La historia desde el humor
El Príncipe y la Bella Cubana de Roberto Fernández
En las letras latinoestadounidenses, como prefiero llamar la de los escritores de origen latinoamericano de los Estados Unidos, el género, por el contrario, no parece tener la misma buena acogida. Por ello, la publicación de El Príncipe y la Bella Cubana (Madrid, Editorial Verbum, 2014) viene a convertirse en una excepción que prueba la regla. Pero hay que aclarar de inmediato que Fernández es un caso muy especial porque es un escritor camaleónico ya que, aunque algunas de sus piezas están escritas en inglés y, por ello, hay que leerlas como parte del cuerpo de las letras cubano-americanas, otras no caben tan fácilmente en ese contexto. Sabemos que, por sus datos vitales, puede considerarse un escritor cubano-americano, pero la novela que ahora comento puede verse perfectamente bien como parte de las letras cubanas.
Es que, en general, sus obras son, como las de otros escritores de origen latinoamericano que escriben desde los Estados Unidos, difícil de colocar en los contextos nacionales: ¿es esta una obra cubana o cubana-americana o latinoestadounidense? Reconozco que este es un problema relevante y hasta urgente, pero no es el que hoy voy a abordar. De momento me interesa ver la más reciente novela de Fernández en el contexto de la totalidad de su producción y en el de esa nueva novela histórica latinoamericana.
Antes de El Príncipe y la Bella Cubana, Fernández ya había publicado siete libros de ficción. Predominan en su producción las colecciones de cuentos y la mayoría fueron escritas en español. Pero su obra más importante e innovadora era hasta el momento una novela escrita en inglés, Raining Backwards (1988), que solo se puede entender plenamente si el lector también conoce el español. Así es porque la obra está escrita a partir de juegos de palabras bilingües y, además, las partes narradas por los personajes mismos, aunque escrita en inglés, tratan de reflejar la sintaxis española de la lengua de los cubanos mayores de edad que viven en Miami. Muchas veces el autor juega con traducciones de términos o nombres intraducibles o de traducciones literales que pierden el sentido de lo traducido: ¡Cienfuegos se convierte en ¡”A Hundred Fires”! Además, aparecen hasta transcripciones de expresiones en español con acento inglés. En fin, aunque Raining Backwards está escrita en inglés, subyace en el texto el español y sin conocimiento de esta lengua no se entiende plenamente la novela. En muchos sentidos, esta nos hace pensar en la magnífica obra de Junot Díaz, The Brief Wonderous Life of Oscar Wao (2007) donde también la promiscuidad lingüística y el humor servían de base estética.
Pero en El Príncipe y la Bella Cubana Fernández vuelve a un texto escrito en español y lo hace sin los juegos bilingües de su novela anterior. Advierto: hay en esta nueva novela breves pasajes escritos en inglés y estos se justifican porque los emiten personajes que hablan esa lengua. Este empleo del inglés, como el uso del francés en La guerra y la paz de Tolstoi, sirve para darle un fuerte sentido de verosimilitud al texto. Pero en general, la nueva novela no sigue las pautas de Raining Backwards. Este cambio, especialmente al comienzo, es drástico ya que desaparecen la fluidez y la maestría bilingüe que hacían a Fernández un escritor tan atractivo, hasta excepcional. Por ello, en el contexto de las letras cubano-americanas esa primera novela, por muchas razones, es una obra novedosa y probablemente sea la que mejor retrata la complejidad de la comunidad cubano-americana de Miami. Para crear ese retrato de una comunidad que no es fácil de definir, Fernández se valía de la exageración, de lo grotesco, de lo carnavalesco y, sobre todo, del humor basado en los juegos lingüísticos.
Cuando comencé a leer El Príncipe y la Bella Cubana creí que Fernández había dejado a un lado las técnicas de Raining Backwards ya que la obra se basa en personajes históricos y su estilo, a principios de la obra, no se sustenta en los juegos lingüísticos de las obras anteriores. Al contrario, en esta nueva novela Fernández parece sustentarse plenamente en la historia.
