La mejor manera de ser eterno
Llevo años montándome en el mismo tren mañanero con un señor de casi 90 años. No conozco su nombre, pero sé que camina lento, sin bastón, y siempre carga con un libro y un paraguas. Hace unos días lo vi sin libro, y al preguntarle me dijo que había terminado de leer una novela que lo había hecho una persona diferente; que al leerla le había pasado algo importante, y que era para toda la vida. No pude resistir asombrarme del portento de vitalidad y entusiasmo con que este señor de casi 90 años hablaba del futuro. Este hombre se expresaba de forma escandalosamente joven. Se proyectaba como si su vida fuese inacabable. Fue un momento formidable, de esos que define, sin adornos, la sencillez y el peso de un pensamiento depurado de todo desperdicio.
Debe ser que hay que tener muchos callos para llegar a una sabiduría tan desnuda. Porque ese mismo día compartí con una amiga –una mujer joven, inteligente, ambiciosa y exitosa– quien, habiendo superado una buena ración de heridas y cantazos, me confesó sentirse infeliz e insatisfecha. “Is this it?” me preguntó en inglés con los ojos aguados, como queriendo saber si tener una familia sana y feliz, un puesto envidiable, y tantas otras cosas buenas, es la cumbre de la experiencia que llamamos “vida”. El contraste entre el señor del tren y ella era descomunal y espeluznante. Y la pura verdad es que vi en ella algo que he visto en mí: una insatisfacción subyacente, un sentimiento oculto de haberse equivocado de camino, un darse cuenta que la vida pasa, nos comienzan a salir canas, y a pesar de tanta educación, tanto sacrificio y esfuerzo, aún no somos eternos.
Estoy convencida de que a todos nos llega un momento cuando se acaba la dictadura y comienza la democracia propia. De ese momento en adelante –si es que no lo hemos hecho antes– comenzamos a dedicarnos a lo que queremos, no a lo que nos imponen otros o el sistema. Y ese paso conlleva una aceptación tan hermosa como lacerante de la mortalidad, de que todo pasa, lo bueno y lo malo, las cosas feas pero también la buena suerte, y sobre todo, el tiempo. Seguir viviendo a partir de ese punto puede ser una tarea difícil, monumental y compleja. Pero lo hacemos porque en el cómputo interior apostamos a que es mejor tomarnos el riesgo a convertirnos en una persona que lleva, como dijo Thoreau, “una vida de desesperación silenciosa”.
Este último año a mi padre le ha dado con tomar fotos de amaneceres. Casi todos los días sube a Facebook una foto del amanecer desde su balcón en Miramar, con las montañas del Yunque al fondo. Todos los días la imagen es distinta. Algunos días el cielo es un desbarajuste de nubes musculosas; otros días luce desganado y desolado, como si reflejara el desamparo de algunos bajo su techo; aun otros días los colores se despliegan con tal certeza y sinceridad que uno se siente inoculado de luz. Me fascina este nuevo proyecto de mi padre porque se trata de la muerte, es decir, de la vida. Sus fotos me confirman que él, con su indudable lucidez, madurez existencial y hondura humana, todavía padece de traumas con el paso del tiempo. Insiste en extender su cumbre. Sigue viviendo igual de confuso y trémulo que en su adolescencia.
Y es que la verdadera inmortalidad es la del aquí y el ahora, la de la plenitud anímica y el brío vital, la de la capacidad de asombro de vivir el presente como si fuese un amplio horizonte interminable.
En estos tiempos resbaladizos, una de las pocas cosas que puedo decir sin miedo a equivocarme es que sería penoso haber vivido momentos que arden, y pasarse el resto de la vida mirando al pasado con una nostalgia un tanto exagerada. A pesar de que somos como caracoles y vamos con nuestra existencia a cuestas, me parece insoportable vivir con la fastidiosa sensación de que algo valioso se ha perdido. No creo que sea bueno dejar que eso que se perdió siga ahí, dándonos piquiña en el preciso lugar de la espalda que no alcanzamos para rascarnos. Además, ¿quién puede decir con certeza que lo mejor no se encuentra en el futuro? No hay manera de saber si una nueva experiencia traerá un renacer o si ya todas las cumbres fueron vividas. En una vida siempre hay varias vidas –yo voy comenzando mi tercera existencia– y la certidumbre de esa pluralidad es al mismo tiempo consoladora e inquietante. Mientras la realidad se empeña en parecernos tozudamente ambigua y éticamente gris, la clave está en decidir cómo responder a tanta ignorancia.
Tal vez la mejor manera de ser eterno sea vivir con el mismo afán de conquista con que Sócrates vivió sus últimas horas. Luego de ser condenado a muerte, el griego se pasó su última noche aprendiendo a tocar una melodía en su flauta. Cuando sus amigos le preguntaron para qué perdía su tiempo, dijo: “Para qué va a ser, ¡para aprenderla antes de morir!”