«La hoja de mar (:) Efecto archipiélago I» de Juan Carlos Quintero-Herencia
La hoja de mar (:) Efecto archipiélago I intenta explorar los modos variados a través de los cuales ciertos textos fundamentales del Caribe han recogido la experiencia de los sentidos, y de esa manera han adquirido sentidos entre nosotros. Y uso la palabra sentidos en toda la anfibología del término, esto es, como significado y como percibido. Y también uso la palabra anfibología adrede, porque sin dudas éste es un libro que transita la condición anfibia, que se coloca en el entre; es un libro que no se instala ni en el agua ni en tierra firme, sino que busca escapar de los modos de sentir y de hacer sentido que estas clasificaciones propias de la racionalidad del geógrafo prescriben a los cuerpos que allí son colocados. Es desde ese entre-lugar que Quintero Herencia nos entrega su lectura de Antonio Benítez Rojo, Antonio Pedreira, José Lezama Lima, Julia de Burgos, Luis Palés Matos, Virgilio Piñera. Es desde allí que Quintero lee, desde lo que el autor llama la raja, brecha, paréntesis vacío, hendidura o falla en el lecho marino o en la corteza terrestre -da igual- puesto que es imposible decidir si la isla le gana al mar porque emerge por encima de sus aguas, o es el mar el que ha cedido un lugar para que la isla asome. En la estela de una poética de la relación como la piensa Edouard Glissant, en todo caso es la raja, nos dice Quintero, la que disponiendo una apertura por donde el agua entra en la tierra o la tierra se abre al agua, es la brecha, digo, la que disponiendo una apertura pone a disposición el archipiélago. Así, el efecto archipiélago es un efecto sin causa, puesto que si está producido por algo es por este vacío o rajadura.
De aquí la tesis política que se construye en este libro: pensar en condición archipielágica es pensar desde la raja, la abertura por donde se desfondan todos los discursos que proclamen plenitudes identitarias, superioridades morales o autenticidades inequívocas para el Caribe. Las purezas fundacionales tantas veces proclamadas, las evidencias y polaridades cristalizadas se licúan cuando se lee en/desde la raja; esas certezas, corroídas por los movimientos del mar, dice Quintero que se marean, pierden su punto de equilibrio y su estabilidad, deponen su verticalidad y su orden jerarquizador. El pensamiento archipielágico que en este libro se practica toma la forma, como decía Lezama, de ondas horizontales que se propagan sin posible línea fronteriza que las limite. Pensar que elude cualquier centro rector, pensar como un oleaje, entonces. Pero en este libro también avizoramos, con Palés Matos, un pensar lo caribeño como trabajo digestivo, y entonces las olas que agitan el pensamiento propician no solo un mareo de conceptos y definiciones sino también lo que Quintero llama un marinado, un remojo que disuelve las sustancias, que descompone los límites que separan la función de escribir de la de comer porque la escritura, como la ingestión, es una relación con lo otro.
Pero volvamos al principio: dijimos que La hoja de mar intenta explorar los modos variados a través de los cuales ciertos textos claves del Caribe han recogido la experiencia de los sentidos, han adquirido sentidos entre nosotros. Se trata, por tanto, de un cuerpo, de un sensorio, y de cómo en los textos estudiados las distintas afectaciones de ese sensorio habilitan un saber acerca del mundo en el que el cuerpo está colocado. Un saber singular puesto que sus métodos, propone Quintero, recusan los privilegios del intelecto y su ojo entrenado sólo para captar lo que el positivismo llamaría “la evidencia”, y por el contrario abren las compuertas para que afluyan las experiencias del gusto, el olfato, el tacto, el oído, la vista, en sus más imprevisibles ensambles y combinaciones. Rancière sobrenada todo el tiempo en estas hojas de mar, y es con él que comprobamos que este libro habla, entre otras cosas, pero tal vez esta es la más importante, acerca de cómo las particiones de lo sensible que quedan expuestas en los textos analizados suponen y traen a escena otros cuerpos y otras formas de comunidad. Comunidad negativa, pues es justamente la ausencia de un fundamento común lo que las hace posible, porque están constituidas por la raja, por el vacío que separando una isla de la otra hace posible hablar de archipiélago. La raja sería, entonces, el aporte que hace este libro al diálogo con la tradición posfundacionalista en donde se dan cita Jean-Luc Nancy, Giorgio Agamben, o Alberto Moreiras entre otros.
