempo en variados entornos geográficos y ha contado con intensas polémicas. Los asuntos sobre el relativismo pueden llevarse, incluso, hasta las discusiones, en el mundo “occidental”, de los sofistas en el siglo V a.C. En otras palabras, la producción intelectual sobre estos temas es abundante y ha sido expandida por siglos de pensamiento. A los textos citados se le pueden añadir los trabajos de David Harlan, Keith Jenkins, Eric Hobsbawm, Richard Rorty, Paul Ricoeur, Michel Foucault, Michel de Certeau, Geoff Eley, E.P. Thompson, John Lewis Gaddis, Joan W. Scott, Gayatri Chakravorty Spivak, Ranajit Guha y tantos otros intelectuales que han articulado, de una forma u otra, reflexiones en torno al ejercicio del historiador, la relación entre la historia y el lenguaje, los dilemas epistemológicos de la disciplina (la producción de conocimiento), etc.
En nuestro entorno isleño, la reflexión teórica y metodológica sobre la disciplina de la historia ha sido exigua y relativamente reciente. Gervasio García fue, precisamente, uno de los actores principales en los debates metodológicos que se suscitaron con el surgimiento del grupo de la “nueva historia” a partir de la década de 1970. Este grupo, influenciado por los trabajos de la Escuela de los Annales, la historia social y las teorías marxistas, esbozó sus críticas contra la (“vieja”) historia realizada por Aida Caro, Arturo Morales Carrión, Lidio Cruz Monclova y Ricardo Alegría, entre tantos otros.1Entre los señalamientos presentados estaban el pobre análisis de los conflictos internos en la sociedad puertorriqueña, la producción de un pasado homogéneo y dócil, la excesiva atención a “las grandes figuras” de la política, la diplomacia y la economía, así como el pobre estudio de las estructuras de producción, las dinámicas económicas, las relaciones sociales y la invisibilización de los trabajadores como agentes históricos.2Para atender estos nuevos asuntos se debía expandir el archivo histórico y emplear nuevos recursos metodológicos. Las fuentes consultadas por los “nuevos” historiadores e historiadoras eran locales, producidas en los municipios. Según comenta Fernando Picó, muchos documentos eran recientes adquisiciones o catalogaciones del Archivo General de Puerto Rico. Entre éstas se encontraban protocolos notariales, censos y documentos de tribunales regionales/municipales y de haciendas, entre otros. La integración de fotografías e imágenes en movimiento como parte del acervo histórico fue otra de las importantes aportaciones a la disciplina que dieron paso, posteriormente, al estudio de esa producción cultural. “Lo que estaba en juego”, argumenta Picó, “era qué movía el cambio histórico, si las iniciativas de arriba o las de abajo”. En el grupo había variedad de posiciones al respecto, no todos y todas pensaban igual u otorgaban similar peso al agenciamiento de abajo y de arriba. En lo que sí coincidían era en el rechazo y la crítica de la Vieja Historia.
Los recursos metodológicos a emplear fueron la demografía, el análisis cuantitativo, el análisis de estructuras a largo plazo (la longue durée de los Annales), la historia oral y el análisis de contenido. Mediante la demografía y el análisis cuantitativo, estos historiadores pretendían identificar, integrar y analizar las transformaciones poblacionales y estructurales de la economía en Puerto Rico, ver cómo cambiaba la organización de la producción, así como estudiar el papel de la clase trabajadora y, aunque a menores rasgos, de la mujer en el desarrollo social y político del país.
Una vez comenzada la década de 1990, la nueva historia ya había entrado en crisis por la llegada de nuevas vertientes intelectuales y académicas al país. El terreno de operación de esas recientes maniobras intelectuales lo fue la teoría. Los duros cuestionamientos a la objetividad por el giro lingüístico o cultural y el surgimiento de los estudios subalternos y de género socavaron los espacios de poder ocupados por aquellos integrantes de la “nueva” historia. Las metodologías de las ciencias sociales ahora resultaban increíblemente problemáticas por su fuerte componente determinista y su confianza “ciega” en la ciencia. Asimismo, el uso irreflexivo de categorías e identidades como cultura, nación, mujer, hombre, heterosexual y homosexual, por mencionar sólo algunos ejemplos, comenzó a ser seriamente criticado.
