La isla extrema (o su resiliencia y la nuestra)
El autor destaca la importancia de la ciudad al discutir nuestra condición actual. Desde hace algunos años, más de la mitad de la humanidad vive en ciudades. Ya somos una especie mayoritariamente urbana. Por otro lado, las ciudades son las zonas que más contribuyen al calentamiento global y son, también, las más vulnerables a algunos de los cambios provocados por dicho proceso, como el elevamiento del nivel del mar o las olas de calor (más severos en las ciudades que, por lo general, tienen temperaturas más altas que las regiones circundantes).
Al destacar la importancia de la dimensión urbana en la discusión sobre el cambio climático (ausente, según él, en muchos escritos sobre el tema) el autor se centra en lo que llama ciudades extremas. Las ciudades extremas se caracterizan básicamente por tres elementos: gran tamaño o crecimiento acelerado pero desigual (por lo general desparramado y mal o, sencillamente, no planificado) o ambos; considerable y creciente desigualdad económica y social, que también se manifiesta como desigualdad territorial y, en muchos casos, étnica y racial; y alta vulnerabilidad a los efectos del cambio climático. Las hay gigantescas y no tan grandes. Ricas y pobres. Nueva York, Nueva Orléans, Lagos, Mumbai y Yakarta son todas ciudades extremas.
Un racimo importante de las ciudades extremas se encuentra en la banda tropical más expuesta a ciclones, huracanes y tifones que incluye a las zonas costeras urbanas de Filipinas, el sur de China, Vietnam y el sureste asiático, el golfo de Bengala, Centro América y El Caribe. Basta ver los tres elementos indicados y esta descripción geográfica para concluir que San Juan y el aréa metropolitana cualifican como ciudad extrema. Quizás todo Puerto Rico, con su territorio relativamente pequeño, claramente delimitado y densamente poblado, puede describirse como una isla extrema, marcada por la urbanización acelerada y desigual, la desigualdad social y territorial acentuada y la vulnerabilidad a los efectos del cambio climático.
Dawson se centra en un problema sobre los demás: el elevamiento del nivel del mar, producto del deterioro de las capas de hielo en el mar Ártico, Antártica y Groenlandia que amenaza con sumergir grandes regiones pobladas, incluyendo buena parte de grandes ciudades. Más de la mitad de la población mundial vive a menos de 120 millas de la costa. También discute la interacción de ese problema con el de la mayor frecuencia e intensidad de huracanes y eventos similares. Aunque, como indican los científicos, no es posible vincular un hecho específico, como un huracán determinado, con el calentamiento global, no es menos cierto que ese proceso crea condiciones que propician huracanes más frecuentes e intensos.
Según Dawson, las ciudades extremas, sobre todo en los países en desarrollo, son hijas del capitalismo neoliberal: las mismas políticas que generan creciente desigualdad económica, expulsan a parte de la población rural (al destruir la agricultura campesina con importaciones o reemplazándola con producción capitalista). Los que no logran emigrar a los países desarrollados se asientan en las ciudades, que muchas veces no pueden proveerles ni empleo ni vivienda ni servicios adecuados. En regiones desarrolladas como Nueva York, las políticas neoliberales acentúan el contraste entre zonas privilegiadas y marginadas, empobrecidas y contaminadas (como Harlem, partes del Bronx, Rockaway y otras que el autor discute). Retomando un concepto de Trotsky, Dawson indica que el capitalismo, incluso en los países avanzados, se caracteriza por el desarrollo desigual y combinado, es decir, la mezcla de progreso y atraso, modernización, relegamiento y abandono. A la vez, el imperativo de la ganancia privada impide acciones efectivas para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y agrava la amenaza del cambio climático. En fin, los tres elementos de las ciudades extremas: gran tamaño y crecimiento, desigualdad social y vulnerabilidad al cambio climático tienen una misma raíz en las tendencias del capitalismo neoliberal.
Los desastres provocados por el capitalismo, dada la desigualdad económica que ese sistema también genera, tienen un impacto desigual: no tienen el mismo efecto en Nueva York que en Puerto Príncipe (ambas afectadas por el huracán Sandy en 2012), ni tampoco entre los sectores más ricos y más pobres en esas sociedades. Es decir, el desarrollo desigual y combinado generado por el capitalismo produce desastres que también son y serán desiguales y combinados. Esto conlleva más de una injusticia. Para empezar, los países ricos y las clases dominantes, que, con sus más altos niveles de consumo, son los que más contribuyen al cambio climático, son los que también tienen más recursos para protegerse y escudarse de su impacto. Impacto que entonces cae desproporcionadamente sobre los que menos contribuyen al problema, pero tienen menos recursos para defenderse.
