La última carta
De todos modos, las felicitaciones de la junta a Roselló Nevares parecen tan infundadas como los agradecimientos a García Padilla. Todos los que entendemos la situación actual sabemos que ha habido poquísimos dirigentes políticos que podrían ser efectivos en la tarea de gobernar un país en nuestra coyuntura. Y cuando digo poquísimos pienso en poquísimos: gente de la talla de Mandela, Churchill o Gandhi, por mencionar solo a algunos a quien la historia ya ha suavizado suficientemente las aristas. Dicen que cuando Churchill sucedió a Chamberlain —quien se comportó como lo hubiese hecho todo un buen popular del patio— deseó en voz alta, como dudándolo, que no fuera demasiado tarde para hacerle frente a la Alemania de Hitler. Resultó que no, que no lo fue, pero Churchill no tenía forma de saberlo. Para Roselló Nevares, como lo hubiera sido para Bernier, sí lo es. Como todos los anteriores, si no hace más que resbalar por la pendiente de acatar la voluntad de Washington, amanecerá escocota’o.
II
Si fuera por las intenciones expresadas por la junta aquí en diez años el futuro va a ser brillante y prometedor. Todos suscribiríamos muchas de las diez metas que contemplan en su carta. Por ejemplo, ¿quién puede oponerse a la expectativa de subir la tasa de participación laboral que está hace años más de veinte puntos por debajo de la de Estados Unidos? Si eso hace de nuestro desempeño económico uno más consistente con los de alguna región de los Estados Unidos, santo y bueno. Sin embargo, ¿por qué es ese el estándar del logro? Ya somos una economía regional de los EEUU: una economía regional en la frontera colonial de los EEUU. Nos hemos apañado mal que bien sin las mismas herramientas políticas, ni los mismos vínculos con el mundo, ni los mismos derechos para los ciudadanos, y por supuesto, sin las mismas condiciones de inicio de otras regiones. Si hay algo sobre lo que no va a hablar la junta —porque sobre ello ni dice ni dirá ni jí— es sobre la responsabilidad que tiene Estados Unidos con un territorio sobre el que ahora aplican esto y luego eximen de aquello, según convenga a alguien más y sin siquiera modelar los efectos previsibles sobre quienes no somos consultados. La relación política es atroz, pero todas las calamidades e ineficiencias son nuestras. Esta premisa es insostenible bajo cualquier análisis.
Otro de los objetivos trazados por la desmemoriada junta es aumentar el promedio del ingreso familiar en la isla y la autosuficiencia económica de los que reciben ayudas gubernamentales. Claro, para crear los empleos que hacen falta no tienen otra estrategia que desmantelar las leyes laborales y facilitar el proceso de permisos. Piensan que el capital creará empleos con las economías que logrará despidiendo a sus empleados sin pagarles mesada. Sabemos que cuando el capital logra economías aumenta el margen de ganancias, no necesariamente la inversión. Durante la administración de Fortuño eliminamos, por ejemplo, la doble paga los domingos con la justificación que se crearían más puestos de trabajo. El empleo ha seguido cayendo y las solicitudes de ayuda aumentando.
A estas metas económicas la junta añade, con verdadero espíritu navideño, la voluntad de mejorar la seguridad pública, revertir la disminución poblacional y modernizar la infraestructura de la isla, en especial las carreteras y la generación eléctrica. Ya decididos a hacer algo más que cuadrar el presupuesto por cuatro años y lograr acceso a los mercados, incluyen también aumentar nuestra expectativa de vida; si no es que nos matan del susto. No dicen cuáles, pero también aspiran a mejorar otros indicadores de salud. Aquí soy yo la que casi les aplaudo por su sagacidad. La angustia y la austeridad de seguro nos dejan en la quilla. Ya me los imagino con una gráfica ante el Congreso reclamando que el mérito por la disminución de la obesidad, la alta presión y la diabetes lo tienen ellos. Más flacos, y más longevos por la restricción calórica, podría ser. Que nuestros niños y adolescentes de paso adquieran mejores destrezas académicas en medio de la dislocación social que nos espera, difícilmente. Pero todo esto lo dispone la junta.
Según la junta, a Puerto Rico le aqueja un problema de competitividad económica que se resuelve facilitándole la vida al capital. Esa es la meta 6, pero enmarca todas las otras. Sin embargo, para lograrlo, las únicas reglas de juego bajo consideración son las locales. Por ejemplo, no debemos contar con los fondos allegados por la ley 154 con la que Fortuño gravó las ganancias de capital de unas diez empresas trasnacionales porque no sabemos si el gobierno de EEUU seguirá considerando ese pago como un crédito fiscal. Es decir, que la junta suscribe la filosofía isleña que ni para ayudar al capital hay que molestar al amo. Pero es precisamente esa convicción, con la que ha pactado la clase gobernante de este país desde Muñoz, lo que en buena medida nos ha traído hasta aquí. A pesar de todo el poder con el que nos avasalla, la junta no está dispuesta a saltarse la gran limitación de los gobiernos nacionales para lograr la reorganización económica y social. No podemos esperar entonces que sean mejores que cualquier gobierno. Serán un súper gobierno igualmente enano, un liliputense en esteroides con un marrón más pesado con el que aplastarnos a todos. Escondiendo sus limitaciones conceptuales y sus premisas políticas, la envalentonada junta prefiere darle al nuevo gobierno hasta el 15 de febrero para que apruebe la reformas laborales y elimine, de paso, la fórmula de la UPR. De aquí a allá habrán seguramente otras medidas para aliviar al capital dentro de los estrictos límites de la colonia. Se trata, por consiguiente, de desandar mucho de lo bueno y muy poco de lo malo.