Al grupo de académicos e intelectuales que sostuvieron estos planteamientos y otros más le llamaron “los posmodernos”, una especie de identidad difusa que les fue impuesta pues ninguno de ellos la asumió voluntariamente. Los señalamientos de los historiadores de la “nueva” historia y de otros intelectuales surgían como respuestas a las críticas del concepto de nación, así como del nacionalismo como proyecto político y cultural.3Algunos señalaban, como lo hace García, el hecho de que “los posmos” armaran sus planteamientos en una enjundiosa verbosidad y en un intricado juego léxico que dificultaba el acceso a lo que se comunicaba. Para muchos intelectuales esto constituía cierta arrogancia del saber, ¿quizá porque se veían reflejados? De forma trillada, su expresión gráfica ha venido a estar representada por el tropo del paréntesis –esa herramienta visual y lingüística que abre posibilidades significativas que apuntan a la polisemia de las palabras y la apertura de la comunicación-.
Aunque no los menciona ni los agrupa bajo esta (cuestionable) identidad, es a dicha corriente intelectual a la que Gervasio García responde, nuevamente, con su ensayo “La Historia y la verdad más verdadera”.4Examinemos, finalmente, cuáles son sus planteamientos en torno a la historia como disciplina y su reclamo de construcción de verdad.
¿Qué es/hace la historia?
Según el autor, la historia se compone de “la definición de un problema relevante, la apuesta a una solución o una contrapropuesta, la validación de evidencias en conflicto, la armazón de juicios afines, la fuerza de una conclusión creíble”. Para lograr este producto distinguible, el historiador o la historiadora debe, destaca García, armarse de “testimonios factuales de lo que hicieron y pretendieron hacer los personajes envueltos” en la trama investigada. Estos testimonios factuales son un surtido de documentos o fuentes que sirven como evidencia para sus planteamientos. Por aquí comienzan mis desacuerdos con el autor.
Una historia comienza con la articulación de un problema relevante, pero cómo definimos dicha relevancia ¿Qué parámetros objetivos, si algunos, existen que la determinen? El acto mismo de discriminar entre problemas “relevantes” e “irrelevantes” se encuentra plagado por cierta irremediable arbitrariedad. Carlos Pabón nos sugiere esta idea cuando dice,
¿[c]uál es, entonces, la verdad de la historia? Desde la perspectiva del “giro lingüístico”, la historia produce “una verdad” con “hechos” que la sustentan, pero es el historiador quien construye esa “verdad” y quien escoge esos “hechos”, y les otorga significado al transformar esos fragmentos del pasado en una representación narrativa.5
En ese sentido, la historia es la ficcionalización de la realidad, de lo vivido y de lo experimentado, no porque no haya existido sino porque no sucedió como lo presentamos. Esto no significa que hay un falseamiento de lo sucedido, que se predique un acontecimiento sobre premisas falsas, sino que no existe manera de tener acceso directo ni total al hecho tal cual sucedió. Toda historia sigue ciertas estructuras narrativas mediante las cuales fingimos (una de las acepciones de ficción) que los sucesos tuvieron lugar como decimos.
Cuando un historiador arma su relato, éste será inevitablemente una representación del acontecimiento debido a que un relato se encuentra limitado por los confines del lenguaje. El ejercicio de contextualizar un suceso y adscribirle significado sucede a posteriori lo que significa que el acontecimiento, de cierta manera, carece de sentido. O sea, de lo que habla la historia (el pasado) no lleva consigo un significado inherente. El significado del pasado se construye en el presente para el futuro.
Si bien el lenguaje es un recurso inevitable en cualquier esfuerzo por entender o comunicar algo sobre un suceso, eso no significa que el mismo en sí no exista. La diferencia entre el «hecho» o el «suceso» y lo que se dice de éste es que la palabra nunca podrá ser la cosa, siempre se quedará corta; es la limitación del lenguaje – esto no quiere decir que el lenguaje no tenga una increíble fuerza para imprimir/crear memorias. El “hecho”, me parece, tiene cierta independencia de la representación solo hasta que lo invocamos. Una vez lo tornamos en palabra entra el problema de la representación.
