La muerte feliz de William Carlos Williams

Aponte Alsina, Marta: “La muerte feliz de William Carlos Williams”, Sopa de Letras, Cayey 2015
¡Qué mucho ha despreciado la crítica puertorriqueña nuestra literatura de viaje! Como si la insularidad fuera la frontera de la mente, o peor, de la imaginación. ¡Cuán ensoñadoras y emotivas son las páginas en las que el ambiente se mete en las entrañas del personaje, y por consiguiente, del lector! Mayagüez, París, Puerto Plata, New York, Rutherford, Cayey… todos entrelazados por vasos comunicantes inscritos en una raíz, suspendidos por hilos tenues que van borrando una memoria que resiste extinguirse. ¿Cómo un joven puertorriqueño puede repensar el esplendor de un pueblo como Mayagüez, cuando le han reducido el pasado a una fachada? ¿Piensa ese lector que pudo haber tenido un crecimiento de pueblo saludable? ¿No fue ese crecimiento, tan fatal y torcido como el de Raquel? Paris huele a electricidad, a los inventos que una mente provinciana e ingenua, rechazaba porque le habían enseñado que eran vulgares. ¿Triste situación de una joven mujer que se ruboriza por pintar modelos al natural? ¡Qué malo es no haber caído donde tenía que caer! En 1878, una provinciana caribeña no podía lanzarse con esos demonios que pintaban impresiones. Qué iban a decir en Mayagüez… ¿que fue a perder el tiempo en París? Las conjeturas son múltiples. La novela suscita muchos textos paralelos. Su arquitectura es firme pero flexible. Los detalles tienen toda una gama de sabores y colores, agrios o dulces, sombreados o chispeantes. Muchas frases lapidan con toda delicadeza, pero lapidan.
La alegría de Puerto Plata, y la pujanza del comercio de fines de siglo, está en el aire con la misma densidad porosa de Mayagüez. Contraste hermoso de esto es la apreciación de Raquel sobre esa ciudad fea, con un puente ordinario impuesto como un murciélago para espantar a las almas sensibles. Al lector moderno le cuesta ver al New York de vuelta del XIX al XX. Una ciudad sucia, llena de extranjeros buscando la suerte de una vida prometida, la industrialización desmesurada cobrando espacio. Y todo esto en la mente de una mujer que se había quedado estancada en 1878, su mejor recuerdo. Su recuerdo de afilar su mejor talento, la pintura. Una pintura, en cambio, que está anquilosada. Nos hace preguntarnos como lectores, ¿cuánto acceso a las corrientes de avanzada tenían las mujeres de siglo XIX? Uno piensa en Mary Cassatt… Ah el acomodo, ella era de las primas pobres… Berthe Morisot, con los Monet y Manet, haciéndose la mosquita muerta para comprar años y que las costumbres machistas cambiaran. Sin embargo, exhibiendo con ellos casi todo el tiempo. Pero… ¿a qué podía aspirar una puertorriqueña, una caribeña de siglo XIX? ¿Se casó cara a Europa, como hizo la Gómez de Avellaneda o la Carmen Eulate Sanjurjo? No. Tuvo jodidamente que volver. Y los pasos de una mujer estaban contados…
Tristeza. Desazón. El lado pragmático de la realidad dictando los pasos para botarnos la vida. Los personajes… qué desfile… El espectro de aburridos, William George, la bruja Emily, con más resonancias… Floss, y por supuesto, el domado William Carlos. ¡Qué simbiosis extraordinaria! ¡Qué parasitismo desgarrador! No debo caer en lo que voy a decir, pero caigo. ¡Elementos coloniales ya, en su momento de gestación! Cambio de banderas y los personajes y los traslados sirven para ilustrar extraordinariamente la producción y los cambios de poder de toda una época. Por supuesto, la poesía trasciende todo esto. Las enconadas búsquedas sin éxito de Raquel, se truecan por la facilidad apalabrada de William Carlos. ¿Las mesas parlantes y los orines temprano le dieron esa soltura? El cordón umbilical estaba ahí. Mamá, pinta las cosas de todos los días. Vas a encontrar la verdad y la verdad puede ser bella. Pero ella era criatura de otro tiempo. Debemos morirnos cuando empezamos a anquilosarnos. Terrible. Nuestra realización puede estar en otro. Maldita carambola de un vulgar billar…
Qué oportuna es esta novela para los puertorriqueños que insisten en irse a lugares estadounidense intrascendentes. Las páginas de búsqueda de Fermina en Cayey le quitan la máscara a la novela misma. El contraste pasa a ser pleno ying y yang. Se ve el armazón del edificio. Preguntas al lector. Cuál es tu tema. Cuál es tu tratamiento. Por qué eres artista. Por qué lees. Nos has sentado en el banquillo del estrado donde saldremos culpables no importa qué argucias intentemos. Magistral novela, Marta. Nuestros espíritus siguen parloteando en las mesas, pero no queremos escucharlos. Somos nosotros los que hemos muerto hace rato. Y nuestros hijos nos vienen a buscar, pero la memoria es un mosaico desde el principio, y el artista que lo montaba está indispuesto. Tan cerca y tan lejos. Tu constelación nos ha salvado por la agudeza y la valentía que la pobre Raquel perdió cuando volvió de París. Gracias, Marta, por esta pintura tan cabal donde nos reconocemos a plenitud.