Por lo mismo, la reacción de los sectores gobernantes no es cuestionar el sistema económico existente, del cual se benefician, sino buscar la manera de administrar y de manejar sus desastres. Incapaces de cuestionar el capitalismo, no les queda más remedio que adaptarse a sus catástrofes. No pueden hablar de causas del problema climático, ni de cómo atenderlas (lo cual exige un cambio económico radical) sino del manejo de sus efectos. De ahí la tremenda popularidad del discurso de la resiliencia, según Dawson. De ahí el caso más extremo de evadir la causa del problema: la de ver el cambio climático como un problema de seguridad.
Para empezar por lo segundo: Dawson discute distintos «escenarios» formulados por varios autores que parten de la inevitabilidad del cambio climático. El proceso generará sequías, descertificación, hambre, caos político y grandes migraciones en los países más pobres. Los países desarrrollados pueden abrir sus puertas y hundirse ellos también en el desastre, lo cual aumentaría las víctimas sin aliviar a nadie. Por vía de este cálculo «realista» se concluye que los países ricos deben fortificarse contra el caos que se acerca. La humanidad se divide entre los escogidos y los condenados. Es lo que Dawson llama el apartheid climático. Sin duda lo que se justifica inicialmente como inhumano pero necesario, pronto se justificará como defensa ante la amenaza que para la supervivencia de unos representan los «otros», extranjeros más pobres o con piel más oscura. La ideología que acompaña todo esto no es difícil de adivinar: la compasión es un sentimiento peligroso, la solidaridad un cuento de hadas. En este mundo en que vivimos el que no desplaza al otro, será desplazado. Mezclados con las doctrinas que reducen el problema climático a la sobrepoblación esta perspectiva anima a contemplar con resignación la muerte de millones, como un ajuste inevitable de las especie con el planeta. En fin, la defensa del capitalismo, mezclada con la necesidad de responder al cambio climático y con el malthusianismo pueden generar respuestas regresivas que recuerdan el fascismo y tendencias afines.
Las películas postapocalípticas ayudan a normalizar este escenario, según permiten vivir el desastre virtualmente y por adelantado, especie de catarsis que nos permite seguir con la vida «normal» hacía mayores desastres.
Pero esa es la respuesta más extrema. Por ahora no es la más difundida, aunque no deja de asomar su cabeza en las actitudes xenofóbicas y anti-inmigrantes que el capitalismo también genera y con las cuales se mezcla fácilmente. Una versión más benévola es el discurso de la resiliencia que, a nombre de prepararnos para responder al desastre cuando se desate, esconde el tema de las causas del desastre. Es un discurso seductor (y en parte correcto, como veremos): ¿quién puede oponerse a que nos preparemos para responder y reponernos lo mejor y más rápido posible ante algún desastre o emergencia? Dawson advierte, sin embargo, que la resiliencia «se ha convertido en la jerga («jargon») dominante para atender las multiples crisis de la ciudad extrema sin transformar fundamentalmente las condiciones que son el origen de esas crisis». Es la invitación a prepararnos para los efectos, sin ir a las causas o, mejor, de perpetuar las causas a nombre de atender los efectos. Y como los efectos son reales y hay que atenderlos, este discurso puede ser atractivo.
Según Dawson, el discurso de la resiliencia evade el problema fundamental: el cambio climático es resultado de la necesidad del capitalismo de expandir la producción y el consumo ilimitadamente, de su búsqueda incesante de la mayor ganancia privada posible, que, entre otras cosas, le impide desprenderse de la energía fósil con la rapidez que el problema planteado exige. La humanidad necesita pasar de la ciudad extrema a la ciudad justa que se caracterizaría por el reconocimiento de límites ecológicos y ambientales y por la igualdad económica y social. Su objetivo sería, no el crecimiento ilimitado sino la producción suficiente para satisfacer las necesidades fundamentales y la generación de más tiempo libre para todos y todas. Un tipo de progreso cualitativo que no puede medirse como aumento del PIB y que no corresponde a la lógica del capitalismo. La mera palabra suficiente es anatema a dicho sistema. (Sobre el tema, recomiendo el breve texto de Benjamin Y. Fong «The Climate Crisis? It’s Capitalism, Stupid» publicado hace poco en el New York Times.
Ante los desastres provocados por el capitalismo, el discurso dominante de la resiliencia se centra en la capacidad de respuesta a esos desastres, promoviendo de paso, la aceptación del capitalismo. No se trata de una ideología que fluye vagamente por el medio social. Dawson explica como tanto los departamentos federales de Homeland Security y de Housing and Urban Development, como el Banco Mundial y la Rockefeller Foundation, entre otros organismos públicos y privados, han adoptado el discurso de la resiliencia como nueva consigna global. La fundación señalada creó un nuevo puesto de managing director a cargo del tema y lanzó un proyecto global llamado 100 Resilient Cities que invita a las ciudades competir por fondos para programas de resiliencia que se caractarizan por la instalación de alianzas público-privadas, la creación de un Oficial de resiliencia a cargo de implantar planes en colaboración con grandes empresas multinacionales. La presidenta de la fundación, Judith Rodin, publicó además en 2014 un libro dedicado al tema cuyo título nítidamente combina el tema de la ganancia con el de la adaptación al cambio climático: The Resilience Dividend: Being Strong in a World Where Things Can Go Wrong. Es el nuevo empaque del neoliberalismo para la época del cambio climático: no cambiar un sistema desastroso sino perpetuarlo y adaptarlo a los desastres que ha provocado. Según Dawson, sus artífices no solo quieren implantarlo sino ganarle apoyo: no se olvidan de incluir en puestos subordinados a los representantes de algunos grupos comunitarios, ambientales, laborales, etc.
