La muerte del último insomnio
Él escuchó mi último pensamiento antes de ser devorado por una Esperanza, que así nombró el Gobierno a la pandemia final. Cada vez somos menos. Tampoco escuchan nuestras voces interiores. Deambulamos sobre la piel de los muertos-vivientes.
¿Qué es hablar, sin dolernos el camino?
Otra consecuencia pandémica fue la paulatina mudez. Nos desgarraron una a una cada palabra, en un insufrible suplicio, hasta convertimos en pequeños murmullos. La penúltima voz de mi mente dijo que la amaba. Amar como amo no está permitido. Irremediablemente la enfermedad de la Esperanza drenó a mi amada y su eterna sonrisa, hasta la mudez final. Amar es un verbo finiquitado. Todos olvidaron cómo sonreír. Somos insomnios neutros, afásicos e inexpresivos; además, nos arrebataron nuestros géneros.
¿Cómo morir si ya nadie duerme ni despierta?
Durante la pandemia de las esperanzas, los muertos-vivientes transportaban a los pocos que quedábamos hasta el Abismo, ese lugar donde —después de perder los verbos, los sueños, las voces, el género y la sensibilidad— nos arrojaban para desaparecernos. Al menos, eso me contaron antes de quedarme sola. Ya sentía el ardor de la luz, según me acercaban hacia esa muerte que nos consume hasta la apatía final.
¡Escuché un susurro, queda otro insomnio! Mientras queden más, tengo que luchar. Finalmente soñé hasta despertar. Renació mi cuerpo, mi sexo, acaricié mis labios, sonreí palabras.
“No te vayas, la esperanza es otra cosa”, grité al último insomnio antes de arrojarse al abismo.