Las muertes por venir
I
Morirse en Puerto Rico no es asunto fácil. Si ocurre en un hospital estando el paciente conectado a este tipo de máquinas que sirven para mantener una vida semivegetativa, entonces se corre el riesgo de tener que esperar que venga a decirle adiós todo el que guste antes de desenchufarlo para morir como la vida misma manda. Este ritual de despedida prolonga innecesariamente el trance de quien está allí, solo de cuerpo presente, y a quien le toca de muerto seguir teniéndole paciencia a los vivos. Hace mucho tiempo que para constatar que alguien ha muerto bastan las destrezas más rudimentarias de la medicina. El reto cultural ante la muerte no está en el ejercicio técnico de certificarla, sino en el lapso de confusión que sobreviene a los dolientes hasta encontrar la reciedumbre espiritual para renunciar a la ilusión de una vida que dejó de ser.
Morirnos, no obstante, no es un hecho único. Vivir está salpicado de muertes inevitables. Muchas de ellas nuestras. Antes de ese penúltimo momento en el que el corazón de cada uno cesaráde latir, sin poder enviar otra dosis de sangre oxigenada a los pulmones y al cerebro; hemos muerto decenas de veces, solo que de a poquito. Morirse es un asunto cotidiano. Nos morimos cada vez que renunciamos a una parte importante de quienes hemos sido, incapaces de vivificarla más, satisfechos o no por los esfuerzos que hayamos puesto en ello o con los resultados obtenidos. Una parte de nosotros muere con la desaparición o la ausencia definitiva de alguien o algo profundamente amado. Morimos a una versión de nosotros mismos cuando por vejez o enfermedad perdemos una capacidad preciada y nos sentimos incapaces de resucitarnos sin ella. Quien lo ha sufrido dice que el exilio es la muerte en forma de confeti. Mueren tantas cosas a la vez que es imposible recoger los pedacitos. Lejos del rincón en el que se ha sido feliz, queremos reencontrar todo lo perdido sin llevar siquiera un inventario consciente, abocados a una misión verdaderamente imposible. Sin que el cuerpo nos cambie un ápice también morimos cuando sabemos que algo que ha significado mucho para nosotros ha dejado de ser o cuando retrocedemos ante el umbral de la muerte y sentimos que nos han regalado otra vez la vida. Nadie que no se haya dado por muerto se puede declarar renacido.
En cada una de estas ocasiones, como quizás en muchas otras ni vividas ni imaginadas, o nos morimos totalmente o nos vivificamos. Si la que era junto a él o ella está condenada a ser otra por su ausencia, con un poco de sabiduría y mucha paciencia renacerá en otra versión de sí que aún no conoce. El que allí era, y tan a gusto, deberá cederle espacio al que será en su nuevo sitio de otro modo. La que salvaguardó y honró con sus acciones algún significado preciado tendrá que (con)vivir con su vacío, sin que necesariamente encuentre pula pula inflavel como suplantarle. No hay garantía alguna de que haya una vida comparable a la que hemos perdido. No hay certeza de que estas nuevas versiones de una misma resulten tan cómodas, tan provechosas o tan atractivas como nos pudo parecer alguna de nuestras encarnaciones previas. Tampoco tienen razón los conservadores. No toda vida pasada fue mejor. Saben bien los filósofos que de lo que no se sabe no puede concluirse nada salvo la incertidumbre. Lo único que hay que saber en estos casos es cómo procurarse el aplomo y la curiosidad ante el remanente de existencia que se extiende ante nosotros. Y luego, con ayuda o sin ella, dar un primer paso y respirar otra vez, como lo hemos hecho antes. No querríamos admitirlo en ese momento, pero seguramente nuestra próxima muerte nos resultará más fácil.
También podemos optar por morirnos aunque el corazón nos siga latiendo. Todos conocemos a alguien que ha quedado permanentemente preso de una versión de sí mismo que ya no es más. Alguien, que ante lo involuntario de una muerte que lo sorprende se desfigura lentamente, aferrándose a quien fue o a quien quiso ser, sobrecogido por la parálisis flácida de quien no puede olvidarse de sí ni reconocerse en ningún otro. Hay tantos muertos en vida como hay mucha vida en tantos muertos.
II
La muerte del ELA en Puerto Rico no ha sido un asunto fácil. No hay que haber estado husmeando mucho en los entresijos de sus dolencias, ni haber tenido acceso alguno a las intrigas de palacio, ni siquiera haber leído la carta de la Junta del Banco Gubernamental de Fomento o la elocuente respuesta del Presidente del Senado, para comprender que detrás de tanta iniciativa, tanto gesto grandilocuente y tanto corre y corre, lo que hay es una pila de bolsitas de suero con las que intentan extenderle un poquito más la vida a nuestro Estado, siempre tan inmaduro y ahora también catatónico. Los atentos a este drama que se lleva transmitiendo por décadas se habrán dado cuenta de que los responsables de firmar finalmente el acta de defunción se niegan ante lo evidente y retrasan innecesariamente el ya lento desenlace. Se inventan remedios con que entretenernos como se añaden capítulos a una novela. Antes estos tenían nombres aleccionadores como «Manos a la Obra». Recientemente tienen nombres de impuestos: «El fracaso del IVU», «A quien no quiere CRIM le dan dos tazas», «Tribute al 4%: Las leyes 20 y 22 para millonarios extranjeros», «La efímera Patente Nacional», «La Crudita», «El IVA justiciero», y la última entrega que tiene nombre de farmacia: «El CBS». Todos sabemos a qué le temen los que siguen pululando alrededor de la cama del muerto. Lo que no está tan claro es por qué.
Me parece —como le parecería al coro si esto fuera una tragedia griega y no una comedia de enredos— que cada vez que un gobierno miente la gente astuta se da cuenta y pierden las próximas elecciones. (¡Bendito!) Si la mentira nos hace fracasar a todos, ¿no les convendría decir la verdad como una estrategia alterna y novedosa? Claro está, dejo de lado las apabullantes razones morales para la veracidad que en la política mainstream suelen pasarse por alto tranquilamente. ¿Alguien habrá considerado que hay mayor riesgo político en la mentira por todos descubierta que en la verdad por todos conocida? No tengo la menor duda de que podremos aceptar esta muerte que nos concierne a todos cuando nuestra clase política pueda hacer de la veracidad el mantra que otrora hizo del progreso. Cualquier gesto político que esté basado en desconocer lo que sabemos difunto es fútil. Después de todo, ¿qué puede pasar? Si cualquier domingo de playa optaran finalmente por la sinceridad pública, de la que ya hay atisbos, a lo mejor un par de optimistas de antaño se confunda, negándose a morir un poquito o quizás un grupo de bisoños se vea obligado a mostrar cierta diligencia ante el mundo que hace rato ya no es igual para nadie. Nada más va a suceder, excepto hacernos a todos más fácil las inevitables muertes por venir.
Tal vez conviene sentar el tono tarareando los versos del gran Vallejo, musicalizados hace décadas por Haciendo Punto en Otro Son: «pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo». Por más que se le acerque el Gobernador y el Presidente de la Cámara de Representantes y le susurren: «¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!», el cadáver seguirá muriendo. A diferencia de la estrofas finales de Masa, no habrán millones de individuos rogándole «¡quédate hermano!» sino un clamor creciente que susurra: vete en paz. Morirse, como todos sabemos, es un asunto cotidiano.