Esto nos conduce a cierta inestabilidad e incertidumbre de lo que se habla y lo que se historiza. Mas, la falta de certezas no conlleva el cruzamiento de los brazos sino el reconocimiento de nuestros límites cognoscitivos y epistemológicos. El dilema de la incertidumbre configura la introducción del reto ético, del continuo cuestionamiento de nuestras posiciones y los juegos de poder que entraman nuestras vidas.
Mucho del debate en torno a la representación, la historia y el reclamo de verdad ha estado marcado por la dialéctica realidad-ficción. Empero, muchos de los argumentos han obviado que la inmaterialidad de las representaciones no significa que éstas no tengan sus expresiones materiales, que dejen su huella en nuestros cuerpos o en el mundo físico que nos rodea. Los flujos inmateriales de la red son, por ejemplo, tan reales o existentes como las muelas con las que masticamos lo que comemos.
La memoria tiene cierta materialidad pues nos lleva a entender y actuar en el mundo de maneras insospechadas. La historia es un artificio por el cual componemos un argumento y una tradición ética sobre los escombros del pasado.
Trazos del pasado “los datos no bastan” porque “[l]a mitad de la cuestión, por lo menos, consiste en el modo de interpretar esos datos”.– Fiódor Dostoievski, Crimen y castigo
Un dato es producto del discurso, su materialidad emana de su construcción. Cuando presentamos algo como un dato lo hacemos inscribiéndolo dentro de unas formas de entendimiento, atravesándolo con sentido y generando una relación con otros datos.
Utilicemos uno de los ejemplos que nos provee García: los muertos en la Guerra en Irak. “Estos muertos, ¿son un dato o una interpretación? Díganselo”, sentencia el historiador, “a los muertos”. Consideremos estos datos a la luz de lo que piensan algunos académicos islámicos ya que los muertos son, en su mayoría, musulmanes. Según ellos, la verdadera vida reside en el espíritu al cual nutrimos de buena o mala manera con las acciones que llevamos a cabo en nuestra vida. La muerte sería, entonces, el fin de la existencia corpórea, mas no el fin de la existencia misma. Para ello sería necesario, quizá, un metafisi-cidio. Esa muerte a la que alude García es, por tanto, una interpretación de ciertos sucesos, una forma de adjudicarle sentido a lo sucedido.
Pero, ante esa necesidad de arraigar el relato historiográfico en el dato como expresión objetiva e incuestionable de la realidad valdría la pena presentar varias preguntas. ¿Somos los historiadores contadores de números, archiveros de humanos deshumanizados? ¿Qué peligro se corre cuando convertimos el ejercicio de la historia en la recopilación de números? ¿Puede la vida, la violencia límite o el trauma que vive un sobreviviente de una guerra o un genocidio explicarse al hacer su experiencia un objeto abstracto representado por el tropo numérico?
Por otro lado, este ejemplo que nos presenta García recurre al recurso retórico de llevar al absurdo un planteamiento. Cuando se argumenta que el dato es una construcción o es producto del discurso, no se niega el acontecimiento como tal sino la manera en que lo entendemos y lo significamos. El asunto es un cuestionamiento epistemológico sobre cómo se produce conocimiento sobre algo a lo cual no tenemos acceso directo ni que podemos conocer en su totalidad.
El documento histórico, ese producto material que funge como expresión de la existencia, debe ser muy cuestionado y leído críticamente. Si bien García no discute esto en su artículo, él sí ha argumentado en otras instancias, como en “Historia y hechicería”, que el historiador sólo tiene acceso a fragmentos cargados y sesgados de la totalidad del pasado. Es parte de nuestra responsabilidad, nos dice, armarlos a pesar de que nos sea imposible lograr esa totalidad. Consecuentemente, las fuentes del historiador serán trazos y fragmentos del pasado, ventanas por las cuales asomamos nuestras cabezas para ver desde cierta perspectiva, ángulo y lugar un pedazo pretérito. Los trazos del pasado están inscritos como la fotografía en particulares formas de mirar.
La producción historiográfica del país cuenta con abundantes ejemplos en los que se trata la fuente documental de manera acrítica sin mirar más allá de los números que en ella se desglosa o los posibles prejuicios de su productor. Se parte de la premisa de la neutralidad del lenguaje y el dato sin considerar las complicadas tramas que yacen en sus operaciones, sus dispositivos y su manufacturación.