La Bella Cubana del título es Edelmira Sampedro y Robato (1906-1994), hija de Luciano Sampedro y Edelmira Robato, quien nació en Sagua la Grande, el mismo pueblo donde nacieron Wifredo Lam y el propio Roberto Fernández. (Dato curioso que no aparece en la novela: Edelmira era prima hermana de Jorge Mañach, el importante intelectual cubano de la primera mitad del siglo XX.) Su padre era uno de los magnates de la industria azucarera cubana y, por ello, pudo mandarla a Lausana, Suiza, a que la tratara un especialista por miedo a que estuviera tísica. Allí vivió por un corto periodo con su madre y con su hermana menor y allí conoció a Alfonso de Borbón y Battenberg (1907-1938), Príncipe de Asturias, heredero al trono español, quien, ya exiliado al declararse en su país la Segunda República en 1931, también se trataba en Suiza su condición de hemofílico. Se enamoraron, se casaron contra los deseos de la familia real española, pasaron brevemente por París, Nueva York y terminaron en Cuba, donde pronto se separaron y se divorciaron.
Algunos historiadores atribuyen el fracaso matrimonial a Edelmira por padecer de celos enfermizos, mientras otros le echan la culpa a Alfonso por una inmadurez emocional que no le permitía alcanzar la estabilidad en una relación. Tras el divorcio Alfonso se casó con otra cubana, Marta Esther Rocafort (1913-1993) de quien también se divorció a los pocos meses. Poco más tarde el príncipe murió a causa de una hemorragia interna sufrida por un accidente automovilístico ocurrido en Miami, donde fue enterrado y adonde permanecieron sus restos hasta 1985 cuando fueron trasladados con honores militares al Panteón de Infantes de El Escorial.
Todos estos datos sobre la vida de Edelmira que acabo de presentar son verificables en documentos de la época. Son lo que llamamos datos históricos. A los mismos hay que añadir dos más de importancia para la novela. Edelmira salió de Cuba, como era de esperarse, en 1959 y vivió desde entonces hasta su muerte en 1994 en Miami. Tras el divorcio la cubana siguió usando el título de Condesa de Covadonga y fue reconocida por la familia real española como la viuda del que por unos años fue el príncipe heredero al trono. Por ello recibió los beneficios que le correspondían como tal. Hay otro importante dato u otro posible dato, pues no ha sido verificado: Alfonso era impotente.
La vida de Edelmira Sampedro y Robato es claramente material ideal para un escritor cubano-americano pues a través de ella se pueden trazar los procesos de transformación de la sociedad cubana desde el apogeo de la industria del azúcar, la Danza de los Millones, hasta la formación de la comunidad cubano-americana en la Florida. Edelmira era un magnífico personaje en busca de autor. Y no hay duda que lo halló en Roberto Fernández.
Con estos datos y muchos otros que debe haber sacado de periódicos y revistas de la época y de entrevistas, Fernández construye su novela, llenando huecos que la historia no nos ofrece y, en muchos casos, contradiciendo los que sí se dan por históricamente verificables. Aquí estamos ante uno de los problemas centrales de la novela histórica: cómo rellenar los huecos que dejan los documentos y cómo seguir la línea de lo que se puede verificar que ocurrió a través de estos.
Hay, al menos, dos formas de resolver este problema. Una es tratar de ajustarse lo más fielmente posible a los datos conocidos. Esto es lo que hace Mario Vargas Llosa en El sueño del celta (2010), novela donde narra la fascinante vida de Roger Casement (1864-1916), el diplomático irlandés que, tras una deslumbrante carrera dedicada a denunciar y eliminar la esclavitud en el Congo Belga y en la Amazonía, fue ejecutado por el gobierno británico por su lucha por la liberación de Irlanda y su alianza con los alemanes durante la Primera Guerra Mundial. Poco, casi nada, se inventa Vargas Llosa, excepto algunos encuentros homosexuales. Se sabe que Casement era homosexual y hasta hay documentos de su puño y letra que narran actividades o fantasías sexuales con hombres, pero Vargas Llosa recrea esos incidentes haciéndolos más verosímiles. El sueño del celta es un texto entretenido cuando nos presenta la vida de un ser humano excepcional, pero no lo es como texto novelístico. Muy lejos estamos aquí de los grandes logros narrativos de otras obras del mismo autor.
