La tenaza rosada de un cangrejo: crónica del litoral de todos los mundos el mundo
Nosotros/que nos queremos tanto/debemos separarnos/no me preguntes más
–Nosotros/Pedro Junco, interpretado por Gilberto Monroig
To reach, not the point whether one no longer says I, but the point where it is no longer of any importance whether one says I. We are not longer ourselves. Each will know its own. We have been aided, inspired, multiplied.
–Guilles Deleuze & Felix Guattari/A Thousand Plateaus
a los perros kafkianos de Marta y Paco; a Julio Ramos
Lo intentó. Con todas sus fuerzas y años de práctica a su haber en los menesteres del desvarío, Julio hizo todo lo humanamente posible para que nunca llegáramos a casa de Marta Aponte. Por suerte, el destino dictó otra cosa y finalmente llegamos. Pero antes cabe decir/escribir lo siguiente: detrás de un volante Julio es ese tipo de hombre que desconoce su lugar en el mundo. El GPS de su telefonito parloteaba unas instrucciones en inglés que de seguirlas seguro nos ayudarían llegar a algún sitio, pero aquél sitio no sería nunca la casa de Marta. Pensé en una cotorra. Juanca vamos a pararnos un momento. Yo creo que vamos en dirección opuesta. Julio, vamos por el expreso. No nos hemos desviado por ninguna salida. Yo creo que eso es imposible. Pensé que era imposible de hecho. Juanca, si hubiéramos tenido un mapa de aquellos grandes que se doblaban así así, y contigo de copiloto ya de seguro hubiéramos llegado, me dijo Julio, nostálgico. Sí. Usó la palabra co-piloto. Pensé en el tío Nobel. Lo miré fijo por dos segundos. Eso no es verdad, dije simplemente. No es verdad. Llama a Marta, me dice Julio. Le escribo a Marta en el chat. Marta me escribe que no tiene celular. Eso. No que no lo tiene consigo. Que no tiene. No posee. Un celular. Estas personas que yo amo inconmensurablemente no son medievalistas. No pueden serlo. Ellos son medievales, pensé. Humor de genios.Cuatro mesas flotan sobre la arena roja de una playa innombrada. Cuatro mesetas.. Las patas de aquellas mesas quedaban ocultas bajo los manteles blancos como si esas mesas fueran un cangrejo/cuatro cangrejos a quien una niña/trece niñas perversas les hubieran arrancado las patas. Las mesas levitan en el aire. Sus patas, sus manteles blancos no rozan el suelo arenoso. Trece chicas se asolean sentadas/paradas/acostadas sobre/ante/alrededor de aquellas mesas bajo un sol enorme y amarillo. Los pies de esas muchachas no se posan, no acarician las arenas bermejas de la playas. Excepto los de una, ceñidos por sandalias. No te diré/escribiré cuál es. Esas muchachas no se hablan. No se miran. No te miran. Sus miradas se cruzan sin rozarse, sin intersecarse, sin posarse unas en las otras las miradas sobre los ojos, los cuerpos de las otras. No hay comunicación aparente entre ellas y ellas, entre ellas y el mundo. Entre ellas y tú. Un abismo sideral hecho de arena aparta las mesas unas de las otras y las miradas de las muchachas unas de las otras. Sus ojos, sus lenguas no se hablan. Parecen estar aisladas de todo excepto de ellas mismas. En otro mundo alienígena, otro planeta extragaláctico orbita una estrella-limón y arenas rojas. Un eclipse permanente órbita alrededor de este planeta de adtmósfera enrarecida. Esta es una playa a primera vista desolada, desprovista de lenguaje. Parecería. Ellas no posan.
Cuando Pintora me habla/escribe, cantándome con la voz, acariciando la pantalla del telefonito cuando chateamos, Pintora se refiere a ella misma siempre utilizando un pronombre plural. Siempre dice/escribe nosotras.
El nombre de este cuadro, de este mundo: La cena de las separadas.