¿Quiere esto decir que el discurso de la resiliencia no tiene validez alguna? No, sería absurdo asumir tal posición. Incluso en la sociedad más justa ocurrirán desastres: mientras más preparado se esté para responder, mejor. Por otro lado, el daño que el capitalismo ya ha provocado implica que muchos impactos del cambio climático son inevitables, aunque mañana se detengan todas las emisiones de gases con efecto invernadero. Por tanto, hay que prepararse para futuras sequías, inundaciones, huracanes y el elevamiento del nivel del mar. Esa es la realidad innegable de la que el discurso de la resiliencia se agarra para desviarnos del problema de fondo: las consecuencias del capitalismo y la urgencia de abolirlo. Esa manipulación es la que no debemos permitir. Y esa manipulación está en marcha.
Dawson plantea la necesidad de considerar un tema tabú: la inevitable retirada ante el avance del mar, el abandono de ciertas zonas que serán inhabitables. Ya la pregunta no es si esto se hace sino cómo se hace: por vía de más injusticia social o de manera igualitaria y planificada.
De lo dicho son muchas los elementos que aplican a Puerto Rico. Mencionemos rápidamente el desarrollo desigual al que hemos estado sometidos, como país colonial, cuyo resultado es la mezcla de avance y atraso de la sociedad isleña actual: primero una agricultura sobre-especializada sin industria y luego una industria fragmentada sin agricultura hasta llegar a una industria de alta tecnología con una infraestructura en muchos aspectos obsoleta. Ahora vivimos un evento climático extremo que impacta esa infraestructura y que genera un éxodo repentino hacia Estados Unidos. ¿Qué es Puerto Rico sino una isla extrema, según definida por Dawson (urbanamente desparramada, desigual, vulnerable, ubicada en el trópico ciclónico), y qué son los cerca de 200 mil isleños que han salido después de María sino refugiados climáticos, de los cuales en el mundo habrá muchos más en el siglo XXI? Según Dawson Puerto Rico no sería una excepción, sino un anuncio. Podemos decir que sabemos lo que el capitalismo le depara a la humanidad: lo estamos viviendo.
De paso cabe mencionar que Dawson traza la evolución de la ciudad de Nueva York de forma que no deja de ser sugerente. Las etapas son las siguientes: progresiva desindustrialización en la década del 1960, crisis fiscal en la década de 1970, políticas de austeridad impuestas por algo similar a una junta de control en la década de 1980, recuperación como centro financiero global con grandes desigualdades internas en la década de 1990. Es la evolución de Puerto Rico, quitando la recuperación como centro financiero global. Nuestra historia termina en el estancamiento y la regresión, como discutimos en «Manifiesto por la esperanza sin optimismo».
Y ahora que el huracán María pasó por la isla, también florece entre los escombros el nuevo buzzword: la resiliencia. Y no solo en términos generales. El Centro Para Una Nueva Economía acaba de anunciar un proyecto financiado con $1.5 millones de la Fundación Ford, la Open Society Foundation de George Soros y, ¿quién más? correcto, la Rockefeller Foundation para formular un plan para un Puerto Rico resiliente. Entre los directores del proyecto también se encuentra Richard Carrión, presidente de Popular Inc. («CNE da forma…», Nuevo Día, 15/11/17). Yo se bien que estas fundaciones no son meros títeres de los intereses cuyos nombren ostentan. Pero también se que no van a contradecir esos intereses en cuestiones fundamentales. No dudo que traerán la propuesta de un Puerto Rico resiliente y sin duda capitalista y probablemente más privatizado. ¿Plantearán la creación de un Oficial de resiliencia no electo que probablemente saldrá del mismo sector social que los Soros, Ford, Rockefeller y Carrión? ¿Plantearán nuevas APPs para la resiliencia? ¿Se ofrecerán fondos externos condicionados a la aceptación de las guías elaboradas por este proyecto? A nombre de reducir el control partidista ¿se seguirá reduciendo la participación? A nombre de reducir el poder de los políticos ¿se seguirá quitando poder a los electores? A nombre de mejorar la gobernanza ¿se seguirá reduciendo la democracia? Ojalá que no, probablemente sí. Pero no tenemos que adelantarnos, ya podremos leer su propuesta, que se anunció estará lista para marzo 2018. Tampoco tenemos que esperar para formular la nuestra: la de la transición de la isla extrema a la isla justa y eso exige construir movimientos dispuestos a poner en entredicho ese desastre llamado capitalismo.