Una solución distinta la ofrece, por ejemplo, Tomás Eloy Martínez en Santa Evita (1995), donde, sin violar los parámetros históricos básicos que sustentan su narración, crea una novela asombrosa y entretenida a partir de la tortuosa historia de los infortunios que sufre el cadáver de Eva Perón antes de descansar, por fin, en la paz de un cementerio bonaerense. Martínez crea su ficción sin violar los puntales históricos que sostienen la trama, pero la llena de incidentes imaginados que a veces parecen inverosímiles, hasta fantásticos. Vargas Llosa es más fiel a la historia, pero produce una novela de poco mérito; Martínez, al contrario, podrá violar los datos históricos y fantasear a partir de ellos, pero nos da una obra narrativa excepcional. Roberto Fernández se enfrenta al mismo problema y su solución está más cercana a la de Martínez que a la de Vargas Llosa. Fernández llega hasta descartar datos conocidos, a tergiversar otros y, sobre todo, a inventarse algunos que le sirven para crear la trama, pero el lector nunca se aburre al leer la obra.
La novela está narrada en casi su totalidad por el personaje principal, Edelmira. La narración comienza cuando ella, su madre y su hermana salen de Cuba hacia Suiza. Aquí lo que se narra coincide con la historia, solo que la voz narrativa llena la trama de personajes y de pequeños detalles que al historiador no le interesarían o que desconoce o que nunca existieron. Hasta la mitad del libro se procede de esa forma. Hay tergiversaciones de datos, pero todo está justificado por el hecho de que es el personaje principal quien narra: esta no es una narradora confiable, como diría el venerable estudioso de la narratología, Wayne Booth. Aquí no podemos pedir la objetividad que le pediríamos a una voz narrativa omnisciente. Es que en la obra se emplean dos técnicas narrativas para darle verosimilitud a lo narrado: se ofrecen múltiples detalles y se introducen datos históricos verificables en forma de intertextos. Esto le hace al lector confiar que se le está presentando la verdad, la historia. (Esta técnica, dicho sea de paso, es una que empleamos todos los buenos mentirosos o los mentirosos que sabemos mentir…)
Pero cuando la trama llega a la separación y el divorcio de Alfonso y Edelmira, la obra cambia en cuanto a las técnicas narrativas. Aunque el personaje principal sigue contando la historia y sigue empleando como técnica la acumulación de detalles, se presenta una trama inverosímil ya que no se puede verificar a través de la historia y, mucho más aún, no se puede justificar en el contexto de los patrones de conducta que debían seguir personajes de esas clases sociales: Edelmira está preñada y tiene un hijo en medio de la manigua, acompañada de una amiga francesa. Esto es inverosímil, al menos en una novela que siga un marco de verosimilitud realista, no digamos en una novela histórica. Si leemos un texto que se ampara en ese marco de verosimilitud y que pertenece a dicho género, nos tenemos que preguntar cómo una joven de la alta burguesía cubana de la época iba a sobrevivir por más de nueve meses en la selva, en una cueva, con una extranjera. ¿Qué iba a decir su familia? Aunque la voz narrativa nos da detalles y trata de justificar de manera razonable la trama que se nos presenta, esta resulta francamente inverosímil. Pero ese incidente, el nacimiento del niño de Edelmira y Alfonso, que no ha sido confirmado por la historia, es esencial para sustentar y elaborar la tercera parte de la novela. (La obra no está dividida en partes, pero la divido así para explicar los problemas narratológicos que hallo en la misma.)