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No solo de estas payasadas hablamos Julio y yo en nuestro tránsito descarriado hacia la casa de Marta. Nos ponemos al día. Nos preguntamos cosas, o casi siempre Julio pregunta. Hablamos de cosas. De cómo vemos algunos mundos demasiado cercanos. De nuestros secretos a gritos. Nos interesan las cosas que nos decimos. Nos damos algo de aliento sin mimarnos demasiado y estamos pendientes, esto es colgamos de aquellas palabras del otro porque son certeras, porque sabemos que no van ni regresan atrás vacías, porque son al punto y efectivas, porque nos hacemos bien.
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Decir/escribir que las palabras escritas de este texto no “reflejan”, “expresan” o “describen” lo que esta crónica pretende narrar implica tropezar con un clisé sofisticado. Que las palabras no se parecen a las cosas. Que se quedan cortas. Que no bastan, no pueden dar cuenta de una realidad que las rebasa. Que una vez apalabrada la realidad se empobrece, las palabras escritas hace desafortunada la realidad. Esto es un clisé teórico y como todo clisé mantiene un fundamento de verdad. El problema de esta romantización de la realidad como algo inalcanzable, inefable, indescriptible a cabalidad y totalmente resistente al lenguaje es que pretende pertinaz que se dispare trascendente lo inmanente. Hace de la física una metafísica. De la cosa una cosa escapada como el deseo de Lima. Una definición mejor. Pero se nos presenta como obvio que cosas, mundos se escapan al lenguaje. Intuimos, sentimos esta aparente insuficiencia lingüística. Esto implica una definición muy rigurosa del lenguaje y si pudiéramos ampliar esa definición acaso podríamos dar cuenta de aquello que se sustrae al lenguaje pensado así. Telepatía.
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Ya estamos cerca, me dice Julio luego de que casi lograra la difícil hazaña de atropellar a una gallina en pleno, breve y corto vuelo. Todo el mundo sabe que las gallinas no animales son volar extenso. Para aquella gallina aquel vuelo ínfimo estuvo a punto de ser el último. Por suerte para ella el destino quiso otra cosa. Esa gallina me recuerda, continúa Julio impasible, que la última vez que vine a ver a Marta le pasé por encima a una planta que estaba al frente de la casa de su vecino atropellándola. Era su primo, creo, el vecino de Marta, no de la planta sino de Marta, primo, el vecino, esto es. Era en reversa que yo iba, me aclaró. Ah bueno, eso lo explica claro, pienso. Sí. Esta es como la cuarta vez que yo vengo a ver a Marta acá arriba, prosigue Julio. Ah bueno, pensé. Entonces como carajo es que no podemos llegar a su fucking casa, pensé también. Pero mira Juanca, ahí está la planta que yo atropellé la otra vez. Coño sobrevivió, hasta se vé mejor que antes. Más saludable. Que bueno. Esto quiere decir que llegamos. En estos lares la flora y la fauna tienen una suerte cabrona, pensé. En cuanto a aquello de sobrevivir a la catástrofe cuando Julio se asoma desorientado por estos rumbos. Yo también tengo suerte.
Nos reciben los perros lindos de Marta y de Paco saltando y ladrando alegres o acaso aterrorizados y allí están Marta y Paco sonrientes esperándonos frente a la casa. Jugamos con los perros y hasta nos abrazamos los humanos. Acaricio a una perra y esta me gruñe por lo bajo. Paco la reprende y me dice es que ella desconfía. Yep, pensé. Los otros perros me adoran a primera vista como suele ocurrir siempre con perros y con gente. Esta otra caerá pronto, pensé. Ese olor de tiempo vivo y no manufacturado que emana de los perros satos me traen a la memoria los nombres de otros perros míos de otros tiempos míos. No sé cómo pude vivir sin ese olor que me rodeaba constantemente por tantos momentos de mi vida, pensé. Los recuerdo. Amo ese olor. Pienso que algunas veces yo huelo así.
