La peste de Albert Camus
La peste de Albert Camus es una de las grandes novelas de nuestra época, novela en el más cabal sentido del término, de las que logran crear un mundo que nos arrastra y aprisiona; el universo hermético, el pequeño cosmos que constituye, según la acertada y sagaz observación de Ortega, su máxima virtud. La mayor parte de las novelas de nuestra época responden a un concepto tan peculiar del género que es casi imperativo acuñar un nuevo término para definirlas. Son casi siempre estudios de psicoanálisis, propaganda disfrazada o sin disfrazar, reportajes, conjunto de episodios imitativos de la técnica cinematográfica, intento de búsqueda de nuevos modos de novelar, ensayos en el mejor de los casos. La Peste es una verdadera novela, de trama apasionante, narrada con habilidad, con personajes tan vivos como seres de carne y hueso, que aborda un gran problema de alto sentido ético con maestría y claridad.
Ya desde las primeras páginas se revela el gran talento novelístico del autor; en la descripción de la ciudad argelina que va a ser víctima de la peste, una ciudad sin sospecha de que la vida es algo más que “trabajar de la mañana a la noche y enseguida elegir entre el café, el juego, y la charla, el modo de perder el tiempo que les queda por vivir, una ciudad enteramente moderna”, en el modo dramático que va descubriendo la aparición del enemigo que ha de despertar la estúpida rutina de su vivir sin sentido; las ratas.
Según avanzamos en la lectura nos damos cuenta de que los personajes, no obstante su individualidad, son también prototipos de los diversos modos de reaccionar ante la situación anormal que consigo trae la peste; que esta es para el autor concreción de lo diabólico y destructivo, símbolo de la guerra totalitaria del mundo moderno. La peste y la guerra, “situaciones sin compromiso posible”, cuando las palabras “transigir, favor, excepción ya no tienen sentido”, implacables destructores de la persona, de las normas y costumbres sociales, del sentimiento cristiano de la piedad; la lucha sorda entre la felicidad de cada hombre y la inhumanidad de un mal contra el cual menester es, para vencer, despreciar y olvidar los valores que dan sentido a la vida, en síntesis una situación que da a lo inhumano categoría de deber.
La peste es, pues, el verdadero protagonista de la novela y los caracteres que en este mundo de pesadilla moran se nos revelan por la actitud que asumen ante la epidemia. El Dr. Rieux, cuya visión pesimista de la vida va unida a un profundo sentimiento de solidaridad, es el espíritu del deber, la conciencia de la responsabilidad, la bondad que deriva de la razón. “Puesto que el orden del mundo está regido por la muerte acaso es mejor para Dios que no crea uno en él y luche con todas sus fuerzas contra la muerte, sin levantar los ojos al cielo donde él está callado.” Tarrou, el rebelde descreído que se siente culpable de todas las injusticias de la tierra, espíritu lleno de la simpatía que nace de la comprensión, quien deseando mejorar el mundo ha conseguido sólo incurrir en los mismos errores que le angustian —“sé únicamente que hay en este mundo plagas y víctimas y hay que negarse tanto como le sea a uno posible a estar con las plagas”— Pareloux, el jesuita que ve al principio la peste como un castigo divino por los pecados de la ciudad y al final, después de contemplar y vivir tantos horrores, quiere creer que obedecen a un designio misterioso que el hombre no alcanza a entender. Muere, más que de la peste, de la angustia de dudar. —“Hay que creerlo todo o negarlo todo y ¿quién se atreve a negarlo todo?” Grand, el modesto empleado público, “héroe insignificante y borroso”, símbolo de los miles de seres silenciosos y anónimos que siempre cumplen su deber por instinto, sin clara conciencia de su heroica lealtad. Gottard encuentra su tranquilidad en la peste, la muerte de miles de seres da seguridad a su vida, símbolo de los que medran y sacan ventaja del infortunio colectivo. Rambert, el periodista extranjero obligado por azar a permanecer en la ciudad apestada, pasa los días buscando el medio de escapar y cuando al fin le encuentra siente vergüenza de su cobardía, decide no huir, sino ayudar a los que ya siente como suyos por haber compartido su dolor. Símbolo de lo difícil que es ser neutral en nuestro tiempo. “Épocas en que no se podía hablar de pecado venial. Todo pecado era mortal y toda indiferencia criminal. Todo era todo o no era nada.”
No obstante el tema y el hondo sentido de desamparo de los personajes, la novela no deja una impresión pesimista. Vemos cómo ante las situaciones graves se agrandan los seres humanos y saben ser heroicos aun sin esperanza. “Hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.” Es la expresión en forma novelesca, del credo que en sus conocidas Lettres à un ami allemand expuso el autor: “Continúo creyendo que el mundo no tiene sentido superior. Pero sé que algo en él tiene sentido y ese algo es el hombre, único ser que exige del mundo un sentido. Este mundo tiene al menos la verdad del hombre, y nuestra tarea es darle razones contra el destino mismo. Y no hay otras razones fuera del hombre y es a este a quien debe salvársele, si queremos salvar la idea que uno se hace de la vida. ¿Qué es salvar al hombre? Yo te lo grito con todas mis fuerzas; es no mutilarlo y dar probabilidades a la justicia que tan solo el hombre concibe”.
Texto publicado originalmente en prensa el 20 de mayo de 1949. Incluido en la selección de columnas hecha por la propia autora para la serie de 5 volúmenes publicada por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico bajo el título de Índice cultural. Ver Tomo I, p. 49-51.