Los datos y los documentos históricos son, además, productos históricos en sí mismos. Nuestro entendimiento de lo que consideramos una fuente y lo que no ha estado en continuo cambio. Los archivos se han agrandado, dinamitado y desterritorializado. Las maneras de leer los documentos también han cambiado y bien queda plasmado con la crítica a la “vieja” historia que montó el grupo de la “nueva historia” o las críticas dirigidas a estos últimos por “los posmodernos”.
La verdad como autoridad
“La ausencia de certezas absolutas –llámense Dios, Razón, Verdad o Ciencia– bajo las cuales cobijarse y sentirse seguro de que el mundo tiene sentido, puede ser una condición que produzca desasosiego, pero no tiene por qué considerarse una situación catastrófica que desemboque en anything goes”.– Carlos Pabón6
“To articulate what is past does not mean to recognize “how it really was.” It means to take control of a memory, as it flashes in a moment of danger.”– Walter Benjamin, “On the Concept of History”
El reclamo de verdad es, ante todo, una preocupación por poder enfrentar al poder con alguna razón contundente. Al poder, nos han sugerido muchos intelectuales, no se puede confrontar si no es con la exposición razonada de lo irrefutable. Mas, ¿qué hacer cuando la verdad es una quimera como la objetividad? Cuestionar la inviolabilidad de la verdad constituye un serio ataque a las jerarquías del saber, a la autoridad otorgada al historiador como artífice del pasado y guardián apostado en los portones de la realidad.
Consideremos esa primera oración del texto de Gervasio García: “El otro día escuché decir que “la historia es un cuento con notas al calce”, de la boca inocente de una estudiante de maestría en historia”. García trata a la estudiante de maestría de la misma manera que los abuelos suelen decirle a sus nietos: “eso es cosa de jóvenes, deja que crezcas para que sepas”. Hay cierta infantilización del serio planteamiento de la estudiante a quien se caracteriza, por medio de la frase “la boca inocente”, con la identidad de la ignorante, la que no sabe lo que dice. Lo que ella no supo, quizá, era que le planteaba un serio reto a su profesor; al concluir la pronunciación de su oración, la estudiante cometió parricidio. García se topó con el contundente argumento del ocaso de los ídolos.
Lo que está en juego, para García y tantos otros historiadores, no es exclusivamente la posibilidad de producir verdades, sino el colapso de las autoridades. La imposibilidad de aprehender la realidad y sus inciertas manifestaciones constituye un reto directo a las estructuras de poder, así como al espacio que ocupan en éstas.
Si bien es cierto que hay muchas y muchos que en su momento cuestionaron las jerarquías del saber y ahora las refuerzan desde los espacios privilegiados de la academia, también es cierto que sus sillas tienen las patas serruchadas. El colapso es inminente pues la crítica a las estructuras de poder, acto que conlleva del riesgo del que habla García, se dirigió a los conceptos mismos sobre los que se edificaba. En cuestión no estaba solamente el objeto material (la figura del docente, el historiador, el académico, el documento histórico, el dato, etc.) sino la manera en que lo entendemos. El riesgo reside en el acto mismo del cuestionamiento, en la condición escéptica que resiste la aniquilación del pensamiento crítico.
Algo que García obvia en su crítica a la historia redactada por los “innombrables” (¿“posmodernos”?) es acomodar en justa perspectiva sus aportaciones.7La mofa del vocabulario técnico y la cita descontextualizada de frases como que la verdad es “un producto de juegos de lenguaje” ignora los importantes trabajos realizados desde esa “vertiente” intelectual. Hay en la burla de García un terrible reforzamiento de su posición de poder y autoridad respecto a ese “otro” abstracto que “atenta” contra la historia y la producción de verdades.
Los trabajos, por ejemplo, sobre raza, género y sexualidad de María del Carmen Baerga han servido como excelentes argumentos para intentar comprender los entramados de las relaciones de poder en el país. Sus reflexiones han expandido y cuestionado la labor intelectual de la “nueva historia” al integrar nuevas subjetividades en el relato histórico. La caricaturización de esa producción intelectual demuestra uno de los riesgos a los que se expuso y aún se exponen los historiadores “innombrables”.