Entramos a la casa. Vamos al patio. Miramos plantas y comentamos paisajes. Cada salida de esta casa presenta un paisaje bello y distinto, dice Julio. Puertas. Ventanas. Balcones. Terrazas. Lo dice en otras palabras. Es extraño cómo el amor imbuye de ternura momentos, conversaciones, estampas, poses, gestos, frases hechas, ironías suaves y anticipadas, paisajes que son en su autonomía, desprovistos de ciertos contextos, lugares comunes y clisés. Deliciosos clisés. El amor imbuye todo de ternura, pienso. No tenemos prisa en llevar las conversaciones que tenemos a lugares interesantes, importantes. Sin descuidar los contenidos de las palabras que nos decimos nos regodeamos en las formas familiares del lenguaje, las disfrutamos. Nos abrazamos mucho. Todos. Nos sostenemos las manos. Las posamos en los hombros del otro, de la otra. Sostenemos el brazo del otro, de la otra. Acariciamos perros. Nada de este cariño se presenta como el preludio de una cosa mayor. Más seria. Nos reímos mucho. Todo lo que está ocurriendo es de una gravedad, de una imprescindibilidad escandalosa. El cariño torna todo lo que ocurre como cosa imprescindible, insustituible. No intercambiable ni transferible. Hablando de otras cosas en realidad sólo de eso hablamos: de que estamos siendo telépatas. De que estamos compartiendo cosas únicas en su cotidianidad. Cosas poseídas. Desarraigadas del mundo siendo del mundo. Le muestro la cicatriz reciente en mi pecho a Marta. Se nota inflamada, me dice. Un poco. Pero es más que el aparato es como un huevo entre la piel y el músculo. Protubera. Ella piensa en esta explicación. Asiente. No dice nada.
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Esto es lo que pasa en estas conversaciones entre Julio y yo, entre Marta y yo. Entre Paco y yo y Marta. Entre yo y otros. Otras. Entre otras. Digamos/escribamos que este es el acto de presdigitación inversa que realiza el lenguaje: hacer visible lo invisible. Esto es una reducción del asunto admitida de inmediato. En este trabajo monstruoso de mostrar el aura de lo irrepresentable el lenguaje encuentra sus escollos. ¿Para qué escribir entonces? ¿Para qué escribir-lo/decir-lo? ¿Para qué intentar describir a Julio y a Marta y a Paco y a los perros kafkianos más allá de la anécdota cómica, absurda, trágica, patética? ¿Cómo demostrar que el valor de lo que se narra trasciende la voluntad desnuda de memoria? ¿Cómo reconciliar las palabras con las cosas? Pues a fuerza de voluntad. Porque siento que eso que se escapa a la opacidad a través del lenguaje importa. Es importante el intento. Y lo intento. Nosotros. Socorridos.
Separadas. ¿En serio? Una cinta interrumpida y sinuosa pende de cada mesa formando un hilo de Ariadne que conecta umbilicalmente aquellas mesas dictando el recorrido del ojo por la superficie del cuadro. Cada una de las mesas es un elemento, un miembro de una retrahila serial. Una serie. Un ensemblaje modular y fluido que conecta los dispositivos de un aparato sinuoso. No lineal. El espacio mínimo/infinito entre una mesa y las otras, una mirada de la otra, una palabra de la otra, una neurona y las otras, un mundo y los otros. La distancia entre la superficie de los ojos y una pantalla. Una puerta. Un umbral. Agujero de gusano, nodo de conexión. Conjunción. Portal de teletransportación hacia otros mundos.
Compartimos cosas auráticas. Simples. Sobrecargadas. Mánticas. Impresiones maniáticas. Trazos en las paredes de una caverna. La voz de Julio, una piedra tranquila. Cuando Julio habla casi nunca usa palabras que usa cuando escribe. Esto siempre me ha gustado. Lo hallo como un talento que no poseo. Marta, que casi todo lo dice a modo de pregunta. Convicción. Siempre. Difícil resistirse al acuerdo. Paco, sonrisa inmensa, habla bajito y poco. Siempre que lo veo con Marta sé que ese silencio no es tal. Esos dos no cesan de conversar un minuto. En silencio. Telepáticamente, Eso ha de ser evidente a quien los conoce. Esto es: las palabras que viajan invisibles entre estos dos son perceptible a simple vista. Unas palabras ahora entre Paco y yo ya de este modo de hablar retrógrado y burdo que son los vocablos dichos/dichos. Lenguaje de trogloditas. Difícil no soltar una carcajada ante los chistes de Paco. Ese se llama Buda, me señala Paco a un perro enorme y campechano. No por el Buda, ¿verdad?, le pregunto. Por Budapest, me explica. Pero ya le decimos Buda. Ah, lo apocopan, le digo. Me siento imbécil tan pronto digo esa palabra imposible. Paco se echa a reír. Reímos. Los dos.