No solo nuestra vinculación con los Estados Unidos es a penas un estándar para medir el futuro desempeño de las medidas sugeridas, si no que el gobierno federal aparece solo al principio de la carta como el ente que empodera al gobierno de Puerto Rico a través de la ley que lo desvalija políticamente, PROMESA. Leyendo la carta de la junta parecería que hemos estado 118 años flotando solos en el medio del mar. Al menos el General Miles cuando desembarcó miró para todos lados y le echó la culpa a los españoles por el estado de cosas que encontró. Una se imagina que la junta al desembarcar no encontró a nadie que no fuera a Zaragoza con un ábaco y ciento y pico de agencias de gobierno salidas de nuestra fructífera imaginación.
III
Lo más relevante para la junta, porque corresponde a su mandato institucional, es resolver el tema del déficit fiscal. Aunque al menos uno de ellos, José R. Gonzalez, ha expresado que remediar el déficit solo con medidas de austeridad causará un daño enorme a una economía que lleva deprimida una década, el énfasis de la misiva es alertar al gobierno entrante de las acciones necesarias para cuadrar la caja. Lo primero que han hecho es recalcular el déficit y sumarle 10 billoncitos más para un total de $67,500 millones. Esto supone que seguimos el patrón de gastos actuales y asumimos la responsabilidad de pagar la deuda. Así las cosas nos plantean uno de estos dos escenarios: o le cobramos a cada familia que quede en el país después de leer su carta unos $54,000 en impuestos durante la próxima década o reducimos durante el mismo período en 7 billones anuales el gasto gubernamental. Lo que equivaldría, según sus cálculos, a una reducción del 35% del actual nivel de gastos. En un país en el que hay un millón de personas que no reportan más ingresos que las ayudas del gobierno y en el que $54,000 equivale al promedio de lo que devenga una familia en 2.8 años, la junta se dice a sí misma que estamos obligados a reducir el gasto. Es decir, puesto que no nos pueden cobrar en diez años los $54,000 por familia que necesitan para eliminar el déficit, serán magnánimos y nos reducirán por tiempo indefinido los salarios, los beneficios, las pensiones, la cobertura de los planes médicos que dependan de asignaciones del gobierno y todos los subsidios a servicios, esenciales o no. Como le enseñó Doña Anne a Doña Melba, a estos recortes ahora por secula seculorum, tenemos que sumarle el costo de todos los servicios que dejarán de recibir los sectores más vulnerables, el aumento en el CRIM por la retasación de las propiedades, el incremento de todos los servicios privatizados, el ajuste en la matrícula de la UPR y las licencias sin sueldo forzosas (furloughs) para los empleados públicos con las que intentarán lograr economías a corto plazo.
Si negociaran así con los acreedores, algo bueno sacaríamos de este claro defalco. Pero, si lo hicieran, ya no necesitarían $54,000 por familia para solventar el déficit. De hecho, la junta ya ha anunciado que comenzará las llamadas conversaciones de buena fe con los acreedores de cara a lograr acuerdos que eviten la activación del capítulo III de PROMESA. La junta sabe que los $54,000 es un número fantástico porque está convencida que habrá que recortar la deuda. Sabe, además, que para propósitos fiscales la sociedad no está compuesta de familias, ni siquiera de individuos. Hay entidades que no menciona, como las corporaciones que tienen ahora acceso a otros lugares, por ejemplo, a paraísos muy distintos a los que van los muertos de nuestros fieles creyentes. Los $54,000 están ahí para enmarcar el problema del déficit dejando fuera lo que siempre ha quedado fuera: toda consideración de equidad. Están ahí también para establecer un parámetro que nos haga pensar que las opciones que piensa implementar nos costarán menos, cuando ni a la corta ni a la larga será así. La única opción ante esto es insistir que no es la única opción. Podríamos, por ejemplo, insistir en la auditoría ciudadana de la deuda. Si no encontramos nada de lo que organizaciones como Hedge Clippers anticipan, al menos aprenderemos algo sobre los términos que no deberán repetirse nunca y sobre quiénes fueron los responsables. Eso en sí mismo ya es una ganancia enorme. Podríamos también insistir en la propuesta de las cooperativas de retribuir a los bonistas con una cantidad proporcional al precio que pagaron por su acreencia, siempre dentro de los límites de lo que nos resulte sustentable. Y podríamos tener un periodo corto e intenso de discusión seguido de una votación especial para determinar cuáles son los servicios que nos resultan esenciales seguir ofreciendo. Luego de considerar todas las medidas para abaratarlos —sacando, por ejemplo, a los intermediarios— podríamos reestablecer una cifra que represente la responsabilidad ciudadana ante el abismo fiscal. Y podríamos también ajustarla según los ingresos de cada cual. Para los señores de la Ley 22 que viven acá 183 días la cantidad adeudada para que continúe existiendo el país donde se mudaron tendrá que ser mucho más alta que la tasa actual de 0. La emergencia fiscal es de todos. Para los pensionados que sufren los 365 días del año la amenaza de perder sus ingresos, cualquier medida deberá contribuir a devolverles el alma al cuerpo, no a añadir zozobras. Podríamos incluso idear distintos métodos para que todos podamos aportar, incluyendo horas de trabajo comunitario en los servicios que hayamos identificado como esenciales. Así organizado, la cantidad que terminaremos pagando sería equivalente al precio actual de la democracia. No es descabellado. La comparación es triste, pero apropiada. Recordemos que algunos esclavos escaparon de sus amos, otros construyeron frentes abolicionistas, y algunos otros compraron su libertad. La democracia, como la libertad, no tiene precio. Cualquier cantidad que paguemos por ella será más baja que lo que la junta insiste ahora en cobrarnos.