La historia nunca ha establecido que Edelmira tuvo un hijo de Alfonso. Hasta algunos historiadores aseguran que este hombre, extremadamente enfermizo, había quedado impotente tras una de las múltiples operaciones a las que se sometió antes de casarse. Por otro lado, hay que recordar también que hubo en los Estados Unidos un hombre que por décadas reclamaba ser hijo de Alfonso, pero no de Edelmira. Aunque para la tercera parte de la trama es imprescindible la existencia de ese supuesto hijo que, en la novela Edelmira deja con una familia pobre en un remoto pueblo costero de Cuba. Esta se siente culpable y al final de su vida trata de encontrar a Pío Cristino, como llamó al niño dándole dos de los muchos nombres oficiales de Alfonso.
La tercera parte de la novela narra la vida de Edelmira en Miami. Aquí se violan los datos históricos y se recurre a otros recursos narrativos. Así, aunque sabemos que Edelmira vivía en Miami en un vecindario de clase media alta, Coral Gables, el autor la coloca en el mundo de clase obrera cubano-americana que describe en Raining Backwards. Además, introduce recursos narrativos empleados en esa novela anterior; aparece en esa tercera parte el humor y las técnicas narrativas de la novela de detectives y el melodrama de las telenovelas. Las primeras dos partes estaban narradas de manera relativamente seria, historicista si se quiere, aunque de vez en cuando la voz narrativa se permitía un juego de palabras o un chiste ocasional, pero lo hacía casi de manera accidental. Pero en la última parte de la obra domina el humor. Los personajes esperpénticos de la novela anterior aparecen en la narración y coinciden con otros nuevos.
Ya en Raining… habían aparecido caricaturas como la de Pepe Gabilondo, el dueño del colmado del barrio, y sobre todo la de Mirta María Vergara, la solterona que niega su actividad sexual y delira sobre su pasado en Cuba. (Dicho sea de paso, en la primera parte de la novela, cuando Alfonso le pide a Edelmira que le describa su país, ella usa las mismas palabras que empleaba Mirta en Raining Backwards para describirle Cuba al niño de quien abusa sexualmente, palabras que a su vez rememoran el texto de Cristóbal Colón en sus diarios.) Ahora, en la tercera parte, aparecen también Pío Cristino, el hijo de Edelmira y Alfonso, y, sobre todo, el padre Raúl Santamaría, personaje que le sirve a Fernández para presentar una dura crítica al clero católico.
Este comentario sobre la novela nos lleva a ver más claramente el problema al que se presenta Fernández en esta obra: ¿cómo narrar la historia? Y parece ser que el autor cambia sus herramientas: en las primeras dos partes, especialmente en la primera, se mantiene cerca de los datos históricos verificables y para crear más esa ilusión de realidad emplea la intertextualidad, la acumulación de detalles y un tono de relativa seriedad. En la tercera parte vuelve a su técnica anterior: el empleo de la caricatura, lo grotesco, lo carnavalesco y el humor. Al emplear este otro método para construir lo histórico viola la verosimilitud. Pero al así hacerlo presenta una narración mucho más amena y efectiva.
La lectura de El Príncipe y la Bella Cubana comprueba que es una importante contribución a la letras cubano-americanas, a las cubanas y a las hispanoamericanas en general. No me cabe duda de ello: Roberto Fernández es un narrador de interés y de importancia. Tampoco me cabe duda que, aunque puede narrar correctamente desde el punto de vista de la novela histórica tradicional, su maestría se hace mucho más evidente cuando mira la realidad a través del lente del humor. (¡Valle Inclán a la vista!) Fernández se enfrenta al deleitoso dilema de jugar con la historia y el humor. Creo que cuando apuesta al humor alcanza mayores logros. En El Príncipe y la Bella Cubana el humor vence a la historia o, mejor, en esta novela llegamos a la historia por el humor.