Sólo una de las muchachas está separada de las otras en su separación. Sólo una de aquellas trece parece abismarse, ensimismarse, desbarrancarse por un abismo diminuto. Separarse del mundo negándole su mirada. Sólo una se abalanza, se sumerge al abismo de la superficie que es el límite y el umbral de tránsito entre este mundo/cuadro y el otro, los otros. Punto de fuga: la pantalla de un celular. Ruta a los otros mundos. Línea de fuga. Aquella. Una. Ella. La que desea. La más puta de todas. Esa lee. Esa eres tú. Textea. Esa escribe.
Ese soy yo.
Tú. Yo. Ella. Nosotros. Multiplicados.
Vamos a almorzar pero antes paseamos por la playa. El Limón, se llama la playa que visitamos. Paco y Marta pasean a menudo por este litoral. Sí. Como el de Palés. Porque este es el literalmente el litoral que Luis Palés Matos reconcilia esplendorosamente con el lenguaje en aquella novela única e incompleta. Esa novela nunca terminada podría ser una alegoría o una manifestación de lo que yo intento explicarte acerca del lenguaje. Esa novela no puede acabar de agotar desde el lenguaje el esplendor de un paisaje hoy en día devastado en estos siglos de peluches ahorcados. Pero allí, en ese libro que Palés no pudo terminar, se dramatiza el esplendor, el desbordamiento impertinente de un paisaje en peligro de extinción a fuerza de lenguaje. Su carácter incompleto parece señalar esa cualidad de perenne incompletos del lenguaje señalada arriba. Pero allí se da el ensalmo que permite al lenguaje evocar lo que se le escapa a fuerza de voluntad. El lenguaje se reconcilia allí violentamente con las cosas. Lenguaje inspirado.
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Marta: mira Julio, probablemente ahí estaba una casa que menciona Palés. Julio: Ah. Paco: mira Marta, aquí estaba el arbusto grande de uvas playeras. Este era nuestro punto. Ya no está. Tendremos que movernos para acá. Estas palabras habladas en el viento son incomprensibles en la escritura. Sólo en su performatividad, el dedo de Paco señalando un lugar imaginario rodeado de otros arbustos de uva, su mirada de soslayo hacia el mar. El dedo de Marta señalando un área sólo distinguible en la memoria marcada en las páginas de un libro, esas cosas que no recoge el lenguaje escrito me explican lo que cuenta Paco: la marea, en sus cíclicos y súbitos y acaso cada tiempo más agresivas entradas a la tierra se ha llevado el árbol. Se ha llevado otras cosas. Ha traído aún otras. Es el mar. Pero el árbol. Nuestro árbol. Esas palabras con sus pautas no apalabradas gestos, contrapunteos con la memoria, dicen más: nuestro punto se ha ido, el árbol se ha ido, el tiempo pasa, nos mueve las figuras y los escenarios, tenemos que movernos más al lado. Y luego. Más al lado. Pulgada a pulgada este mundo nos va expulsando. Retirando. Dejando de lado. Nos va haciendo de lado. Hasta que ya no haya lado y estemos al borde del precipicio.