In-concluso
Uno de los planteamientos más contundentes en el texto de García y que no he discutido es el asunto de la recepción de la historia redactada por ese grupo “innombrable”. Empero, yo sería más abarcador en la crítica y propondría una seria reflexión sobre a quién y para qué habla la academia y la intelectualidad del país. Los círculos de debate suelen ser increíblemente cerrados por el lenguaje, el tono, la estructura del trabajo académico y el posicionamiento de los autores respecto a sus lectores, entre otra suerte de posibilidades. El debate que está re-activando Gervasio García es una excelente oportunidad para tener más presente cómo la producción intelectual es recibida, interpretada y atendida por otros espacios.
La historia es algo que existe en la medida que lo enmarcamos mediante nuestros relatos. No, no digo que de lo que habla la historia no exista sino más bien que nunca tendremos acceso directo a aquello a lo que se refiere. La historia es, por tanto, un artificio por el cual procuramos explicar el presente del pasado y del futuro. Es una operación radicada en la incertidumbre de nunca acabar.
Por medio de la concatenación de letras, palabras, imágenes y silencios, la historia se va presentando como juego espectral de múltiples tiempos. Historiar es intentar tomar control de la memoria que, siempre en fuga, se dibuja y desdibuja como nubarrones en un día lluvioso.
- Véase: Arturo Morales Carrión, “En torno a la historia “nueva” (I)”, El Mundo, 26 de septiembre de 1982, ; “En torno a la historia “nueva” (II)”, El Mundo, 27 de septiembre de 1982, 7-A; Fernando Picó, “Time for a change”, The San Juan Star, August 13, 1984, 31. [↩]
- Véase: Lydia Milagros González y Ángel G. Quintero-Rivera, La otra cara de la historia: la historia de Puerto Rico desde su cara obrera, vol.I 1800-1925 (Río Piedras: Centro de Estudios de la Realidad Puertorriqueña); Gervasio L. García, Historia crítica, historia sin coartadas (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1985); Fernando Picó, Amargo café (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1981); Gervasio L. García y Ángel G. Quintero-Rivera, Desafío y solidaridad (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1982); Ángel G. Quintero-Rivera, Conflictos de clase y política en Puerto Rico (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1977); Juan José Baldrich, Sembraron la no siembra (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1988); y otros. [↩]
- Para el debate de aquel momento véase: Luis Fernando Coss, La nación en la orilla: respuesta a los posmodernos pesimistas (San Juan: Editorial Punto de Encuentro, 1996); Carlos Pabón, “Del “posmodernismo” y otros demonios (el discurso de la nación asediada)”, en Nación Postmortem: ensayos sobre los tiempos de insoportable ambigüedad (2002. Reimpreso, San Juan: Ediciones Callejón, 2003), 55-88. Para una re-lectura actual de aquellos procesos véase: Teresa Basile, “Crítica de la razón crítica/Entrevista con Juan Duchesne Winter”, 80 grados, http://www.80grados.net/2011/04/critica-de-la-razon-critica-entrevista-con-juan-duchesne-winter/ (accesado 30 de abril de 2011); Rubén Ríos Ávila, “Por una Universidad abierta y combativa”, 80 grados, http://www.80grados.net/2011/02/por-una-universidad-abierta-y-combativa/ (accesado 30 de abril de 2011). [↩]
- A finales de la década de 1990, Gervasio L. García publicó un ensayo en el que atiende los debates teóricos planteados por Carlos Pabón en su ensayo “(Des)Enfocar la historia o de cómo se (de)construye el pasado”, véase: “Historia y hechicería”, Op. Cit., no.11 (1999): 63-69. [↩]
- Carlos Pabón, “(Des)Enfocar la historia o de cómo se (de)construye el pasado”, en Nación Postmortem: ensayos sobre los tiempos de insoportable ambigüedad (2002. Reimpreso, San Juan: Ediciones Callejón, 2003), 179-180. [↩]
- Carlos Pabón, “El “giro lingüístico”: ¿desvanecimiento de la historia?”, en El pasado ya no es lo que era, editado por Carlos Pabón (San Juan: Ediciones Vértigo, 2005), 22. [↩]
- Llamo innombrables al grupo que critica Gervasio García porque, en efecto, nunca los identifica claramente en su ensayo. Aunque bien entra en discusión con el trabajo de Hayden White, en el contexto local recurre a la agrupación arbitraria, por medio de citas, de un “otro” historiador peligrosamente abstracto. [↩]