Esa comunidad negativa del Caribe que explora Quintero está en diferimiento constante, es un devenir que no se estabiliza ni institucionaliza en ningún emblema identitario, sea racial, político, lingüístico u otro. La figura de este diferimiento, si seguimos la aguda lectura que Quintero propone del texto lezamiano Coloquio con Juan Ramón Jiménez, la figura de este diferimiento podría ser la de la resaca. La resaca, ese movimiento del mar por el cual succiona hacia adentro los materiales de la costa sin que las olas dejen nunca de avanzar hacia la playa, disuelve las oposiciones tierra/agua, insular/continental, cercano/lejano, afuera/adentro, y compone un sujeto poético cuyo cuerpo está atravesado por perforaciones: abierto. Sustracción líquida de lo sólido, liquidación de cualquier punto de origen fijo que permitiera calcular distancias, la resaca lezamiana nos revela lo singular de una sensibilidad modelada por el mar, hecha de flujos y transportes, en donde lontananza y proximidad, exterior e interior dejan de ser términos antitéticos para dar lugar a un universalismo insular que deja sin validez lo que las intervenciones de Juan Ramón Jiménez parecen computar como falta: esto es, la insularidad como aislamiento, como separación, como inconexión. En Lezama, en cambio, se trata del sensorium de un cuerpo que lejos de estar afectado por la supuesta escasez de una experiencia circunscrita a los límites de la isla, nada en la abundancia del mar, el aire y la tierra indistintamente. Un cuerpo que, nos dice Quintero, “liquida los sentidos obvios de lo material”, tal como la anémona de Doctrinal de la anémona, y entonces es flor y animal, es boca y fragancia, es aéreo y submarino. Déjenme traer una cita memorable de Lezama recogida por Félix Guerra (1998): Para leer debajo de un sicomoro. Entrevistas con José Lezama Lima:
El litoral es el sitio por excelencia para abandonos y regresos. Yo, por cada abandono, regreso tres y así multiplico mi estancia en la verdad de la gran corriente. Si alguien me acusa de molusco, me defiendo y digo: soy molusco. (Guerra 1998: 34-35)
El texto archipiélago que escribe Lezama, propone Quintero, sería “el triunfo del fracaso jerarquizador de algún orden perceptivo”, y así una poética de la resaca daría cuerpo a “una personalidad impersonal, otro oxímoron para lo isleño”. O sea: Lo que hace políticos estos cuerpos afectados por el paisaje archipielágico no es un atributo común que los personalice, que los identifique a través de un repertorio de rasgos cuya común propiedad sería la base de la personería caribeña o antillana. Lo que los hace políticos es la irreductibilidad de su resistencia a la repartición de lo sensible que se les impone, por el hecho de que permanecen siempre abiertos, tendidos, ofrecidos a lo que Quintero llama “la marejada sensorial”. Así ocurre, nos dice Quintero, con las formas somáticas que emergen en los paisajes digestivos que Luis Palés Matos despliega en Tuntún de pasa y grifería. Esos poemas, verdaderos festines sensuales, reúnen ojo, boca, estómago y sexo, jugos gástricos, linfas y lubricidades de todo tipo, y al hacerlo, postula Quintero, efectúan una redistribución de lo sensible que se burla de las políticas culturales ilustradas y occidentalizantes, que con sus prescripciones morales, sus regulaciones cívicas y sus higienismos, imaginaron hacia 1952 la identidad del Estado Libre Asociado de Puerto Rico. En el Tuntún, en cambio, habitan cuerpos con el apetito abierto, voraces, insaciables: cuerpos que aún en condiciones de colonialidad ponen la lengua a gozar, y que con ella trituran y degluten por igual tanto los discursos que celebran la riqueza (o deberíamos decir la ricura, para seguir dentro del diccionario gastronómico) del tesoro cultural hispánico – lo vemos en el lúcido análisis de la gozadera pirata que tiene lugar en “Aires bucaneros” – como los “ingredientes” discursivos con los que se ha cocinado históricamente la fantasía en torno a la negritud en poemas como “Kalahari” o “Preludio en boricua”.
Aquí se trata, entonces, de cuerpos en los que la boca se hace agua, orificio que conecta con el mar, esponja. “Dadme una esponja y tendré el mar”, dice Palés Matos, pues ambos, propone Quintero, constituyen una “experiencia cinésica en despliegue”, ambos comparten esta condición dada a la penetración y a la expulsión. Pero Quintero, creo, re-escribe el verso palesiano, y le hace decir también: “dadme un cuerpo y tendré una esponja”. Y por este encadenamiento de dobles metamórficos va trazando una lógica porosa de la que participan por igual mar, esponja, y cuerpo colocado en el litoral isleño. Más aún, podríamos agregar en esta cadena otro eslabón y seguir pidiendo: “dadme un poema y tendré un cuerpo”, porque mar, esponja, poema y cuerpo son todas experiencias de algo que desborda la forma que quisiera contenerlas, de algo que resiste a su organización.