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Lo anterior es un ejemplo de como pretende funcionar esta crónica tan extraviada, tan descarriadamente enamorada de los que cuenta, de los que narra, de los que dice. No es falta de cariño canta Gilberto. Articulación de la voluntad que une los mundos. El mundo como voluntad. De lenguaje. Metodología del ensamblaje. Así:
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Julio recoge un báculo del suelo hecho de arena. Un patriarca salido del Pentatéuco ante un mar que pertinaz, rehúsa abrirse en dos para cedernos el paso. Marta se preocupa por mi salud. Me hace preguntas. Igual que Julio. Se preocupan. Me hacen preguntas. Me asombra como casi siempre que estoy con estas dos personas que amo y admiro tanto siempre me hacen preguntas. Soy yo el que debería preguntarlo todo. Hablamos más cosas. Se acerca un lugar profundo. En la playa. En la conversación. Marta es de las pocas personas que conozco que habla conmigo de cosas profundas y difusas sin abochornarse como es el uso en estos días y ya hace muchos días, sin temer a que sonemos como unos imbéciles esnobs o unos personajes de diálogo socrático. Cosas difícilmente apalabrables sin pausas ni sobreentendidos inciertos como la desaparición silenciosa de aquel arbusto de uvas playeras. De filosofías sin nombre y habladas en metáforas que marcan con precisión cosas que intuimos (¿nosotros, todos nosotros?), cosas complejas y profundas. Hablamos del mundo. De los mundos que habitamos. Hablamos de nuestras habitancias objetivas en esos otros mundos el mundo con una certeza y una convicción que en su lucidez engañaría a cualquiera convenciéndolo de la falacia de que aquellos dos que hablan no están locos. Recordé una conversación que tuve con mi Ondina que no me pertenece (pero acaso la más imprescindible cuando escribo estas palabras en un texto donde todo, todos nosotros somos imprescindibles, irreproducibles, irremplazables) sobre una frase que me ha acompañado desde hace mucho, hallada en una novela de Stephen King: There are other worlds than these. Le contaba entre ondas longitudinales que no había hallado ninguna traducción de esta frase al español que me satisficiera. No le hablé a Marta de esa otra conversación. Acaso debí. Acaso luego. Hablemos de luces/hablemos de nada, canta Zoé. Hablamos como imagino se hablan dos entre la niebla.
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Nos tomamos algunas fotos en la playa. Creo que más por el placer de tomarlas que para mostrarlas luego. Que el valor que tendrán esas fotos está en el acto de tomarlas. En lo que se siente al momento de tomarlas. Que las postearemos en FB y que es altamente probable que no las volveremos a ver jamás. Y que eso está bien. Caminamos. Yo me retraso un poco en mis pasos. Me detengo a recoger la palanca pequeña rosada esmaltada de un cangrejo muerto que está posada sobre la arena. Está la pinza. No está el cuerpo del cangrejo.
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Cuando nos montamos en el carro para ir a almorzar, Marta me dice que nos dirigimos a un lugar frente a la playa que se llama La casa de los pastelillos. Yo le comento que en un lugar que se llama La casa de los pastelillos uno puede estar seguro de que uno se va a comer un buen pastelillo. Marta asiente. Igual que en los sitios que se llaman La casa del mofongo. Es probable que uno pueda conseguir en ellos un buen mofongo, concuerdo. Humor de genios. En el camino de regreso del paseo para disponernos a almorzar nos detenemos unos segundos frente a un árbol del que cuelgan unas frutas gordas, multicolores y extrañas: peluches de diversos tamaños y colores penden ahorcados de las ramas de ese árbol. Paco se baja y camina un poco bajo aquellas piñatas salidas de una película de horror, contemplándolas. Yo me bajo a fotografiar la escena absurda, hecho una risa. Cuando regresamos al carro Marta: es el nuevo hobbie de Paco. La miro fijamente dos segundos. No parpadea. Miro a Paco fijamente dos segundos. No parpadea. No es verdad, pienso… Paco estalla en una carcajada. Cabrones, pienso.
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Llegamos a La casa de los pastelillos y no recuerdo de qué carajo hablábamos que Marta me dice cuidado que Paco es capaz de demandarte. Creo que hablábamos de que me gustaría escribir algo sobre el nuevo pasatiempo de Paco de ejecutar peluches por la horca guindándolos de palos de tamarindo hasta el fin de sus vidas. Tendrá que hacer fila, le digo a Marta. Ah, ¿fila para demandarte?, pregunta Julio al volante. Eso está bueno, dice riendo. Esto le causa mucha gracia. Humor de genios.
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Imposible no asombrarse y hacer chistes frescos ante el cartel que anuncia a la Boa Boricua. Estos ofidios son unas alcapurrias que miden 29 pulgadas. No 24 (2 pies). No 36 (una yarda). 29. ¿Por qué 29?, pienso. ¿Por qué una alcapurria de tantas pulgadas?, pienso. Humor de genios. Estamos en el lugar correcto. Ordenamos. Tomo una foto de Julio y de Marta sentados a la mesa mientras esperamos la comida.
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Transmisión instantánea de información a distancia. Telegrafía. Entre dos. Comunicación de misterios. ¿Cómo dar cuenta de ello? Precisamente declarando que el lenguaje no puede dar cuenta de todo. Señalando esa ausencia se le presenta ante el ojo como un punto ciego. La recursividad del lenguaje viene al auxilio, Deus ex machina. Señalando sus límites los rebasa. Alude a lo que le es privado. Así, voilà, lo privado puede devenir público, desplegarse ante los ojos del lector y la lectora de esta pantalla. Ante tus ojos.
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Cuando miro la foto que acabo de tomar (toda foto impone de inmediato una distancia) me azota de sopetón como una bofetada puñeta, yo estoy aquí con Marta Aponte y con Julio Ramos comiendo sorullos y yuca frita y camarones ensartados y alitas de pollo. Marta Aponte. Julio Ramos. Dos de los escritores más importantes y fascinantes vivos de mi país. Esto no es un cumplido. Es un dato. Dos de los más que admiro. Aquí. Yo. Mordiendo un pastelillo de chapín de 12 pulgadas y hablando de cosas. Riéndonos. Hablamos de literatura, creo. ¿Cómo puede importarles a estas dos personas que tanto me rebasan cualquier cosa que yo pueda decir? ¿Qué yo hago aquí? Si me mareé fue por devoción, canta Cerati.
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El amor imbuye de naturalidad lo impensable. Causa olvido de cosas ineludibles. Que nos queremos tanto, canta Gilberto. Yo no soy un escritor humilde. Sé mi calibre. Pero en momentos como este me siento diminuto. Estas dos personas me aman, pienso. Eso me parece algo maravilloso. Pero no es increíble. Yo sé que yo no estaría vivo si no fuera por este amor. Esto es un dato. Como escritor. Como persona. Como ser biológico. Estas dos personas me admiran como escritor, pensé. Esto sí me parece increíble. Esto me llena de estupor. No hay una ocasión en la yo vea a Marta y a Julio que no me asalte este súbito asombro.
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Separación. Reconciliación. Actos de voluntad. ¿Qué los une? La voluntad.
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¿Qué vino primero, la amistad o la literatura? En estos casos ese regreso ad infinitum carece de importancia. Acaso amor y literatura son sinónimos en intensidad. Entanglement, canta la física cuántica. Pero si de amores así no sale hermosa literatura yo no tengo idea de qué lugar podría obtenerse, en que geografía localizarla. Habría que preguntarle a la cotorra de Julio. Que las cosas de la cultura, las cosas humanas los libros, las almas humanas, las almas de los pueblos no son intercambiables, subsumibles, asimilables monedas canjeables como las chinas y las botellas. Que la singularidad de las cosas es irreductible. De esto hablamos en otras palabras, en otras lenguas y en otras telepatías que no recuerdo con exactitud. Imposible el recurso de la memoria. O memoria sensorial de otros sentidos que rebasan los cinco.