De aquí las resonancias deleuzianas/guattarianas del libro: los cuerpos del corpus que asedia Quintero son cuerpos des-organizados, sin órganos, cuerpos que resultan de una experimentación tan radical que se pierde la posibilidad de decir mi cuerpo, simplemente se deviene un cuerpo y luego otro, y luego otro, y así. Y aquí Quintero nos ofrece su sagaz lectura de Virgilio Piñera. Comenzando por el Discurso a mi cuerpo, en el que el autor de Cuentos fríos habla en tercera persona de su cuerpo, para espanto de su familia que le escucha decir: “lo voy a bañar”, “tiene fiebre”. Porque para Piñera, sostiene Juan Carlos, el cuerpo es una realidad absolutamente exterior al lenguaje: lo imagina como carne, montículo de tejidos, amontonamiento de miembros que tornan irrealizable la posibilidad de reconocer-se. Escribe Quintero: “El cuerpo (para Piñera) es un espejo imposible, un no-espejo donde insiste el sujeto en apreciar su dimensión. Escribir la carne de dicho cuerpo es orquestar esta separación, esta agonía”. Por eso, como ocurre en La carne de René, el protagonista se resiste a entrar en las Escuelas de la carne para aprender a hacerse un cuerpo: sólo busca escapar de esas pedagogías carnales –del dolor, del placer– que enseñan la única sensorialidad posible, que es la que está por todas partes. Como el agua. En su análisis de La isla en peso, Quintero advierte que el agua que Piñera maldice en su famoso verso (“La maldita circunstancia del agua por todas partes”) no es maldita porque aísla el cuerpo, sino porque está por todas partes, inundándolo todo, borrando y saturando cualquier otra experiencia cárnica para el corpus cubensis que no sea la que prescriben sus instituciones: la Patria, la Causa, la tradición cultural, el Estado. Dice Juan Carlos que los poemas de Piñera quieren “Acabar entonces con la misma agua de siempre, …, el agua de todos los días, la idéntica, la siempre igual, la que ha hecho indistinguible un objeto del otro”. Lo que quiere Piñera, señala Quintero, es secarse. Cito un fragmento de “La isla en peso”:
Hay que saltar del lecho y buscar la vena mayor del mar para desangrarlo.
Me he puesto a pescar esponjas frenéticamente,
esos seres milagrosos que pueden desalojar hasta la última gota
de agua
y vivir secamente. (2000: 37-38)
Desalojar el agua, drenar ese espacio en el que todas las cosas se encuentran subsumidas en una misma unidad húmeda e indistinta, poner a fluir, vaciar la sustancia de lo pleno: pensar desde el vacío; en fin, todas formas de nombrar una voluntad de colocarse en la raja. Y desde allí, dice Quintero, registrar de qué modo se han rechazado las certezas del cuerpo que nos ha sido asignado, rearmándolo ya sea con sus miembros mutilados, como lo hace el protagonista piñeriano de “Las partes”, o apelando a una sensorialidad otra: “el olor sabe arrancar las máscaras de la civilización”, apunta Piñera en uno de sus versos.
La hoja de mar expone una multitud de experiencias sensoriales que tienen lugar en ciertos textos del Caribe, experiencias que no reponen el cuerpo de ninguna comunidad originaria, ningún arke preexistente, ningún telos prefijado: por el contrario, lo que se registra aquí son cuerpos que sueltan amarras de toda sujeción; cuerpos múltiples, heterogéneos, que se rajan del mapa que sedentariza muchas de las lecturas de “lo antillano”, y al hacerlo abren un espacio archipielágico y exhiben modos diversos de estar y de actuar en él.
Celebro la llegada de este libro a esta ciudad mediterránea, tan lejos del mar, pero no por eso exenta de fantasías insulares. Ciudad proclive a los ombliguismos y mitologías yoicas que insisten en empapar los discursos acerca del “cordobesismo” –el término es de nuestro ex gobernador peronista José Manuel De la Sota, pero si lo prefieren podemos invocar a la “isla cultural” cordobesa inventada por el ex gobernador radical Eduardo Angeloz– siempre con las mismas imágenes, por todas partes: la toga universitaria, las bombas del Cordobazo, el fernet con coca.
Textos citados
GUERRA, Félix (1994): José Lezama Lima: Amo el coro cuando canta. E. Bejel (ed.), Boulder, Colorado: Society of Spanish and Spanish-American Studies.
PIÑERA, Virgilio (2000): La isla en peso. Obra poética. A. Arrufat (comp.), Barcelona: Tusquets Editores.
[Texto leído como presentación del libro de Juan Carlos Quintero Herencia, La hoja de mar (:) Efecto archipiélago I (Leiden: Almenara Press, 2016) en el Bazar de libros del III Congreso Internacional: El Caribe en sus Literaturas, Universidad de Córdoba, Argentina, 6 de abril de 2018.]