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El menú de La casa de los pastelillos menciona que allí sirven pastelillos de carne de cocodrilo. Ese item estaba enmarañado en aquel menú como una trampa dentada. Yo caí en esa trampa amorosa que Ondina me había tendido telepáticamente, de telefonito a telefonito. Porque era inevitable. Aquella, Ondina de mis frases intraducibles y su capricho fueron los cazadores. Le pregunto a Marta si aquello es real o si es una broma pesada del lugar. No sería la primera. 29 pulgadas, recuérdese. Mira Juanca, yo no quiero ni saber. La crueldad humana no tiene límites. Veo que no lloras lágrimas de cocodrilo, le digo. Veo que tu llanto por aquellos reptiles es genuino. En un tono que gritaba idiota no seas imbécil seguro que esos pastelillos están hechos de iguana o de sabrá dios qué. Eso fue buscau, pensé. Humor de genios.
La cena de las separadas. Nosotros ya hemos visitado esa playa de extramundos donde coinciden los mundos, ¿verdad? El nombre de esa playa: Los limones. Esas mesas flotantes son las hojas de arbusto hoja playera ausente del litoral levitando sobre la arena. Allí estamos bajo el sol amarillo limón nosotros caminando por la arena, el báculo de Julio, la tenaza del cangrejo ausente, mi pelo revoloteando como los tentáculos de una sombrilla-aguaviva, los peluches multicolores ahorcados de Paco las muchachas vestidas de vistosos colores, Marta y Paco y Julio y yo sentados a la mesa que levita sin mirarnos. Sin hablar. Posando. Espontáneos. ¿No es aquella muchacha echada vestida de leoparda echada sobre la mesa un cocodrilo acechante que asoma su cabeza sobre la superficie caudalosa de un río sin nombre? La muchacha que nace de la heliconia una semilla de tamarindo que protrude de su vaina salina dispuesta a la degustación. ¿Que los aúna? ¿Qué nos auna? A nosotros. ¿Qué nos permite inauditamente habitar un a playa, un cuadro que nos viene de otro tiempo, de otro mundo que no es este, un mundo dentro de los mundos? Nosotros. Allí está, sobre todo, ella. Nosotras. Una telepatía. La voluntad. Junta lo separado. Nosotros/que nos queremos tanto/debemos separarnos/no me preguntes más canta Gilberto Monroig. Una batalla contra la entropía.
Rendirse ante esa aparente imposibilidad del lenguaje de domesticar las cosas tiene unas consecuencias políticas catastróficas. Rendirse ante cualquier cosa siempre las tiene. En este caso, en el caso de lo humano, lo cultural, lo afectivo, el lenguaje, el amor –otra vez lo humano– resignarse significa negar lo irreductible. Reducir el lenguaje y todas esas otras cosas, mundos entre los mundos, a una mismidad. A una equivalencia. Erradicar la diferencia entre las cosas. Al no poder apalabrarlas de frente, el lenguaje destaca su presencia como cosas mágicas, únicas, de identidad intransferible. Es señalar por carambola la singularidad de las cosas. Un libro, un arte, una playa, un alma, un perro, una gallina voladora, una alcapurria de 29 pulgadas sí, una palabra misma/otra se cargan de sentido intransferible al contacto con la pupila, con las manos, con el tímpano, con el paladar, con las narices humanas. ¿Trascienden? No. Se mudan de cuarto. O como el luto que no es otra cosa que una magia triste evocadora del tiempo fuera del tiempo, se instalan para quedarse. Echado al lado. Escapando del lenguaje escapan extraorbitalmnte de su mera mínima materialidad. Y sus tramas personales se convierten en elementos de una trama mayor que a su vez deviene pieza de un rompecabezas mayor y distinto. Tramas sin desenlaces minuciosos. Rompecabezas sin límites definidos. El modo de organización de esas piezas, las formas que adquieren el mundo son variadas pero nunca caóticas, aleatorias. Ensamblajes. Conexiones que vinculan los elementos de aparatos. Máquinas de guerra. Vínculos. Conforman series distintas y sus efectividades en esos sistemas abiertos son plurivalentes. Pero nunca sustituibles. Esto no es una pipa. Una china no es una botella. Un paseo por la playa, un perro, una alcapurria no es una alcapurria, una playa. Un arbusto de uvas playeras es cuando no está. Imposible echarlo de lado. Estos lugares profundos –en las playas, en las conversaciones, en las narraciones, en la topografía, en los paisajes oculares y los del alma– son los que el lenguaje reta a una danza de sentido en la que ambos bailarines se enriquecen como resultado de la coreografía resultante. ¿Qué los une? Viene al rescate la telepatía. La fuerza antientrópica-centrípeta de la voluntad. Entanglement, canta la física cuántica.
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De regreso a regresar a Marta y a Paco a su casa antes de emprender el nuestro viaje de regreso nos despedimos besos abrazos caricias a los perros etc. Los perros se alborotan y ladran alrededor del carro entristecidos por nuestra partida o acaso jubilosos. Ella desconfía, recuérdese. Para amedrentarlos Paco se quita la correa del mahón y la blande como un látigo para atemorizar a las bestias inquietas. Vocifera y los conmina al bien como a niños que se están buscando una pela. Los perros lo ignoran, saben que no es en serio. Que ese loco los ama. ¿Por qué hace eso? Paco, eso no está bien. Pensé en peluches ahorcados, colgando de las ramas de un palo de tamarindo.
Llevo la palanquita coralina de aquel cangrejo invisible en el bolsillo izquierdo del pantalón. Esa tenaza de nácar diminuta y rosada pinchará tiernamente el muslo derecho y terso de la que me habla y me escucha y que quiero hoy y practicará cosquillas en su piel y en el huevo que llevo en el pecho antes de que acabe la noche para luego perderse en ella y desaparecer. Como aquellas fotos que ya sirvieron su propósito para retirarse fielmente fugadas de la memoria. Las uñas de los pies de aquella intraducible también están hechas de coral. También han pisado otras arenas y acaso aquellas mismas. Acaso aquellos pies acariciarán las dunas miniaturas de aquella playa y si hay suerte los míos los acompañarán. Acaso no. No pasa nada. Pero accidentes pasan. Esto no es coincidencia. Sería telepatía.
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¿Dónde termina una playa llamada Los limones para que comience una pintura que se llama La cena de las separadas? ¿Qué cinta de moebius intermitente hace pasaje entre estos dos mundos tan desiguales, tan idénticos? La heliocornia un tamarindo colgante un peluche que pende los tentáculos que protruden de una aguaviva-sombrilla mi pelo la arena roja/la arena arena que las conecta? La voluntad. Este texto. Una mirada. Yo. El que escribe. Tú. El que lees. Nosotros. Todos los mundos. Que nos queremos tanto. El mundo.
Debemos separarnos.
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Propiedad de los quarks: a mayor separación la una de la otra, estas partículas se atraen con más fuerza. Mientras más distancia los separa, con más intensidad se halan, pretenden acercarse, se desean, se aman. Impertinentes.
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Amorosas. Anti-gravitacionales. Violentas. Voluntariosas. Las palabras.
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No nos perdemos de regreso a San Juan, al otro mundo. Hay más silencio que en la venida. Instant replay del día, pienso. Tiempo rumiante, tiempo de procesar. ¿Qué pasó? ¿Por dónde pasamos? Venimos del corojal/no venimos del corojal, escribe Reynaldo Arenas en la primera línea de una novela que se titula El mundo alucinante. Como este. Como los otros. A la verdad que los escritores en este país están jodidos, dice Julio. Se excluye de este grupo de desgraciados pero queda claro que no se incluye no por pena ajena sino todo lo contrario: por devoción. Mareo. Esos escritores. Ese distanciamiento que yo sentí al instante de tomar aquella foto arriba, antes. Separación. De ellos dos. Sensación de no merecer pertenecer a esa comunidad de ángeles con telarañas vestidos de doñas en rolos secándose el pelo en un beauty parlor. Jodidos. Perdidos. Nosotros, Julio. Escritores. Necesitamos la ayuda de tu GPS ahora. Nosotros/que nos queremos tanto/debemos separarmos/no me preguntes más. No jodas más. Con urgencia. Julio, haz hablar a tu cotorra. Te digo adiós, canta Gilberto. Como las faunas de estos lares –pensé– yo también tengo suerte. Nosotros. Hemos sido Socorridos. Inspirados. Multiplicados. Separados y violentamente reconciliados.